173522.fb2
Méndez sintió frío otra vez. Pero era un frío reconcentrado, denso. Era el frío del odio.
Apenas pudo barbotar:
– ¿Qué dices…?
– Escuche… Esta vez sí que llamo desde una cabina telefónica. Le juro que es verdad. Y se ha tragado mi último euro. No tengo más monedas.
– ¡Pues busca!
– ¿A esta hora? ¿Dónde?
– ¡Entonces, si quieres una oportunidad, suelta lo que tengas que decir, cabrón! ¡Suéltalo!
– Mire, Méndez, yo sé que…
Fue el fin.
Se oyó un pitido.
La última moneda acababa de ser engullida definitivamente. La comunicación había quedado cortada. Méndez aún gritó inútilmente:
– ¡Habla!
Pero ya era inútil. Tenía que ser verdad lo de que a Ángel Martín se le habían acabado las monedas, y sin duda era verdad también que a aquella hora no podía buscar cambio ni llamar desde ningún otro sitio. La última oportunidad de hablar con un tío que estaba dispuesto a hablar se había desvanecido porque un pedacito de metal no estaba en su sitio.
Méndez colgó también, sintiendo que unas gotitas de sudor resbalaban por sus facciones. A la fuerza, pensó fugazmente, aquellas gotitas de sudor tenían que oler a coñac barato. Levantó la cabeza y entonces lo vio.
Diablos, Gallardo tenía la virtud de presentarse en los sitios sin hacer ruido. A veces daba la sensación de que flotaba en el aire.
El fugitivo musitó:
– Antes ha dejado la puerta abierta.
– Es verdad… Me estoy volviendo tan descuidado que me acabarán ascendiendo.
– ¿Qué ha pasado aquí, Méndez?
Con un solo movimiento de cabeza, Méndez le indicó la terraza. Gallardo salió un momento y volvió a entrar. De pronto sus facciones se habían vuelto espantosamente blancas.
– ¿Quién era ése? -musitó.
– Marquina. Han tenido que matarlo desde un coche estacionado al otro lado del Paralelo y usando un rifle de precisión con mira telescópica y silenciador. Que me encierren con cuatro moros, dos de ellos veteranos, si no es así. Lo cual significa que el que estaba en el coche sabía que, tarde o temprano, Marquina saldría a la terraza. Es decir, alguien se las ingeniaría para hacerle salir.
– ¿La chica?
– Sí.
– ¿Por qué la ha dejado marchar, Méndez?
– Cabrón que es uno.
– ¿Y ahora qué vamos a hacer?
Méndez cerró un momento los ojos. Tenía que tomar una decisión y la tomó en cuestión de segundos. Como de costumbre, fue la decisión más antirreglamentaria que un policía podía tomar.
– Nos vamos -dijo.
– ¿Y sus compañeros qué?
– Ya se apañarán.
Empezó a borrar meticulosamente las huellas de todos los sitios donde podía haberlas marcado, especialmente el teléfono, los bordes de las mesas y los pomos de las puertas. Gallardo se dio cuenta de lo que sucedía y borró por su parte todas las que podía haber dejado él. Luego salieron los dos de la casa, pero separadamente y eligiendo el momento en que nadie pasaba por la acera. Se difuminaron en la luz incierta del amanecer y, tras caminar guardando una buena distancia entre ambos, volvieron a reunirse en la calle Montserrat, en el corazón del viejo Barrio Chino. Allí acababa de abrir un bar, un local selecto y todo terreno, donde el primer obrero de la mañana se encontraba con la última obrera de la noche. Un tío de gabardina hasta los pies hablaba con una tía de faldita hasta la cadera. El dueño del bar miraba hacia la cocina y le gritaba que sí a su mujer. La mujer, desde la cocina, le gritaba que no a su marido.
Méndez pidió:
– Dos carajillos con ensaimada.
– Ensaimadas no tengo.
– Bueno, pues lo que haya.
Gallardo y él se habían sentado uno a cada lado de una mesa. Dentro hacía calor, olía a tabaco pasado, a noche muerta, a cliente que ya se había ido. Sobre la mesa se deslizaban, como residuo del verano que ya se acabó, que ya se transformó en canción, dos moscas veinteañeras.
