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Bosch cogió Los Ángeles Street hasta llegar a Second Street, y puso rumbo al bar Red Wind. Cuando pasó por delante de la iglesia de Santa Vibiana, se fijó en un grupo de vagabundos harapientos que salían de su interior; seguramente habían pasado el día durmiendo en los bancos y en ese momento se disponían a cenar en la misión de Union Street. Al llegar al edificio del Times, Bosch levantó la vista hacia el reloj y vio que eran las seis en punto, así que encendió la radio para escuchar el boletín informativo de la emisora KFWB. La autopsia de Moore fue la segunda noticia, después de la del alcalde. Por lo visto, el hombre había sido la última víctima de una ola de ataques kamikazes para protestar contra el sida. Le habían lanzado un globo lleno de sangre de cerdo en la escalinata blanca del ayuntamiento de la ciudad. Un grupo denominado «SuiSida» había reivindicado el atentado.
«En otro orden de cosas, la autopsia del sargento de policía Calexico Moore no permite concluir que el agente de narcóticos se quitara la vida, según informó la oficina del forense del condado de Los Ángeles. El cadáver del agente, de treinta y ocho años, fue hallado el día de Navidad en un motel de Hollywood. Según fuentes policiales, el sargento Moore llevaba muerto una semana a causa de un disparo de escopeta. Estas mismas fuentes han confirmado que se encontró una nota de suicidio, pero no han divulgado su contenido. El sargento Moore será enterrado el lunes».
Bosch apagó la radio. Era obvio que la información estaba sacada de un comunicado de prensa. Se preguntó qué querría decir lo de que la autopsia no fuera concluyente, el único dato nuevo de toda la noticia.
Finalmente Bosch llegó al Red Wind, aparcó y entró en el bar. Como no vio a Teresa Corazón, aprovechó para ir al baño y lavarse la cara. Después se secó con una toalla de papel e intentó peinarse con la mano el bigote y el cabello rizado. Tras aflojarse la corbata, se quedó un rato mirándose al espejo. Necesitaba afeitarse. Con aquel aspecto la mayoría de gente evitaría acercarse a él.
Al salir del lavabo, Bosch compró una cajetilla de tabaco en la máquina y echó otro vistazo al bar. Ella todavía no había llegado. Entonces se dirigió a la barra y pidió una Anchor, que se llevó a una mesa vacía cerca de la puerta. A esa hora, el Wind comenzaba a llenarse de gente que salía del trabajo: hombres trajeados o mujeres arregladas. Abundaban las combinaciones de hombres mayores con mujeres jóvenes. Harry reconoció a varios periodistas del Times, lo cual le hizo pensar que Teresa había elegido un mal sitio para quedar, si es que ella hacía acto de presencia. Tras la noticia de la autopsia, los periodistas podrían reconocerla. Bosch se acabó su cerveza y salió del bar.
Estaba en la acera, soportando el frío del anochecer y mirando el túnel de Second Street cuando oyó una bocina. Un coche se detuvo frente a él y alguien bajó la ventanilla eléctrica. Era Teresa.
– Perdona, llego tarde. Ahora entro; voy a buscar un sitio para aparcar.
Bosch metió la cabeza por la ventanilla.
– No sé si es buena idea. Hay muchos periodistas. Por la radio han dado la noticia de la autopsia de Moore; te arriesgas a que te hagan preguntas.
Bosch veía ventajas e inconvenientes. Que el nombre de Teresa saliera en los periódicos mejoraba sus oportunidades de pasar de jefa en funciones a jefa permanente. Pero si decía algo inapropiado también podía acabar bajando a interina o, aún peor, a desempleada.
– ¿Dónde podemos ir? -preguntó ella.
Harry abrió la puerta y se metió en el coche.
– ¿Tienes hambre? ¿Y si vamos a Gorky's o al Pantry?
– Muy bien. ¿Está abierto Gorky's? Me apetece una sopa.
Como era hora punta, tardaron quince minutos en recorrer ocho manzanas y encontrar sitio para aparcar. Cuando finalmente llegaron a Gorky's, pidieron dos jarras de cerveza rusa de la casa y Teresa se tomó un caldo de pollo con arroz.
– Menudo día, ¿eh? -comentó Bosch.
– Y que lo digas. No he tenido tiempo ni para comer. Me he pasado cinco horas en la suite.
