173513.fb2
El domingo por la mañana, Bosch llamó al número que Ramos le había dado desde el teléfono público de un restaurante llamado Casa Mandarín, en el centro de Mexicali. Bosch dio su nombre y su número, colgó y encendió un cigarrillo. Dos minutos más tarde el teléfono sonó: era Ramos.
– ¿Qué pasa, amigo? -preguntó en español.
– Nada -contestó Bosch-. Quiero ver las fotos policiales que te dije. ¿Recuerdas?
– Vale, vale. Si quieres, te paso a buscar de camino al centro. Dame media hora.
– Ya no estoy en el hotel.
– ¿Te vas?
– No, simplemente me he marchado del hotel. No me gusta alojarme en un sitio donde han intentado matarme.
– ¿Qué?
– Alguien con un rifle. Ya te contaré. Bueno, ahora mismo estoy ilocalizable. Si quieres recogerme, te espero en el Mandarín, en el centro.
– Llegaré dentro de media hora. Quiero saber más detalles.
Colgaron, y Bosch volvió a su mesa, donde Águila continuaba desayunando. Los dos habían pedido huevos revueltos con salsa picante, cilantro y albóndigas fritas. La comida estaba muy buena y Bosch la había devorado. Siempre comía deprisa después de una noche sin dormir.
La noche antes, después de volver riéndose de EnviroBreed, se había reunido con Águila en su casita cerca del aeropuerto. Allí, el detective mexicano le había contado el resultado de su investigación en el hotel. Al parecer, el recepcionista no le supo ofrecer una descripción detallada del hombre que había alquilado la habitación 504; lo único que recordaba era que tenía tres lágrimas tatuadas en la mejilla, debajo del ojo izquierdo.
Águila no le preguntó a Bosch donde había estado, como si ya supiera que no iba a recibir una respuesta. Sin embargo, le ofreció el sofá de su modesta casa. Harry aceptó la invitación, pero no durmió. Se pasó la noche vigilando la ventana y dándole vueltas a todo hasta que la luz grisácea del amanecer se filtró a través de las finas cortinas blancas del salón.
La mayor parte del tiempo sus pensamientos se centraron en Lucius Porter. Bosch se imaginó el cuerpo desnudo y céreo del detective sobre la fría mesa de acero y a Teresa Corazón cortándolo con sus tijeras de podar. Pensó en las minúsculas hemorragias que ella encontraría en las córneas de los ojos: la confirmación de que había sido estrangulado. Y recordó las veces que había estado en la sala de autopsias con Porter contemplando cómo abrían a otras personas y sus despojos llenaban los desagües. En esos momentos era Lucius quien yacía sobre la mesa con un taco de madera bajo la nuca, listo para que le serraran el cráneo… Cuando empezaba a amanecer, los pensamientos de Harry se tornaron confusos y de pronto se vio a sí mismo encima de la camilla de acero mientras Teresa preparaba el instrumental para la autopsia.
Bosch se incorporó de golpe. Mientras alargaba la mano para coger su paquete de cigarrillos, se juró a sí mismo que él nunca acabaría en esa mesa. No de esa manera.
– ¿ La DEA? -preguntó Águila mientras empujaba el plato a un lado.
– ¿Qué?
Águila indicó con la cabeza el busca que llevaba Bosch.
– Sí. Quieren que lo lleve.
Bosch sabía que tenía que fiarse de aquel hombre que además, ya se había ganado su confianza con creces. No le importaba lo que dijeran Ramos o Corvo. Toda su vida Bosch había vivido y trabajado en instituciones, pero creía haber escapado a la filosofía institucional y ser capaz de tomar sus propias decisiones. Por eso resolvió que le diría a Águila lo que estaba ocurriendo en cuanto llegara el momento oportuno.
– Voy a ir allá esta mañana a ver unas fotos. ¿Quedamos más tarde?
Águila aceptó y le explicó que él iba a ir a la plaza de la Justicia para completar el papeleo oficial sobre la defunción de Gutiérrez-Llosa. Bosch quiso contarle lo de la pala con el mango nuevo que había visto en EnviroBreed, pero pensó que era mejor no hacerlo. Sólo iba a explicarle lo de la noche anterior a una persona.
Permanecieron un rato en silencio Bosch con su café y Águila con su té.
– ¿Ha visto alguna vez a Zorrillo? ¿En persona?
– Sí, de lejos.
– ¿Dónde? ¿En una corrida?
