173350.fb2 Golpe de Sangre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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5.- Los sencillos goces de la infancia

Permanecí sentada en el coche un largo rato antes de que mi ira fuera apaciguándose y mi respiración volviera a la normalidad. «¡Cuánto nos ha hecho sufrir!», parodié con saña. Pobre adolescente, asustada, valerosa. Qué coraje no tendría que haber reunido simplemente para decir a los Djiak que estaba embarazada, no digamos ya para no ir al hogar de madres solteras que le habían buscado. Algunas compañeras mías de escuela con menor resistencia que ella regresaron contando historias espantosas de trabajo agotador, habitaciones espartanas y mala alimentación, un castigo de nueve meses bien dosificado por las monjas.

Me sentí ferozmente orgullosa de mi madre por haberse enfrentado a sus pontificantes vecinos. Recuerdo la noche que desfilaron ante la casa de Louisa, arrojando huevos y vociferando insultos. Gabriella salió al porche delantero y los humilló cara a cara. «Sois cristianos, ¿no?», les dijo en su inglés de fuerte acento extranjero. «Pues vuestro Cristo va a sentirse muy orgulloso de vosotros esta noche.»

Los pies desnudos estaban empezando a helárseme dentro de los zapatos. El frío fue devolviéndome poco a poco la serenidad. Encendí el coche y abrí la calefacción. Cuando tuve los pies calientes me dirigí hacia la Calle Ciento Doce y giré al oeste hasta la Avenida L. La hermana de Louisa, Connie, vivía allí con su marido, Mike, y sus cinco hijos. Ya que estaba peinando el Sector Sur podía incluirla a ella.

Connie tenía cinco años más que Louisa, pero seguía viviendo con sus padres cuando su hermana se quedó embarazada. En el Sector Sur vivías en casa hasta que te casabas. En el caso de Connie, vivió con sus padres aun después de casarse hasta que ella y su marido tuvieron dinero ahorrado para una casa propia. Cuando al fin compraron una de tres dormitorios, ella dejó el trabajo para dedicarse a ser madre: otra tradición del Sector Sur.

Comparada con su madre, Connie era una mujer bastante desaseada. Había una pelota de baloncesto en el diminuto césped delantero, y hasta mi mirada inexperta podía detectar que el porche no se había fregado en el pasado reciente. Pero los cristales de la contrapuerta y de las ventanas frontales relucían sin una sola raya, y ni una huella de dedos desfiguraba la madera de sus marcos.

Connie apareció en la puerta cuando toqué el timbre. Sonrió al verme, pero nerviosamente, como si sus padres la hubieran llamado para advertirle que pasaría por allí.

– Ah. Ah, eres tú, Vic. Yo… estaba a punto de irme a la tienda, en realidad.

Su rostro largo y anguloso no era apto para la mentira. Su piel, rosada y pecosa como la de su sobrina, enrojeció al hablar.

– Es una pena -dije secamente-. Hace diez años que no nos vemos. Tenía esperanzas de ponerme al día con los niños y Mike, y demás.

Permaneció con la puerta abierta.

– Ah. ¿Has ido a ver a Louisa, no? Mamá… mamá me ha dicho que no está muy bien.

– Louisa está en un estado terrible. Por lo que dice Caroline, creo que no se puede hacer nada por ella salvo intentar mantenerla cómoda. Me hubiera gustado que alguien me informara antes; habría venido hace meses.

– Lo siento… no creímos… Louisa no quería molestarte, y mamá no quería… no creía -se interrumpió, sonrojándose más intensamente que nunca.

– Tu madre no quería que viniera a remover el cotarro. Lo comprendo. Pero aquí estoy, y voy a hacerlo de todos modos, o sea que por qué no aplazas cinco minutos tu visita a la tienda y hablas conmigo.

Tiré de la contrapuerta hacía mí mientras hablaba y me acerqué a ella con un ademán que yo pretendía que fuera apaciguador y persuasivo. Connie retrocedió vacilante. La seguí al interior de la casa.

– Esto… ¿quieres una taza de café? -se retorcía las manos como una colegiala frente a un maestro severo, no como una mujer que araña los cincuenta con una vida propia.

– Un café me parece estupendo -dije animosa, esperando que mis riñones pudieran asimilar una taza más.

– La casa está hecha un desastre -dijo Connie disculpándose, mientras recogía un par de zapatillas de gimnasia que estaban a la puerta.

Yo jamás digo una cosa así a las visitas; ya es evidente que no he colgado la ropa ni he sacado los periódicos ni pasado el aspirador en dos semanas. En el caso de Connie, no se veía de qué podía estar hablando aparte de las zapatillas de gimnasia. Los suelos estaban fregados, las sillas colocadas en ángulos rectos entre sí, y no había ni un libro ni un papel que desfigurara la estantería del salón que cruzábamos para dirigirnos hacia la parte trasera de la casa.