Bosch quería que le hablara de la autopsia de Moore, pero sabía que no podía pedírselo. Tenía que conseguir que ella quisiera contárselo.
– ¿Qué tal las Navidades? ¿Las pasaste con tu marido?
– Qué va. Lo intentamos, pero no funcionó. Nunca ha podido aceptar lo que hago y ahora que tengo la oportunidad de ser forense jefe, todavía menos. Se fue en Nochebuena y pasé sola el día de Navidad. Hoy iba a llamar a mi abogada para que continuara con los trámites de divorcio, pero no he tenido tiempo.
– Tendrías que haberme llamado. Yo pasé el día de Navidad con un coyote.
– ¿Con Tímido?
– Sí, todavía viene a verme de vez en cuando. Había un incendio al otro lado del paso y creo que se asustó.
– Sí, lo leí en el periódico. Tuviste suerte.
Bosch asintió. Teresa Corazón y él se habían acostado unas cuantas veces durante los últimos cuatro meses, y cada encuentro se iniciaba con este tipo de conversación superficial. Era una relación de conveniencia, basada en la atracción física y no sentimental, que nunca se había convertido en una pasión profunda para ninguno de los dos. Ese año Teresa se había separado de su marido, un catedrático de la facultad de medicina de la Universidad de California en Los Ángeles, y había escogido a Harry como amante. Sin embargo, Harry sabía que aquello no significaba nada; él era una mera diversión. Sus encuentros eran esporádicos, normalmente con varias semanas de diferencia, y Harry se contentaba con dejar que Teresa los instigara.
Bosch la observó mientras ella bajaba la cabeza para soplar sobre la cuchara llena de sopa. Después de apartarse un mechón de su pelo rizado y largo, volvió a soplar y sorbió un poco de aquel caldo de arroz con rodajas de zanahoria. Teresa era morena de piel y su rostro era exótico y ovalado, con los pómulos muy marcados. Tenía los labios gruesos y pintados de rojo y un ligero tono amelocotonado en las mejillas. Él sabía que tenía unos treinta y tantos años pero nunca le había preguntado su edad exacta. Por último, se fijó en sus uñas, que llevaba cortas y sin esmalte para no rasgar los guantes de goma que constituían la herramienta básica de su trabajo.
Mientras bebía una cerveza pesada de una jarra pesada, Bosch se preguntó si aquello era el principio de otro encuentro o si ella había venido a contarle algo verdaderamente importante sobre los resultados de la autopsia de Juan 67.
– Así que ahora necesito a alguien para Nochevieja -concluyó ella, levantando la vista del plato de sopa-. ¿Qué miras?
– Nada, a ti. Si necesitas a alguien, ya lo tienes. Creo que Frank Morgan va a tocar en el Catalina.
– ¿Quién es ése y qué toca?
– Ya lo verás. Te gustará.
– Qué pregunta tan tonta. Si te gusta a ti, seguro que toca el saxofón.
Harry sonrió, más por él que por ella. Se alegraba de tener una cita. Estar solo en Nochevieja le deprimía más que en el día de Navidad, de Acción de Gracias o en cualquier otra fiesta. Nochevieja era una noche para escuchar jazz y el saxofón podía hundirte si estabas solo.
– Harry, las mujeres solitarias te pueden -comentó Teresa sonriendo.
Aquello le recordó la sonrisa triste de Sylvia Moore.
– Bueno -dijo Teresa, como si hubiera percibido que él se distraía-. Supongo que quieres saber lo de los insectos de Juan 67.
– Cuando te termines la sopa.
– No, no pasa nada. A mí no me molesta. Yo siempre tengo hambre, sobre todo cuando me he pasado todo el día cortando fiambres.
Teresa sonrió. Hacía comentarios así muy a menudo, como retando a Bosch a que expresara su disgusto por su trabajo. Él sabía que en el fondo ella seguía colgada de su marido. No importaba lo que dijera al respecto; estaba clarísimo.
– Bueno, espero que no eches de menos los bisturís cuando te nombren jefa. Entonces tendrás que contentarte con «cortar» presupuestos.
– Ni hablar. Yo no sería una jefa de despacho; me encargaría personalmente de los casos especiales. Pero después de lo de hoy, no sé si me harán jefa.
Harry sintió que en esa ocasión había sido él quien había despertado un recuerdo y que ella se quedaba pensativa. Ese podría ser el momento de decir algo.
