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Bosch no reanudó la búsqueda de Porter hasta las cuatro de la madrugada. Para entonces ya se había tomado dos tazas de café en la comisaría e iba a por la tercera. Otra vez estaba en el Caprice, solo y recorriendo la ciudad.
Rickard se había ofrecido a llevar a Kerwin Tyge al centro, ya que el chico se había negado a hablar. Su dura fachada de rechazo, odio a la policía y orgullo mal entendido no se había resquebrajado. En la comisaría, Rickard se obsesionó con que el chico les proporcionara la información que necesitaban. Repitió las amenazas y las preguntas con un fanatismo que a Bosch le pareció exagerado. Finalmente tuvo que pedirle que parara, que arrestara al chico y que lo intentarían de nuevo más adelante. Después de salir de la sala de interrogatorios, los dos acordaron reunirse en el «siete mil» a las dos de la tarde. Eso le daría a Tyge la oportunidad de sufrir la cárcel del condado durante diez horas; lo suficiente para tomar una decisión.
Bosch estaba recorriendo los clubes nocturnos, locales abiertos de madrugada donde los miembros se llevaban sus propias botellas de licor y pagaban por las bebidas sin alcohol. El precio de dichos refrescos era evidentemente desorbitado, y ciertos clubes incluso cobraban una cuota a sus miembros. Pero algunas personas no podían beber solas en casa. Y otras apenas tenían una casa donde beber.
En el semáforo de Sunset y Western, una figura borrosa pasó por delante del coche a su derecha y se abalanzó sobre el lado izquierdo del capó. Instintivamente, Bosch se llevó la mano al cinturón y casi derramó el café. Entonces se dio cuenta de que el hombre había comenzado a frotar el parabrisas con una hoja de periódico. Eran las cuatro de la madrugada y un vagabundo estaba limpiándole el parabrisas. Y para colmo lo hacía muy mal; los esfuerzos del pobre hombre sólo sirvieron para emborronar el cristal. Bosch cogió un dólar y sacó la mano por la ventanilla para dárselo al tipo cuando pasara por su lado. Sin embargo, éste le hizo un gesto para que se lo guardara.
– De nada -le dijo y, acto seguido, se alejó en silencio.
Bosch continuó su búsqueda por los clubes de Echo Park, cerca de la academia de policía, y luego por Chinatown, pero no halló ni rastro de Porter. Cruzó la autopista de Hollywood hasta llegar al centro de la ciudad y pensó en el chico cuando pasó por delante de la cárcel del condado. Lo habrían mandado al pabellón siete, a la sección para traficantes, donde por lo general los presos eran menos hostiles. Seguramente estaría bien.
Bosch contempló los grandes camiones azules que salían del aparcamiento del Times por Spring Street con un nuevo cargamento de noticias frescas. Luego continuó sus pesquisas en un par de clubes cerca del Parker Center y otro cerca de los barrios bajos. Estaba agotando las posibilidades.
El último sitio que comprobó fue el céntrico Poe's, en Third Avenue, cerca de los barrios bajos, del Los Ángeles Times, de la iglesia de Santa Vibiana y de los rascacielos de cristal del distrito financiero, un lugar donde se fabricaban alcohólicos a granel. Poe's hacía mucho negocio en las horas de la mañana previas a que el centro de la ciudad se despertara con sus prisas y su codicia.
Poe's se hallaba situado en el primer piso de un edificio de ladrillo de antes de la guerra. La Agencia de Reconstrucción Comunitaria lo había condenado a ser demolido porque su estructura no estaba preparada para soportar seísmos y adaptarla costaría más de lo que valía el edificio. La Agencia lo había comprado e iba a derribarlo para construir pisos que atrajesen a residentes al centro de la ciudad. Sin embargo, de momento todo estaba paralizado.
