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Después de pasar por delante del pequeño monumento a los caídos, Harry entró en el vestíbulo del Parker Center, donde tuvo que mostrar su placa a un agente. Los policías de recepción no reconocían a nadie por debajo del rango de comandante, lo que para Bosch era un signo inequívoco de que el departamento se había tornado demasiado grande e impersonal.
El vestíbulo estaba lleno de gente que iba y venía. Algunos llevaban uniforme y otros traje, mientras otros lucían el adhesivo de VISITANTE en la camisa y la mirada aturdida de los ciudadanos que se aventuraban por primera vez en aquel enorme laberinto. Harry consideraba el Parker Center una maraña burocrática que, más que ayudar, obstaculizaba el trabajo del policía de la calle. El edificio tenía ocho plantas con sus pasillos y feudos correspondientes. Cada uno de ellos estaba celosamente guardado por sus subdirectores y directores, y todos desconfiaban unos de otros; eran pequeños organismos dentro de una enorme organización.
Bosch se había convertido en un experto en el laberinto durante los ocho años que trabajó en Robos y Homicidios. Eso fue antes de ser expulsado, cuando Asuntos Internos lo investigó por haber matado a un presunto asesino en serie. Bosch había disparado al ver que el hombre metía la mano debajo de la almohada para coger algo, suponiendo que sería una pistola. Luego resultó ser un peluquín. La cosa habría tenido gracia, de no ser porque el sujeto murió en el acto. Más tarde, los investigadores del Departamento de Homicidios confirmaron que el sospechoso había cometido once asesinatos. A él lo trasladaron a un crematorio en una caja de cartón, mientras que a Bosch lo trasladaron a la División de Hollywood.
El ascensor estaba repleto y olía a aliento rancio. Bosch bajó en la cuarta planta y se dirigió a las oficinas de la División de Investigaciones Científicas. Como la secretaria ya se había marchado, Harry alargó la mano por encima del mostrador y pulsó el botón que abría la portezuela de entrada. Después de atravesar el laboratorio de balística, entró en la oficina de la división. Donovan seguía allí, sentado a su mesa.
– Harry… ¿Cómo has entrado?
– He abierto yo.
– No hagas eso. No puedes ir por ahí saltándote las normas de seguridad.
Bosch asintió y puso cara de contrición.
– ¿Qué quieres? -preguntó Donovan-. No tengo ninguno de tus casos.
– Te equivocas.
– ¿Cuál?
– Cal Moore.
– Y una mierda.
– Que sí. Me ha tocado una parte, ¿de acuerdo? Sólo tengo un par de preguntas. Si quieres, contéstamelas. Si no, no pasa nada.
– ¿Qué te ha tocado?
– Estoy siguiendo un par de pistas de unos casos míos y resulta que se cruzan con Cal Moore. Así que… Bueno, sólo quería estar seguro de lo de Moore. Ya me entiendes, ¿no?
– No, no te entiendo.
Bosch cogió una silla de otra mesa y se sentó. A pesar de estar solos en la oficina, Bosch habló bajo y despacio con la esperanza de interesar al perito de la División de Investigaciones Científicas.
– Es sólo para mí, pero necesito estar seguro. Lo que quiero saber es si todo se ha confirmado.
– ¿Si qué se ha confirmado?
– Venga, hombre. Si realmente era Moore y si había alguien más en la habitación del motel.
Tras un largo silencio, Donovan se aclaró la garganta y preguntó:
– ¿Qué quieres decir con que estás trabajando en casos que se cruzan con el de Moore?
«Vamos bien», pensó Bosch, entreviendo una pequeña posibilidad de comunicación.
– Yo estaba investigando la muerte de un camello y le pedí ayuda a Moore. Después me dieron un cadáver, sin identificar, en un callejón de Sunset y resulta que Moore fue el que encontró el cuerpo. Al día siguiente, Moore se registró en ese motel de mala muerte y se voló la tapa de los sesos. O eso parece. Sólo quiero ratificar que era él. He oído que los forenses ya lo han identificado.
– ¿Y qué te hace pensar que esos dos casos están relacionados con el asunto de Moore?
– De momento no pienso nada. Sólo estoy intentando eliminar posibilidades. Tal vez todo sean coincidencias; no lo sé.
