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Cuando llegué a casa de Lotty, Max estaba ya allí. Estaba tan deprimida tras mi charla con Mallory que hubiera preferido anular mi cita con Manheim: porque ¿qué podía hacer una persona sola? Pero el caso fue que no tuve tiempo más que para explicar a Lotty quién era Frederick Manheim y por qué le había invitado cuando éste apareció. Su rostro redondo y grave estaba acalorado por la excitación, pero estrechó la mano de Max y Lotty cortésmente y le entregó a ésta una botella de vino. Era un Gruaud-Larose del 78. Max levantó las cejas con apreciación, por lo que supuse que sería un buen vino.
Mientras hablábamos en la cocina empezó a reanimarse mi decaída autoconfianza. Después de todo, el papel de Kappelman me había inquietado en todo momento. No era fracaso mío. Sencillamente, Bobby había querido mortificarme porque le había parado los pies a Steve Dresberg mientras que él y sus cientos no habían conseguido ni tocarle.
Batí unas tortillas francesas mientras Max abría el vino, dejándolo respirar con reverencia. Mientras comíamos en la mesa de la cocina hablamos de cuestiones generales; el vino era demasiado espléndido para contaminarlo con xerxina.
Después, no obstante, nos trasladamos al salón. Yo relaté la historia en beneficio de Max y Manheim. Cómodamente instalada en la cama sofá, expliqué lo que había sabido por Chigwell: que habían hecho aquellos análisis porque habían detectado sus altas tasas de enfermedad ya en 1955.
– Tendría que intentar ponerse al habla con Ajax. Ellos llevaban los seguros médicos y de vida de Xerxes en aquellos momentos. Sé que acudieron al Descanso del Marino en 1963 con pruebas de lo buenos y puros que eran, pero si nos enteramos de por qué se desentendió Ajax de ellos en los años cincuenta, es posible que le echemos mano a algún trapo sucio que explique por qué decidieron buscar en la sangre en lugar de… no sé, cualquier otra cosa.
Manheim, apoyado en los codos sobre el suelo, estaba lógicamente muy interesado en lo que contenían los cuadernos de Chigwell. Lotty le esbozó los datos, pero le advirtió que tendría que buscarse un batallón de especialistas.
– Yo soy de medicina prenatal, sabe. De modo que lo que le estoy diciendo es lo que he sabido por la Dra. Christophersen. Necesitará mucha gente: hematólogos, un buen patólogo renal. Y sobre todo, va a necesitar un equipo dedicado a medicina del trabajo.
Manheim asintió con seriedad a todos sus consejos. Sus rosadas mejillas de querubín se volvieron de un rojo más intenso mientras llenaba cuadernos legales con sus notas. De cuando en cuando me hacía alguna pregunta sobre la fábrica y los empleados.
Por último, Lotty puso fin a la entrevista: tenía que levantarse temprano, yo era su paciente y no estaba capacitada para otra sesión de toda la noche, y demás. Manheim se puso en pie renuente.
– No voy a hacer nada apresurado -me advirtió-. Quiero verificar a fondo los datos, encontrar el laboratorio que llevó a cabo los análisis de sangre, esa clase de cosas. Y voy a tener que consultar a un especialista en leyes medioambientales.
Levanté las manos.
– Ahora es su criatura. Haga con ella lo que le parezca. Pero tenga siempre presente que Gustav Humboldt no va sentarse con los pies en alto mientras usted reúne pruebas; yo diría que ha encontrado ya el modo de ponerle mordaza al laboratorio. ¿Quiere una última oportunidad para retirarse?
Reflexionó un minuto escaso, después sonrió a su pesar.
– Me he pasado ya bastante tiempo sentado sobre las posaderas en Beverly; no puedo renunciar a esto. Siempre que esté dispuesta a darme su apoyo moral de vez en cuando.
– Sí, claro, por qué no -accedí todo lo persuasivamente que pude. No quería que los tentáculos de Chicago Sur siguieran alargándose para estrangularme.