Otro organismo municipal, la Oficina de Preservación del Patrimonio, quería que el edificio Poe -tal como se le conocía de modo informal- obtuviera la categoría de monumento. Habían acudido a los tribunales para impedir la demolición, y hasta el momento habían logrado detener el proyecto cuatro años. Poe's seguía abierto, pero los cuatro pisos superiores estaban abandonados.
Dentro, el sitio era un agujero negro con una barra larga y curvada. No había mesas, ya que no era un lugar para sentarse con amigos, sino para beber solo. Un sitio para ejecutivos intentando reunir el valor de suicidarse, policías amargados que no podían soportar la soledad de sus vidas, escritores incapaces de escribir y sacerdotes que no lograban perdonar ni sus propios pecados. Allí se iba a beber mucho, mientras te quedara dinero. Sentarse en un taburete en la barra costaba cinco pavos y un vaso de hielo para acompañar tu botella de whisky, un dólar. Un refresco, como la soda, valía tres dólares pero la mayoría de clientes preferían tomarlo a palo seco. Era más barato y más directo. Se decía que Poe no se llamaba así por el escritor sino por la filosofía general de la clientela: Pasar, olvidar, emborracharse.
Pese a que fuera estaba oscuro, entrar en Poe's era como internarse en una cueva. Por un instante a Bosch le recordó al primer momento después de saltar a un túnel enemigo en Vietnam. Harry se quedó de pie, inmóvil junto a la entrada, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra del local y distinguió el cuero rojo y acolchado de la barra. El sitio olía peor que la caravana de Porter. El camarero lucía una camisa blanca arrugada y un chaleco negro desabrochado; estaba a la derecha, delante de las hileras de botellas de licor, todas ellas con el nombre del propietario pegado con cinta adhesiva. Un neón rojo iluminaba el estante del alcohol, dándole un brillo siniestro.
De pronto se oyó una voz procedente de las sombras, a la izquierda de Bosch.
– ¿Qué haces aquí, Harry? ¿Me estabas buscando?
Bosch se volvió y allí estaba Porter, sentado al otro extremo de la barra de cara a la puerta, para ver a cualquiera que entrase antes de que lo vieran a él. Cuando Harry se encaminó hacia el policía, se fijó que éste tenía un chupito, un vaso medio lleno de agua y una botella de bourbon casi en las últimas. En la barra también había veintitrés dólares y un paquete de Camel. Bosch notó que la rabia le atenazaba la garganta.
– Sí, te estaba buscando.
– ¿Qué pasa?
Bosch sabía que tenía que actuar antes de que la lástima diluyera su rabia. Así pues, cogió la chaqueta de Porter por las solapas y se la bajó hasta los codos, de modo que le inmovilizó los brazos a los costados. A Porter se le cayó el cigarrillo al suelo. Bosch le quitó la pistola de la funda y la dejó sobre la barra.
– ¿Por qué sigues llevando eso, Lou? Te has dado de baja, ¿no? ¿Qué pasa? ¿Te asusta algo?
– Harry, ¿qué pasa? ¿Qué estás haciendo?
El camarero comenzó a caminar hacia ellos con la intención de prestar auxilio a un miembro del club, pero Bosch le lanzó una mirada amenazadora y lo paró como un guardia de tráfico.
– No pasa nada. Esto es privado.
– Joder, en eso tienes razón. Esto es un club privado y tú no eres socio.
– No te preocupes, Tommy -confirmó Porter-. Lo conozco. Ya me encargo yo.
Un par de hombres sentados a unos taburetes de distancia se levantaron y se trasladaron al otro extremo de la barra con sus vasos y botellas. Al fondo, un par de borrachos observaban a Bosch y Porter. Sin embargo, nadie se marchó; todavía había alcohol en sus copas y aún no eran las seis de la mañana. Los bares corrientes no abrían hasta las siete y esa hora colgada se hacía eterna. No, no irían a ninguna parte. Aunque tuvieran que presenciar un asesinato.
– Harry, venga -dijo Porter-. Tranquilo. Podemos hablar.
