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El jueves, es decir, el día después de Navidad, fue uno de esos días de postal. No había ni rastro de contaminación en el aire. El incendio de las colinas se había apagado y la brisa del Pacífico había dispersado el humo hacía horas. La cuenca de Los Ángeles yacía bajo un nítido cielo azul salpicado de nubes algodonosas.
Bosch eligió el camino más largo para llegar al centro; descendió por Woodrow Wilson hasta cruzar Mulholland y después tomó la ruta sinuosa que atraviesa Nichols Canyon. A Harry le encantaba ver las montañas alfombradas de glicinias azules y escarchadas lilas, y aquellas antiguas mansiones de un millón de dólares que daban a la ciudad su aura de gloria decadente. Mientras conducía, recordó la noche anterior y lo que había sentido al consolar a Sylvia Moore. Como si fuera uno de esos policías serviciales que aparecen en las ilustraciones de Norman Rockwell; como si realmente hubiera servido de ayuda a alguien.
Tras descender de las colinas, Bosch cogió Genesee y luego Sunset Boulevard hasta llegar a Wilcox. Después de aparcar detrás de la comisaría, pasó por delante de la celda de borrachos y entró en la oficina de detectives, donde el ambiente estaba más cargado que un cine pomo. Los detectives trabajaban en sus mesas, cabizbajos; la mayoría hablaban por teléfono a media voz o tenían las caras sepultadas bajo una montaña de papeles que los tiranizaba diariamente.
Al sentarse en la mesa de Homicidios, Harry miró a Jerry Edgar, su compañero ocasional. Desde hacía un tiempo los detectives apenas investigaban en parejas. La oficina andaba escasa de personal, ya que no habían contratado ni ascendido a nadie por recortes en el presupuesto. Aquél era el motivo de que sólo hubiera cinco detectives en la mesa de Homicidios. El jefe de la brigada, el teniente Harvey Pounds, más conocido como Noventa y ocho, lograba que funcionase haciendo que sus hombres trabajaran en solitario excepto en casos clave, en misiones peligrosas o cuando tenían que arrestar a alguien. A Bosch no le importaba porque le gustaba trabajar solo, pero los demás detectives se quejaban.
– ¿Qué pasa? -le preguntó Bosch a Edgar-. ¿Moore?
Edgar asintió. Estaban solos en la mesa. Shelby Dunne y Karen Moshito solían entrar a las nueve y Lucius Porter llegaba a las diez, si es que estaba suficientemente sobrio.
– Hace un momento Noventa y ocho ha anunciado que las huellas dactilares del cadáver coinciden con las de Moore. Ya no hay duda de que el tío se voló la tapa de los sesos.
Permanecieron en silencio unos minutos. Harry comenzó a hojear los papeles esparcidos sobre su mesa, pero no consiguió sacarse a Moore de la cabeza. Se imaginó a Irving, Sheehan o quizá Chastain, llamando a Sylvia Moore para comunicarle que la identificación había sido confirmada. Harry sintió que se evaporaba ante sus ojos la débil conexión que tenía con el caso. En ese momento notó que había alguien detrás de él. Y efectivamente, allí estaba Pounds.
– Harry, ven.
Una invitación a la «pecera». Bosch miró a Edgar, que hizo un gesto de «ni idea», y siguió al teniente hasta el fondo de la oficina. El despacho de Pounds era una pequeña habitación con ventanas en tres de las paredes, lo cual le permitía controlar a sus subordinados, al tiempo que le servía para limitar su contacto con ellos; gracias a él no tenía que oírlos, olerlos o conocerlos. Esa mañana, las persianas con las que se protegía de ellos, estaban subidas.
– Siéntate, Harry. Ya sabes que no se puede fumar. ¿Has pasado unas buenas Navidades?
Bosch lo miró sin decir nada. Le incomodaba que aquel hombre le llamara Harry y le preguntara sobre la Navidad. Dudó unos momentos antes de sentarse.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– No te pongas agresivo, Harry. Soy yo el que debería estar enfadado. Acabo de enterarme de que pasaste casi toda la noche de Navidad en ese motel, el Hideaway. No me parece normal que te presentaras allí, especialmente cuando te dijeron que no te necesitaban y que Robos y Homicidios estaba llevando la investigación.
