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Estaba en el garaje de Chigwell. Max me tenía asida por la muñeca apretándomela ferozmente. Me obligó a acompañarle al coche negro donde estaba el médico. «Ahora vas a matarlo, Victoria», dijo Max. Yo procuré soltarme, pero me tenía tan fuertemente cogida que me forzó el brazo hacia arriba, obligándome a apretar el gatillo. Cuando disparé se disolvió el rostro de Chigwell, convirtiéndose en el perro de ojos inyectados en sangre de la Laguna del Palo Muerto. Yo iba dando golpes ciegos a las altas hierbas del pantano, intentado escapar, pero el perro salvaje me perseguía implacablemente.
Me desperté a las seis empapada en sudor, jadeando, luchando contra el impulso de deshacerme en lágrimas. El perro del pantano de mi sueño era exactamente igual a Peppy.
Pese a ser tan temprano, no quería permanecer más en la cama; no iba a conseguir más que sudar, con la cabeza a punto de estallarme. Quité las sábanas, hice un bulto con ellas y el chándal sucio, me puse unos vaqueros y una camiseta y deambulé escaleras abajo a la lavandería del sótano. Si pudiera encontrar algo con que correr, podría sacar a la perra. Una carrera y una ducha fría me despejarían la cabeza para entrevistarme con Ron Kappelman.
Después de mucho buscar encontré los pantalones de calentamiento de la universidad metidos al fondo de una caja en el armario del recibidor. Tenían la goma suelta -con la cinta sola se sostendrían a duras penas- y el rojo oscuro se había convertido en un rosa descolorido, pero servirían para una mañana. Consideré la pistola, pero todavía tenía el sueño muy presente; aún no me sentía capaz de llevarla. Nadie iba a atacarme delante de todos los corredores que atestaban la orilla del lago. Sobre todo si iba acompañada de un perro grande. Eso esperaba.
El Sr. Contreras había soltado ya a Peppy cuando terminé de hacer los ejercicios de calentamiento. Me reuní con ella en las escaleras de la cocina y juntas nos pusimos en marcha.
Por el borde rocoso se veía un puñado de pescadores, esperanzados incluso con aquel tiempo tristón. Saludé con la cabeza a un trío con impermeables negros sentados en el rompeolas frente a mí y me dirigí hacia la entrada del puerto. Me detuve un momento en el extremo del promontorio, contemplando el agua taciturna estrellándose contra las rocas, pero con aquella neblina fría mis ropas sudadas empezaron a adherirse de forma molesta a mi cuerpo. Me até el cordón suelto de los pantalones y di media vuelta.
Las fuertes tormentas de comienzos de invierno habían arrastrado pedruscos por el rompeolas a todo lo largo de la orilla del puerto; más de una vez hube de salir del camino para evitar tropezar con una roca suelta. Cuando estuve de vuelta en el extremo de tierra del puerto tenía las piernas doloridas de correr sobre terreno irregular; aflojé el paso a un trote corto.
El trío de pescadores con impermeable había estado observando mi aproximación. No parecía que estuvieran pescando mucho. En realidad, no parecían siquiera tener los utensilios necesarios. Al alcanzar el final del rompeolas se levantaron y formaron una especie de barrera entre la carretera y yo. Un corredor solitario pasó a espaldas de los hombres.
– ¡Eh! -grité.
El corredor estaba totalmente absorto en sus auriculares Sony. No nos prestó la menor atención.
– No te esfuerces, ricura -dijo uno de los hombres-. Somos simples pescadores preguntando la hora a una chica guapa.
Empecé a alejarme de ellos, haciendo frenéticos intentos por pensar. Podía volver por el rompeolas en dirección al lago. Y quedar atrapada entre rocas y agua intentando atraer la atención de alguien en competencia con algún Walkman. Quizá si me moviera hacia un lado…
Un reluciente brazo negro se adelantó asiéndome por la muñeca izquierda.
– La hora, rica. Sólo vamos a mirarte el reloj.