– ¿Quieres hablar del tema?
– No. Bueno, sí, pero no puedo -le contestó ella-. Harry, ya sabes que confío en ti, pero creo que de momento es mejor que no diga nada.
Bosch no insistió, sino que decidió volver al tema más adelante; quería averiguar lo que había ido mal en la autopsia de Moore.
– Bueno, pues, cuéntame lo de Juan -dijo, al tiempo que se sacaba la libreta del bolsillo de la chaqueta.
Ella apartó el plato de sopa y depositó su maletín de piel sobre el regazo. De él extrajo una carpeta de color marrón.
– De acuerdo. Esto es una copia para ti; puedes quedártela cuando haya terminado. He repasado las notas y todo el material que Salazar tenía sobre el caso. Supongo que ya sabes que la causa de la muerte fue un traumatismo craneal causado por múltiples golpes fuertes. Al frontal, el parietal, el esfenoides y el supraorbital.
Mientras describía las lesiones, Teresa se iba señalando la parte superior de la frente, la coronilla, la sien y la ceja izquierda, todo ello sin apartar la vista de los documentos que tenía ante sí.
– Cualquiera de ellas habría sido mortal. Había otras heridas que se produjeron al tratar de defenderse la víctima que puedes mirarte luego. Salazar extrajo astillas de madera de dos de las fracturas craneales. Por lo tanto, el arma podría ser algo como un bate de béisbol, aunque no tan ancho. Los golpes son tan tremendos y profundos que tuvo que tratarse de algo potente. No un palo, sino algo más grande: un pico, una pala, algo como… no sé, un taco de billar. Aunque seguramente era algo sin pulir, porque ya te he dicho que Salazar sacó astillas de las heridas. Dudo que un taco de billar, lijado y barnizado, pudiera dejar astillas.
Teresa estudió las notas un momento.
– Otra cosa. No sé si Porter te lo dijo, pero lo más seguro es que depositaran el cadáver en ese sitio. La muerte se produjo como mínimo seis horas antes de que fuera descubierto el cuerpo. En vista de la cantidad de gente que pasa por ese callejón para entrar en el restaurante, el cadáver no podría haber pasado inadvertido durante seis horas. Alguien tuvo que llevarlo hasta allí.
– Sí, estaba en sus apuntes.
– Bien.
Ella comenzó a pasar páginas, echó un vistazo rápido a las fotos de la autopsia y las fue apartando.
– Ah, aquí está. Aún no tenemos los resultados del análisis de sustancias tóxicas, pero el color de la sangre y el hígado apuntan a que no encontraremos nada. Es una suposición nuestra, bueno, de Sally, así que no es seguro.
Harry asintió. Todavía no había tomado ninguna nota. Aprovechó la ocasión para encender un cigarrillo, lo cual no pareció molestar a Teresa. Ella nunca había protestado antes, aunque una vez, cuando Bosch asistía a una autopsia, vino expresamente de la sala contigua para mostrarle el pulmón de un hombre de cuarenta años que fumaba tres paquetes al día. El pobre parecía un mocasín negro al que le hubiese pasado por encima un camión.
– Como ya sabes, solemos tomar muestras y analizar el contenido del estómago -prosiguió ella-. Primero, en la cera de la oreja, encontramos una especie de polvillo marrón. También había un poco en el pelo y en las uñas de la mano.
Bosch pensó en la heroína mexicana, uno de los ingredientes del hielo negro.
– ¿Heroína?
– Buena idea, pero no.
– Sólo polvo marrón.
Bosch comenzó a tomar notas.
– Eso es. Cuando lo examinamos por el microscopio, nos pareció trigo. Creemos que es trigo pulverizado.
– ¿Trigo? ¿Tenía cereales en el pelo y las orejas?
Un camarero bigotudo con cara de cosaco, camisa blanca y pajarita negra, se acercó a la mesa para preguntarles si querían algo más. Inevitablemente vio la pila de fotos de Teresa. Encima había una de Juan 67, desnudo sobre la mesa de operaciones de acero inoxidable. Teresa las tapó rápidamente con la carpeta y Harry pidió dos cervezas más. El hombre se alejó lentamente de la mesa.
– ¿Te refieres a trigo? -preguntó Harry de nuevo-. ¿Como el polvo que queda al fondo del paquete de cereales?
– No exactamente. Pero apúntatelo y déjame seguir. Al final tiene sentido.