Cuando Manheim se hubo marchado yo me fui a la cama, dejando a Max en el salón con una de las botellas de coñac de Lotty. Esta entró un momento cuando terminé de lavarme los dientes para decirme que Caroline había llamado mientras me encontraba en la policía.
– Quiere que la llames. Pero como estaba enfadada y se puso algo brusca, creí que no le vendría mal esperar.
Sonreí.
– Ésa es mi Caroline. ¿Dijo algo de Louisa?
– Yo supongo que dado que durmió durante todo el drama no le habrá afectado realmente. Que duermas bien, cariño.
Cuando me levanté por la mañana Lotty ya se había ido. Yo deambulé sin finalidad por la cocina, bebiendo café. Empecé a prepararme una tostada y entonces recordé la promesa de desayunar con el Sr. Contreras. Llené mi maletín pausadamente. Cuanto más tiempo permanecía en casa de Lotty menor era el interés que sentía en ocuparme de mí misma. Había que marcharse antes de caer en una irremediable lasitud.
En deferencia al espíritu aseado de Lotty, quité las sábanas de la cama y las envolví con las toallas que había utilizado. Le dejé una nota diciéndole que me lo había llevado todo a casa para lavarlo. Ordené otros rastros de mi presencia lo mejor que supe y me fui a la calle Racine.
El júbilo del Sr. Contreras al verme sólo fue igualado por el de la perra. Peppy saltó para lamerme la cara, mientras su cola dorada aporreaba la puerta con vigor suficiente para cerrarla. Mi vecino me quitó la ropa sucia de las manos.
– ¿Son éstas las cosas de la Dra. Lotty? Yo te las lavo, niña. Después de desayunar te apetecerá descansar, repasar el correo, hacer lo que quieras. ¿Entonces se ha terminado el caso? ¿Todo atado con esos dos canallas en el hospital? Tenía que haber sabido que tú te ocuparías de esos tipos, pequeña. Y no preocuparme tanto por ti. No me extraña que te sacudieran.
Le pasé un brazo por los hombros.
– Ya, todo parece estupendo ahora que casi hemos acabado la batalla. Pero dispararle a alguien en una situación así es pura suerte, porque no puedes tomar puntería. Podría ser yo la que estuviera en cuidados intensivos en lugar de Dresberg si la suerte hubiera caído del otro lado.
– ¿Casi hemos acabado? -sus ojos de un pardo desvaído mostraron inquietud-. ¿Quieres decir que esos tipos siguen buscándote para liquidarte?
– Al revés. Hay un viejo tiburón blanco dando coletazos en el agua. Dresberg y Jurshak eran sus compinches. Quién sabe lo que todavía puede guardar en su cueva -procuré mantener un tono de voz despreocupado-. Pero vamos, yo he venido aquí a comer torrijas. ¿Dónde las tiene?
– Claro, niña, claro. Está todo listo; esperaba a que llegaras para encender la plancha -se frotó las manos y me hizo entrar apresuradamente.
De algún rincón de su vida había sacado un mantel de lino blanco. Había quitado de la mesa del comedor todas las revistas y cachivaches que por lo general la atestaban y la había cubierto con el mantel. En el centro había un florero con claveles rojos. Me sentí conmovida.
Se hinchó de orgullo ante mis cumplidos.
– Eran cosas de Clara. Nunca les di mucha importancia, pero no pude apartarme de ellas y dárselas a Ruthie cuando murió; para Clara eran casi un tesoro y no creía que Ruthie pudiera apreciarlas como se merecían.
Salió hacia la cocina y volvió con un vaso de zumo de naranja natural.
– Tú siéntate aquí, niña, y yo te preparo el desayuno en dos patadas.
Frió un montón grande de bacón y un número pantagruélico de torrijas. Comí todo lo que pude y le compensé contándole mi viaje nocturno por el Calumet. Él se debatía entre la admiración por la proeza y los celos por no haberle elegido a él para acompañarme, con llave inglesa y todo.
