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El felpudo de la entrada decía BIENVENIDOS, pero estaba muy gastado y hacía tiempo que nadie se había preocupado de limpiarlo. Bosch se fijó en todo esto porque mantuvo la cabeza baja después de llamar a la puerta. Hubiera hecho cualquier cosa para evitar enfrentarse a los ojos de aquella mujer.
Tras la segunda llamada, se oyó su voz.
– Váyanse. Sin comentarios.
Bosch sonrió, pensando en que él había empleado la misma expresión aquella noche.
– ¿Señora Moore? No soy periodista. Soy de la policía de Los Ángeles.
La puerta se abrió unos cuantos centímetros y apareció la cara de ella, apenas visible en el contraluz. Bosch advirtió que había una cadena y le mostró su placa.
– ¿Sí?
– ¿Señora Moore?
– ¿Sí?
– Soy Harry Bosch… detective del Departamento de Policía de los Ángeles. Me han enviado para… ¿puedo pasar? Tengo que… hacerle unas preguntas e informarle de unos… acontecimientos…
– Llega tarde. Ya han venido el Canal 4, el 5 y el 9. Cuando usted llamó, pensaba que sería otro canal. El 2 o el 7.
– ¿Le importa que entre, señora Moore?
Bosch se guardó la placa. Ella cerró de nuevo y él oyó que corría la cadena. Cuando la puerta se abrió ella le hizo un gesto para que pasara. Al entrar, observó que el recibidor estaba decorado con azulejos mexicanos de color teja. En la pared había un espejo redondo, en el que Bosch vio reflejada a la mujer de Moore, cerrando la puerta con un pañuelo en una mano.
– ¿Va a tardar mucho? -preguntó ella.
Bosch dijo que no y ella lo condujo hacia la sala de estar, donde se sentó en una butaca de cuero marrón que, además de parecer muy cómoda, estaba estratégicamente situada junto a la chimenea. Frente a ésta, había un sofá al parecer reservado a los invitados y que la mujer de Moore ofreció a Bosch. En la chimenea aún ardían los últimos rescoldos de un fuego y en la mesita junto a la butaca había una caja de pañuelos de papel y una pila de hojas. Tenían aspecto de informes o manuscritos; algunos de ellos estaban enfundados en carpetas de plástico.
– Son reseñas de libros -explicó ella al detectar su mirada-. Les pedí a mis alumnos que escribieran una antes de Navidad. Iban a ser mis primeras Navidades sola y quería tener algo que hacer.
Bosch asintió con la cabeza y echó un vistazo a su alrededor. En su trabajo obtenía mucha información sobre la gente a partir de sus casas y su manera de vivir. A menudo las personas ya no estaban ahí para contarle nada, así que se veía obligado a deducir a partir de sus observaciones, una habilidad de la que se sentía bastante orgulloso.
La sala de estar era austera; apenas había muebles. Daba la impresión de que no recibía visitas de muchos amigos o familiares.
En un extremo de la habitación vio una gran estantería llena de novelas de tapa dura y catálogos de arte, pero no había televisor ni rastro de niños. Era un lugar destinado a trabajar tranquilamente o charlar junto al fuego. Pero nada más.
En el rincón opuesto a la chimenea se alzaba un árbol de Navidad de metro y medio decorado con lucecitas blancas, bolas rojas y unos cuantos adornos navideños hechos a mano que parecían haber pasado de generación en generación. A Bosch le gustó que ella hubiese puesto el árbol, porque demostraba que había continuado con su vida y sus costumbres tras la ruptura matrimonial. Lo había hecho por ella, lo cual le demostró su fortaleza. Aquella mujer poseía una coraza causada por el dolor y quizá la soledad, pero en su interior se ocultaba una gran fuerza. El árbol le dijo a Bosch que era el tipo de persona que sobreviviría a todo aquello. Sola.
– Antes de empezar, ¿puedo preguntarle algo? -dijo ella.
Aunque la luz de la lámpara de lectura que había junto a su butaca era de bajo voltaje, Bosch percibió la intensidad de sus ojos castaños y, una vez más, deseó poder recordar su nombre.
