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Capítulo 11

Dormir iba a resultarle imposible, y Bosch lo sabía. Salió a la terraza y contempló la alfombra de luces a sus pies. El aire invernal le cortaba la cara y lo animaba a seguir investigando. Por primera vez en muchos meses se sentía rebosante de energía, listo para la caza. Bosch repasó mentalmente todos los casos y después hizo una lista mental de la gente a quien tenía que ver y de lo que tenía que hacer. El primero de la lista era Lucius Porter, el detective borracho cuya retirada había coincidido con tal precisión con la muerte de Moore que no podía ser casualidad. Harry notó que se enfadaba al pensar en Porter. Se avergonzaba de haber dado la cara por él ante Pounds.

Bosch buscó el teléfono en su libreta y volvió a llamar a Porter una vez más. No esperaba respuesta y no la hubo. Al menos en ese aspecto, Porter cumplía. Harry leyó la dirección que había anotado y se marchó.

En su trayecto montaña abajo, Bosch no se cruzó con ningún vehículo hasta llegar al paso de Cahuenga. Una vez allí enfiló al norte y entró por Barham en la autopista de Hollywood. El tráfico de la autopista era bastante denso, aunque no lento. Los coches se deslizaban de manera fluida, como cintas de luces. A lo lejos, Bosch vislumbró un helicóptero de la policía que trazaba círculos sobre la zona de Studio City e iluminaba con sus potentes focos la escena de algún crimen. El haz de luz parecía una soga que amarrase el helicóptero para impedir que se alejara volando.

Bosch prefería Los Ángeles de noche, ya que la oscuridad ocultaba muchas de sus miserias. La noche silenciaba la ciudad, pero también hacía aflorar una cara oculta. Sin embargo, era en esa zona oscura, entre las sombras, donde Bosch se movía con más libertad. Se sentía como un pasajero en una limusina; él podía mirar fuera, pero nadie lo podía ver a él. La oscuridad tenía algo de azaroso, de capricho del destino. En aquellas noches a la luz del neón azul había múltiples formas de vivir y de morir. Uno podía pasear en una limusina negra o en la furgoneta azul del forense. El sonido de los aplausos se confundía con el silbido de una bala que te pasaba rozando la oreja en la oscuridad. Eso era el azar. Eso era Los Ángeles.

En Los Ángeles había incendios e inundaciones, temblores y desprendimientos de tierra. Había locos que disparaban a los viandantes y ladrones colocados de crack. Conductores borrachos y carreteras llenas de curvas. Policías asesinos y asesinos de policías. Estaba la mujer con la que te acostabas. Y su marido. En cualquier momento de cada noche había personas que estaban siendo violadas, agredidas o mutiladas. Asesinadas y amadas. Siempre había un bebé en el pecho de su madre. Y, algunas veces, un bebé solo en un contenedor. En algún lugar de la ciudad.

Harry salió de la autopista por Vanowen, en North Hollywood, y se dirigió al este hacia Burbank. Después volvió a girar al norte y entró en una zona de pisos destartalados. Bosch dedujo por las pintadas de las pandillas que se trataba de un vecindario en su mayor parte hispano. Sabía que Porter había vivido allí durante años. Era todo lo que podía permitirse con el dinero que le quedaba después de pasarle la pensión a su ex mujer y comprar alcohol.

Bosch entró en el parque de caravanas Happy Valley y encontró la caravana de Porter al final de Greenbriar Lane. Estaba oscura; ni siquiera había una luz sobre la puerta o un coche bajo el voladizo de aluminio que hacía las veces de garaje. Bosch se quedó un buen rato en el coche, fumando y observando. El viento traía música de mariachis procedente de uno de los clubes mexicanos de Lankershim Boulevard que fue ahogada por el estruendo de un avión en vuelo bajo a punto de aterrizar en el aeropuerto de Burbank. Bosch metió la mano en la guantera, sacó una bolsita de cuero que contenía su linterna y su ganzúa y salió del coche. Como nadie contestaba a la puerta, Harry abrió la bolsa de cuero. No se lo pensó dos veces antes de entrar en casa de Porter. Porter era parte del juego, no un pobre inocente. Para Bosch, el policía había perdido su derecho a la intimidad cuando omitió expresamente que Moore había hallado el cuerpo de Juan 67. Ahora Harry estaba decidido a encontrar a Porter para preguntarle por qué lo había hecho.

