173513.fb2
Bosch se había sentido como si la oficina de detectives fuera una jaula y él, el único animal encerrado. Para alejarse de los ojos curiosos que lo acechaban, había recogido la pila de carpetas azules y salido al aparcamiento por la puerta trasera. Cuando volvió a entrar en la comisaría, lo hizo por la puerta de la oficina de guardia. Caminó por un pasillo corto hasta las otras celdas y subió hasta el almacén del segundo piso, al que llamaban la «suite nupcial» por los dos catres que había en un rincón. El trastero era un lugar de descanso para los agentes; había una vieja mesa de cafetería y un teléfono, y se estaba tranquilo. Era todo lo que Bosch necesitaba.
Ese día el cuarto estaba vacío. Bosch depositó las carpetas azules en la mesa, tras apartar un parachoques abollado que alguien guardaba como prueba. Lo apoyó contra una pila de cajas, junto a una tabla de surf que también llevaba la etiqueta de prueba, y se puso manos a la obra.
Harry contempló el montón de carpetas, que tendría un palmo de alto. Según Pounds, la división había investigado sesenta y seis homicidios ese año. Teniendo en cuenta la rotación y la convalecencia de dos meses de Harry, a Porter debieron de tocarle catorce de aquellos casos. Si le quedaban ocho sin resolver, quería decir que había solucionado los otros seis. No era un mal resultado, especialmente dado el carácter pasajero de los homicidas de Hollywood. En el resto del país, la gran mayoría de víctimas de asesinato conocían a su asesino. Eran gente con la que comían, bebían, dormían o incluso vivían. Pero en Hollywood era diferente. No había normas; sólo desviaciones, aberraciones. Desconocidos que mataban a desconocidos. El móvil no era un requisito imprescindible. Las víctimas aparecían en callejones, en los arcenes de las autopistas, entre la vegetación de las colinas de Griffith Park, en bolsas de basura en los contenedores de restaurantes… Uno de los casos que Harry aún no había logrado resolver era el de una persona cuyo cadáver había aparecido en seis pedazos: uno en cada descanso de la escalera de incendios de un hotel de Gower Street. Aquel crimen atroz no había escandalizado a nadie en la oficina. Incluso corría el chiste de que por suerte la víctima no se había alojado en el Holiday Inn, que tenía quince plantas.
En Hollywood, los monstruos podían moverse con impunidad entre la marea de gente; sólo eran un coche más en el tráfico demencial de la ciudad. A unos los cogían y a otros no los encontraban jamás; tan sólo quedaba el reguero de sangre que dejaban a su paso.
Antes de rendirse, Porter perdía seis a ocho sin solucionar. Aunque aquella cifra no le serviría para ascender, significaba que había seis monstruos menos en Hollywood. Entonces Bosch se dio cuenta de que podía equilibrar la estadística de Porter si resolvía uno de los ocho casos abiertos. Así, al menos, su colega se jubilaría con un aprobado.
A Bosch no le importaban ni Pounds, ni su deseo de cerrar un caso más antes de Nochevieja. No sentía ninguna lealtad hacia su jefe y, en su opinión, ese análisis, recuento y clasificación de vidas sacrificadas no significaba nada. Decidió que si iba a hacer ese trabajo sería por Porter. Y Pounds que se jodíese.
Harry empujó las carpetas hasta el fondo de la mesa para tener espacio para trabajar. Primero decidió hojearlas y separarlas en dos pilas: una para casos con posible solución rápida y otra para casos que necesitaran más tiempo.
Bosch repasó los crímenes por orden cronológico, empezando por el estrangulamiento de un sacerdote en unos baños públicos de Santa Mónica, ocurrido el día de San Valentín. Cuando terminó, dos horas más tarde, había solamente dos carpetas en la pila de posibilidades. Uno de los casos tenía un mes. Se trataba de la violación y apuñalamiento de una mujer que estaba esperando el autobús en Las Palmas y a la que se llevaron al umbral oscuro de una tienda de recuerdos. El otro era el descubrimiento hacía ocho días del cuerpo de un hombre en un restaurante de Sunset Boulevard. El local estaba abierto las veinticuatro horas y se hallaba situado al lado del edificio del Gremio de Directores. La víctima había muerto apaleada.