– Sí, en la plaza de toros. El Papa suele ir a ver a sus toros, pero tiene un palco a la sombra cada semana. Yo sólo puedo permitirme asientos al sol. Por eso lo he visto de lejos.
– Él va con los toros, ¿no?
– ¿Cómo?
– Que quiere que ganen sus toros, no los toreros.
– No, él quiere que sus toros mueran con honor.
Bosch no estaba seguro de qué quería decir, pero lo dejó estar.
– Quiero ir hoy. ¿Podemos conseguir entradas? Me gustaría sentarme en un palco cerca de el Papa.
– No lo sé. Los palcos son muy caros. Aunque no puedan venderlos, no bajan el precio.
– ¿Cuánto valen?
– Como mínimo unos doscientos dólares. Ya le digo que es muy caro.
Bosch sacó su cartera y contó doscientos diez dólares. Dejó un billete de diez en la mesa para el desayuno y empujó el resto hacia Águila por encima del raído mantel verde. En ese instante Harry se dio cuenta de que aquello era más de lo que Águila ganaba en una semana de seis días y deseó no haber tomado tan rápido una decisión que a su colega le hubiese llevado varias horas de cuidadosa consideración.
– Quiero un palco cerca de el Papa.
– Piense que habrá muchos hombres con él. Estará…
– Sólo quiero verlo, eso es todo. Compre las entradas y no se preocupe.
Al salir del restaurante, Águila anunció que iría a la plaza de la Justicia a pie, ya que estaba a pocas manzanas de allí. Cuando se hubo marchado, Bosch se quedó esperando a Ramos en la acera. Entonces consultó su reloj y vio que eran las ocho de la mañana; la hora en que debía haberse presentado en el despacho de Irving. Harry se preguntó si el subdirector ya habría tomado medidas disciplinarias contra él; seguramente lo castigaría poniéndolo a trabajar en una mesa en cuanto volviera a la ciudad.
A no ser que… A no ser que volviera con todo solucionado. Ésa era la única forma de enfrentarse a Irving. Bosch sabía que tenía que regresar de México con todo atado y bien atado.
En ese instante Harry cayó en la cuenta del riesgo que representaba estar allí parado, como un blanco perfecto, de modo que regresó al restaurante y esperó a Ramos junto a la puerta de entrada. En varias ocasiones, la camarera se le acercó, lo saludó efusivamente y se marchó. Bosch dedujo que debía de tratarse de los efectos de la propina de tres dólares que había dejado.
Ramos tardó casi una hora en llegar. Como Bosch no quería dejar su coche, le dijo al agente que lo seguiría. Ambos condujeron hacia al norte por López Mateos, torcieron al este en la rotonda del círculo Benito Juárez y se adentraron en un barrio lleno de almacenes sin rótulos. Finalmente entraron en un callejón y aparcaron detrás de un edificio completamente cubierto de pintadas. Ramos salió de su viejo Chevrolet Cámaro con matrícula mexicana y miró a su alrededor de manera furtiva.
– Bienvenido a nuestra modesta oficina federal -le dijo.
Dentro no había nadie; se notaba que era domingo. Ramos encendió la luz y Bosch vio unas cuantas filas de mesas y archivadores. Al fondo había dos armarios para armas y una caja fuerte de dos toneladas para guardar pruebas.
– Voy a ver lo que tenemos mientras tú me cuentas lo de anoche. ¿Estás seguro de que intentaron matarte?
– Como que me llamo Hieronymus Bosch.
La verdad era que el atentado apenas había dejado rastro, ya que la venda que Bosch se había puesto en el corte del cuello quedaba cubierta por la camisa, y la de la palma de la mano derecha no se notaba demasiado. Harry le contó a Ramos la historia del disparo en el hotel sin omitir detalle, incluido el casquillo que había encontrado en la habitación 504.
– ¿Y la bala? ¿Se puede recuperar?
– Debe de seguir incrustada en la cabecera de la cama. No me quedé a comprobarlo.
– No, apuesto a que saliste a toda leche a avisar a tu colega, el mexicano. Bosch, te repito que tengas cuidado. Puede que sea buen tío, pero no lo conoces. A lo mejor fue él quien lo organizó todo.
– Pues sí, lo avisé. Pero después hice lo que tú querías que hiciera.
– ¿De qué coño hablas?
– De EnviroBreed. Ayer por la noche entré en la fábrica.