Bosch sacó una linterna minúscula, la encendió y la sostuvo con los dientes mientras se inclinaba para meter una ganzúa en la cerradura. Tardó sólo unos minutos en abrir la puerta. En cuanto traspasó el umbral, le asaltó un inconfundible olor agrio que enseguida identificó como el del sudor de un borracho.

Bosch gritó varias veces el nombre de Porter, pero nadie contestó. A medida que avanzaba de habitación en habitación, Harry iba encendiendo las luces. Había vasos vacíos en casi todas las superficies horizontales. La cama estaba sin hacer y las sábanas tenían un color amarillento. Entre los vasos de la mesilla de noche había un cenicero rebosante de colillas y la figurita de un santo que Bosch no supo identificar. En el lavabo, la bañera estaba mugrienta, el cepillo de dientes yacía en el suelo y en la papelera había una botella vacía de whisky. Harry no conocía la marca; sería demasiado cara o demasiado barata (aunque esto último era lo más probable).

En la cocina había otra botella vacía en la basura. En el fregadero y las encimeras se apilaban los platos sucios y, al abrir la nevera, Bosch sólo vio un bote de mostaza y un envase de huevos. La casa de Porter se parecía a su dueño, era fiel reflejo de una vida marginal, si es que a aquello se le podía llamar vida.

De vuelta en la sala de estar, Bosch cogió una fotografía enmarcada que descansaba en una mesita junto a un sofá amarillo. Era de una mujer de escaso atractivo, excepto quizá para Porter. Debía de tratarse de su ex. Tal vez Porter no había superado la separación. Harry devolvió la foto a su sitio y entonces sonó el teléfono. Bosch siguió el sonido del aparato hasta el dormitorio. El teléfono estaba en el suelo, junto a la cama. Harry esperó a que sonara varias veces más antes de cogerlo.

– ¿Sí? -dijo poniendo voz de dormido.

– ¿Porter?

– Sí.

Colgaron. No coló, pero ¿había reconocido la voz? ¿Era Pounds? No, no lo era. Aunque sólo había pronunciado una palabra, Bosch creía haber notado un ligero acento español. Tras memorizar el dato se levantó de la cama. Otro avión voló por encima de su cabeza y sacudió la caravana mientras regresaba a la sala de estar. Allí, Bosch registró una mesa de despacho sin mucho entusiasmo, porque no le interesaba demasiado lo que pudiera encontrar. La verdadera cuestión era: ¿dónde estaba Porter? Bosch apagó todas las luces y cerró la puerta al salir. Decidió empezar por North Hollywood e ir peinando la zona hasta el centro. En cada división policial había un puñado de bares con una nutrida clientela de policías. A partir de las dos, la hora de cierre, los más contumaces se desplazaban a los clubes donde se podía beber toda la noche. La mayoría eran antros oscuros donde los hombres iban a emborracharse en silencio, como si sus vidas dependieran de ello. Eran oasis en el desierto de la calle, sitios para olvidar y perdonarse a uno mismo. Bosch esperaba encontrar a Porter en uno de ellos.

Harry empezó con un lugar en Kirtridge llamado The Parrot donde el camarero de detrás de la barra, un ex policía, le dijo que no había visto a Porter desde Nochebuena. Después, pasó por el 502, en Lankershim y luego por el Saint de Cahuenga. Aunque en todos ellos conocían a Porter, esa noche nadie lo había visto. La cosa continuó así hasta las dos. Para entonces, Bosch se había pateado toda la zona hasta Hollywood. Estaba sentado en su coche delante del Bullet, intentando pensar en clubes nocturnos de los alrededores cuando sonó su buscapersonas. Al mirar el número, Bosch no lo reconoció. Cuando volvió al Bullet para usar el teléfono, las luces del bar se encendieron. Estaban a punto de cerrar.

– ¿Bosch?

– ¿Sí?

– Soy Rickard. ¿Es muy tarde?

– No, estoy en el Bullet.

– De puta madre; estás cerca.