– ¿Ah, sí? ¿Ah, sí? ¿Y por qué no hablaste cuando te llamé el otro día? ¿Y qué me dices de Moore? ¿Hablaste con él?
– Mira, Harry…
Bosch le dio un empujón que lo hizo saltar del taburete y precipitarse contra los paneles de madera de la pared. Su nariz hizo un ruido como el de un cucurucho al caer sobre la acera. Entonces Bosch apoyó su espalda contra la de Porter, inmovilizándolo contra la pared.
– No me vengas con «Mira, Harry». Yo te defendí porque pensaba que eras… pensaba que valías la pena. Pero ahora sé que me equivocaba. Tú dejaste el caso Juan 67 y quiero saber por qué. Quiero saber qué coño está pasando.
La voz de Porter apenas se oía amortiguada por la pared y la sangre.
– Mierda, Harry; me sale sangre. Creo que me has roto la nariz.
– Olvídate de la nariz. ¿Y Moore? Sé que él encontró el cadáver.
Porter dio un resoplido, pero Bosch se limitó a empujarlo con más fuerza. El hombre olía a sudor, a alcohol y a tabaco. Bosch se preguntó cuánto tiempo llevaba en el bar con un ojo en la puerta.
– Voy a llamar a la policía -gritó el camarero con el teléfono en la mano para que Bosch viera que lo decía en serio. Sin embargo, era un farol. El camarero sabía que si marcaba ese número todos los taburetes del bar se vaciarían inmediatamente y él se quedaría sin nadie de quien recibir propinas o a quien engañar con el cambio. Empleando su cuerpo para mantener a Porter contra la pared, Bosch sacó la placa y se la mostró al camarero:
– Yo soy la policía. Métase en sus asuntos.
El camarero sacudió la cabeza como diciendo «adonde iremos a parar» y devolvió el teléfono a su sitio, detrás de la caja registradora. El anuncio de que Bosch era un agente de policía provocó una estampida; casi la mitad de los clientes se acabaron sus consumiciones de un solo trago y se marcharon. Bosch dedujo que habría órdenes de arresto contra la mayoría de ellos.
Porter comenzaba a farfullar y Bosch pensó que tal vez estaba llorando de nuevo, tal como lo había hecho el jueves por la mañana por teléfono.
– Harry, yo… yo no pensaba que estaba haciendo… Tenía…
Bosch arremetió contra la espalda de Porter y oyó que su frente se golpeaba con la pared.
– No me jodas con esa cantinela, Porter. Te estabas preocupando por ti y nadie más. Y…
– Me encuentro mal. Voy a vomitar.
– …Y ahora mismo, me creas o no, yo soy el único que se preocupa por ti. Cuéntame lo que hiciste. Dímelo de una puta vez y estaremos en paz. Te prometo que no saldrá de aquí. Tú te vas a tu cura de estrés y yo te dejo de molestar.
Bosch oyó la respiración de Porter sobre la pared. Era casi como si pudiera oírlo pensar.
– ¿Me lo prometes, Harry?
– No tienes elección. Si no empiezas a cantar, te vas a quedar sin trabajo ni jubilación.
– Bueno, yo… Se me ha manchado la camisa de sangre; la tendré que tirar.
Bosch lo empujó con más fuerza.
– Vale, vale, vale. Te lo digo, te lo digo… Yo sólo le hice un favor, eso es todo. Cuando me enteré de que la había palmado…, bueno, no pude volver. No sé lo que pasó. Quiero decir que ellos… alguien podía estar buscándome. Me asusté, Harry. Tengo miedo. Llevo de bar en bar desde que hablé contigo ayer. Apesto… y ahora toda esta sangre… Necesito una servilleta. Creo que vienen a por mí.