Bosch se concentró en esos dos asesinatos porque eran los más recientes. La experiencia le había enseñado que la posibilidad de resolver un caso disminuye en proporción geométrica cada día que pasa. Quienquiera que hubiese estrangulado al sacerdote tenía todos los puntos para escapar. De hecho, las estadísticas demostraban que ya lo había conseguido.
Según Bosch, los dos casos más recientes podían ser resueltos rápidamente si encontraba alguna pista. Si lograba identificar el cadáver hallado detrás del restaurante, aquella información podría conducirle al miembro de su familia, amigo o compañero de trabajo con más posibilidades de tener un móvil o ser un asesino. Por otro lado, si conseguía reconstruir los pasos de la mujer antes de llegar a la parada de autobús, tal vez descubriría dónde y cómo la vio el asesino.
Bosch dudaba cuál escoger, así que decidió estudiar cada carpeta detenidamente antes de realizar su elección. Siguiendo su teoría de las probabilidades, primero se decantó por el caso más reciente: el del cuerpo encontrado detrás del restaurante.
A primera vista la información brillaba por su ausencia. Como Porter no había recogido una copia mecanografiada del informe de la autopsia, Bosch tuvo que leer los resúmenes y apuntes tomados por el propio Porter. En dichos apuntes simplemente se decía que la víctima había recibido una paliza mortal con un «objeto sin afilar», una expresión policial que podía significar cualquier cosa.
Porter se refería al hombre, de unos cincuenta y cinco años, como Juan 67, porque se creía que era hispano y era el sexagésimo séptimo cadáver sin identificar aparecido en el condado de Los Ángeles ese año. En el cuerpo no hallaron dinero, ni cartera ni otras posesiones aparte de la ropa, toda ella fabricada en México. La única identificación era un tatuaje en la parte superior izquierda del pecho: un dibujo a una tinta de una especie de fantasma cuya foto se incluía en la carpeta. Tras examinarla detenidamente, Bosch concluyó que el fantasmita -que parecía Casper- era bastante viejo, ya que la tinta estaba muy borrada. Juan 67 se había hecho el tatuaje cuando era joven.
El informe de la escena del crimen redactado por Porter decía que el cuerpo había sido hallado a la 01:44 del 18 de diciembre por un policía fuera de servicio del cual sólo se especificaba su número de placa. El agente se disponía a desayunar pronto o cenar muy tarde cuando encontró el cuerpo junto al contenedor de basura, al lado de la entrada a la cocina del restaurante Egg and I.
El agente 1101 estaba en código siete y aparcó detrás del edificio citado con la intención de entrar a comer. La víctima fue localizada en la parte occidental del callejón. El cuerpo se hallaba en posición supina, con la cabeza apuntando al norte y los pies al sur. Al ser visibles heridas por todo el cuerpo, el agente notificó al oficial de guardia que avisara a Homicidios. El agente no vio a ningún otro individuo en los alrededores antes ni después de localizar el cadáver.
Bosch hojeó la carpeta en busca de un resumen escrito por el agente en cuestión, pero no lo encontró. Después estudió las otras fotos de la carpeta. Eran imágenes del cuerpo tal como lo encontraron, antes de que lo trasladaran al depósito de cadáveres.