– ¿De qué? ¿Has cogido a Dance?

– No, no del todo. Estoy en una rave-party detrás de Cahuenga al sur del Boulevard. No podía dormir así que salí a cazar un poco. A Dance no lo he visto, pero sí a uno de sus antiguos camellos. Uno de los que estaban en las fichas de la carpeta. Se llama Kerwin Tyge. -Bosch se paró a pensar. Se acordaba del nombre. Tyge era uno de los menores que el equipo BANG había registrado con la intención de espantarlos de las calles. Su nombre aparecía en una de las fichas del archivo que Moore le había dejado.

– ¿Qué es una rave-party?

– Una fiesta clandestina. Un montaje provisional en un almacén de este callejón con música tecno. Durará toda la noche, hasta las seis, y la semana que viene será en otro sitio.

– ¿Cómo la encontraste?

– Son fáciles de localizar. En las tiendas de discos de Melrose ponen anuncios con los números de teléfono. Si llamas, te apuntan en la lista. Eso cuesta veinte dólares; luego te colocas y bailas hasta el amanecer.

– ¿Está Tyge vendiendo hielo negro?

– No, está vendiendo sherms con toda tranquilidad. -Un sherm era un cigarrillo empapado de PCP líquido. Mojarlo costaba veinte pavos y dejaba al fumador colocado para toda la noche. Al parecer Tyge ya no trabajaba para Dance.

– Primero lo trincamos y después lo exprimimos para sacarle dónde está el cabrón de Dance -sugirió Rickard-. Yo creo que el tío se las ha pirado, pero quizás el chaval sepa adonde. Tú decides; yo no sé lo importante que es Dance para ti.

– ¿Dónde tengo que ir? -preguntó Bosch.

– Coge Hollywood Boulevard hacia el oeste y cuando pases Cahuenga métete en el primer callejón hacia el sur, el de detrás de los sex-shops. Está oscuro, pero verás una flecha de neón azul; es ahí. Yo estaré esperándote a media manzana en mi buga, un Camaro rojo con matrícula de Nevada. Tenemos que pensar un plan para cogerlo con las manos en la masa.

– ¿Sabes dónde está el PCP?

– Sí, lo tiene en una botella de cerveza al lado de la acera y va saliendo y entrando. Se trae a los clientes de dentro -explicó Rickard-. Cuando llegues ya se me habrá ocurrido algo.

Bosch colgó y volvió al Caprice. Tardó quince minutos en llegar por culpa de los coches que recorrían el Boulevard a paso de tortuga en busca de prostitutas. En el callejón aparcó detrás del Cámaro rojo, a pesar de estar prohibido. Rickard estaba sentado medio oculto tras el volante.

– Buenísimos días tenga usted -le saludó el policía cuando Bosch se deslizó en el asiento de atrás del Cámaro.

– Igualmente. ¿Aún sigue ahí nuestro hombre?

– Desde luego; el chaval está haciendo su agosto. Los sberms se venden como rosquillas. Lástima que vayamos a chafarle la guitarra.

Bosch miró hacia el fondo del lóbrego callejón. En los intervalos de luz azulada que proyectaba el neón, vislumbró un grupo de gente vestida con ropa oscura ante la puerta del edificio. De vez en cuando, la puerta se abría y alguien salía o entraba. Entonces se oía la música; tecno-rock a todo volumen con un bajo que parecía sacudir toda la calle. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio que el grupito de gente estaba bebiendo y fumando, tomándose un respiro después de bailar. Algunos sostenían globos hinchados. Se apoyaban en los capós de los coches, chupaban el globo y se lo pasaban como si fuera un porro.

– Los globos están llenos de óxido nitroso -dijo Rickard.

– ¿Gas hilarante?

– Eso es. Lo venden en las rave-parties a cinco pavos por globo. Si se agencian una bombona de un hospital o un dentista pueden sacarse fácilmente un par de los grandes.

De pronto una chica se cayó del capó del coche y su globo de gas salió volando por los aires. Los otros la ayudaron a levantarse.

– ¿Es legal?

– La posesión sí; hay un montón de usos legales, pero consumirlo de forma recreativa es una falta menor. Nosotros ni siquiera nos preocupamos de él. Si alguien quiere colocarse, caerse al suelo y abrirse la cabeza, adelante. No seré yo quien… Aquí está.

