173350.fb2 Golpe de Sangre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

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18.- A la sombra de su padre

No desconfiaba de Kappelman. Pero tampoco le creía. Porque, a fin de cuentas, el tipo se ganaba la vida convenciendo a jueces y comisionados para que apoyaran asociaciones de barrio en vez de a los pesos pesados de la política y la industria a los que acostumbraban a favorecer. Pese a sus pantalones y su chaqueta gastados, sospechaba que debía ser bastante persuasivo. Y si Nancy y él habían sido tan amiguetes como Kappelman decía, no era realmente muy creíble que no le hubiera dado ni la más leve idea de lo que había averiguado a través de la oficina del concejal.

Claro que era algo tópico por mi parte el querer que fuera Dresberg quien pagara el pato. Sólo porque hubiera hecho amenazas anteriormente y tuviera mucha palanca y estuviera interesado en la eliminación de residuos.

Serpenteé por una serie de callejas y me dirigí hacia el Sector Este, a las oficinas del distrito en la Avenida M. Era algo después de las tres y el lugar estaba muy animado. Me crucé con un par de policías de patrulla al entrar. Cuando llegué a la oficina principal mis amigos de las panzas estaban muy enfrascados con media docena de aspirantes a enchufes. Otra pareja, posiblemente trabajadores de la clientela política que habían concluido la limpieza de las calles por aquel día, jugaban a las damas en la ventana. Nadie se fijó en mí realmente, pero las conversaciones bajaron de tono.

– Busco al joven Art -dije cordialmente en dirección al calvo que había sido portavoz durante mi primera visita.

– No está -dijo secamente sin mirarme.

– ¿A qué hora le esperan?

Los tres empleados de la oficina intercambiaron la silenciosa comunicación que había observado antes y coincidieron en que mi pregunta merecía una risita leve.

– No le esperamos -dijo el calvete, volviendo a su cliente.

– ¿Saben dónde podría encontrarlo?

– No andamos marcando al chico -añadió el calvete, pensando acaso en las órdenes de pago que estaban esperando de mí-. A veces aparece por la tarde, otras veces no. Hoy todavía no ha venido, o sea que podría presentarse. Nunca se sabe.

– Comprendo -cogí el Sun-Times de su mesa y me senté en una de las sillas pegadas a la pared. Era vieja, de madera, amarilla y muy rayada, increíblemente incómoda. Leí la sección de «Sylvia», hojeé las páginas deportivas e hice un esfuerzo por interesarme en el último juicio de Greylord, removiendo la pelvis sobre el asiento duro en un frustrado intento de encontrar algún punto que no me rozara los huesos. Pasada una media hora me di por vencida y deposité una de mis tarjetas sobre el escritorio del calvete.

– V. I. Warshawski. Me doy otra vuelta dentro de un rato. Dígale que me llame si no coincidimos.

Salvo el muffin de moras que me había dado Ron Kappelman, no había comido como es debido en todo el día. Me fui a la esquina de Ewing donde un bar de barrio anunciaba bocadillos de barra y carne a la italiana y me comí un bocadillo de albóndigas con cerveza de barril. No soy muy aficionada a la cerveza, pero me pareció más adecuada para la barriada que un refresco light.

Cuando volví a la oficina del distrito electoral las visitas se habían esfumado prácticamente, a excepción de los jugadores del rincón. El calvete sacudió la cabeza al verme para indicar -creo- que el joven Art no había venido. Me sentí orgullosa de mí: empezaba a ser como uno más de los habituales.

Saqué un cuadernillo de espiral del bolso. Para entretenerme mientras esperaba intenté calcular los gastos en que había incurrido desde que empecé la búsqueda del padre de Caroline Djiak. Siempre he sentido cierta envidia de la inmaculada contabilidad de Kinsey Milhone; yo ni siquiera tenía los recibos de las comidas y la gasolina. Y desde luego no el de la limpieza de mis zapatos Magli, que iba a suponer casi treinta dólares.

Había llegado a los doscientos cincuenta cuando el joven Art entró con su acostumbrado paso inseguro. Algo en la expresión de su cara, un anhelo patente de aceptación por parte de los viejos y cansados politicastros de la sala, me hizo vacilar. Estos le observaron fijamente, esperando a que empezara a hablar. Finalmente les complació.

– ¿Hay algo… algo para mí de mi padre? -se pasó la lengua por los labios de modo reflexivo.

El calvete negó con la cabeza y volvió a su periódico.

– La señora quiere hablar contigo -dijo desde las profundidades de Sun-Times.

Art no me había visto hasta ese momento; había estado demasiado concentrado en la decepción que se sabía destinado a recibir de aquellos hombres. Paseó la mirada por la habitación y me detectó. En un principio no me reconoció: su frente perfecta se plegó con una interrogación momentánea. Hasta que no se hubo acercado para estrecharme la mano no recordó dónde me había visto, y entonces no creyó posible huir sin sufrir una total humillación.

– ¿Dónde podemos hablar? -pregunté vivamente, apretándole la mano firmemente con la mía por si decidía arriesgarse a la indignidad.

Sonrió contrariado.

– Arriba, supongo; tengo un despacho. Un despacho pequeño.