Bosch observó que la cabeza de la víctima presentaba una enorme brecha, producto de un golpe brutal. También había heridas en la cara y rastros de sangre seca, negra, en el cuello y la camiseta blanca del hombre. Sus manos descansaban, abiertas, a ambos costados y, en unas fotos tomadas más de cerca, Bosch vio que los dos dedos de la mano derecha estaban doblados hacia atrás y presentaban múltiples fracturas. Eran las típicas heridas que evidenciaban los intentos de defenderse de la víctima. Asimismo, Bosch se fijó en la rudeza y las cicatrices de las manos y los fuertes músculos de los brazos. El hombre parecía un obrero de algún tipo. ¿Qué haría en un callejón detrás de un restaurante a la una de la mañana?
El siguiente papel en la carpeta contenía las declaraciones de los testigos, es decir, los empleados del Egg and I. Todos eran hombres, cosa que a Bosch le extrañó, porque había desayunado varias mañanas en el establecimiento y recordaba que había camareras. Porter parecía haber decidido que no eran importantes y se había concentrado en los empleados de la cocina. Cada uno de los entrevistados había declarado que no recordaba haber visto al hombre asesinado, ni vivo ni muerto.
Porter había marcado con un asterisco al margen de una de las declaraciones, la de un cocinero encargado de la freidora. Éste le había contado que, cuando entró a trabajar a la una de la madrugada por la puerta de atrás de la cocina, había pasado por la parte occidental del callejón y no había visto ningún cadáver. El hombre estaba seguro de que se habría fijado si hubiese estado allí.
Aquella declaración había ayudado a Porter a establecer que el asesinato tuvo lugar durante el espacio de cuarenta y cuatro minutos entre las llegadas del cocinero y el agente de policía que encontró el cuerpo.
Los siguientes documentos de la carpeta eran los resultados de los exámenes de las huellas dactilares de la víctima que llevaron a cabo el Departamento de Policía de Los Ángeles, el índice Nacional de Delitos, el Departamento de Justicia de California y el Servicio de Naturalización e Inmigración. Los cuatro eran negativos. No coincidían con ninguna de sus fichas, por lo que Juan 67 seguía sin identificar.
Por último, Bosch halló los apuntes que Porter tomó durante la autopsia. Ésta no había tenido lugar hasta el martes, día de Nochebuena, debido a la habitual acumulación de casos en la oficina del forense.
Bosch se percató de que asistir a la autopsia fue tal vez la última tarea oficial de Porter ya que después de las fiestas no había vuelto a trabajar.
Quizá Porter era consciente de ello, porque sus apuntes eran muy escasos; sólo una página con unos cuantos garabatos sueltos. Algunos eran ilegibles; otros se podían descifrar, pero no parecían importantes. Sin embargo, casi al final de la página, Porter había trazado un círculo alrededor de una anotación que decía: «HD-12:00 a 18:00».
Bosch sabía que aquello significaba que, tras analizar el descenso de la temperatura del hígado y otros datos del cadáver, se había fijado la hora de defunción entre las doce del mediodía y las seis de la tarde.
Al principio, Bosch pensó que aquello no tenía sentido, ya que significaba que la defunción ocurrió como mínimo siete horas y media antes del descubrimiento del cadáver. Tampoco coincidía con el testimonio del cocinero, que afirmaba no haber visto nada en el callejón a la una de la madrugada.
Esas contradicciones eran la razón por la cual Porter había trazado un círculo alrededor de la hora de la muerte. Aquello quería decir que Juan 67 no había sido asesinado detrás del restaurante, sino que lo mataron en otro sitio, casi un día antes, y que después lo llevaron al callejón.
Bosch se sacó una libreta del bolsillo y comenzó a elaborar una lista de personas con las que quería hablar. El primero de la lista era el forense; Harry necesitaba obtener el informe completo de la autopsia. Después anotó a Porter para que le diera más detalles. A continuación escribió el nombre del cocinero porque, en sus apuntes, Porter sólo decía que no había visto el cadáver cuando entró a trabajar. No especificaba si vio algo o a alguien extraño en el callejón. Finalmente tomó nota para acordarse de averiguar el nombre de las camareras que trabajaron esa mañana. Para completar la lista, Bosch telefoneó a la comisaría.