– Bueno -cedió Donovan-. No sé que han encontrado en la autopsia, pero yo he sacado huellas que le pertenecían. Te puedo asegurar que Moore estuvo en esa habitación. Acabo de terminar; me ha llevado todo el día.
– ¿Por qué?
– Porque esta mañana el ordenador del Departamento de Justicia no funcionaba y cuando fui a Personal a pedir las huellas dactilares de Moore, me dijeron que Irving ya las había sacado para llevárselas al forense. Se supone que eso no debe hacerse, pero ¿quién va a ser el valiente que se lo diga? El tío te pondría en su lista negra. Total, que tuve que esperar a que funcionara el ordenador del Departamento de Justicia. Al final me llegaron las huellas después de comer y acabo de terminar hace un rato. El de la habitación era Moore.
– ¿Dónde encontraste las huellas?
– Un momento.
Sin levantarse de la silla, Donovan rodó hasta unos archivadores y abrió un cajón con una llave que se sacó del bolsillo. Mientras el perito hojeaba los archivos, Bosch encendió un cigarrillo. Finalmente, Donovan sacó uno y volvió rodando hasta su mesa.
– Apaga eso, Harry. Ya sabes que no lo soporto.
Bosch dejó caer el cigarrillo en el suelo de linóleo, lo pisó y lo empujó con el pie debajo de la mesa de Donovan. Éste comenzó a repasar unas hojas que había sacado de una carpeta. Bosch se fijó en que cada hoja contenía un plano de la habitación del motel donde encontraron el cuerpo de Moore.
– Veamos -dijo Donovan-. Las huellas de la habitación eran de Moore. Todas. Yo mismo las he compro…
– Eso ya me lo has dicho.
– Vale, vale. Vamos a ver, hay un pulgar de catorce puntos en la culata del arma. Ése fue el dato definitivo: el catorce.
Harry sabía que sólo se necesitaban cinco puntos iguales en una comparación de huellas dactilares para que se aceptara como identificación en un juicio. Obtener catorce puntos iguales en una huella que se encontró en la escopeta era casi mejor que una foto de la persona con el arma en la mano.
– Entonces… vamos a ver… encontramos cuatro huellas de tres puntos en los cañones del arma. Supongo que debieron difuminarse un poco cuando la escopeta le saltó de las manos, así que ésas no cuentan.
– ¿Y en los gatillos?
– No, nada. Apretó los gatillos con el dedo del pie enfundado en el calcetín, ¿no te acuerdas?
– ¿Y el resto de la habitación? Te vi empolvar el aparato de aire acondicionado.
– Sí, pero no saqué nada. Pensamos que Moore habría subido el aire para retrasar la descomposición del cuerpo, pero el mando del aparato estaba limpio. Claro que, como era de plástico rugoso, tampoco era ideal para encontrar huellas.
– ¿Qué más?
Donovan consultó sus tablas de datos.
– En la placa de Moore encontré el índice y el pulgar. Cinco y siete puntos respectivamente. La placa estaba en la cómoda con la cartera, pero allí no había nada; sólo manchas borrosas. En la pistola me pasó otro tanto; manchas borrosas excepto en el cartucho, donde había un pulgar. -Donovan hizo una pausa-. Vamos a ver… sí, aquí tengo casi toda la mano: una palma, un pulgar y tres dedos en la puerta del armarito de debajo del lavabo. Supongo que debió de apoyarse ahí cuando se sentó en el suelo. Qué forma de morir, tío.
– Sí -convino Bosch-. ¿Ya está?
– Bueno, no. En el periódico… Había un periódico en la silla; ahí encontré una huella perfecta. Otra vez el pulgar y tres dedos.
– ¿Y en los casquillos de bala?
– Sólo manchas borrosas. Nada claro.
– ¿Y en la nota?
– Nada.
– ¿Alguien ha comprobado la letra?
– Bueno, estaba mecanografiada, pero Sheehan se la ha pasado a alguien de Documentos Sospechosos, que ha confirmado que estaba escrita en la máquina de Moore. Hace unos meses, Moore se separó de su mujer y se fue a un sitio en Los Feliz llamado The Fountains.
Moore rellenó un impreso de cambio de domicilio, que estaba en el dossier de personal que se llevó Irving. Total, que la tarjeta de cambio de dirección también estaba escrita a máquina. Muchas de las letras coincidían exactamente con las de la nota.
– ¿Y la escopeta? ¿Algún rastro del número de serie?