La figura delgada de un adolescente emergió de la puerta del almacén y se dirigió hacia los coches aparcados en el callejón.

– Ahora se agachará -pronosticó Rickard. Efectivamente, la figura desapareció detrás de un coche.

– ¿Lo ves? Ahora está mojando los cigarrillos. Después esperará unos minutos, a que se sequen un poco y salga su cliente. Y entonces hará la venta.

– ¿Vamos a arrestarlo?

– No. Si lo cogemos con un solo sherm, no sirve de nada; se considera una cantidad para consumo propio. Ni siquiera lo retendrían una noche en la celda de borrachos. Necesitamos trincarlo con el PCP si queremos que cante.

– ¿Y cómo lo hacemos?

– Tú vuelve a tu coche, das la vuelta por Cahuenga y entras en el callejón por el otro lado. Así te podrás acercar más que por aquí. Aparcas e intentas acercarte al máximo para cubrirme las espaldas. Yo entraré por este extremo. Tengo ropa vieja en el maletín, para camuflarme. Ya verás.

Bosch volvió al Caprice, giró y salió del callejón.

Dio la vuelta a la manzana y volvió a meterse por el otro lado. Finalmente halló un sitio delante de un contenedor y aparcó. En cuanto distinguió la silueta encogida de Rickard avanzando por el callejón, Bosch comenzó a moverse. Los dos policías se acercaban a la entrada del almacén por ambos extremos, pero mientras Bosch permanecía oculto, Rickard -que se había puesto un suéter de algodón manchado de grasa y llevaba una bolsa de ropa sucia en la mano- caminaba por en medio de la calzada, cantando. Aunque no estaba seguro, a Bosch le pareció que se trataba del tema de Percy Sledge When a man loves a woman interpretada con voz de borracho.

Rickard había captado la atención de la gente que estaba fuera de la puerta del almacén. Un par de chicas que iban colocadas aplaudieron su forma de cantar. La distracción le permitió a Bosch situarse a cuatro coches de la puerta y a unos tres coches del lugar donde Tyge tenía el PCP.

Al pasar por allí, Rickard dejó de cantar en pleno estribillo y se puso a hacer aspavientos como si acabase de encontrar un gran tesoro. Entonces se agachó entre los dos coches aparcados y salió con la botella de cerveza en la mano. Estaba a punto de guardársela en la bolsa cuando Tyge salió de entre los coches y la agarró. Rickard se negaba a soltarla y, en la lucha, el chico se quedó de espaldas a Bosch. Harry se dispuso a actuar.

– ¡Que es mía, tío! -gritó Rickard.

– Yo la he puesto ahí, colega. ¡Suéltala o se caerá todo!

– Cógete otra, tío. Ésta es mía.

– ¡Suéltala ya!

– ¿Estás seguro de que es tuya?

– ¡Claro que es mía!

Bosch golpeó al chico con fuerza por detrás; éste soltó la botella y se derrumbó sobre el maletero del coche. Bosch lo mantuvo ahí inmovilizado, empujando con su antebrazo el cuello del chico. La botella continuaba en la mano de Rickard; no se había derramado ni una gota.

– Bueno, si tú lo dices supongo que es tuya -contestó el policía-. Y eso significa que estás detenido.

Bosch sacó las esposas del cinturón, se las puso al chico y lo separó del coche. En ese momento empezó a formarse un corrillo de gente a su alrededor.

– ¡Venga, aire! -los ahuyentó Rickard-. Volved adentro a esnifar vuestro gas hilarante. Quedaos sordos. ¡Fuera de aquí o vais a acompañar a este chaval a la trena!

Rickard se agachó y le susurró a Tyge al oído:

– ¿De acuerdo, «colega»?

Al ver que nadie se movía, Rickard dio un amenazador paso adelante y el grupo se dispersó. Un par de chicas salieron corriendo hacia el almacén. La música ahogó la carcajada de Rickard, que acto seguido se volvió y agarró a Tyge por el brazo.

– Venga, Harry. Vamos en tu buga.

