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Capítulo 3

La dirección que Irving le había dado estaba en Canyon Country, casi una hora en coche. Bosch cogió la autopista de Hollywood hacia el norte, luego tomó la Golden State y atravesó el oscuro desfiladero de las montañas de Santa Susanna. Había poco tráfico, ya que a esa hora la mayoría de gente estaría en su casa cenando pavo al horno. Bosch pensó en Cal Moore: en lo que había hecho y en lo que había dejado atrás.

«He descubierto quién era yo».

No tenía ni la más remota idea de lo que había querido decir el policía muerto con aquella frase garabateada en un pedazo de papel metido en el bolsillo de atrás de su pantalón. Únicamente tenía su encuentro con Moore. ¿Y qué había sido eso? Un par de horas bebiendo con un policía cínico y amargado. No había forma de saber lo que había ocurrido desde entonces; de averiguar cómo se había corroído la coraza que lo protegía.

Bosch rememoró aquel encuentro con Moore. Había sido tan sólo unas semanas antes y, aunque el motivo era hablar de trabajo, los problemas personales de Moore habían aflorado a la superficie. Bosch y Moore quedaron el martes por la noche en el Catalina Bar & Grill. Esa noche Moore estaba de servicio, pero el Catalina se hallaba a sólo media manzana del Boulevard. Cuando entró en el bar, Harry lo esperaba sentado en la barra del fondo. A los policías nunca les obligaban a tomar una consumición.

Moore se sentó en el taburete de al lado y pidió un chupito de whisky y una Henry's, la misma cerveza que estaba bebiendo Bosch. Llevaba téjanos y una sudadera que le quedaba holgada y le tapaba el cinturón, la vestimenta típica de un policía antidroga. De hecho, parecía sentirse muy cómodo con aquella ropa. Los téjanos estaban gastadísimos y las mangas del chándal cortadas. Debajo del borde deshilachado del brazo derecho, se apreciaba la cara de un demonio tatuado con tinta azul. A su manera un poco ruda, Moore era un hombre atractivo, pero en aquella ocasión tenía un aspecto extraño: no se había afeitado en varios días y parecía un rehén tras un largo período de tormento y cautiverio. Entre la fauna del Catalina, cantaba como un basurero en una boda. Al apoyar los pies en el taburete, Harry reparó en el calzado del policía: unas botas grises de piel de serpiente. Eran del modelo preferido por los vaqueros de rodeos porque los tacones se inclinaban hacia delante, permitiendo una mejor sujeción cuando se echaba el lazo a una ternera. Harry sabía que los policías de narcóticos las llamaban «trincaángeles» porque les daban mejor sujeción cuando trincaban a un sospechoso que iba colocado con polvo de ángel.

Al principio Bosch y Moore fumaron, bebieron y charlaron, intentando establecer diferencias y puntos en común. Bosch descubrió que el nombre Calexico Moore reflejaba perfectamente la mezcla de orígenes del sargento. El policía tenía la piel oscura, el pelo negro como el azabache, las caderas estrechas y los hombros anchos. Esa imagen exótica contrastaba con sus ojos, que eran los de un surfista californiano, verdes como el anticongelante, y con su voz, en la que no había ni rastro de acento mexicano.

– Calexico es un pueblo de la frontera, al otro lado de Mexicali. ¿Lo conoces?

– Nací allí. Por eso me pusieron ese nombre.

– Yo no he estado nunca.

– No te preocupes, no te pierdes nada. Es un pueblo fronterizo como cualquier otro. Todavía vuelvo de vez en cuando.

– ¿Tienes familia allí?

– No…, ya no.

Tras indicarle al camarero que trajera otra ronda, Moore encendió un cigarrillo con el anterior, que había apurado hasta el filtro.

– Pensaba que querías preguntarme algo -dijo Moore.

– Sí. Es para un caso.

Cuando llegaron las bebidas, Moore vació su chupito de un solo trago. Y antes de que el camarero hubiese terminado de tomar nota del primero, ya había pedido otro.