– No, lo habían limado y quemado con ácido. Oye, Harry, no creo que deba decirte tantas cosas. Es mejor…
En lugar de terminar la frase, Donovan dio media vuelta y comenzó a guardar los documentos en el archivador.
– Ya casi estoy. ¿Y el rastro del proyectil? ¿Lo habéis analizado?
Donovan cerró el cajón con llave y se volvió hacia Harry.
– Hemos empezado, pero no hemos terminado. De todos modos, se trata de dos cañones paralelos y balas de escopeta, por lo que el impacto es inevitablemente enorme. Yo diría que podría haber disparado desde unos quince centímetros de distancia y los resultados habrían sido igualmente devastadores. No hay misterio.
Después de asentir, Bosch consultó su reloj y se levantó.
– Una última cosa.
– Bueno, venga. Total, con lo que te he contado ya me juego el pellejo -respondió Donovan-. Oye, serás discreto, ¿no?
– Pues claro. Esto es lo último. Otras huellas. ¿Cuántas has encontrado que no pertenezcan a Moore?
– Ni una, y es curioso; nadie le ha dado importancia.
Bosch se sentó de nuevo; aquello no tenía sentido. Las habitaciones de los moteles eran como las prostitutas. Todos los clientes dejan algún rastro, alguna marca. Por mucho que las limpien, siempre queda algo: una señal delatadora. Harry no podía creer que todas las superficies que Donovan había comprobado estuvieran impolutas, descontando las huellas de Moore.
– ¿Qué quieres decir con lo de que nadie le ha dado importancia?
– Pues que nadie lo ha mencionado. Yo se lo dije a Sheehan y a ese pijo de Asuntos Internos que lo acompaña, pero a ellos no pareció sorprenderles. Me soltaron algo así como: «Pues si no hay más huellas, no hay más huellas». ¡Se nota que nunca han tenido que registrar una habitación de motel! Yo que pensaba que me iba a pasar la noche trabajando… y al final sólo había las que te he dicho. Joder, si es que estaba más limpia que mi propia casa. Incluso encendí el láser, pero no encontré nada: sólo las huellas de haber pasado un trapo. Y no es precisamente un sitio famoso por su limpieza…
– Se lo contaste a Sheehan, ¿no?
– Sí, cuando terminé. Como era el día de Navidad, pensé que me dirían que no podía estar tan limpio; que quería escaquearme para volver con mi familia. Pero ellos me contestaron que vale, que adiós y feliz Navidad. Así que me fui. A la mierda.
Bosch pensó en Sheehan, Chastain e Irving. Sheehan era un investigador competente, pero con esos dos vigilándolo, podría haber cometido un error, Además, habían entrado en el motel completamente seguros de que se trataba de un suicidio. Bosch habría hecho lo mismo. Y para colmo habían encontrado una nota; tendrían que haber encontrado un cuchillo clavado en la espalda de Moore para cambiar de opinión. De todos modos, la ausencia de otras huellas en la habitación y del número de serie de la escopeta eran detalles que deberían haber reducido su certeza, pero que obviamente no les hicieron dudar demasiado. Harry comenzó a preguntarse si la autopsia confirmaría la teoría de que se trataba de un suicidio.
Bosch se levantó una vez más, le agradeció a Donovan la información y se marchó. Bajó por las escaleras hasta el tercer piso y se dirigió a la oficina del Departamento de Robos y Homicidios, donde la mayoría de las tres hileras de mesas estaban vacías, ya que eran más de las cinco. La de Sheehan era una de ellas, en la zona especialmente demarcada para Homicidios Especiales. Algunos de los detectives que no se habían ido a casa levantaron la vista, pero enseguida la desviaron. Bosch no les interesaba porque era un símbolo de lo que podía ocurrir; de lo dura que podía ser la caída.
– ¿Está Sheehan? -le preguntó a la detective sentada detrás del mostrador. Estaba de guardia y la habían dejado a cargo del teléfono, las denuncias y el resto de trabajos tediosos.
– No, se ha marchado -contestó ella sin levantar la vista de una solicitud de vacaciones que estaba rellenando-. Ha llamado desde la oficina del forense hace unos minutos para decir que estaba en código siete hasta mañana por la mañana.
– ¿Puedo usar una mesa unos minutos? Tengo que hacer unas llamadas.
Bosch odiaba tener que pedir permiso después de haber trabajado en aquella oficina durante ocho años.