– Pues claro.
– ¿Lo ha hecho usted a propósito? ¿Lo de dejar que llegaran antes los periodistas para no tener que hacer el trabajo sucio? Así es cómo mi marido se refería a la notificación de las familias. Lo llamaba «trabajo sucio», y decía que los detectives siempre intentaban evitarlo.
Bosch notó que se sonrojaba. En el silencio embarazoso que siguió, el tictac del reloj de la chimenea se hizo fortísimo.
– Me dieron la orden hace muy poco. He tardado un rato en encontrar el sitio y…
Bosch se calló. Ella tenía razón.
– Lo siento. Supongo que es cierto. Me lo he tomado con calma.
– No importa. No debería criticarle. Debe de ser un trabajo horrible.
En ese instante Bosch ansió tener un sombrero de fieltro como los que llevaban los detectives de las películas antiguas; de ese modo podría haber jugueteado con él, repasado el ala con los dedos y, en definitiva, habría sabido qué hacer con las manos. En su defecto, Bosch miró a la mujer de Moore con detenimiento y descubrió una belleza estropeada. Debía de rondar los treinta y cinco años y parecía ágil, como una corredora. Tenía el pelo castaño con mechas rubias y la mandíbula bien definida sobre los tensos músculos del cuello. No usaba maquillaje para ocultar los ligeros surcos que rodeaban sus ojos. Llevaba téjanos azules y un suéter de algodón blanco que podría haber pertenecido a su mando. Bosch se preguntó cuánto Calexico Moore quedaba en su corazón.
En realidad, Harry la admiraba por haberle dicho lo del trabajo sucio. Se lo merecía. Al cabo de tres minutos de conocerla, pensó que le recordaba a alguien, pero no sabía a quién. A alguien de su pasado, tal vez. Junto a aquella fortaleza había una ternura silenciosa. Bosch no podía dejar de mirarla a los ojos; eran como imanes.
– Bueno, soy Harry Bosch -repitió de nuevo, con la esperanza de que ella también se presentara.
– Sí, he oído hablar de usted. Leí algunos artículos en el periódico. Y recuerdo que mi marido le mencionó, creo que cuando le enviaron a la División de Hollywood, hace un par de años. Cal me dijo que una productora le había pagado un montón de dinero por usar su nombre y hacer un largometraje para televisión sobre un caso. También me contó que se había comprado una de esas casas de las colinas.
Bosch asintió y cambió de tema rápidamente.
– No sé lo que le han dicho los periodistas, señora Moore, pero me han enviado para comunicarle que creemos haber encontrado a su marido, muerto. Siento tener que decírselo pero…
– Yo ya lo sabía, usted lo sabía y todos los policías de la ciudad lo sabían. No he hablado con los periodistas, pero no hacía falta. Sólo les he dicho que no quería hacer declaraciones. Cuando tanta gente se presenta un día de Navidad, está claro que vienen a traer malas noticias.
Bosch asintió y miró al sombrero imaginario que tenía en las manos.
– Bueno, ¿me lo va a decir o no? ¿Fue un suicidio? ¿Usó un arma?
Bosch asintió de nuevo y dijo:
– Eso parece, pero no hay nada seguro has…
– Hasta la autopsia, ya lo sé. Soy la mujer de un policía. Bueno, lo era. Sé lo que puede decir y lo que no. Es penoso; ustedes no van a ser claros ni siquiera conmigo. ¡Siempre se guardan algo!
Bosch notó que la mirada de ella se tornaba dura, llena de rabia.
– Eso no es cierto, señora Moore. Estoy intentando suavizar el gol…
– Detective Bosch, si quiere decirme algo, dígamelo.
– Pues sí, fue con un arma. Si quiere los detalles, puedo dárselos. Su marido, si es que era él, se disparó en plena cara con una escopeta. Su rostro ha quedado totalmente destrozado, por lo que primero tenemos que asegurarnos de que era él y después de que se suicidó. No estamos intentando ocultar nada; simplemente aún no tenemos todas las respuestas.