Disimulé noblemente un estremecimiento ante la idea.
– Creí que sería injusto para Peppy -respondí-. Si a los dos nos mataban o nos inutilizaban, ¿quién iba a cuidar de ella?
Aceptó la explicación reticente -y algo receloso- y me pidió que le contara otra vez cómo había disparado sobre Dresberg. Finalmente, hacia las doce, consideré que había pasado ya bastante tiempo con él y me escapé a mi casa. El viejo había dejado el correo muy ordenado dentro de mi piso. Revisé las cartas rápidamente; ninguna personal. Ni una sola. Tan sólo facturas y ofertas. Irritada, las arrojé todas a un lado, entre ellas la factura de mi teléfono. Los periódicos podían esperar; los leería más adelante para ver cómo habían cubierto lo de Xerxes.
Mis habitaciones tenían el extraño aspecto de un lugar que llevas algún tiempo sin visitar: me resultaban en cierto modo ajenas, como si alguien me las hubiera descrito pero no las hubiera visto nunca en realidad. Paseé de un lado a otro con inquietud, intentando volver a asentarme en mi propia existencia. Y procurando no pensar en la próxima posible intentona de Humboldt. No lo conseguí del todo. Cuando a las dos sonó el timbre de la puerta me sobresaltó levemente. Esto no puede seguir así, Victoria, me reprendí. Fui decidida al teléfono interior y lo descolgué.
La voz de Caroline vibró con sonido metálico. Si algo hacía falta para devolverme la confianza en mí misma, sería una pequeña refriega con ella. Me preparé para el combate y apreté el botón.
La oí subir por las escaleras con paso lento y pesado, muy distinto a su habitual trotecillo. Cuando subió el último tramo y pude verla, comprobé que tenía una expresión sombría. El corazón se me encogió. Louisa. La salida del martes por la noche había sido demasiado para su debilitado organismo y había muerto.
– Hola, Caroline. Entra.
Permaneció en la puerta.
– ¿Tú me odias, Vic?
Arqueé las cejas sorprendida.
– ¿Por qué demonios me preguntas eso? Creí que venías a morderme por exponer a Louisa a tantos estragos hace dos noches.
– No fue culpa tuya. Sino mía. Si te hubiera dicho lo que estaba pasando… Estuvieron a punto de matarte por mí. Dos veces. Y todo lo que se me ocurrió fue chillarte como la niña malcriada que siempre me has dicho que era.
Le pasé el brazo por los hombros y la arrastré dentro de la casa. Lo último que quería ahora era que el Sr. Contreras nos oyera y subiera de un salto. Caroline se apoyó en mí y me dejó que la llevara al sofá.
– ¿Cómo está Louisa?
– Está otra vez en casa -Caroline se encogió de hombros-. En realidad hoy parece que está un poco mejor. No recuerda nada de lo ocurrido, y lo que fuera que la inyectaran le ha hecho dormir mejor de lo normal.
Cogió un ejemplar de Fortune y empezó a retorcerlo.
– La policía vino nada más llegar yo a casa y ver que faltaba. Había estado en una reunión maratoniana en el centro, ya sabes, repasando toda la cuestión del reciclaje con los abogados de la Agencia de Protección del Medio Ambiente. Creí que mamá habría tenido una crisis y que los vecinos o tía Connie se le habrían llevado al hospital.
Yo asentí con la cabeza.
– Lotty me dijo que habías llamado ayer con un mensaje iracundo. No me encontraba con fuerzas para hablar contigo.
Me miró a los ojos por primera vez desde su llegada.
– No me extraña; estaba tan furiosa que habría escupido sapos y culebras y algo más. Iba dirigiéndote un vocerío mientras me acercaba a la Ayuda al Cristiano. Pero cuando llegué allí no pude pensar más que en ti y en tu madre, cuidando de mamá durante tantos años. Y después pensé en todo lo que estabas pasando por nosotras en estas últimas semanas. Y sentí una vergüenza horrible. Nada de esto habría pasado si no te hubiera empujado a buscar a mi padre pese a que no querías hacerlo.
