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Capítulo 10

Teresa llevó a Bosch a su coche, que estaba aparcado cerca del Red Wind, y lo siguió en el suyo hasta su casa en la montaña. Aunque su apartamento estaba más cerca -en Hancock Park-, la forense le dijo a Harry que en la última temporada había pasado demasiado tiempo encerrada en casa y que le apetecía ver al coyote. Sin embargo, Bosch sabía que su verdadero motivo era que resultaba más fácil para ella irse de casa de él que pedirle a él que se marchara de su apartamento.

De todos modos, a Bosch no le importaba, ya que se sentía incómodo en el apartamento de ella; le hacía pensar en lo que se estaba convirtiendo Los Ángeles. El sitio en cuestión era un loft con vistas al centro de la ciudad, en el quinto piso de un edificio antiguo llamado The Warfield. El exterior del edificio se veía tan bonito como el día en que fue completado por George Alian Hancock en 1911; de estilo decimonónico, con una fachada de terracota gris azulada. George no había escatimado el dinero que ganó con el petróleo y, The Warfield, con sus flores de lis y sus demás ornamentos, era buena prueba de ello. Sin embargo, lo que a Bosch le molestaba era el interior. Una compañía japonesa había comprado el edificio hacía un par de años y lo había restaurado, renovado y redecorado completamente. Habían derribado las paredes de los apartamentos y los habían convertido en poco más que habitaciones, alargadas y feas, con suelos de madera falsa, encimeras de acero inoxidable y focos que se deslizaban por rieles. «Ahora es sólo un caparazón bonito», pensó Bosch. Y tenía la impresión de que George hubiese estado de acuerdo.

En casa de Harry, los dos charlaron mientras él encendía la barbacoa japonesa de la terraza y ponía a freír un filete de perca anaranjado. Lo había comprado en Nochebuena, todavía estaba fresco y era lo bastante grande para partirlo en dos. Teresa le contó a Bosch que la Comisión del Condado seguramente decidiría de manera oficiosa antes de fin de año quién iba a ser el nuevo forense jefe. Él le deseó buena suerte, aunque no estaba muy seguro de ser sincero. Se trataba de un puesto político, por lo que ella se vería obligada a obedecer y callar. Bosch cambió de tema.

– Si este tal Juan estuvo en Mexicali, ¿cómo crees que llegó hasta aquí?

– Ni idea. No soy detective.

Teresa contemplaba el paisaje apoyada en la barandilla. Ante ella se extendía el valle de San Fernando, iluminado por un millón de lucecitas y bañado por un aire fresco y limpio. Ella llevaba la chaqueta de Harry sobre los hombros. Mientras tanto, Bosch untó el pescado con una salsa de piña y le dio la vuelta.

– Aquí se está más caliente -le informó Bosch. Pinchó el pescado con el tenedor para que embebiera la salsa y añadió-: Yo creo que los asesinos no querían que nadie metiera las narices en la empresa contratada por el Departamento de Agricultura. No les interesaba que se relacionase el cuerpo con ese lugar, así que por eso se llevaron al tío.

– Sí, pero ¿por qué hasta Los Ángeles?

– Quizá porque… bueno, no lo sé. Tienes razón; es bastante lejos.

Los dos permanecieron pensativos unos instantes. Bosch olía la salsa de piña y la oía crepitar al gotear sobre las brasas.

– ¿Cómo se puede pasar un cadáver por la frontera?

– Yo creo que la gente pasa cosas más gordas, ¿verdad?

Bosch asintió.

– ¿Has estado alguna vez en Mexicali? -preguntó ella.

– Sólo de camino a Bahía San Felipe, donde fui a pescar el verano pasado, pero no me paré. ¿Y tú?

– Nunca.

– ¿Sabes el nombre de la población justo al otro lado de la frontera? A nuestro lado.

– No -contestó ella.

– Calexico.

– ¿Qué dices? ¿Es ahí dónde…?

– Sí.