Ella se apoyó en la butaca y quedó fuera de la luz. Entre las sombras, Bosch distinguió la expresión de su rostro. La dureza y la rabia se habían diluido. Sus hombros comenzaron a relajarse. Bosch se sintió avergonzado.
– Lo siento -se disculpó-. No sé por qué le he contado todo eso. Tendría que haberle…
– No importa. Supongo que me lo merecía… Yo también lo siento.
Ella lo miró sin rabia en los ojos. Ahora que había roto la coraza que la protegía, Bosch comprendió que necesitaba compañía. Por muchos árboles de Navidad y reseñas de libros que tuviera, la casa era demasiado grande y oscura para ella sola en ese momento. Sin embargo, había algo más que lo empujaba a quedarse: el hecho de que se sintiera instintivamente atraído por ella. Bosch nunca se había ajustado a la teoría de la atracción de polos opuestos, sino todo lo contrario; siempre había visto algo de él en las mujeres que le habían interesado. No comprendía por qué, pero así era. Y en aquel preciso momento lo atraía una mujer de la cual desconocía hasta el nombre. Quizá fuera una proyección de sus propias necesidades, pero en cualquier caso aquella mujer le había interesado; Bosch quiso averiguar la causa de los surcos alrededor de aquellos ojos afilados. Como las de Bosch, las cicatrices de ella parecían estar dentro, enterradas en lo más hondo de su ser. En cierto modo eran iguales y Bosch lo sabía.
– Lo siento, pero no recuerdo su nombre. El subdirector sólo me dio su domicilio y me dijo que viniese.
Ella sonrió al comprender su problema.
– Sylvia.
Él asintió con la cabeza.
– Sylvia. Oiga, ¿eso que huele tan bien no será café?
– Sí. ¿Quiere una taza?
– Me encantaría, si no es mucha molestia.
– En absoluto.
Cuando ella se levantó a buscarlo, Bosch se arrepintió de habérselo pedido.
– Aunque… quizá debería irme. Usted tiene mucho en qué pensar y yo la estoy molestando. He…
– Por favor, quédese. Me vendrá bien un poco de compañía.
Ella no esperó a que él respondiera. El fuego crepitó cuando las llamas encontraron la última bolsa de aire. Bosch observó a Sylvia mientras se alejaba. Esperó un segundo, echó otro vistazo a la habitación y la siguió hasta la cocina.
– El café solo, por favor.
– Como todos los policías.
– No le caemos muy bien, ¿verdad?
– Bueno, digamos que no he tenido mucha suerte con ellos.
Ella le dio la espalda mientras ponía dos tazas en la encimera y servía el café. Bosch se apoyó contra la puerta de la nevera. No sabía qué decir ni si debía hacer preguntas sobre el caso o no.
– Tiene una casa muy bonita.
– ¿Usted cree? Yo no, le falta vida. La vamos a vender. Bueno, supongo que debería decir que la voy a vender.
Ella seguía de espaldas.
– No debe usted culparse por lo que hizo él.
Bosch se dio cuenta de que aquello no la consolaría.
– Es fácil decirlo.
– Ya.
Hubo un largo silencio antes de que Bosch decidiera ir directo al grano.
– Había una nota.
Ella abandonó lo que estaba haciendo, pero siguió sin volverse.
– «He descubierto quién era yo». Eso es todo lo que ponía.
Ella no dijo nada. Una de las tazas todavía estaba vacía.
– ¿Significa algo para usted?
Finalmente ella se volvió. Bajo la luz blanca de la cocina, Bosch vio los surcos salados que las lágrimas habían dejado en su mejilla. Le hicieron sentirse impotente, incapaz de hacer nada para ayudarla.
– No lo sé. Mi marido… estaba atrapado en el pasado.
– ¿Qué quiere decir?
– Pues que… siempre estaba intentando ir hacia atrás. El pasado le interesaba más que el presente o la ilusión por el futuro. Le gustaba volver a la época en que creció… No podía olvidar.
Bosch vio que las lágrimas se deslizaban hasta los surcos bajo los ojos. Ella se giró y terminó de servir el café.
– ¿Qué le pasó? -preguntó Bosch.