Bosch dejó de presionarlo con el cuerpo, pero lo mantuvo agarrado con una mano en la espalda para impedirle escapar. Al mismo tiempo, alargó el brazo hasta la barra y cogió un puñado de servilletas apiladas junto a un cuenco lleno de paquetes de cerillas. Harry se las pasó al policía por encima del hombro y éste las cogió con su mano libre. Volviéndose hacia Harry, se aplicó las servilletas a su nariz hinchada. Cuando Harry vio lágrimas en su rostro, desvió la mirada.
En ese momento se abrió la puerta del bar y la luz grisácea del amanecer iluminó el local. En el umbral había un hombre inmóvil, que parecía estar acomodando la vista a la oscuridad tal como había hecho Bosch anteriormente. Harry se fijó en que era moreno de piel con el pelo negro como el azabache. En la mejilla izquierda tenía tatuadas tres lágrimas que asomaban del rabillo del ojo. Bosch supo inmediatamente que no se trataba de un banquero o un abogado necesitado de un whisky doble para desayunar. Debía de ser algún mafioso que quería descansar, tras un duro día de trabajo recogiendo cuotas para los italianos o los mexicanos. Los ojos del hombre se posaron finalmente en Porter y Bosch, y luego en la pistola de aquel que seguía en la barra. El recién llegado comprendió la situación y se marchó tranquilamente.
– ¡De puta madre! -gritó el camarero-. ¿Por qué no se van de una puñetera vez? Estoy perdiendo clientes. ¡Fuera de aquí, los dos!
A la izquierda de Bosch había un rótulo que decía servicios y una flecha que apuntaba a un pasillo oscuro. Bosch empujó a Porter en esa dirección. Doblaron una esquina y entraron en el lavabo de hombres, que olía peor que Porter. En un rincón había una fregona dentro de un cubo lleno de agua grisácea, pero el suelo agrietado seguía estando más sucio que el agua. Bosch guió a Porter hacia el lavabo.
– Lávate -le ordenó-. ¿Cuál era el favor? Dices que le hiciste un favor a Moore. ¿Cuál?
Porter contemplaba su reflejo borroso en una plancha de acero inoxidable que los propietarios debieron de colgar cuando se cansaron de reemplazar los espejos rotos.
– No para de sangrar. Creo que está rota.
– Olvídate de la nariz. Dime lo que hiciste.
– Yo… Mira, él sólo me dijo que conocía a unas personas que preferían que el fiambre del restaurante no se identificara durante un tiempo. «Atrásalo una o dos semanas», me pidió. Total, tampoco llevaba documentación. Me dijo que comprobara las huellas dactilares en los ordenadores porque él sabía que no encontraría nada. Me pidió que me tomara mi tiempo y me dijo que esa gente, la que él conocía, me trataría bien. Me prometió un bonito regalo de Navidad. Así que, bueno, hice todos los trámites de rutina la semana pasada. De todas formas, tampoco habría encontrado nada. Tú lo sabes; has visto el expediente. No había carnés, ni testigos, ni nada. El tío llevaba muerto más de seis horas antes de que lo dejaran allí tirado.
– ¿Y qué es lo que te asustó? ¿Qué pasó el día de Navidad?
Porter se sonó la nariz con un montón de toallitas de papel, y los ojos se le inundaron de lágrimas.
– Sí, está rota. No me pasa el aire. Tengo que ir al hospital, a que me curen… El día de Navidad no pasó nada; ése fue el problema. Moore llevaba desaparecido más de una semana y yo me estaba poniendo muy nervioso. El día de Navidad Moore no vino a traerme nada. No vino nadie. Cuando volví del Lucky, mi vecina me dijo que sentía mucho lo del policía que habían encontrado muerto. Yo le di las gracias, entré y puse la radio. Cuando me enteré de que era Moore, me cagué en los pantalones.
Porter mojó un puñado de toallitas de papel y comenzó a limpiarse la camisa manchada de sangre, lo cual le daba un aspecto aún más patético. Entonces Bosch vio su cartuchera vacía y recordó que se había dejado la pistola encima de la barra. Sin embargo, no quería volver mientras Porter estuviera hablando.