– ¿Qué? ¿Estás loco? Yo no te dije que…
– Venga, tío, no me jodas. Me contaste todo ese rollo para que supiera lo que hacía falta para conseguir una orden de registro. Ahora no me vengas con hostias. Estamos solos; yo sé lo que querías y lo conseguí. Haz ver que te lo ha dicho un confidente.
Ramos caminaba arriba y abajo sin parar; estaba montándole a Bosch el número de policía indignado.
– Tío, antes de usar un confidente tengo que pedirle permiso al jefe. Esto no va a colar. No puedo…
– Pues haz que cuele.
– Bosch…
– ¿Te interesa lo que encontré ahí dentro o lo dejamos correr?
Eso silenció al agente de la DEA durante unos segundos.
– ¿Han llegado ya tus ninjas? ¿Cómo dices que se llaman? ¿Los ÑAC?
– Los CLAC. Sí, llegaron ayer por la noche.
– Bien. Tendréis que daros prisa, porque me vieron -dijo.
El rostro del agente se ensombreció de golpe. Ramos sacudió la cabeza y se dejó caer en una silla.
– ¿Cómo lo sabes?
– Había una cámara, pero no la vi hasta que era demasiado tarde. Logré salir y después fueron unos tíos a mirar. No pueden identificarme porque llevaba una máscara, pero saben que alguien ha entrado.
– Vale, Bosch. No me estás dejando muchas opciones. ¿Qué coño viste?
Ahí estaba. Ramos estaba aceptando el registro ilegal; lo estaba autorizando, por lo que ya no podrían usarlo contra Bosch. Entonces Harry le contó al agente lo de la trampilla escondida debajo de la pila de bandejas.
– ¿No la abriste?
– No tuve tiempo, pero tampoco lo hubiese hecho. He estado en los túneles de Vietnam y todas las trampillas son precisamente eso: trampas. Si te fijas, la gente que vino a por mí llegó en coche, no por el túnel. Eso significa que el pasadizo puede contener explosivos.
Entonces Harry aconsejó a Ramos que la autorización de registro, o como quiera que se llamara en México, incluyese la posibilidad de confiscar todas las herramientas y la basura de las papeleras.
– ¿Por qué?
– Porque eso me ayudará a resolver uno de los casos de asesinato que me han traído hasta aquí. Y porque contienen pruebas de una conspiración para asesinar a un agente de la ley: yo.
Ramos asintió sin pedir más explicaciones, no le interesaban. Acto seguido, se levantó y se dirigió a un archivador del que sacó dos enormes carpetas negras de anillas. Bosch se sentó en una mesa vacía y Ramos le puso las carpetas delante.
– Estos son los cómplices conocidos asociados con Humberto Zorrillo. De algunos tenemos información biográfica, pero de los otros sólo hay lo que hemos descubierto en operaciones de vigilancia. En algunos casos ni siquiera conocemos los nombres.
Bosch abrió una carpeta y examinó el primer retrato. Era una ampliación borrosa de unos veinte por veinticinco centímetros de una foto tomada durante una operación de vigilancia. Ramos le confirmó que se trataba de Zorrillo, algo que Bosch ya había imaginado. Tenía el pelo negro, barba y los ojos oscuros con una mirada intensa. Bosch había visto antes esa cara; era el rostro adulto del niño que estaba con Calexico Moore en las fotos.
– ¿Qué sabéis de él? -le preguntó Bosch a Ramos-. ¿Algo de su familia?
– No, aunque no hemos buscado mucho. A mí me importa un huevo de donde venga; sólo me interesa lo que está haciendo ahora y lo que va a hacer después.
Bosch pasó la página y siguió con el resto de las fotos. Algunas eran de las fichas policiales y otras habían sido obtenidas durante las vigilancias. Ramos se sentó en su mesa y se dispuso a escribir a máquina.
– Voy a preparar la declaración de un confidente. Esperemos que cuele.
Cuando llevaba ojeadas unas dos terceras partes de la carpeta, Bosch encontró al hombre de las tres lágrimas. Había varias fotos de él tomadas desde todos los ángulos y durante el transcurso de varios años.
Bosch vio transformarse su cara cuando le añadieron las lágrimas; pasó de ser un chico con aspecto de listillo a un convicto cruel. La breve biografía decía que se llamaba Osvaldo Arpis Rafaelillo y que nació en 1952. También se detallaba que sus tres estancias en la penitenciaría se debían a condenas por un asesinato que cometió siendo todavía un menor, un segundo asesinato -ya de adulto- y por un delito de posesión de drogas. Había pasado la mitad de su vida en prisión. Según los informes Arpis era uno de los hombres claves de Zorrillo.