Él le hizo un gesto para que continuara.
– En los análisis del contenido de las fosas nasales y el estómago, salieron dos cosas muy interesantes. Por eso me gusta lo que hago, aunque otra gente preferiría que no lo hiciese. -Ella levantó la vista de la carpeta y le sonrió-. Bueno, en el interior del estómago, Salazar identificó café, restos masticados de arroz, pollo, pimentón, varias especias e intestino de cerdo. En otras palabras, había comido chorizo mexicano. El hecho de que usaran intestino para la piel del chorizo me sugiere que no se trata de un embutido de fábrica, sino casero. Lo había ingerido poco antes de morir, porque todavía no había comenzado a ser procesado por el estómago. Puede incluso que estuviera comiéndoselo cuando lo asaltaron; aunque no había restos en la garganta ni en la boca, sí quedaban trocitos en los dientes. Por cierto, la dentadura era toda suya y está claro que nunca había ido al dentista. ¿Qué opinas? No parece de por aquí, ¿verdad?
Bosch asintió al recordar que los apuntes de Porter decían que la ropa de Juan 67 era de fabricación mexicana.
– También había esto en el estómago -anunció ella, mientras le pasaba una fotografía. Era una instantánea de un insecto rosáceo que había perdido un ala y tenía la otra rota. Parecía mojado, lo cual era lógico teniendo en cuenta donde lo habían encontrado. El bicho estaba en un recipiente de cultivos junto a una moneda de diez centavos diez veces más grande que él.
En ese momento Harry se dio cuenta de que el camarero esperaba a unos tres metros de ellos con dos jarras de cerveza. Cuando levantó las jarras y arqueó las cejas con impaciencia, Bosch le dio permiso para acercarse. El camarero depositó las cervezas en la mesa, echó un vistazo furtivo a la fotografía del insecto y se alejó con paso ligero. Harry le devolvió la foto a Teresa.
– ¿Entonces qué es?
– Ceratitis capitata -le respondió ella con una sonrisa.
– ¡No me digas! Justo lo que estaba pensando.
Aunque era una broma malísima, Teresa se rió.
– Es una mosca de la fruta, Harry. ¿No has oído hablar de ese insecto tan devastador para la industria cítrica de California? Salazar vino a verme para pedirme que alguien la clasificara porque no tenía ni idea de lo que era. Yo se la mandé a un entomólogo de la Universidad de California que me recomendó Gary y él lo identificó.
Bosch sabía que Gary era el marido -muy pronto ex marido- de Teresa. Aunque asintió, no podía comprender qué importancia tenía aquel dato.
– Pasemos a las fosas nasales -prosiguió ella-. Pues bien; aquí encontramos más polvo de trigo y… esto.
Ella le pasó otra fotografía en la que también aparecía un recipiente para cultivos con una moneda de diez centavos. Pero esta vez había una línea pequeñita de color marrón rosado junto a la moneda. A pesar de ser muchísimo más pequeña que la mosca de la primera foto, Bosch apreció que se trataba de otro insecto.
– ¿Qué es? -preguntó.
– Lo mismo, según el entomólogo. Sólo que esto es un bebé: una larva.
Teresa enlazó los dedos y se apoyó sobre los codos. Sonrió a Bosch mientras esperaba en silencio.
– Esto te encanta, ¿no? -preguntó Harry. Después de beberse una cuarta parte de su jarra de cerveza, admitió-: De acuerdo, no tengo ni idea. ¿Qué significa todo esto?
– Bueno, sabes más o menos lo que hace la mosca de la fruta, ¿no? Se come las cosechas de cítricos y puede arruinar toda una industria: tropecientos millones de dólares en pérdidas, nada de zumo de naranja por la mañana, etcétera, etcétera. En pocas palabras, el fin del mundo civilizado.
Bosch asintió y ella continuó hablando muy deprisa.
– Bueno, parece que cada año hay una plaga de moscas de éstas. Seguro que te has fijado en esos avisos de cuarentena en las autopistas y has oído los helicópteros que fumigan durante la noche.
– Sí, me recuerdan a Vietnam en mis pesadillas -respondió Harry.