Yo giré rápidamente bajo el círculo de su brazo, arremetiendo con fuerza y hacia arriba contra su codo. Estaba bien acolchado con impermeable y jersey, pero le cogí por el hueso lo bastante fuerte para hacerle gruñir y aflojar la mano. Al abrirse los dedos ligeramente saqué la mano de un tirón y salí despedida parque a través, pidiendo ayuda a gritos. Ninguna de las personas que se había aventurado entre la niebla estaba lo bastante próxima para oírme a través de sus auriculares.
Por lo general no hago más que seguir el rompeolas ida y vuelta. No conocía esta parte del parque, ni los posibles escondites que pudiera albergar, ni dónde me llevaría. Yo tenía la esperanza de que fuera a tierra. Al Paseo del Lago, pero cabía la posibilidad de que estuviera metiéndome irremediablemente en la boca del lobo.
Mis agresores iban lastrados por sus ropas pesadas. No obstante mi fatiga, puse cierta distancia entre nosotros. Vi a uno de ellos acercándose a mí por la izquierda. Los otros dos presumiblemente venían por el otro lado para situarse en lo alto, procurando cogerme en un movimiento de tenaza. Todo dependía de lo que tardara en llegar a la carretera.
Concentrando todas mis energías, di un quiebro variando la dirección que llevaba. Advertí que había cogido al hombre por sorpresa: dio un grito de aviso a los dos que no veía. Aquello me dio cierta confianza y empecé a correr con todas mis fuerzas, Iba a toda velocidad cuando vi el agua ante mí.
El lago. En esta parte metía un dedo líquido en el parque. El final de esta calita estaba a unas treinta yardas a mi izquierda. El hombre al que había golpeado se había trasladado allí, cerrándome el paso. A mi derecha vi los otros dos impermeables, avanzando hacia mí con un trote cómodo.
Esperé hasta que estuvieron a quince yardas, recobrando el aliento, acopiando valor. Cuando estuvieron lo bastante cerca para empezar a exclamar, «no sirve de nada correr… déjalo, rica… no tiene sentido que te revuelvas…», salté.
El agua era casi hielo. Me entró una bocanada congelada y sucia y escupí. Los pulmones y el corazón protestaron con fuertes palpitaciones. Me empezaron a doler los huesos y la cabeza. Me chillaron los oídos y vi lucecitas bailar ante mis ojos. Yardas. Son sólo unas yardas. Puedes hacerlo. Un brazo detrás de otro. Un pie arriba, un pie abajo, no pienses en el peso de los zapatos, casi estás al otro lado, casi fuera, hay una roca, deslízate por ella, ahora puedes andar, subir por esta orilla.
El cordón de mis pantalones cedió del todo. Me los arranqué y avancé torpemente hacia la carretera. El frío húmedo me estaba adormeciendo; ante mí flotaban formas como de tinta. Tenía la vista desenfocada, no veía si el hombre al final de la cala había conseguido cruzarla antes de que yo la hubiera salvado a nado, no veía ni el tamaño ni la forma de mis perseguidores. Con los zapatos mojados, y los dientes castañeteándome apenas sí podía moverme, pero más adelante encontraría ayuda. Seguí adelante tercamente.
Lo habría conseguido de no ser por las malditas piedras. Estaba en exceso cansada, en exceso desorientada para ver. Tropecé con una roca enorme y caí pesadamente. Estaba tomando grandes bocanadas de aire, intentando ponerme en pie, y a continuación me encontré retorciéndome entre los brazos negros de un impermeable, dando patadas, manotazos y hasta mordiscos, cuando de pronto todas las manchas de tinta flotantes se congregaron en una bolsa gigantesca y una llamarada me estalló en la cabeza.
Pasado un tiempo comprendí que estaba muy enferma. No podía respirar. Pulmonía, había estado esperando a mi papá bajo la lluvia. Me había prometido que vendría a recogerme en algún momento de su turno y no encontró ese momento; no creyó que fuera a esperarle tanto tiempo. Ponte debajo de esta cámara, respira despacio, mira a Mamá, ella dice que te vas a poner buena y ya sabes que nunca miente. Intenté abrir los ojos. El intento me clavó fuertes punzadas de dolor en el cerebro, obligándome a volver a la oscuridad.