Me senté ante la mesa de fórmica verde mientras Connie llenaba la cafetera eléctrica. Esta pequeña desviación de su madre me alentó levemente: si era capaz de pasar del pucherillo a la cafetera de filtro, quién sabe hasta dónde estaría dispuesta a llegar.

– Tú y Louisa no os habéis parecido nunca, ¿verdad? -pregunté bruscamente.

Volvió a enrojecer.

– Ella era la guapa. La gente espera menos de ti si eres guapa.

La conmovedora torpeza de su respuesta resultó casi insoportable.

– ¿Es que tu madre no la hacía ayudar en casa?

– Bueno, es que era más pequeña. Tenía que hacer menos cosas que yo. Pero ya conoces a mamá. En casa se limpiaba todo, todos los días, se usara o no. Cuando se enfadaba con nosotras nos hacía fregar las pilas y los retretes por debajo. Yo juré que mis hijas nunca tendría que hacer esas cosas -apretó los labios en una línea dura de agravios revividos.

– No tiene ninguna gracia -dije consternada-. ¿Y te parece que Louisa te dejó cargar con el muerto demasiadas veces?

Sacudió la cabeza.

– No era tanto culpa suya como de la forma en que la trataban. Ahora lo comprendo. Sabes, Louisa podía ser respondona y a mi padre le parecía gracioso. Por lo menos cuando era pequeña. Pero ni siquiera a ella se lo toleró cuando creció.

– Y al hermano de mi madre le gustaba ver cantar y bailar a Louisa cuando venía. Era tan menuda y tan mona que era como tener una muñeca en casa. Cuando se hizo mayor, ya era demasiado tarde, claro. Para meterla en cintura, quiero decir.

– Pues lo hicieron a fondo -comenté-. Con lo de echarla de casa y todo lo demás. Aquello debió de asustarte a ti también.

– Sí, mucho -se frotaba las manos una y otra vez con el paño que había cogido para secar la pequeña mancha de agua que había quedado al llenar la cafetera-. Al principio, ni siquiera me dijeron lo que pasaba.

– ¿Quieres decir que no sabías que estaba embarazada? -pregunté con incredulidad.

Se sonrojó tan fuertemente que creí que la piel iba a empezar a rezumarle sangre.

– Sé que no vas a entenderlo -dijo con una voz que era poco más que un susurro-. Tú hacías una vida tan distinta. Tuviste novios antes de casarte. Lo sé por mamá… mamá sigue un poco tu vida.

– Pero cuando Mike y yo nos casamos, yo ni siquiera sabía… no sabía… yo… las monjas no hablaban de esas cosas en el colegio. Mamá, claro, no podía… no podía decir una palabra. Si Louisa dejó de tener el… el período… no me habría dicho nada. De todos modos es probable que ni supiera lo que significaba.

Le brotaron lágrimas a los ojos sin quererlo. Sus hombros se agitaron al intentar contener los sollozos. Se enrolló las manos con el paño tan fuertemente que las venas de los brazos se le hincharon. Me levanté de la silla y le puse una mano sobre los hombros trémulos. No se movió, ni dijo nada, pero tras unos minutos se apaciguaron las convulsiones y su respiración se hizo más normal.

– ¿O sea que Louisa se quedó embarazada porque no sabía lo que hacía o que podía venirle un niño?

Asintió con la cabeza en silencio.

– ¿Sabes quién pudo haber sido el padre? -pregunté suavemente, sin quitarle la mano del hombro,

Movió la cabeza.

– Papá… no nos dejaba salir con chicos. Decía que no había pagado tanto dinero para llevarnos a un colegio católico para que luego anduviéramos… anduviéramos persiguiendo muchachos. A muchos chicos les gustaba Louisa, claro, pero ella… no habría estado saliendo con ninguno de ellos.

– ¿Recuerdas los nombres de alguno de ellos?

Volvió a mover la cabeza.

– No; hace tanto tiempo. Sé que el dependiente de la tienda de ultramarinos le compraba refrescos cuando Louisa iba. Creo que se llamaba Ralph. Ralph Sow-no sé qué más. Sower o Sowling o algo así.

Se volvió hacia la cafetera.

– Vic, lo terrible es… yo le tenía tantos celos que, al principio, me alegré de que estuviera metida en un lío.

– Dios, Connie, supongo que sí. Si yo tuviera una hermana de la que todo el mundo dijera que era más guapa que yo, y a la que achucharan y mimaran mientras a mí me mandaban a misa, le habría metido un hacha en la cabeza en vez de esperar a que se quedara embarazada y la echaran de casa.

Se volvió para mirarme asombrada.