El pescado estaba listo. Bosch lo sirvió en un plato, tapó la barbacoa y entraron en la casa. Lo acompañó con un arroz a la mexicana y, como no tenía vino blanco, abrió una botella de tinto -néctar de los dioses- que sirvió en sendas copas. Mientras lo ponía todo en la mesa, advirtió que una sonrisa asomaba al rostro de Teresa.

– Pensabas que no sabía cocinar, ¿verdad?

– Pues sí, pero esto está muy bien.

Harry y Teresa brindaron y empezaron a comer en silencio. Ella lo felicitó por la cena, aunque él pensó que el pescado le había quedado un poco seco. Después volvieron a charlar de cosas sin importancia. Durante todo ese tiempo, él estuvo esperando la oportunidad de preguntarle sobre la autopsia de Moore. La ocasión no se presentó hasta que hubieron terminado.

– ¿Y qué harás ahora? -le preguntó ella mientras dejaba su servilleta en la mesa.

– Pues recoger los platos y ver si…

– Ya sabes a que me refiero: al caso Juan 67.

– No lo sé. Quiero volver a hablar con Porter. Y seguramente iré al Departamento de Agricultura para intentar averiguar algo más sobre cómo llegan las moscas de México hasta aquí.

Ella asintió.

– Avísame si quieres ver al entomólogo. Puedo organizarlo.

Bosch la observó mientras ella se quedaba absorta en sus pensamientos, algo que había ocurrido varias veces esa noche.

– ¿Y tú? -quiso saber Bosch-. ¿Qué harás ahora?

– ¿Sobre qué?

– Sobre los problemas de la autopsia de Moore.

– ¿Tanto se me nota?

Bosch se levantó y recogió los platos, pero ella no se movió. Cuando se volvió a sentar, repartió el vino que quedaba en las dos copas y decidió que tendría que darle algo a Teresa para que ella se sincerara con él.

– ¿Sabes qué? Me parece que tú y yo deberíamos hablar. Creo que tenemos dos investigaciones, o tal vez tres, que pueden ser parte del mismo caso. Como radios distintos de la misma rueda.

Ella lo miró, confundida.

– ¿Qué investigaciones? ¿De qué hablas?

– Ya sé que lo que voy a contarte no entra dentro de tu trabajo, pero creo que necesitas saberlo para poder tomar tu decisión. Te he estado observando toda la noche y me parece que tienes un problema y no sabes qué hacer.

Bosch se calló, dándole la oportunidad de que ella lo detuviera, cosa que no hizo. Entonces Bosch le contó la detención de Marvin Dance y su relación con el asesinato de Jimmy Kapps.

– Cuando descubrí que Kapps había estado pasando hielo desde Hawai, fui a ver a Cal Moore para preguntarle qué sabía del hielo negro. Ya sabes, la competencia. Quería saber de dónde venía, dónde se podía conseguir, quién lo estaba vendiendo o cualquier cosa que me ayudara a descubrir quién podía haberse cargado a Jimmy Kapps. Bueno, la cuestión es que Moore me dijo que no sabía nada, pero hoy me he enterado de que estaba preparando un informe sobre el hielo negro. Estaba recogiendo información sobre mi caso. Por un lado me ocultó datos esenciales, pero por otro estaba investigando el tema cuando desapareció. Hoy he recibido su informe en una carpeta con una nota que decía: «Para Harry Bosch».

– ¿Y qué había en la carpeta?

– Un montón de papeles, entre ellos un informe que afirma que el principal proveedor de hielo negro seguramente vive en un rancho de Mexicah.

Ella lo miró, pero no dijo nada.

– Lo cual nos lleva a nuestro querido Juan 67. Como Porter se ha rajado, hoy me ha caído el caso. Mientras hojeaba el expediente, he leído quién encontró el cadáver. ¿Adivina quién fue? Te daré una pista: al día siguiente desapareció del mapa.

– Mierda -soltó ella.