– Estaba de servicio -le replicó Bosch-. Tendrían que haberme avisado. Fui a ver qué pasaba y al final resultó que Irving me necesitó.
– Está bien, pero ya vale. Me han pedido que te diga que te olvides del caso Moore.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que he dicho.
– Mira, si…
– Dejémoslo, ¿vale? -Pounds levantó las ma nos en un gesto conciliador. A continuación se pellizcó la nariz al notar los primeros síntomas de un dolor de cabeza; abrió el cajón central de su mesa y sacó un pequeño frasco de aspirinas.
»Ya basta -insistió Pounds. Hizo una pausa para tragarse dos aspirinas sin agua-. No me parece… no creo que haga falta…
Pounds tosió y se levantó de la mesa de un salto. Tras sortear a Bosch y salir de la «pecera», se dirigió hacia el surtidor de agua situado junto a la puerta de la oficina. Bosch ni siquiera lo miró. Al cabo de unos instantes Pounds regresó y continuó con su discurso.
– Perdona. Bueno, lo que iba diciéndote es que no quiero discutir cada vez que te llamo a mi despacho. Creo que tienes que resolver este problema tuyo con la estructura jerárquica del departamento. Porque te pasas de la raya.
Bosch se fijó en el polvo de aspirina que se acumulaba en la comisura de los labios de Pounds. El teniente volvió a aclararse la garganta.
– Sólo quería hacerte un comentario por tu propio bi…
– ¿Por qué no se lo haces a Irving?
– Yo no he dicho… Mira, Bosch, olvídalo. Te he avisado y basta. Si tienes alguna teoría sobre el caso Moore, olvídala. Ya está controlado.
– Seguro.
Dándose por avisado, Bosch se levantó. Aunque sentía ganas de arrojar a ese tío por la ventana de su propio despacho, decidió que se conformaría con fumarse un pitillo junto a la celda de borrachos.
– Siéntate -le ordenó Pounds-. No te he llamado por eso.
Bosch volvió a sentarse y esperó en silencio, al tiempo que Pounds intentaba recobrar la compostura. El teniente sacó una regla de madera de su cajón y comenzó a juguetear con ella mientras hablaba.
– Harry, ¿sabes cuántos casos de homicidio ha llevado nuestra división este año?
La pregunta no venía a cuento. Harry se preguntó qué se traía entre manos el teniente Pounds. Bosch sabía que él había llevado once casos, pero había estado fuera de servicio durante seis semanas en verano mientras se recuperaba en México de una herida de bala. En todo el año, calculó que la unidad de homicidios habría llevado unos setenta casos.
– No tengo ni idea -contestó.
– Pues voy a decírtelo -replicó Pounds-. Hemos investigado sesenta y seis homicidios. Y, por supuesto, todavía nos quedan cinco días hasta el final del año. Probablemente caerá alguno más, uno como mínimo. En Nochevieja siempre hay problemas. Probablem…
– ¿Y qué? El año pasado tuvimos cincuenta y nueve. Eso sólo significa que está subiendo el número de asesinatos.
– Sí, pero el número de casos que hemos resuelto está bajando. No llega al cincuenta por ciento; sólo treinta y dos de sesenta y seis. La verdad es que muchos los has resuelto tú; te has ocupado de once, has resuelto siete mediante arresto u otro método, y hay pendientes dos órdenes de detención. Y de los dos que tienes abiertos, en uno estás a la espera de información. El otro es el asunto James Kappalanni, que sigues investigando, ¿correcto?
Bosch asintió. Aunque no sabía muy bien por qué, no le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación.
– El problema es la estadística final -concluyó Pounds-. El total…, bueno, es un porcentaje de éxitos bastante lamentable.
El teniente se golpeó la palma de la mano con la regla y sacudió la cabeza. Harry empezaba a comprender por dónde iba, pero aún le faltaba información. Todavía no estaba seguro de lo que estaba planeando Pounds.