– Aquí. Lo tengo -anunció Bosch.
Ramos se acercó. Él también conocía a Arpis.
– ¿Y dices que ha estado en Los Ángeles cargándose a polis?
– Sí, al menos a uno, pero creo que también mató al primero. Y puede que también eliminara a uno de los correos de la competencia, un hawaiano llamado Jimmy Kapps. A él y a uno de los polis los estrangularon de la misma manera.
– La «pajarita mexicana», ¿no?
– Sí.
– ¿Y al jornalero? ¿El que crees que asesinaron en la fábrica de bichos?
– Podría haberlos matado a todos. No lo sé.
– Hace siglos que Arpis corre por aquí. Sí, hará un año que salió de la trena. Es un asesino a sangre fría, Bosch. Uno de los hombres de confianza del Papa. De hecho, la gente de aquí lo llama Alvin Karpis, por el tío que ametrallaba a sus enemigos en los años treinta. ¿Lo conoces? ¿El de la banda de Ma Baker? A Arpis lo trincaron por un par de asesinatos, pero dicen que eso no le hace justicia, que el muy cabrón ha matado a mucha más gente.
Bosch miró las fotos y preguntó:
– ¿Esto es todo lo que tienes sobre él?
– Hay más, pero ahí está casi todo lo que necesitas saber; el resto son sólo rumores que nos han contado nuestros informadores. Lo único importante sobre Al Karpis es que cuando Zorrillo comenzó a subir, el tío era como un ejército que le hacía todo el trabajo sucio. Cada vez que Zorrillo tenía que solucionar un asunto, se lo pedía a Arpis, su amigo del barrio. Y Arpis lo hacía. Como te he dicho, sólo lo trincaron un par de veces. Las otras debió de sobornar al personal.
Bosch empezó a tomar notas en una libreta mientras Ramos seguía hablando.
– Zorrillo y Arpis vienen de un barrio al sur de aquí. Lo llaman…
– Santos y Pecadores.
– Sí, Santos y Pecadores. Aunque no me fíe mucho de ellos, algunos polis locales nos han contado que Arpis le cogió el gustillo a matar. En el barrio usaban la expresión «¿Quién eres?» como una especie de reto. Era una forma de preguntar en qué lado estabas. ¿Con nosotros o contra nosotros? ¿Santo o pecador? Y cuando Zorrillo llegó al poder, puso a Arpis para cargarse a la gente que estaba en contra de él. Parece ser que después de matar a alguien, en el barrio corría la voz: «Ahora ha descubierto quién era». ¿Me entiendes?
– Perfectamente -respondió Bosch.
– Muy bien. Lo cierto es que era buena publicidad: una manera de que la gente del barrio lo temiera. Pero por lo visto Arpis enseguida perfeccionó el arte de matar, hasta el punto de dejar mensajes en el cuerpo. Después de asesinar a un tío escribía «Ha descubierto quién era» o algo parecido y se lo dejaba clavado en la camisa con un alfiler.
Bosch no dijo ni escribió nada. Otra pieza que encajaba en el rompecabezas.
– A veces todavía se ve la frase en pintadas por el barrio -explicó Ramos-. Es parte de la leyenda popular de Zorrillo, parte del mito del Papa.
Harry cerró la libreta y se levantó.
– Ya tengo todo lo que necesito.
– Muy bien, pero ándate con cuidado. Es posible que vuelvan a intentarlo, especialmente si está en manos de Arpis. ¿Quieres quedarte en la oficina? Aquí estarás seguro.
– No, no te preocupes. -Bosch asintió y se dirigió a la puerta, pero antes se llevó la mano al busca-. ¿Me llamaréis?
– Sí. Corvo bajará pronto para el espectáculo y me ha pedido que te tenga localizado. ¿Dónde puedo encontrarte más tarde?
– No lo sé. Creo que voy a hacer un poco de turismo. Ir a la Sociedad Histórica o a los toros…
– Pues tranquilo. Te llamaremos.
– Más os vale.
Bosch volvió al Caprice pensando únicamente en la nota que habían encontrado en el bolsillo trasero del pantalón de Cal Moore.
«He descubierto quién era yo».