Bosch comenzó a recontar los detalles de un caso que le preocupaba, ya que a pesar de llevarlo desde hacía unas semanas, aún no había conseguido descubrir nada. El cadáver de un varón de treinta años, más tarde identificado como James Kappalanni, de Oahu, Hawai, había sido hallado cerca de la autopista de Hollywood, a la altura de Gower Street. A la víctima la habían estrangulado con un alambre de medio metro al que habían colocado unas asas de madera para poder tirar mejor de él, una vez apretado alrededor del cuello. Fue un trabajo limpio y eficiente: la cara de Kappalanni quedó del color azul grisáceo de una ostra. El hawaiano azul, lo había llamado la forense que le hizo la autopsia. Para entonces Bosch ya había averiguado a través del Ordenador Nacional de Inteligencia Criminal y el ordenador del Departamento de Justicia que al muerto se le conocía como Jimmy Kapps, y que tenía una hoja de antecedentes penales por delitos relacionados con drogas casi tan larga como el alambre con que le habían quitado la vida.

– Así que no fue una gran sorpresa cuando, al abrirlo, la forense encontró cuarenta y dos condones en el estómago -dijo Bosch.

– ¿Y qué había dentro?

– Una mierda hawaiana llamada «cristal» que, según tengo entendido, es un derivado del hielo, ésa droga que estaba tan de moda hace unos años -respondió Bosch-. Bueno, pues el tal Jimmy Kapps era un correo que llevaba todo ese cristal en la barriga, lo cual quiere decir que seguramente acababa de llegar de Honolulú cuando se topó con el estrangulador. Me han dicho que el cristal es caro y hay mucha demanda. En estos momentos busco todo tipo de información, una pista o cualquier cosa, porque estoy perdido. No tengo ni idea de quién se cargó a Jimmy Kapps.

– ¿Quién te contó lo del cristal?

– Alguien de narcóticos en el Parker Center, pero no supo decirme mucho.

– Nadie tiene ni zorra; ése es el problema. ¿Te hablaron del hielo negro?

– Un poco. Me dijeron que era la competencia del cristal y que venía de México.

Moore miró a su alrededor en busca del camarero. Sin embargo, éste se había colocado al otro extremo de la barra y parecía no hacerles caso a propósito.

– Las dos drogas son relativamente nuevas. En resumidas cuentas el hielo negro y el cristal son la misma cosa. Producen los mismos efectos, pero el cristal viene de Hawai, y el hielo negro de México -explicó Moore-. Podría decirse que es la droga del siglo XXI. Si yo fuera un camello, la definiría como la droga más completa. Básicamente, alguien cogió coca, heroína y PCP y los mezcló para crear un pedrusco muy potente que lo hace todo; sube como el crack, pero dura como la heroína. Te estoy hablando de horas, no de minutos. Y luego lleva un pellizco de polvo, el PCP, que da un empujón al final del viaje. En cuanto empiecen a distribuirlo en grandes cantidades, las calles se llenarán de zombis.

Bosch no dijo nada. Muchas de aquellas cosas ya las sabía, pero Moore iba bien encaminado y no quería distraerlo con una pregunta. Así que encendió un cigarrillo y esperó.

– Todo empezó en Hawai, concretamente en Oahu -continuó Moore-. Allí fabricaban una sustancia que llamaban «hielo», sin más. Y lo hacían combinando PCP y cocaína. Era muy lucrativo, pero poco a poco fue evolucionando. En un momento dado, añadieron heroína de la buena, blanca y asiática, y lo bautizaron «cristal». Supongo que su lema sería «fino como el cristal» o algo por el estilo. Pero en este negocio no hay monopolios ni derechos de autor; sólo precios y ganancias.

Moore alzó las dos manos para destacar la importancia de estos dos factores.