– Exactamente. Cal Moore. No sé lo que significa, pero lo cierto es que él encontró el cadáver. Al día siguiente se esfumó y a la semana siguiente lo encontraron en la habitación de un motel. Dicen que fue suicidio. Y en cuanto se descubre el cadáver, e informan la tele y los periódicos, Porter nos llama para decir: «¿Sabéis qué? Me largo». ¿A ti no te escama?

De repente, Teresa se levantó. Se dirigió a la puerta corredera de la terraza y se quedó allí mirando el valle.

– Qué cabrones -dijo finalmente-. Quieren cerrar el caso porque la investigación podría avergonzar a más de uno.

Bosch se levantó y se acercó a ella.

– Tienes que decírselo a alguien. Cuéntamelo a mí.

– No, no puedo. Cuéntame tú.

– Ya te lo dicho casi todo. En la carpeta había unos cuantos documentos, pero estaban bastante liados y tampoco tenían mucho interés, aparte de lo que dijo el tío de la DEA; es decir, que el hielo negro venía de Mexicali. Por eso he adivinado lo de las moscas. Y también está Moore, que creció en Calexico y Mexicali. ¿Lo ves? Son demasiadas casualidades.

Teresa seguía mirando el paisaje, de espaldas a Bosch, pero él podía oler su perfume y ver su cara de preocupación reflejada en el cristal de la puerta.

– Lo más importante de la carpeta es que Moore no la guardó en su oficina o en su apartamento, sino en un lugar donde no podrían encontrarlo los de Asuntos Internos o Robos y Homicidios. Y cuando lo encontraron los chicos de su equipo, había una nota que decía que me lo diesen a mí. ¿No lo ves?

La expresión de perplejidad de Teresa fue respuesta suficiente. Ella se volvió, se sentó en la butaca de la sala de estar y se pasó los dedos por el pelo. Harry se quedó de pie, paseando de arriba abajo.

– ¿Por qué iba Moore a escribir una nota diciendo que me pasaran el expediente a mí? Está claro que no lo hizo para sí mismo, porque él ya sabía que estaba recopilando la información para mí. Es decir, que la nota era para otra persona. ¿Y eso qué significa? Que cuando la escribió ya sabía que iba a matarse o que…

– Lo iban a matar -terminó ella.

Bosch asintió.

– Al menos era consciente de que había ido demasiado lejos. Que se había metido en un lío, en peligro.

– Dios mío -dijo ella.

Harry se inclinó para pasarle la copa de vino y se acercó a su cara.

– Tienes que contarme lo de la autopsia. Sé que pasa algo; he oído esa mierda de comunicado de prensa que han hecho. ¿Qué coño significa eso de «no concluyente»? ¿Desde cuándo no se puede determinar si un disparo de escopeta mata o no a alguien? Venga, cuéntamelo. Así podremos decidir qué hacer.

Ella se encogió de hombros y negó con la cabeza, pero Bosch supo que iba a hablar.

– Me lo dijeron porque yo no estaba segura…, Harry, no puedes revelar de dónde sacaste esta información. Prométemelo.

– Te lo prometo. Si tengo que usarla lo haré, pero te juro que nadie sabrá de dónde ha salido.

– Me ordenaron que no lo hablara con nadie porque no estaba completamente segura. El subdirector, Irving, ese chulo imbécil, sabía exactamente dónde me dolería. Me mencionó que la Comisión del Condado decidiría pronto sobre mi puesto. Y que buscarían a un forense jefe que supiera ser discreto. También dejó caer que tenía amigos en la comisión. Me hubiese gustado coger el bisturí y…

– Eso no me interesa ¿Qué es eso de que no estabas completamente segura?

Ella apuró su vaso de vino y entonces salió la historia. Teresa le contó que la autopsia había empezado de forma rutinaria, excepto por el hecho de que además de los dos detectives asignados al caso, Sheehan y Chastain de Asuntos Internos, se hallaba presente Irving, subdirector del Departamento de Policía. Asimismo, les asistía un técnico de laboratorio para cotejar las huellas dactilares.