– Piénsalo bien; todas esas víctimas y sus familias se quedan sin justicia… -continuó Pounds-. E imagínate cómo bajará la confianza del público cuando el Times proclame a los cuatro vientos que más de la mitad de los asesinos de la División de Hollywood escapan impunes.
– No te preocupes -contestó Bosch-. La confianza del público no puede bajar mucho más.
Pounds se frotó de nuevo el puente de la nariz.
– Ahórrate los comentarios cínicos, Bosch -dijo con voz tranquila-. Esa chulería tuya me sobra. Ya sabes que si me da la gana puedo echarte de Homicidios y mandarte a Automóviles o Menores. ¿Me entiendes? Por mí, ya puedes ir a llorarle al sindicato.
– ¿Y qué le pasará a tu porcentaje de casos resueltos? ¿Qué dirán los del Times? ¿Que salen impunes dos tercios de los asesinos de Hollywood?
Pounds metió la regla en el cajón y lo cerró. A Bosch le pareció atisbar una leve sonrisa en sus labios y se dio cuenta de que acababa de caer en una trampa. Pounds abrió otro cajón y sacó una carpeta azul que puso sobre la mesa. Era la clase de carpeta que se usaba para las investigaciones de asesinato, aunque dentro había muy pocos papeles.
– Tienes razón -concedió Pounds-. Eso nos trae al motivo de esta reunión. Verás, estamos hablando de estadísticas, Harry. Si resolvemos un caso más, llegamos a la mitad justa. En vez de decir que más de la mitad salen impunes, podremos decir que hemos cogido a la mitad de los asesinos. Y si solucionamos dos más, podremos decir que hemos resuelto más de la mitad. ¿Me entiendes?
Como Bosch no dijo nada, Pounds asintió con la cabeza. Y después del ritual de colocar la carpeta perfectamente recta, miró a Bosch a los ojos.
– Lucius Porter no va a volver -le informó-. Esta mañana me ha llamado para anunciar que va a pedir la baja por estrés. Me ha dicho que ya ha hablado con el médico.
Pounds metió la mano en el cajón y sacó otra carpeta azul. Y luego otra. Finalmente Bosch comprendió lo que estaba ocurriendo.
– Espero que tenga un buen médico -comentó Pounds mientras añadía la quinta y sexta carpeta a la pila-, porque, que yo sepa, este departamento no considera que la cirrosis de hígado sea estrés. Porter es un borracho, así de claro. Y no es justo que coja la jubilación anticipada porque no pueda controlar su afición a la bebida. Nos lo vamos a cargar en la vista preliminar. Me importa un bledo quién sea su abogado como si es la madre Teresa de Calcuta; nos lo vamos a cargar.
Pounds repicó con el dedo sobre la pila de carpetas azules.
– He estado repasando estos casos (tiene ocho abiertos) y es penoso. He copiado las cronologías para verificarlas, pero estoy seguro de que están repletas de entradas falsas. Cuando dice que estaba entrevistando a testigos o pateándose la ciudad, me apuesto el sueldo a que estaba sentado en un taburete con la cabeza sobre la barra.
Pounds sacudió la cabeza con tristeza.
– Ya sabes que hemos perdido mucho control al dejar el sistema de parejas de detectives. Como no había nadie vigilando a este inútil, ahora me encuentro con ocho investigaciones abiertas. Y por lo que veo, todas podrían haber sido resueltas.
«¿Y de quién fue la idea de hacer que los detectives trabajasen solos?», quiso preguntarle Bosch, aunque al final se limitó a decir:
– ¿Sabes la historia de cuando Porter iba de uniforme hace diez años? Él y su compañero se detuvieron para ponerle una multa a un hijo de puta que estaba sentado en un bordillo, bebiendo. Era pura rutina (sólo era una falta menor), así que Porter no salió del coche. De pronto, el hijo de puta se levantó y le disparó a su compañero en la cara, entre las cejas. Lo cogió desprevenido, con las dos manos en la libreta de multas, y Porter no pudo hacer otra cosa que mirar.