Volví a despertar, oscilando impotentemente adelante y atrás, con los brazos atados y una piedra clavándoseme en el costado. Estaba envuelta en algo pesado, algo que se me metía en la boca. Si vomitaba, me iba a asfixiar. Estate todo lo quieta que puedas. No es momento de forcejear.
Esta vez sí sabía quién era. Era V. I. Warshawski. Mujer detective. Idiota extraordinaire. La cosa pesada era una manta. No la veía, pero la imaginaba: verde, modelo standard de Sears. Estaba encajada entre los asientos delanteros y traseros de un coche. No era una piedra, sino el eje de la palanca de cambios. Cuando saliera de esto iba a forzar al Ayuntamiento a hacer obligatoria la tracción delantera para todos los delincuentes de Chicago. Que te pescan con un eje propulsor en el coche, a cumplir condena, como los del fisco para coger a Al Capone. Cuando saliera de esto.
Mis amigos del impermeable estaban hablando pero no distinguía sus palabras entre el zumbido de mis oídos y la densidad de la manta. Al principio creí que el zumbido era lo que quedaba de mi baño de agua fría, pero poco a poco mi fatigada sesera lo clasificó como el sonido de ruedas sobre la carretera que me llegaba a través del suelo. El balanceo y el calor de mi envoltura me sumieron otra vez en un sueño.
Desperté con un aire frío en la cabeza. Tenía los brazos insensibles por donde me los habían atado a la espalda, y la lengua llena de náuseas contenidas
– ¿Sigue inconsciente?
No conocía la voz. Fría, indiferente. ¿La voz del hombre que me había llamado para amenazarme? ¿Hacía sólo dos días? ¿Sólo? No logré recordar, ni el tiempo pasado ni la voz.
– No se mueve. ¿Quieres que la destape para mirar? -la voz más pastosa de un hombre negro.
– Déjala como está -otra vez la voz fría-. Es una alfombra vieja que vamos a tirar. Nunca se sabe quién te puede ver. O quién puede recordar una cara.
Me mantuve todo lo flácida que pude. No me hacía falta otro porrazo en el cráneo. Me sacaron bruscamente del coche, golpeándome la pobre cabeza, los brazos lastimados y la espalda dolorida contra la puerta; apreté los puños entumecidos para no gritar. Alguien me cargó a la espalda como si fuera una alfombra enrollada, como si ciento cuarenta libras no le pesaran nada, como si yo no fuera más que un paquete liviano y sin importancia. Oía el quebrarse de las ramas del suelo, el crujido de las hierbas muertas. Lo que yo no había advertido en mi anterior excursión a este lugar era el olor. El pestilente hedor de la hierba en putrefacción, mezclado con los productos químicos que se vertían en el cenagal. Procuré no ahogarme, no pensar en los peces de aletas podridas, reprimir la marea de náusea que me subía entre los latidos de mi cabeza al rebotar contra la espalda de mi porteador.
– Aquí Troy. El sitio marcado con la X.
Troy gruñó, me dejó deslizar de su hombro y caer.
– ¿Está bastante dentro?
– No va a ninguna parte. Vamos a separarnos.
Las malolientes hierbas y el barro blando amortiguaron mi caída. Quedé sobre el suelo helado. El cieno frío que empezó a empapar la manta me procuró un momento de alivio a la cabeza molida, pero al permanecer tumbada el peso de mi cuerpo hizo que empezara a filtrarse agua entre el cieno. Sentí la humedad en los oídos y me llené de pánico, forcejeando inútilmente. Sola, metida en aquel denso envoltorio, me iba a ahogar, con agua negra del pantano en los pulmones, en el corazón, en el cerebro. La sangre me retumbó por la cabeza y lloré lágrimas de pura impotencia.