– ¡Pero, Vic! Tú eres tan… tan serena. Nada te hacía mella. Ni siquiera cuando tenías quince años. Cuando tu madre murió, mamá dijo que Dios te había dado una piedra por corazón, porque estuviste calmadísima -se cubrió la boca con la mano, mortificada, y empezó a disculparse.

– Qué coño, no me daba la gana de lloriquear en público delante de todas aquellas mujeres como tu madre, que nunca dijeron ni una buena palabra de Gabriella -dije, herida-. Pero créeme que en privado lloré todo lo que quise. Y, además, Connie, de eso se trata. Mis padres me querían. Creían que podía hacer lo que me propusiera. Por eso, aunque pierda los estribos unas cien veces a la semana, no es lo mismo que si hubiera tenido que pasarme la vida oyendo a mis padres decirme lo estupenda que era mi hermana pequeña y que yo era un asco. Tranquilízate, Connie. Deja tu alma en paz.

Me miró titubeante.

– ¿Lo dices de verdad? ¿A pesar de lo que acabo de decir y esas cosas?

La cogí por los hombros y la volví para mirarla de frente.

– Lo digo de verdad, Connie. ¿Y ahora qué tal si nos tomamos el café?

Después charlamos sobre Mike y su trabajo en la planta de manipulación de residuos, y del joven Mike y su afición a jugar al football, y de sus tres hijas, y del más pequeño que tenía ocho años y era tan inteligente que realmente creía que debían procurar mandarle a la universidad, aunque a Mike le ponía nervioso porque decía que la universidad hacía creer a las personas que estaban por encima de sus padres y de su barrio. Este último comentario me hizo sonreír interiormente -imaginaba la voz de Ed Djiak advirtiendo a Connie: «¿No querrás que el niño salga como Victoria, verdad?»-, pero escuché pacientemente durante cuarenta y cinco minutos antes de correr la silla hacia atrás y ponerme en pie.

– Ha sido estupendo volver a verte, Vic. Me… alegro de que vinieras -me dijo en la puerta.

– Gracias, Connie. Que te vaya bien. Y saluda a Mike de mi parte.

Volví al coche lentamente. El talón del zapato izquierdo me rozaba el tobillo. Saboreé aquel dolor como tiendes a hacer cuando te sientes como una rata. Un poco de dolor: son los dioses que te permiten expiar el daño que has causado.

¿Cómo me había enterado yo de las cosas de la vida? Un poco en los vestuarios del colegio, otro poco por Gabriella, otro por la entrenadora del equipo de baloncesto, una mujer tranquila y sensata menos en el campo de juego. ¿Cómo se las arreglaría Connie en escuela superior para que ninguna de sus amigas le diera alguna pista. La recordaba a los catorce años, alta, desgarbada, tímida. Quizá no tuviera ninguna amiga.

Eran sólo las dos. Tenía la sensación de haberme pasado un día entero cargando cajas en el muelle en lugar de unas cuantas horas bebiendo café con antiguas amistades del barrio. Me sentía como si ya me hubiera ganado los mil dólares, y no sabía siquiera dónde empezar a buscar. Metí la marcha del coche y me dirigí otra vez hacia tierra firme.

Seguía teniendo húmedos los calcetines; llenaban el coche de olor a cerveza y sudor, pero cuando abrí la ventanilla el aire frío me resultó excesivo para los pies descalzos. Mi irritación aumento con las molestias; lo que quería era detenerme en una gasolinera y llamar a Caroline a PRECS para decirle que no había trato. Fuera lo que fuera lo que su madre hubiera hecho hacía un cuarto de siglo sería mejor dejarlo discretamente en paz. Desgraciadamente, me encontré girando en la Calle Houston cuando debiera haber seguido hacia el norte, la carretera del lago y la liberación.

El lugar tenía peor aspecto a la luz del día que por la noche. Había coches estacionados en todo espacio posible. Uno había sido abandonado en la calle, con manchas negras en el capó y el parabrisas donde el fuego había abrasado el bloque del motor. Dejé el Chevy frente a una toma de agua. Si las patrullas de tráfico eran aquí tan asiduas como los barrenderos, probablemente podría dejarlo allí hasta el día del juicio sin que me multaran.

Fui hacia la parte trasera, donde Louisa solía dejar una llave sobre la cornisa del pequeño porche. Allí seguía. Al abrir la puerta, una cortina se agitó bruscamente en la casa de al lado. En pocos minutos toda la manzana sabría que una desconocida había entrado en casa de los Djiak.

Oí voces en el interior de la casa y saludé en voz alta para que supieran que estaba allí. Cuando llegué a la habitación de Louisa comprobé que tenía la televisión a todo volumen; lo que yo había tomado por visitas era sólo la serie Hospital General. Llamé con los nudillos con todas mis fuerzas. El volumen bajó y la voz chirriante de Louisa contestó:

– ¿Eres tú, Connie?