– La descomposición se había extendido por todo el cuerpo -le explicó Teresa-. Tuve que cortar las puntas de los dedos y cubrirlas con una sustancia endurecedora. De otro modo, Collins, mi técnico de laboratorio, no habría podido sacar las huellas dactilares. Collins comparó las huellas allí mismo porque Irving había traído copias de las de Moore. Coincidían perfectamente. Era Moore.

– ¿Y los dientes?

– La identificación dental fue difícil. Quedaba poco que no estuviera fragmentado. Al final comparamos un incisivo incompleto que encontramos en la bañera con algunos informes dentales que trajo Irving. Moore tenía una muela empastada y allí estaba. Eso también coincidía.

Teresa dijo que empezó la autopsia después de confirmar la identidad e inmediatamente llegó a la conclusión más obvia; que la herida de escopeta fue mortífera. Moore murió al instante. Pero durante el examen de la materia que se había separado del cuerpo, la forense comenzó a cuestionarse si podía certificar que la muerte de Moore había sido el resultado de un suicidio.

– La fuerza del impacto provocó un desplazamiento craneal absoluto -explicó Teresa-. Y, por supuesto, la legislación sobre autopsias exige un examen de todos los órganos vitales, incluido el cerebro. El problema era que la masa encefálica estaba casi toda deshecha debido al enorme impacto del proyectil. Me dijeron que los casquillos provenían de una escopeta de dos cañones. Sin embargo, una porción relativamente grande del lóbulo frontal y el fragmento de cráneo correspondiente quedaron prácticamente intactos pese a haberse separado. ¿Me entiendes? El diagrama decía que lo habían encontrado en la bañera. Oye… ¿me estoy pasando de detalles? Sé que lo conocías.

– No mucho. Sigue.

– Bueno, me puse a examinar ese trozo sin esperar nada especial, pero me equivoqué. Había una marca hemorrágica en el lóbulo frontal.

Teresa le dio un golpecito a la copa de Bosch y respiró hondo, como si estuviera ahuyentando un demonio.

– Y ése fue el problema, Harry.

– ¿Por qué?

– Pareces Irving: «¿Por qué?, ¿Por qué?» Pues debería resultar evidente. Por dos razones. Primero, en muertes instantáneas como ésta, no suele haber mucha hemorragia. Cuando el cerebro literalmente se desconecta del cuerpo en una fracción de segundo la corteza cerebral apenas sangra. Pero aunque sea improbable, es posible. Sin embargo, la segunda razón es indiscutible. La hemorragia indicaba claramente una herida a contragolpe. No me cabe ninguna duda.

Harry repasó mentalmente lo que había aprendido durante los diez años que había pasado observando autopsias. Una herida a contragolpe es una lesión que se produce en el lado del cerebro opuesto al golpe. Un impacto violento en el lado izquierdo a menudo causa más daño al hemisferio derecho, ya que la fuerza del golpe empuja la masa encefálica contra la parte derecha del cráneo. O sea, para que Moore tuviera la hemorragia que ella había descrito en la zona frontal del cerebro, debió ser golpeado por detrás. Un disparo de escopeta en la cara no habría provocado ese efecto.

– Hay alguna posibilidad… -Bosch se calló, ya que no estaba seguro de qué quería preguntar. De repente se dio cuenta de que el cuerpo le pedía a gritos un cigarrillo y cogió un paquete.

»¿Qué pasó? -le preguntó a Teresa mientras rasgaba el celofán.

– Bueno, cuando empecé a explicarlo, Irving se puso tenso y empezó a preguntarme: «¿Está usted segura? ¿Totalmente segura? ¿No nos estaremos precipitando?» y dale que te pego. Estaba bastante claro; no quería que esto fuera otra cosa que un maldito suicidio. En cuanto introduje un elemento de duda, comenzó a hablar de no precipitarnos y de que necesitábamos ir más despacio. En su opinión, las conclusiones a las que llegaríamos podían ser una vergüenza para el departamento si no actuábamos con cautela y corrección. Ésas fueron sus palabras. ¡Será cabrón!

– No despiertes al león dormido -le aconsejó Bosch.