– Y también debes de haber visto o leído algo sobre las campañas contra el insecticida. Hay gente que opina que es tan perjudicial para las personas como para los insectos y quieren que lo prohíban. ¿Qué puede hacer el Departamento de Agricultura? Bueno, una de las cosas es invertir más en el otro sistema que existe para eliminar los bichos. El Departamento de Agricultura y el Proyecto de Erradicación de las Moscas de la Fruta sueltan miles de millones de moscas estériles por todo el sur de California; millones cada semana.
»Su intención es que cuando las que están allí comiencen a aparearse lo hagan con compañeras estériles, y así vayan desapareciendo al reproducirse cada vez menos. Es matemático, Harry. Pueden erradicar el problema, pero sólo si saturan la región con suficientes moscas estériles.
Al llegar a este punto, Teresa hizo una pausa, pero Bosch seguía sin comprender.
– ¡Qué interesante! ¿Pero tiene algo que ver con el caso o con…?
– Ahora, ahora. Escucha y verás. Eres detective, ¿no? Se supone que los detectives estáis acostumbrados a escuchar. Una vez me dijiste que resolver asesinatos era sólo una cuestión de conseguir que la gente hablara y saber escuchar. Bueno, pues ahora te lo estoy contando.
Bosch alzó las manos, como diciendo «vale, vale» y ella retomó el hilo de la explicación.
– Las moscas que suelta el Departamento de Agricultura se tiñen de rosa cuando están en la etapa larvaria a fin de poder distinguir con facilidad las estériles de las no estériles a la hora de controlar las pequeñas trampas que se ponen en los naranjos. Después de teñirlas, las someten a unas radiaciones para esterilizarlas y luego las sueltan.
Harry asintió. La cosa comenzaba a ponerse interesante.
– El entomólogo que consultamos examinó las dos muestras tomadas del cadáver de Juan 67 y encontró lo siguiente. -Teresa consultó los datos en la carpeta-. La mosca adulta obtenida del estomago del difunto había sido tanto teñida como esterilizada y era hembra. Hasta aquí no hay nada raro. Como decía, sueltan unos trescientos millones de insectos a la semana (al año son miles de millones), así que tu hombre podría haberse tragado una sin querer si había estado en cualquier sitio del sur de California.
– Vale, ya vamos concretando -dijo Bosch-. ¿Y la otra muestra?
– La larva era diferente -le informó Teresa, sonriendo de nuevo-. El doctor Braxton, el entomólogo, afirmó que el espécimen había sido teñido con la misma sustancia empleada por el Departamento de Agricultura pero que, cuando se le metió a Juan por la nariz, todavía no había sido esterilizada.
Teresa desenlazó las manos y las dejó caer a los costados. Su informe de los hechos había terminado. Había llegado el momento de especular y ella le estaba dando la oportunidad a Bosch de empezar.
– O sea, que dentro del cuerpo encontraron dos moscas teñidas, una esterilizada y la otra no -resumió Bosch-. Eso parece indicar que poco antes de su muerte, nuestro hombre estuvo en el lugar donde se esterilizan esas moscas.
»Allí habría millones, por lo que resultaría fácil que una o dos se le hubieran colado en la comida o en la nariz, ¿no?
Ella asintió.
– ¿Y el polvo de trigo? ¿Por qué tenía eso en las orejas y en el pelo?
– El polvo de trigo es la comida, Harry. Braxton nos contó que con eso alimentan a las moscas durante el período de cría.
– Si averiguo dónde crían esas moscas estériles, puedo encontrar una pista sobre Juan 67. Quizá sea un criador o algo por el estilo.
– ¿Por qué no me preguntas a mí dónde las crían?
– ¿Dónde las crían, Teresa?
– Bueno, el truco es criarlas en su propio habitat, donde ya forman parte de la población natural de insectos, para que no haya problemas si se escapa alguna antes de recibir su dosis de radiación -explicó ella-. En definitiva, el Departamento de Agricultura estadounidense trata con criaderos de sólo dos sitios: Hawai y México. En Hawai tienen contratos con tres de ellos en Oahu. En México hay uno cerca de Zihuatenejo, y el más grande de los cinco está cerca de…
– Mexicali.
– ¿Cómo lo sabes? Harry, no me digas que ya sabías todo esto y me has dejado…
– No, mujer. Ha sido una deducción a partir de otras investigaciones en las que estoy trabajando.
Teresa le lanzó una mirada extraña y, por un instante, él se arrepintió de haberle estropeado la sorpresa. Finalmente Bosch se acabó la cerveza y miró a su alrededor en busca del camarero tiquismiquis.