– Quería hablar con el mil ciento uno -dijo Bosch-. ¿Puedes buscármelo en la tabla y decirme quién es?
– Muy gracioso -contestó una voz. Era Kleinman de nuevo.
– ¿Qué? -exclamó Bosch. En ese momento se le ocurrió-: ¿Es Cal Moore?
– Querrás decir que era Cal Moore.
Cuando Harry colgó el teléfono, su cabeza era un hervidero de ideas. Juan 67 había aparecido el día antes de que Moore se registrara en el Hideaway. Bosch intentó reconstruir la historia: una mañana temprano, Moore se topa con un cadáver en un callejón. Al día siguiente, se inscribe en un motel, sube el aire acondicionado y se pega un tiro en plena cara. El mensaje que deja es tan simple como misterioso:
He descubierto quién era yo.
Bosch encendió un cigarrillo y tachó al agente 1101 de la lista, pero continuó centrando sus pensamientos en esta última revelación. Se sentía impaciente, incómodo. Cambió de postura varias veces, se levantó y comenzó a dar vueltas alrededor de la mesa. Con este nuevo panorama, Bosch volvió a pensar en Porter e intentó deducir qué había pasado. Cada vez llegaba a la misma conclusión: Porter recibe la llamada del caso Juan 67 y habla con Moore ese día. Al día siguiente Moore desaparece. Una semana más tarde Moore aparece muerto e inmediatamente Porter anuncia que va a pedir la baja. Eran demasiadas casualidades.
Bosch cogió el teléfono y llamó a la mesa de Homicidios. Contestó Edgar, a quien Harry le pidió el número particular de Porter. Edgar se lo dio.
– Bosch, ¿dónde estás? -preguntó.
– ¿Por qué lo dices? ¿Me busca Noventa y ocho?
– No, pero ha llamado uno de los chicos de la unidad de Moore diciendo que quería hablar contigo.
– ¿Ah, sí? ¿De qué?
– Yo qué sé. Yo sólo te paso el recado. No querrás que haga tu trabajo…
– Vale, vale. ¿Quién era?
– Un tal Rickard. Sólo me ha dicho que tiene algo para ti. Le he dado tu número del buscapersonas porque no sabía si ibas a volver pronto. ¿Dónde estás?
– En ningún sitio.
A continuación Bosch llamó a casa de Porter. El teléfono sonó diez veces. Bosch colgó y encendió otro cigarrillo. No sabía qué pensar de todo aquello. ¿Se habría topado Moore con el cadáver por casualidad tal como decía el informe? ¿O lo habría dejado él allí? Bosch no podía saberlo.
– En ningún sitio -repitió en voz alta, con un montón de cajas por único interlocutor.
Bosch volvió a coger el teléfono y llamó la oficina del forense. Tras dar su nombre, pidió que le pusieran con la doctora Corazón, la forense jefe en funciones. Harry se negó a revelar a la telefonista el motivo de la llamada. Tuvo que esperar casi un minuto antes de que contestara Corazón.
– Estoy ocupada.
– Feliz Navidad -respondió Bosch.
– Perdona.
– ¿Es la autopsia de Moore?
– Sí, pero no puedo hablar. ¿Qué quieres, Harry? -preguntó.
– Acabo de heredar un caso y no encuentro el informe de la autopsia en el archivo. Estoy intentando averiguar quién la hizo para conseguir una copia.
– ¿Y para eso me llamas? Ya sabes que puedes pedírselo a cualquiera de los peritos que están por aquí haciendo el vago.
– Ya, pero ellos no son tan encantadores conmigo.
– Bueno, pero date prisa. ¿Cómo se llamaba?
– Juan 67. Fecha de defunción, el dieciocho, y de la autopsia, el veinticuatro.