Le seguí por las escaleras cubiertas de linóleo hasta una suite que exhibía el nombre de su padre. En la habitación exterior se sentaba una mujer de edad mediana, con el cabello castaño pulcramente peinado y un vestido de buen corte. Su mesa era un pequeño bosque de macetas enroscadas en torno a algunas fotografías familiares. A su espalda estaban las puertas de los despachos interiores, una con el nombre de Art padre una vez más, la otra limpia.

– Tu padre no está, Art -dijo en tono maternal-. Ha estado toda la mañana en una reunión del ayuntamiento. No creo que vaya a venir hasta el miércoles.

Art se sonrojó penosamente.

– Gracias, Sra. May. Tengo que utilizar mi despacho unos minutos.

– Claro, Art. No tengo que darte permiso para eso -siguió fija en mí, esperando obligarme a presentarme. Me pareció que significaría una victoria pequeña pero importante para Art si se quedaba sin saber quién era su visita. Sonreí en silencio, pero había subestimado su tenacidad.

– Soy Ida Maiercyk, pero todo el mundo me llama Sra. May -dijo al pasar ante su mesa.

– ¿Cómo está usted? -seguí sonriendo y avance hasta Art que me esperaba desolado ante la puerta de su despacho. Yo esperaba que la Sra. May tuviera el ceño fruncido por la impotencia, pero no me volví para comprobarlo.

Art giró un interruptor de la pared e iluminó uno de los cubículos más desnudos que he visto fuera de los monasterios. Tenía una mesa sencilla de conglomerado y dos sillas metálicas plegables. Nada más. Ni tan siquiera un mueble archivador para producir la impresión de trabajo. Un concejal prudente sabe que no conviene vivir muy por encima de la comunidad que le sostiene, especialmente cuando la mitad de la comunidad está en paro, pero esto era sencillamente insultante. Hasta la secretaria tenía un mobiliario más profuso.

– ¿Por qué soportas todo esto? -inquirí.

– ¿Todo el qué? -dijo, volviendo a ruborizarse.

– Ya sabes; que esa mujer detestable de ahí fuera te trate como si fueras un crío subnormal de dos años. A esos paniaguados del distrito esperando a ponerte la carnada como si fueras una trucha. ¿Por qué no te buscas un puesto en otra agencia?

Sacudió la cabeza.

– Estas cosas no son tan fáciles como te parecen. Yo me gradué hace dos años. Si… si consigo demostrar a mi padre que puedo encargarme de una parte del trabajo… -su voz fue apagándose.

– Si te quedas para esperar su aprobación, te vas a pasar aquí el resto de tu vida -dije brutalmente-. Si no quiere dártela, no puedes hacer nada para obligarle. Te irá mejor si dejas de intentarlo, porque no vas a conseguir más que hacerte un desgraciado y no le vas a impresionar.

Su sonrisa triste me hizo desear agarrarle del cuello de la camisa y sacudirle.

– No le conoces a él ni me conoces a mí, o sea que no sabes de lo que hablas. Yo soy -he sido siempre- su gran decepción. Pero eso no tiene nada que ver contigo. Si has venido para hablarme de Nancy Cleghorn, no puedo ayudarte ahora más que esta mañana.

– ¿Tú y ella erais amantes, no? -me pregunté si sus dibujadas facciones habrían podido compensar a Nancy de su juventud e inseguridad.

Sacudió la cabeza sin decir palabra.

– Nancy tenía aquí un novio pero no quería que lo supiera ninguno de sus amigos. No me parece muy probable que fueran el trío de la Bencina de abajo. Ni siquiera la Sra. May; Nancy tenía mejor gusto. Y además, ¿por qué, si no, fuiste al funeral?

– Es posible que por respeto a la labor que hacía en la comunidad -musitó.

La Sra. May abrió la puerta sin llamar.

– ¿Necesitan alguna cosilla? Si no, me marcho ya. ¿Quieres dejarle alguna nota a tu padre sobre la entrevista, Art?

Me miró aturdido unos segundos, después volvió a sacudir la cabeza sin hablar.

– Gracias, Sra. May -dije yo con descaro-. Ha sido un placer conocerla.

Me dirigió una mirada asesina y cerró la puerta con fuerza. Vi su sombra dibujada tras la parte superior del cristal de la puerta mientras vacilaba considerando un posible golpe de desquite, después su silueta se desvaneció al marchar hacia su casa.

– Si no quieres que hablemos de tus relaciones con Nancy, por qué no me das la misma información que le diste a ella sobre los intereses de Papá Art en la planta de reciclaje de PRECS.

Asió el borde de la mesa de conglomerado y me miró implorante.

– No le dije nada. Apenas la conocía. Y no sé lo que tiene mi padre con la planta de reciclaje. ¿Y ahora serías tan amable de irte? Yo me alegraría tanto… como el que más si encontraras al asesino, pero tienes que comprender que no sé nada del asunto.

Fruncí el ceño con frustración. Estaba muy alterado, pero desde luego no era por mí. Tuvo que haber sido el amante de Nancy. Tuvo que ser él. De otro modo no habría estado en la iglesia por la mañana. Pero no se me ocurría modo alguno de lograr que confiara en mí lo bastante para hablar de ello.

– Ya, en fin, me voy. Una última pregunta. ¿Conoces bien a Leon Haas?

Me miró con expresión vacía.

– No he oído hablar de él en mi vida.

– ¿Y Steve Dresberg?

Se puso totalmente pálido y se desmayó a mis pies.