– A mí no me lo pregunte. -Después de permanecer un buen rato en silencio, añadió-: No sé. Quería volver al pasado. Lo necesitaba.
«Todo el mundo necesita su pasado -pensó él-. A veces te tira aún más fuerte que el futuro».
Ella se secó los ojos con un pañuelo de papel, se volvió y le dio una taza. Antes de decir nada, Bosch se tomó un sorbo de café.
– Una vez me dijo que había vivido en un castillo -comentó ella-. Al menos así es cómo lo llamó.
– ¿En Calexico? -preguntó él.
– Sí, pero fue por poco tiempo. No sé qué pasó. Nunca me contó mucho sobre esa parte de su vida. La culpa la tuvo su padre, que en un momento dado no quiso saber nada más de él. Cal y su madre tuvieron que irse de Calexico (del castillo, o de donde fuera) y ella se lo llevó al otro lado de la frontera. A él le gustaba decir que era de Calexico, aunque en realidad creció en Mexicali. ¿Ha estado usted allí?
– De paso. Nunca me he quedado.
– Todo el mundo lo considera un lugar de paso, pero allí es donde creció Cal.
Sylvia se calló y Bosch esperó a que continuara. Ella mantenía la vista fija en su café; era una mujer atractiva que parecía cansada de todo aquello. Todavía no se había dado cuenta de que aquello, además de un final, era un principio en su vida.
– El abandono fue algo que nunca superó. Volvía a Calexico muy a menudo. Yo no iba, pero sé que el sí. Solo. Creo que espiaba a su padre; tal vez para ver lo que podría haber sido. No lo sé. Cal conservaba las fotos de cuando era pequeño. A veces, por la noche, cuando pensaba que yo dormía, las sacaba y las miraba.
– ¿Todavía vive su padre?
– No lo sé. Cal apenas lo mencionaba y cuando lo hacía, decía que estaba muerto. Pero no sé si hablaba de manera figurada o era cierto. Para Cal su padre estaba muerto desde que él se marchó, eso era lo que importaba. Era algo muy personal. Todavía se sentía rechazado, incluso después de tantos años. Yo no conseguí que hablara del tema. Y las pocas veces que lo hacía, mentía; decía que su padre no significaba nada para él. Pero sí que le importaba, se lo aseguro. Al cabo de un tiempo, de los años, tengo que admitir que dejé de sacar el tema. Y él nunca lo mencionaba, sólo se iba hacia allá…, a veces un fin de semana, a veces un día… Jamás decía nada cuando regresaba.
– ¿Tiene usted las fotos?
– No, se las llevó él. Nunca salía sin ellas.
Bosch tomó un sorbo de café para ganar tiempo.
– Parece… No sé… ¿Cree usted que este asunto podría tener algo que ver con…?
– No lo sé. Sólo puedo decirle que este asunto tenía mucho que ver con nosotros. Para Cal era como una obsesión; más importante que yo. Eso es lo que terminó con nuestra relación.
– ¿Qué estaba intentando averiguar?
– No lo sé. En los últimos años él no me mostraba sus sentimientos. Al cabo de un tiempo yo también hice lo mismo y por eso terminamos.
Bosch asintió y desvió la mirada. ¿Qué otra cosa podía hacer? A veces su trabajo lo empujaba tan cerca de la vida de las personas que sólo podía asentir. Se sentía culpable de hacer aquellas preguntas, puesto que no tenía derecho a las respuestas. De todas formas, él sólo era el mensajero. No era misión suya averiguar la razón por la que una persona se había puesto una escopeta de dos cañones en la cara y había apretado el gatillo.
Sin embargo, el misterio de Cal Moore y el sufrimiento de aquel rostro le impedían marcharse. Ella lo cautivaba por una razón que iba más allá de su belleza física. Era atractiva, sí, pero lo que le atraía con más fuerza era su expresión de dolor, sus lágrimas y la intensidad de su mirada. En ese momento Bosch pensó que ella no se merecía todo aquello. ¿Cómo podía Cal Moore haber arruinado su vida de esa manera?
Bosch volvió a mirarla a los ojos.