Pounds hizo un gesto de exasperación.
– Sí, conozco la historia. Se la cuentan a todos los reclutas que pasan por la academia de policía como ejemplo de lo que no se debe hacer -le respondió Pounds-. Pero eso fue hace siglos. Si Porter quería una baja por estrés, tendría que haberla pedido entonces.
– A eso me refiero. No la cogió cuando podía; intentó seguir trabajando. A lo mejor lo intentó durante diez años, pero al final se ha ahogado en la mierda que hay en el mundo. ¿Qué querías que hiciese? ¿Seguir el mismo camino que Cal Moore? ¿Acaso te ponen una estrella en el expediente por ahorrarle una pensión al ayuntamiento?
Pounds permaneció en silencio unos segundos antes de decir:
– Muy elocuente, Bosch, pero lo que le pase a Porter no te concierne. No debería haber sacado el tema, pero lo he hecho para que comprendieras lo que te voy a decir ahora.
Pounds volvió a hacer su truquito de poner rectas todas las carpetas y luego le pasó la pila a Bosch.
– Vas a encargarte de los casos de Porter. Puedes aparcar el asunto Kappalanni unos días. Ahora mismo no estabas avanzando mucho, así que déjalo hasta el día uno y métete en esto. Quiero que eches un vistazo a los ocho casos de Porter y escojas el que creas que puedes resolver más rápidamente. Dedícate de lleno a él en los próximos cinco días… hasta el día de Año Nuevo. Puedes trabajar el fin de semana; yo ya daré el visto bueno para las horas extra. Si necesitas que te ayude alguien de la mesa, adelante. Pero mete a alguien en la cárcel, Harry. Arresta a alguien. Yo…, bueno, todos necesitamos resolver un caso más para alcanzar nuestro objetivo. Tienes tiempo hasta medianoche. Hasta Nochevieja.
Bosch se lo quedó mirando por encima de la pila de carpetas. Por fin comprendía a aquel hombre. Pounds ya no era un policía, sino un burócrata. Es decir, nada. Para él, un crimen, el derramamiento de sangre y el sufrimiento de la gente eran meras estadísticas en un informe. Al final de año, eran las cifras las que le decían lo bien que le había ido. No las personas. Ni la voz de su conciencia. Ésa era la clase de arrogancia impersonal que corrompía el departamento y lo aislaba de la ciudad, de la gente. No le extrañaba nada que Porter quisiera marcharse. Ni que Cal Moore se hubiera mandado a sí mismo al otro barrio. Por eso, Harry se levantó, recogió la pila de carpetas y le lanzó a Pounds una mirada que significaba: «Te he calado». Pounds desvió la mirada.
Antes de salir, Bosch dijo:
– Si te cargas a Porter, lo mandarán de nuevo a la mesa de Homicidios. ¿Qué ganaremos con eso? ¿Cuántos casos quedarán abiertos el año que viene?
Pounds arqueó las cejas mientras consideraba aquella posibilidad.
– Si le dejas marchar, nos enviarán un sustituto.
Hay mucha gente buena en las otras mesas. Meehan, de Menores, es muy listo. Si lo pones en nuestra mesa ya verás cómo suben nuestras estadísticas. Pero si impides que Porter se jubile, el año que viene estaremos en las mismas.
Pounds esperó un rato para asegurarse de que Bosch había terminado.
– No lo entiendo, Bosch -comentó finalmente-. Como investigador, Porter no te llega ni a la suela de los zapatos. Y sin embargo estás intentando salvarle el pellejo. ¿Por qué?
– Por nada. Por eso lo hago. ¿Me entiendes?
Bosch se llevó las carpetas a la mesa y las dejó caer en el suelo junto a su silla. Edgar lo miró. Dunne y Moshito, que acababan de llegar, hicieron lo propio.
– Sin comentarios -dijo Harry.
Bosch se sentó, miró la pila de carpetas que yacía a sus pies y deseó no tener nada que ver con ellas. Lo único que ansiaba era un cigarrillo, pero en la oficina estaba prohibido fumar, al menos mientras Pounds rondaba por allí. Bosch buscó un número en su agenda rotatoria y lo marcó. Después de sonar siete veces, alguien cogió el teléfono.