– Coge la que quieras -contestó ella, todavía sin levantar la vista.
Bosch eligió una mesa que no estaba demasiado repleta de papeles y llamó a Homicidios de Hollywood con la esperanza de que todavía quedara alguien. Cuando Karen Moshito cogió el teléfono, Bosch le preguntó si había mensajes para él.
– Sólo uno, de una tal Sylvia. No me ha dado el apellido.
Al apuntar el número, Bosch notó que el pulso se le aceleraba.
– ¿Te has enterado de lo de Moore? -le preguntó Moshito.
– ¿Lo de la identificación? Sí.
– No, lo de la autopsia. En las noticias de la radio han dicho que no es concluyente. Es la primera vez que un tiro de escopeta en la cara no es concluyente.
– ¿Cuándo lo han dicho?
– Acabo de oírlo en la KFWB, en las noticias de las cinco.
Cuando hubo colgado, Bosch intentó marcar otra vez el número de Porter. Y de nuevo no obtuvo respuesta. Harry se preguntó si el policía estaría en casa, pero no quería ponerse al teléfono. Se imaginó a Porter sentado con una botella, a oscuras, incapaz de abrir la puerta o levantar el teléfono.
Bosch miró el número de Sylvia Moore y se preguntó si se habría enterado de lo de la autopsia. Eso debía de ser. Tras sonar tres veces, Sylvia cogió el teléfono.
– ¿Señora Moore?
– Soy Sylvia.
– Soy Harry Bosch.
– Ya lo sé.
Ella no dijo nada más.
– ¿Cómo está?
– Creo que bien. Le-le he llamado para darle las gracias. Por su amabilidad ayer por la noche.
– Bueno, no hace falta que…
– ¿Recuerda el libro que le mencioné?
– ¿El largo adiós?
– Sí. Hay otra frase que me gusta: «Para mí, un hombre caballeroso es menos común que un cartero gordo». Aunque la verdad es que ahora hay muchos carteros gordos. -Su risa era dulce, casi como su llanto-. Pero no hay demasiados hombres caballerosos. Y usted lo fue anoche.
Bosch no sabía qué responder. Intentó imaginársela al otro lado del silencio.
– Gracias, es muy amable, pero no sé si me lo merezco. A veces la profesión me obliga a actuar de forma muy poco caballerosa.
A continuación hablaron de asuntos más triviales y al cabo de unos minutos se despidieron. Cuando colgó, Bosch se quedó un momento pensativo, con la vista fija en el teléfono y la mente concentrada en lo que habían dicho y lo que se habían callado. Era evidente que entre ellos había algo más que la muerte de Cal Moore; algo más que un caso. Había compenetración.
Luego, Bosch pasó las hojas de la libreta hasta llegar a la cronología que había comenzado a redactar esa tarde.
9 de noviembre. Detención de Dance.
13 de noviembre. Jimmy Kapps muerto.
4 de diciembre. Reunión de Moore y Bosch.
Bosch empezó a añadir las otras fechas y hechos, a pesar de que algunos de ellos todavía no parecían encajar. Sin embargo, intuía que todos los casos estaban conectados y que el punto de unión era Calexico Moore. No quiso detenerse a considerar la lista hasta que hubo terminado. Cuando lo hizo, descubrió que le ayudaba a poner en orden todas las ideas que le habían bailado por la cabeza en los últimos dos días.
1 de noviembre. Memorándum BANG sobre el hielo negro.
9 de noviembre. Rickard recibe soplo de Jimmy Kapps.
9 de noviembre. Detención y puesta en libertad de Dance.
13 de noviembre. Jimmy Kapps muerto.
4 de diciembre. Reunión Moore y Bosch. Moore miente.
11 de diciembre. Moore habla con la DEA.
18 de diciembre. Moore encuentra cuerpo de Juan 67.
18 de diciembre. A Porter se le asigna el caso Juan 67.
19 de diciembre. Moore se registra en el Hideaway.
¿Suicidio?
24 de diciembre. Autopsia de Juan 67. ¿Insectos?
25 de diciembre. Aparece el cuerpo de Moore.
26 de diciembre. Porter se retira.
26 de diciembre. Autopsia de Moore. ¿No concluyente?
De todos modos, Bosch no siguió estudiando la lista mucho tiempo, ya que no podía sacarse a Sylvia Moore de la cabeza.