– El caso es que Moore no era un suicida. No importa lo que digan en el Parker Center. Yo sé que no se mató: el tío sabía algo. Así que decidí que no aguantaba más. Llamé al sindicato y pedí un abogado. Yo me largo, lo siento. Voy a dejar de beber y pirarme a Las Vegas; quizá me meta a guarda jurado en un casino. Millie está allí con mi hijo. Quiero estar cerca de él.
«Ya -pensó Harry-. Y pasarte el resto de tu vida aterrorizado».
Bosch se dirigió a la puerta, pero Porter lo detuvo.
– Harry, ¿me ayudarás?
Bosch miró su rostro magullado unos segundos antes de decir:
– Sí, haré lo que pueda.
Cuando volvió al bar, Bosch le hizo una señal al camarero que estaba fumando al otro extremo de la barra. El hombre, de unos cincuenta años, y con unos viejos tatuajes azules que le cubrían los antebrazos como si fueran venas, se tomó su tiempo en acudir. Para entonces Bosch ya había deslizado un billete de diez dólares sobre la barra.
– Quiero un par de cafés para llevar. Solos. Uno con mucho azúcar.
– Ya era hora de que se largaran. Además, pienso cobrarles las servilletas. ¿Cree que están ahí para polis que van zurrando a la gente? -Al ver el billete de diez dólares, el camarero asintió-. Eso será suficiente.
A continuación les sirvió un café que tenía todo el aspecto de llevar en la cafetera desde Navidad. Mientras tanto, Bosch volvió al taburete de Porter y recogió los veintitrés dólares y la Smith del treinta y ocho. De vuelta junto a su billete de diez, Harry encendió un cigarrillo.
Ajeno a la vigilancia de Bosch, el camarero metió una cantidad excesiva de azúcar en ambos cafés. Bosch lo dejó pasar. Después de ponerles las tapas a los vasos de plástico, el camarero se los llevó con una sonrisa que dejaría frígida a la más pintada.
– Éste es el que no lleva… -le explicó, señalando una de las tapas-. ¡Eh! ¿Qué coño es esto?
El billete de diez que Bosch había dejado en la barra se había convertido en un billete de uno. Bosch sopló el humo de tabaco en la cara del camarero, cogió los cafés y le respondió:
– Esto es para el café. Las servilletas te las metes por el culo.
– Fuera de aquí, hijo puta -le dijo el camarero. Acto seguido se volvió y se dirigió hacia el fondo de la barra, donde unos cuantos clientes lo esperaban impacientes con los vasos vacíos. Necesitaban más hielo para enfriar su plasma.
Al llevar las manos ocupadas con los cafés, Bosch abrió la puerta del lavabo con el pie. Pero no vio a Porter. Entonces fue abriendo las puertas de los retretes, pero el policía tampoco estaba allí. Harry salió del lavabo de hombres a toda prisa y se metió en el de mujeres. Ni rastro de Porter. Siguiendo el pasillo, dobló otra esquina y allí descubrió una puerta que decía SALIDA y unas gotas de sangre en el suelo. Bosch se arrepintió de su enfrentamiento con el camarero y se preguntó si podría localizar a Porter llamando a hospitales y clínicas. Entonces empujó la puerta con la cadera. Desgraciadamente, ésta sólo cedió un par de centímetros; había algo en el otro lado.
Bosch depositó los cafés en el suelo y presionó con todas sus fuerzas. Poco a poco la puerta fue desplazándose a medida que lo que la atrancaba iba cediendo. Cuando finalmente Bosch logró deslizarse por la abertura, descubrió que alguien la había bloqueado con un contenedor de basuras. Harry emergió al exterior por la parte trasera del bar donde lo deslumbró la luz cegadora de la mañana que entraba por el este del callejón.
Frente a él había un Toyota abandonado al que le faltaban las ruedas, el capó y una puerta. Había más contenedores y el viento levantaba remolinos de basura. Pero no había ni rastro de Porter.