Ella no dijo nada, por lo que Bosch dedujo que estaría comprobándolo.
– Sí -le confirmó al cabo de un minuto-. El veinticuatro. La hizo Salazar, pero se ha ido a Australia de vacaciones. Esa fue su última autopsia hasta el mes que viene. ¿Sabías que en Australia ahora es verano?
– Mierda.
– No te preocupes, Harry. Tengo el paquete aquí mismo. Sally esperaba que Lou Porter viniera a recogerlo hoy, pero no ha aparecido. ¿Cómo lo has heredado?
– Lou se jubila.
– Un poco pronto, ¿no? ¿Cuál es su…? Espera un momento.
La forense desapareció durante más de un minuto. Cuando volvió, su voz tenía un tono más agudo.
– Harry, tengo que irme. Hagamos una cosa. ¿Quieres quedar después del trabajo? Para entonces habré tenido tiempo de leerme esto y podré decirte lo que encontramos. Acabo de recordar que hay algo interesante en este caso. Salazar vino a verme para que lo enviara a un asesor.
– ¿Un asesor de qué?
– A un entomólogo, es decir, a un experto en insectos, de la Universidad de California -respondió ella-. Sally encontró bichos.
Bosch era consciente de que no solía haber gusanos en un hombre que llevaba menos de doce horas muerto. Además, Salazar no habría necesitado un entomólogo para identificarlos.
– ¿Bichos? -repitió Bosch.
– Sí, en el análisis del contenido del estómago y de las fosas nasales. Pero no puedo contártelo ahora mismo. Tengo a cuatro hombres impacientes esperándome en la sala de autopsias. Y sólo uno de ellos está muerto.
– Supongo que los vivos serán Irving, Sheehan y Chastain: los tres mosqueteros.
Ella soltó una carcajada.
– Exacto.
– Vale. ¿Cómo quedamos? -preguntó Bosch, mientras consultaba su reloj. Eran casi las tres.
– ¿A las seis? -tanteó ella-. Eso me da tiempo de acabar aquí y echarle un vistazo al informe de tu Juan 67.
– ¿Quieres que pase a recogerte?
En ese momento el busca de Bosch comenzó a pitar y él lo apagó con un movimiento reflejo.
– No, déjame pensar-contestó ella-. ¿Por qué no me esperas en el Red Wind? Nos podemos quedar hasta que pase la hora punta.
– Muy bien -repuso Harry.
Después de colgar, Bosch comprobó el número que aparecía en el busca. Correspondía a una cabina de teléfonos.
– ¿Bosch?-contestó una voz.
– Sí.
– Soy Rickard, de la unidad BANG. Antes trabajaba con Cal Moore.
– Vale.
– Tengo algo para ti.
Bosch no dijo nada, pero notó que el vello de las manos y los antebrazos se le erizaba. Aunque intentó imaginarse la cara de Rickard, no lo consiguió. Bosch no lo conocía, lo cual era bastante lógico. Los de narcóticos hacían un horario raro; eran como una raza aparte.
– Bueno, debería decir que Cal dejó algo para ti -se corrigió Rickard-. ¿Por qué no quedamos? Prefiero no llevártelo a la comisaría.
– ¿Por qué?
– Tengo mis razones. Te las diré cuando nos veamos.
– ¿Dónde?
– ¿Conoces un sitio en Sunset, el Egg and I? Es un restaurante abierto las veinticuatro horas. La comida está buena y no está lleno de yonquis.
– Sí, sé dónde es.
– Muy bien. Nosotros estaremos al fondo, al lado de la puerta de la cocina. Busca la mesa donde esté el único negro del restaurante; ése soy yo. Puedes aparcar detrás, en el callejón.
– Ya lo sé. ¿Quiénes son «nosotros»?
– Toda la brigada de Cal.
– ¿Esa es vuestra base?
– Sí, siempre quedamos allí antes de salir a la calle. Hasta ahora.