En el trayecto hasta Wilcox nadie dijo ni una sola palabra. Aunque no lo habían comentado antes, Harry pensaba dejar que Rickard, que iba detrás con el chico, llevara la voz cantante. Por el retrovisor, Harry observó que Tyge llevaba un pendiente y el pelo largo hasta los hombros, grasiento y descuidado. Alguien tendría que haberle puesto aparatos en la boca cinco años atrás, pero con sólo echarle un vistazo resultaba evidente que venía de un hogar donde ese tipo de cosas ni se consideraban. La expresión de su cara era de desinterés total, pero la dentadura fue lo que más le impactó a Bosch. Aquellos dientes torcidos y salidos, más que ninguna otra cosa, simbolizaban la desesperación de su vida.

– ¿Cuántos años tienes, Kerwin? -preguntó Rickard-. Y no te molestes en mentirnos. Tenemos tu ficha en la comisaría; puedo comprobarlo.

– Dieciocho. Puedes meterte la ficha en el culo.

– ¡Vaya, vaya! -se burló Rickard-. Dieciocho. Me parece que tenemos a un adulto, Harry. Nada de llevarlo de la manita hasta la sala de menores. Vamos a meterlo en el «siete mil»; a ver cuánto tarda en «adoptarte» uno de los presos.

El «siete mil» era cómo la mayoría de policías y delincuentes se refería al centro de detención para adultos del condado. El nombre venía del teléfono de información sobre los presos: el 555-7000. La cárcel estaba en pleno centro de la ciudad: cuatro pisos de ruido, odio y violencia sobre las dependencias del sheriff del condado. Cada día apuñalaban a alguien, cada hora violaban a alguien más y nadie hacía nada por evitarlo, porque a nadie -excepto a la víctima- le importaba. Los ayudantes del sheriff encargados de la segundad lo llamaban un SHI, es decir, un incidente Sin Humanos Implicados. Bosch sabía que si lo que quería era asustar al chico para que hablara, Rickard había elegido bien.

– Te tenemos cogido por las pelotas, Kerwin -le dijo Rickard-. Aquí al menos hay cincuenta gramos. Posesión con intención de venta, macho. La has cagado.

– Vete a la mierda.

El chico pronunció aquellas palabras con un completo desprecio. Iba a pelear hasta el final. Bosch se fijó en que Rickard sacaba la botella de cerveza por la ventanilla para evitar que el gas invadiera el coche y les provocara dolores de cabeza.

– Eso no está muy bien, Kerwin. Especialmente cuando el hombre que está conduciendo está dispuesto a hacer un trato contigo… Yo, en cambio, dejaría que te las apañaras con los colegas del «siete mil». Ya verás, al cabo de un par de días allí, te afeitarás las piernas y te pasearás en ropa interior rosa.

– Vete a la mierda, cerdo. Déjame telefonear.

Estaban en Sunset Boulevard, a poca distancia de Wilcox. A pesar de que casi habían llegado a la comisaría, Rickard todavía no le había dicho al chico lo que quería. Aunque por lo visto, el chico no quería hacer ningún trato, fuera cual fuese.

– Te dejaremos telefonear cuando nos pase por los cojones. Ahora te pones chulo, pero no te durará. Todo el mundo lo pasa mal ahí dentro; ya verás. A no ser que nos ayudes. Nosotros sólo queremos hablar con tu amigo Dance.

Bosch entró en Wilcox. La comisaría estaba a dos manzanas. El chico no dijo nada y Rickard dejó que el silencio continuara durante una manzana más antes de hacer un último intento.

– ¿Qué me dices, tío? Si me das una dirección, tiro esta mierda ahora mismo. ¿No serás uno de esos idiotas que creen que el «siete mil» los convierte en hombres? Como si fuera una especie de ritual de iniciación. De iniciación nada; es todo lo contrario. Es el final. ¿Es eso lo que quieres?

– Muérete.

Bosch entró en el aparcamiento trasero de la comisaría. Antes de llevar al chico a la cárcel del centro, tendrían que tramitar el arresto y entregar las pruebas. Harry sabía que ya no les quedaba más remedio que cumplir sus amenazas. El chico no estaba cooperando y ellos tenían que demostrarle que no se estaban marcando un farol.