– No, pero les dije directamente que no iba a certificarlo como suicidio. Entonces… entonces me convencieron de que no lo declarara homicidio. De ahí lo de no concluyente. De momento he tenido que ceder y eso me hace sentir culpable. Los muy cabrones.

– Van a cerrar el caso -concluyó Bosch.

No podía comprenderlo. La reticencia de Irving debía de estar relacionada con la investigación de Asuntos Internos. Fuera cual fuese el asunto en el que andaba metido Moore, Irving creía que aquello lo llevó a matarse o a que lo mataran. De cualquier forma, no quería abrir esa caja de Pandora sin saber lo que contenía. O tal vez no le interesaba. Bosch comprendió que una cosa había quedado muy clara; que estaba solo. No importaba lo que averiguase; si se lo daba a Irving o al Departamento de Robos y Homicidios, éstos lo enterrarían. Si Bosch seguía con la investigación, lo estaría haciendo por su cuenta y riesgo.

– ¿Sabían ellos que Moore estaba trabajando para ti? -preguntó Teresa.

– Ahora ya lo sabrán, pero seguramente no estaban al corriente durante la autopsia. De todos modos, no creo que les haga cambiar de opinión.

– ¿Y qué pasa con el caso de Juan 67? ¿Saben que Moore encontró el cuerpo?

– No tengo ni idea.

– ¿Y qué vas a hacer ahora?

– No lo sé. Ya no sé nada. ¿Qué vas a hacer tú?

Teresa se quedó en silencio un buen rato y después se levantó y caminó hacia Bosch. Se inclinó sobre él y lo besó en los labios.

– Olvidémonos un rato de todo esto -le susurró ella.

Harry cedió ante ella al hacer el amor, dejándola tomar la iniciativa y dirigirlo, usar su cuerpo a su antojo. Habían estado juntos las veces suficientes como para sentirse cómodos y conocer las costumbres del otro. Ya habían superado la fase de sentir curiosidad o vergüenza. Teresa acabó montándose sobre él, mientras él se dejaba caer sobre las almohadas del cabezal de la cama. Ella echó la cabeza, hacia atrás y le clavó sus uñas recortadas en el pecho, sin causarle dolor ni hacer el más mínimo ruido.

En la oscuridad, Bosch vislumbró un brillo plateado que colgaba de las orejas de Teresa. Entonces le tocó los pendientes, y luego le pasó las manos por el cuello, los hombros y los pechos. Teresa tenía la piel cálida y húmeda. Sus movimientos lentos y metódicos lo arrastraron hasta un mundo aislado y vacío.

Mientras los dos descansaban -con Teresa todavía acurrucada encima de él-, a Bosch le invadió un repentino sentimiento de culpabilidad y pensó en Sylvia Moore. Acababa de conocerla la noche anterior. ¿Cómo podía colarse en sus pensamientos de esa manera? Pero lo había hecho. Bosch se preguntó por el motivo del sentimiento de culpa. Quizá se refería a algo que aún no había ocurrido.

De repente a Bosch le pareció oír el ladrido corto y agudo del coyote en la lejanía, detrás de la casa. Teresa despegó la cabeza del pecho de él y ambos escucharon los aullidos solitarios del animal.

– Tímido -la oyó decir en voz baja.

Harry volvió a sentirse culpable. Pensó en Teresa. ¿La había engañado para que ella le contara lo que sabía? Creía que no. Una vez más, la culpabilidad podía referirse a algo que todavía no había sucedido. Como, por ejemplo, lo que haría con la información que ella le había proporcionado.

Teresa pareció adivinar que sus pensamientos se alejaban de ella. Quizá lo delató un cambio en el latido de su corazón o la tensión de un músculo.

– Nada -dijo ella.

– ¿Qué?

– Me preguntaste qué iba a hacer. Nada. No voy a meterme más en esa mierda. Si ellos quieren enterrar el caso, que lo entierren.

En ese momento Harry supo que sería una buena forense jefe del condado de Los Ángeles.

Bosch sintió que se distanciaba de ella en la oscuridad.