– Los hawaianos habían creado un buen producto, pero tenían la dificultad de transportarlo a tierra firme. Los aviones y barcos de mercancías que realizan el trayecto desde las islas siempre están controlados. O al menos siempre se corre el riesgo de que comprueben los cargamentos. Por eso acabaron usando correos como este tal Kapps, que se tragan la mierda y la pasan en avión. Pero incluso ese sistema es más complicado de lo que parece. En primer lugar, sólo puedes mover una cantidad limitada. ¿Qué llevaba este tío: cuarenta y dos globos? Eso, ¿qué son? ¿Unos cien gramos? No compensa demasiado. Y en segundo lugar están los federales de la DEA; los antidrogas siempre tienen a su gente apostada en los aviones y aeropuertos a la espera de tipos como Kapps, a los que llaman «contrabandistas del condón». Y saben perfectamente el tipo de persona que buscan: gente que suda mucho, pero que se va humedeciendo unos labios totalmente secos… Es el efecto de los astringentes, la mierda esa del Kaopectate. Los contrabandistas se lo toman como si fuera Pepsi, y eso los delata.

»Bueno, lo que te quiero decir es que los mexicanos lo tienen mucho más fácil. La geografía está de su parte; tienen barcos y aviones, pero también una frontera de tres mil kilómetros que es prácticamente inexistente a efectos de control y contención. Al parecer, por cada kilo de coca que requisan los federales, nueve se les escapan de las manos. Y que yo sepa, hasta ahora no han confiscado ni un solo gramo de hielo negro en la frontera.

Cuando Moore hizo una pausa para encender un cigarrillo, Bosch observó que le temblaba la mano.

– Los mexicanos robaron la receta. Empezaron a copiar el cristal, pero usando heroína de la suya, de baja calidad. Es esa mierda que va con alquitrán incluido; la pasta asquerosa que se queda al fondo del cazo. La versión mexicana tiene tantas impurezas que se vuelve negra; por eso lo llaman «hielo negro». El hielo negro es más barato de fabricar, mover y vender; los mexicanos han ganado a los hawaianos con su propio producto.

Moore parecía haber terminado.

– ¿Sabes si los mexicanos han comenzado a cargarse a los correos hawaianos para monopolizar el mercado?

– Al menos por aquí, no. Acuérdate de que los mexicanos fabrican la droga, pero no son necesariamente los que la venden. De ahí a la calle hay varios escalones.

– Pero tienen que seguir controlando el cotarro.

– Sí, eso es verdad.

– ¿Quién crees que mató a Jimmy Kapps?

– Ni idea, Bosch. Es la primera noticia que tengo.

– ¿Tu equipo ha arrestado a algún camello de hielo negro? ¿Habéis interrogado a alguien?

– A unos cuantos, pero son los últimos peldaños de la escalera: chicos blancos. Los camellos que venden piedras en el Boulevard suelen ser chavales de raza blanca, porque es más fácil para ellos hacer negocios. Pero eso no quiere decir que los proveedores no sean mexicanos, aunque también podrían ser pandillas del barrio de South-Central. La verdad es que no creo que las detenciones que hemos hecho te sirvan de mucho.

Moore golpeó la barra con la jarra de cerveza vacía hasta que el camarero alzó la vista y el policía le indicó que quería otra ronda. Moore comenzaba a ponerse de mal humor y Bosch aún no le había sacado gran cosa.

– Necesito llegar más arriba, a los mayoristas. ¿Puedes buscarme algo? Llevo tres semanas con esto y aún no he averiguado nada, así que tengo que encontrar algo o pasar página.

Moore tenía la vista fija en la hilera de botellas de detrás de la barra.

– Lo intentaré -prometió-. Pero tienes que recordar que nosotros no nos dedicamos al hielo negro. Nuestro trabajo diario es la coca, el polvo, un poco de marihuana; nada de sustancias exóticas. Somos una brigada de números, tío. Pero tengo un contacto en la DEA. Hablaré con él.

Bosch consultó su reloj. Eran casi las doce y quería irse. Moore encendió otro cigarrillo, pese a que todavía tenía uno ardiendo en el cenicero repleto de colillas. A Harry todavía le quedaban una cerveza y un chupito, pero se levantó y comenzó a rebuscar en sus bolsillos.

– Gracias, tío. Ya me dirás algo.

– Claro -contestó Moore. Al cabo de un segundo añadió-: Eh, Bosch.

– ¿Qué?