– Una vez su marido me dijo una cosa. Verá… Yo tuve un problema con el Departamento de Asuntos Internos, el departamento que se encarga…
– Ya sé lo que es.
– Sí, bueno, pues su marido me pidió consejo. Me preguntó si conocía a una persona que estaba haciendo preguntas sobre él: un tal Chastain. ¿Le habló Cal de él? ¿Sabe qué pasaba?
– No, no me habló de él.
La actitud de ella estaba cambiando. Bosch notó que la rabia volvía a acumularse en su interior por la forma en que lo miraba. Al parecer había puesto el dedo en la llaga.
– Pero usted lo sabía, ¿no?
– Chastain vino aquí un día. Pensó que yo cooperaría. Me dijo que yo me había quejado de mi marido, lo cual era mentira. Como quería registrar la casa, le pedí que se fuera. -Sylvia hizo una pausa-. Prefiero no hablar del tema.
– ¿Cuándo vino Chastain?
– No lo sé. Hará un par de meses.
– ¿Avisó usted a Cal?
Ella dudó y luego asintió.
«Entonces Cal vino al Catalina y me pidió consejo», se dijo Bosch.
– ¿Está segura de que no sabe el motivo de la visita?
– En ese momento ya estábamos separados. No nos hablábamos. Lo único que hice fue contarle a Cal que Chastain había venido y que había mentido sobre quién había presentado la queja. Cal me respondió que siempre mentían y me dijo que no me preocupara.
Harry se había terminado el café, pero se quedó de pie con la taza en la mano. Aunque Sylvia Moore sabía que su marido había caído en desgracia de alguna forma, que había traicionado su futuro juntos por culpa de su pasado, le había sido leal. Le había avisado sobre Chastain. Bosch no se lo reprochaba, sino todo lo contrario: aún la admiraba más.
– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó ella de repente.
– ¿Qué?
– Si está usted investigando la muerte de mi marido, ya debería saber lo de Asuntos Internos. O me está mintiendo o no lo sabía. En cualquier caso, ¿qué hace usted aquí?
Bosch depositó la taza en la encimera, lo cual le dio unos segundos para pensar.
– Me ha enviado el subdirector para decirle que… se interrumpió.
– El trabajo sucio.
– Eso es. Me han dado el trabajo sucio, pero, como le he dicho, yo conocí un poco a su marido y…
– Dudo que mi marido sea un misterio que usted pueda resolver, detective Bosch.
Él asintió con la cabeza; el viejo truco para ganar tiempo.
– Yo doy clases de lengua y literatura en el instituto Grant en el valle de San Fernando -le contó ella-. Les pido a mis alumnos que lean un montón de libros sobre Los Ángeles para que se hagan un poco a la idea de la historia y el carácter de nuestra ciudad. Como sabe, muy pocos de ellos nacieron aquí… Bueno, uno de los libros que les doy es El largo adiós. Es sobre un detective.
– Sí, lo he leído.
– Bueno, pues hay una frase que me sé de memoria. «No hay trampa más mortífera que la que uno se tiende a sí mismo». Cuando la leo, siempre pienso en mi marido. Y en mí.
Ella volvió a echarse a llorar, aunque lo hizo silenciosamente, sin apartar la vista de Bosch. Esa vez él no asintió, sino que, detectando la necesidad en sus ojos, atravesó la habitación y le puso la mano sobre el hombro. Bosch se sintió un poco incómodo, pero entonces ella se acercó a él y apoyó la cabeza contra su pecho. Harry la dejó llorar hasta que ella se retiró.
Una hora más tarde Bosch estaba en su casa. Tras recoger la copa de vino y la botella de la mesa del comedor, salió a la terraza y se quedó pensando hasta altas horas de la madrugada. El brillo del incendio en el paso había desaparecido, pero en su lugar algo ardía dentro de él.
Calexico Moore había hallado la respuesta a una pregunta que todo el mundo lleva dentro de sí; una pregunta que Harry Bosch también había deseado responder. «He descubierto quién era yo».
Y eso lo había matado. Aquel pensamiento fue para Bosch como un puñetazo en las entrañas, en los confines más secretos de su corazón.