Teresa se incorporó y se sentó al borde de la cama mientras miraba por la ventana la luna creciente. El coyote volvió a aullar. A Bosch le pareció oír que un perro le contestaba en la distancia.

– ¿Te identificas con él? -preguntó Teresa.

– ¿Con quién?

– Con Tímido. Solo ante el peligro.

– A veces. Todos estamos solos a veces.

– Sí, pero a ti te gusta, ¿no?

– No siempre.

– No siempre…

Bosch se paró a pensar en lo que iba a decir. Si se equivocaba, la perdería por completo.

– Perdona si estoy un poco distante -se disculpó-. Tengo muchas cosas…

No terminó la frase. No tenía excusa.

– Te gusta vivir aquí en esta casita solitaria con el coyote como tu único amigo, ¿no?

Harry no respondió. Inexplicablemente, le vino a la mente la cara de Sylvia Moore. Sin embargo, esa vez no se sintió culpable; le gustaba verla allí.

– Tengo que irme -anunció Teresa-. Mañana me espera un día muy largo.

Harry la observó mientras recogía su bolso de la mesilla de noche y caminaba desnuda hacia el lavabo. Al oír el ruido de la ducha, se la imaginó lavándose cualquier rastro que él hubiese dejado sobre ella o dentro de ella y rociándose con la colonia multiuso que siempre llevaba en el bolso para tapar los olores de su trabajo.

Bosch alargó el brazo hasta la pila de ropa en el suelo y sacó su libreta de teléfonos. Aprovechando el ruido del agua marcó un número. Le respondió una voz adormilada; eran casi las doce de la noche.

– No sabes quién soy y no te he llamado.

Hubo un silencio mientras la otra persona identificaba la voz de Harry.

– Vale, vale.

– Hay un problema con la autopsia de Cal Moore.

– ¡Eso ya lo sé! No es concluyente. ¿Para eso me despiertas?

– No, no lo entiendes. Estás confundiendo la autopsia con el comunicado de prensa de la autopsia. Son dos cosas distintas. ¿Me sigues?

– Sí… creo que sí. ¿Cuál es el problema?

– El subdirector de la policía y la forense jefe en funciones no están de acuerdo. Uno dice suicidio y la otra homicidio. No pueden ser las dos cosas, así que por eso han dicho que no es concluyente.

Se oyó un silbido por el teléfono.

– Menudo notición. Pero ¿por qué iban a querer ocultar los polis un homicidio? Especialmente uno de los suyos. En principio el suicidio deja peor al departamento. ¿Por qué echar tierra sobre el asunto? A no ser que…

– Eso es -contestó Bosch y colgó el teléfono.

Un minuto más tarde el grifo se cerró y Teresa salió secándose con una toalla. Estar desnuda no le producía la más mínima vergüenza, algo que Harry echaba un poco de menos. Aquella timidez había desaparecido de todas las mujeres con las que había tenido alguna relación antes de que ellas acabaran abandonándolo.

Bosch se puso sus téjanos azules y una camiseta mientras ella se vestía. Ninguno de los dos dijo una palabra. Teresa le dedicó una débil sonrisa y después él la acompañó al coche.

– ¿Qué? ¿Seguimos teniendo una cita para Nochevieja? -le preguntó Teresa después de que él le abriera la puerta del coche.

– Pues claro -respondió Bosch, aunque sabía que ella llamaría para cancelar la salida con alguna excusa.

Ella se acercó, lo besó en los labios y después se deslizó en el asiento del conductor.

– Adiós, Teresa -se despidió Bosch, pero ella ya había cerrado la puerta.

Eran pasadas las doce cuando Bosch volvió adentro. La casa olía al perfume de Teresa y a su propia culpabilidad. Bosch puso el compact de Frank Morgan, Mood índigo, y se quedó de pie en la sala de estar. Mientras escuchaba sin moverse la melodía del primer solo -una canción llamada «Lullaby»-, Bosch pensó que no había nada más honesto que el sonido de un saxofón.