Abrí la puerta.

– Soy yo, Louisa. ¿Cómo vas?

Su rostro delgado se iluminó con una sonrisa.

– Bien, bien, mujer. Entra. Ponte cómoda. ¿Qué tal?

Acerqué a su cama la silla de respaldo recto.

– Acabo de hacer una visita a Connie y a tus padres.

– ¿Ah, sí? -me miró con cautela-. Madre no fue nunca lo que se dice hincha tuya. ¿Qué andas buscando, pequeña Warshawski?

– Repartir alegría y verdad. ¿Por qué detestaba tanto tu madre a Gabriella, Louisa?

Encogió los hombros huesudos bajo la rebeca.

– Gabriella no era muy partidaria de la hipocresía. No se calló lo que pensaba de que mamá y papá me pusieran en la calle.

– ¿Por qué lo hicieron? -pregunté-. ¿Se enfadaron contigo sólo por estar embarazada, o tenían algo en particular contra el muchacho… el padre?

Durante unos minutos permaneció callada, con la mirada fija en la televisión. Finalmente se volvió hacia mí.

– Tendría que sacarte de casa con una patada en el culo por meterte en eso -tenía la voz calmada-. Pero sé lo que ha pasado. Conozco a Caroline y sé que siempre has comido de su mano. Fue ella quien te hizo venir, verdad; quiere saber quién fue su padre. La muy desgraciada, terca, mimada. Cuando yo la puse verde te llamó a ti. ¿No es así?

Yo tenía la cara caliente de vergüenza, pero le dije dulcemente:

– ¿No crees que tiene derecho a saberlo?

Apretó los labios fuertemente.

– Hace veintisiete años un puñetero malnacido quiso destrozarme la vida. No quiero que Caroline se acerque siquiera a él. Y si tú eres la hija de tu madre, Victoria, harás lo posible por evitar que Caroline fisgue en ese asunto en lugar de ayudarla.

Le brotaron lágrimas a los ojos.

– Quiero mucho a esa cría. Parece como si la estuviera pegando o echándola a la calle. Hice todo lo que pude para conseguir que probara una vida distinta a la mía y no estoy dispuesta a que se vaya todo por la alcantarilla.

– Lo has hecho estupendamente, Louisa. Pero ya es mayor. No necesita protección. ¿No puedes dejar que tome su propia decisión en este asunto?

– ¡Maldita sea, no, Victoria! ¡Y si vas a seguir con el tema, te largas de aquí y no vuelvas!

El rostro se le enrojeció bajo su pátina verdosa y empezó a toser. Era mi día de apuntarme tantos con las mujeres Djiak, consiguiendo enfurecerlas a todas en orden descendente de edad. No me faltaba más que decirle a Caroline que abandonaba para hacer el completo.

Esperé a que se calmara el paroxismo, y después llevé la conversación suavemente hacia temas que eran del gusto de Louisa, hacia sus años jóvenes después del nacimiento de Caroline. Después de hablar con Connie comprendía por qué Louisa los había disfrutado como un tiempo de libertad y diversión.

Finalmente me marché hacia las cuatro. Durante todo el trayecto de vuelta a casa metida en el tráfico dé hora punta, escuché las voces de Caroline y Louisa debatir en mi imaginación. Entendía el fuerte anhelo de Louisa de proteger su intimidad. Se estaba muriendo, además, lo cual prestaba mayor peso a sus deseos.

Al mismo tiempo era sensible al temor de Caroline al aislamiento y la soledad. Y después de haber visto de cerca a los Djiak, comprendía que quisiera encontrar otros parientes. Incluso si su padre resultaba ser un verdadero canalla, no podía tener una familia más demente que la que Caroline ya conocía.

Por último decidí buscar a los dos hombres de los que Louisa había hablado anoche y aquella tarde: Steve Ferraro y Joey Pankowski. Trabajaban juntos en la empresa Xerxes, y era posible que ella hubiera conseguido su empleo a través de su amante. Intentaría, asimismo, localizar al dependiente de ultramarinos que había mencionado Connie, Ron Sowling o como se llamara. El Sector Este era una barriada tan estable, tan inmutable, que cabía la posibilidad de que la tienda siguiera perteneciendo a las mismas personas y que recordaran a Ron y a Louisa. Si Ed Djiak se había pasado por allí haciendo de padre duro, puede que hubiera dejado un recuerdo indeleble.

El tomar una decisión, aunque sea una componenda, siempre produce un cierto alivio. Llamé a un viejo amigo y pasé una noche muy grata en la Avenida Lincoln. La ampolla de mi tobillo izquierdo no me impidió bailar hasta después de medianoche.