– En la comisaría me hablaron de ti. Bueno, lo de que estuviste suspendido. Me estaba preguntando si conocerías a un tal Chastain de Asuntos Internos.

Bosch pensó un momento. John Chastain era uno de los mejores. En Asuntos Internos, las querellas se clasificaban como justificadas, injustificadas o infundadas. John era conocido como Chastain el Justificador.

– He oído hablar de él -contestó Bosch-. Es un pez gordo, tiene un grupo a su cargo.

– Sí, ya sé qué rango tiene. Eso lo sabe todo el mundo, joder. Lo que quiero decir es… ¿es uno de los que te investigaron a ti?

– No, fueron otros.

Moore asintió. Entonces alargó el brazo, cogió el chupito de Bosch y se lo bebió de un trago

– Oye, ¿tú crees que Chastain es bueno? ¿O es de esos a los que el traje les hace brillos en el culo?

– Supongo que eso depende de lo que quieras decir con bueno. Personalmente no creo que ninguno de ellos sea bueno. Con un trabajo como ése es imposible. Pero te aseguro que si les das la más mínima oportunidad, cualquiera de ellos te quemará vivo y tirará las cenizas al mar.

Bosch se debatió entre preguntarle lo que pasaba y dejarle en paz. Moore no dijo nada; estaba dándole a Bosch la posibilidad de elegir, pero éste decidió no entrometerse.

– Si la tienen tomada contigo, no hay mucho que hacer. Llama al sindicato y consíguete un abogado. Haz lo que él diga y no des a esos buitres más de lo estrictamente necesario.

Moore asintió una vez más sin decir palabra. Harry puso dos billetes de veinte dólares para cubrir la cuenta y la propina y se marchó. Ésa fue la última vez que vio a Moore.

Al llegar a la autopista de Antelope, Bosch puso rumbo al noreste. En el paso elevado de Sand Canyon echó un vistazo al carril contrario y vio una furgoneta blanca con un nueve muy grande en el lateral, lo cual significaba que la esposa de Moore ya lo sabría cuando él llegara hasta allí. Harry se sintió culpable, pero también aliviado de no ser el portador de la mala noticia.

Aquello le hizo pensar que ignoraba el nombre de la viuda. Irving sólo le había dado una dirección, asumiendo que Bosch lo sabría. Al salir de la autopista y coger la carretera de la sierra, intentó recordar los artículos de periódico que había leído durante la semana. Todos mencionaban a la mujer de Moore.

Pero no le vino a la cabeza. Se acordaba de que era maestra; profesora de lengua en un instituto del valle de San Fernando. Recordaba que ella y su marido no tenían hijos y que llevaban separados unos cuantos meses. No obstante, el nombre se le resistía.

Cuando finalmente Bosch llegó a Del Prado, se fijó en los números pintados en los bordillos y aparcó delante del que había sido el hogar de Cal Moore. Era una casa típica, estilo rancho, prácticamente idéntica a todas las viviendas que constituían las urbanizaciones satélites de Los Ángeles y cuyos habitantes congestionaban las autopistas de la ciudad. La casa de los Moore parecía grande, de unas cuatro habitaciones, algo que a Bosch se le antojó un poco extraño para una pareja sin niños. Tal vez habían tenido planes en algún momento.

La luz del porche no estaba encendida. No esperaban ni querían ver a nadie. A pesar de la oscuridad, Bosch comprobó que el césped del jardín de la entrada estaba descuidado. La hierba alta rodeaba un cartel blanco de la inmobiliaria Ritenbaugh plantado cerca de la acera.

Fuera no había ningún coche aparcado y la puerta del garaje estaba cerrada. Las dos ventanas de la vivienda eran como agujeros negros. Una sola luz brillaba débilmente tras la cortina del ventanal junto a la puerta de entrada. Bosch se preguntó cómo sería la mujer de Moore y si en esos instantes sentiría culpa o rabia. O tal vez ambas cosas.

Bosch arrojó al suelo su cigarrillo y salió del coche. Al dirigirse hacia la puerta, pasó por delante del triste cartel de «Se vende».