– ¿Qué pasa?
– ¿Lou?
– ¿Quién es?
– Bosch.
– Ah, sí, Harry. Perdona, no sabía quién llamaba. ¿Qué pasa? ¿Te has enterado de que voy a pedir la baja por estrés?
– Sí, por eso te llamo. Tengo tus casos… Me los ha dado Pounds… y, bueno, voy a intentar resolver uno rápidamente, antes del final de la semana. Quería saber si tenías alguna idea… ¿Por cuál me recomiendas que empiece? Estoy perdido.
Hubo un largo silencio.
– Mierda, Harry -exclamó Porter, y en ese momento a Bosch se le ocurrió que quizá ya estuviera borracho-. Joder. No pensaba que ese mamón te lo cargaría todo a ti… Yo…, bueno, yo no he avanzado mucho…
– Eh, Lou, que no pasa nada. Yo no tenía trabajo; sólo necesito un sitio por donde empezar. Si no puedes orientarme, ya me lo miraré yo.
– Joder -repitió Porter-. Yo…, bueno… no sé, Harry. No me he dedicado mucho, ya lo sabes. Estoy bastante hecho polvo… ¿Te has enterado de lo de Moore? Mierda, ayer vi las noticias y…
– Sí, es una lástima. Oye, Lou, no te preocupes, ¿de acuerdo? Ya me encargo yo. Tengo aquí las carpetas y ya les echaré un vistazo.
Nada.
– ¿Lou?
– Sí. Llámame más tarde; a ver si se me ocurre algo. Ahora mismo no estoy demasiado fino.
Bosch pensó un momento antes de decir nada más. Se imaginó a Porter al otro lado del teléfono, de pie, a oscuras. Totalmente solo.
– Oye -le susurró Bosch-. Ten cuidado con Pounds cuando pidas la baja. Puede que mande a un par de buitres para controlarte, ya me entiendes, para seguirte. Es posible que intente cargarse tu solicitud, así que aléjate de los bares. ¿De acuerdo?
Al cabo de unos segundos Porter respondió que sí. Bosch colgó y miró a sus colegas de la mesa de Homicidios. En la oficina de detectives siempre había ruido, excepto cuando hacía una llamada que no quería que oyera nadie.
– ¿Noventa y ocho te ha endosado todos los casos de Porter? -preguntó Edgar.
– Efectivamente. Ése soy yo: el barrendero de la oficina.
– ¿Y entonces los demás qué somos? ¿La basura?
Bosch sonrió. Mientras encendía un cigarrillo, comprendió que Edgar no sabía si alegrarse por haberse librado del encargo o enfadarse porque Pounds no lo hubiera considerado a él.
– Si quieres, puedo volver a la «pecera» y decirle a Noventa y ocho que te has presentado voluntario para repartirte esto conmigo. Me juego algo a que el muy burócrata…
Bosch se calló cuando Edgar le propinó una patada por debajo de la mesa. Al darse la vuelta, vio a Pounds con la cara muy roja. Probablemente había oído su último comentario.
– Bosch, no irás a fumar esa mierda aquí dentro, ¿verdad?
– No, teniente. Estaba a punto de salir.
Bosch se levantó y se fue a fumar al aparcamiento. La puerta trasera de la celda de borrachos estaba abierta y Harry comprobó que a los de Navidad ya se los habían llevado en el furgón celular al juzgado de guardia. En ese momento un preso ataviado con un mono gris limpiaba la celda con una manguera, una tarea diaria que facilitaba el suelo ligeramente inclinado. Bosch contempló el río de agua sucia que salía por la puerta y recorría el aparcamiento hasta desaparecer por una alcantarilla. El agua contenía restos de vómito y sangre, y el olor de la celda era insoportable, pero aún así Harry no se movió. Aquél era su sitio.
Cuando hubo terminado, Bosch arrojó la colilla al agua y vio cómo la corriente la arrastraba hasta la cloaca.