Le cogí una mano y la apreté.
– Yo también he estado furiosa a rabiar contigo; probablemente te he echado más maldiciones que tú a mí. Y no llevo precisamente una aureola. Si hubiera abandonado cuando me lo dijiste nunca me habrían dejado por muerta en el pantano y Louisa no habría sido secuestrada.
– Pero la policía nunca habría averiguado la verdad -protestó-. Nunca habrían encontrado al asesino de Nancy, y Jurshak y Dresberg seguirían reinando en Chicago Sur. No tendría que haber sido tan cobardica. Debí contarte las amenazas a Louisa para empezar, para que no hubieras ido dando palos de ciego.
Comprendí que necesitaba decirle que había descubierto quién había dejado a Louisa embarazada, pero no parecía encontrar las palabras para hacerlo. O era el valor lo que no encontraba. Mientras me empeñaba en buscarlo Caroline dijo súbitamente:
– Le he comprado cigarrillos a mamá. Recordé lo que dijiste la primera noche que viniste, que no le iban a poner peor de lo que estaba y era posible que la animaran. Y he comprendido que lo que pretendía era tenerla bajo mi poder, quitándole una cosa que podía producirle algún placer.
Sus últimas palabras me trajeron a la cabeza los consejos de Lotty con gran claridad.
Tomé aliento y dije:
– Caroline, tengo que decirte algo; sí he descubierto quién es tu padre.
Sus ojos azules se oscurecieron.
– No es Joey Pankowski, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
– Me temo que no. No hay modo fácil de decir esto, ni de oírlo, pero estaría muy mal de mi parte no hacerlo; sería una forma repugnante de controlar tu vida.
Me miró gravemente.
– Adelante, Vic. Creo que… que soy más madura que antes. Puedo soportarlo.
La cogí por ambas manos y le dije suavemente:
– Fue Art Jurshak. Es tu…
– ¡Art Jurshak! -estañó-. No te creo. ¡Mamá no hubiera coincidido con él jamás! Te lo estás inventando, ¿no es cierto?
Moví la cabeza.
– Ojalá fuera así. Art… es… esto… tu abuela Djiak es su hermana. Él pasaba mucho tiempo con Connie y Louisa cuando eran pequeñas, y los Djiak pretendieron no darse cuenta de que estaba abusando de ellas. A tus abuelos les aterra todo lo que tenga que ver con el sexo, y tu abuelo en especial tiene horror a las mujeres, o sea que contaron una historieta nefanda de que había sido culpa de tu madre cuando se quedó embarazada. Aunque cortaron las relaciones con Art, fue a Louisa a la que castigaron. Son una pareja realmente detestable, Ed y Martha Djiak.
Sus pecas se destacaban como lunares sobre la palidez de su rostro.
– Art Jurshak. ¿Ése es mi padre? ¿Estoy emparentada con él?
– Te ha dado algunos cromosomas, chiquilla, pero no estás emparentada con él, de ningún modo ni manera. Tú eres tu propia persona, lo sabes, no la suya. Ni de los Djiak. Tienes agallas, tienes integridad y, sobre todo, tienes valor. Nada de eso tiene ninguna relación con Art Jurshak.
– Yo… Art Jurshak… -soltó una especie de ladrido de risa histérica-. Todos estos años he creído que había sido tu padre el que preñó a mamá. Que por esto tu madre se había portado tan bien con nosotras. Creía que en realidad tú y yo éramos hermanas. Ahora veo que no tengo absolutamente a nadie.
Se levantó y corrió hacia la puerta. Yo corrí tras ella y la cogí del brazo, pero se libró de mí y abrió la puerta con fuerza.
– ¡Caroline! -me lancé escaleras abajo tras ella-. ¡Esto no cambia nada! ¡Siempre serás mi hermana, Caroline!
Permanecí en la acera en mangas de camisa, contemplándola con impotencia mientras arrancaba el coche precipitadamente calle abajo hacia Belmont.