Gallardo musitó:
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
– Primero, no decir una palabra de lo que ha ocurrido en el piso de Marquina.
– ¿Y después?
– Buscar a Ángel Martín.
– ¿Cómo?
– Si quieres te desligas de esto, Gallardo. No puede ser bueno para ti.
– No, Méndez. Pienso que puedo serle útil. Y además, a su lado me siento más seguro. También quiero decirle otra cosa, Méndez, también quiero soltar lo que llevo dentro.
– ¿Qué es?
– Ese hijo de rata de Ángel Martín ha matado a una chiquilla. No sé quién es ni me importa. Pero pienso que pudo haber sido mi hija. Tampoco me importa si ese Martín lo ha hecho porque está loco, porque necesita droga o porque se lo ha mandado un ayatollah de Teherán. Yo me quiero llevar a ese tío por delante… si usted me ayuda.
Méndez dijo solamente:
– Puede que te ayude.
Sus manos se habían crispado sobre la mesa.
Tenía la mirada perdida.
– De todos modos, no parece que tengamos grandes posibilidades de encontrarlo -balbució Gallardo.
– No, claro que no. Tengo una dirección de la calle Blay, pero estoy seguro de que allí no encontraré nada. Por lo tanto voy a guardarme ese cartucho de momento. Seguiré en otra dirección.
– ¿Cuál?
– Con franqueza, no lo sé. Ésta es una ciudad demasiado grande y demasiado liosa para encontrar en ella a un hombre del que apenas posees datos. De todos modos, alguno tengo: puede necesitar droga con urgencia, por ejemplo. Ya sé que tú me dirás: ése no es un dato, porque la droga se puede conseguir en muchos sitios. Está también su curiosa afición, casi obsesión por la historia del antiguo Egipto. Tú me dirás, Gallardo, que no voy a conseguir nada si recorro todas las librerías de la ciudad, antes de que cierren por quiebra, y pregunto cuántos hombres se han interesado por los libros de egiptología en los últimos meses. Está también su odio por Marquina, aunque eso no nos lleva tampoco a ninguna parte, una vez Marquina ha muerto. Claro que… Espera, Gallardo…
Méndez tendió un momento ambas manos sobre la mesa. Gallardo arqueó una ceja.
– ¿Qué…?
– Su odio por Marquina… ¡Pues claro que sí! ¡Él no ha matado a Marquina!
– ¿Y qué?
– Por lo tanto no está seguro de que Marquina haya muerto. Lo único que sabe es lo que yo le he dicho. Y tiene todo el derecho a pensar que es una trampa. Que yo le he mentido porque esa mentira me sirve para meterlo en la ratonera.
Gallardo volvió a preguntar:
– ¿Y qué?
– Pues que hay una posibilidad. No una posibilidad grande, desde luego. No me jugaría por ella una cosa tan sagrada como una copa. Pero tal vez Martín quiera asegurarse de que Marquina, efectivamente, ha muerto.
Bebió de un trago el brebaje que le habían preparado, se dirigió a la barra para pagar y decidió:
– Vamos.
Se separaron ante la puerta del Studio 54, que antaño fue el Cine Español, lugar de películas de reestreno y centro cultural donde las mujeres acostumbradas a la repasada rápida aprendieron lo que es una repasada lenta. Luego el Cine Español fue el Teatro Español, el imperio de Franz Joham y sus Vieneses, el lugar favorito de una burguesía que, después de las privaciones de la posguerra, aprendía a conocer los mejores restaurantes y las mejores entrepiernas de Barcelona. Méndez, que ya entonces frecuentaba el barrio, sabía que en aquellos años el Paralelo seguía siendo, sin embargo, la tierra del hambre. El Español había pasado por diversos avatares, todos ellos de taquilla floja y acomodador que busca empleo en otro sitio, hasta que se transformó en discoteca, en grito, en contorsión, en porro y en nena que espera quedar embarazada no por un hombre, sino por un long play. Demasiada competencia, y encima desleal, pensaba Méndez. De no ser por los long play, él aún sería el terror de la zona.
Le dijo a Gallardo:
– Voy a pasar por Jefatura para que me den una fotografía de Ángel Martín. Tú vete un momento a casa de la Bo Derek, a ver si ha vuelto tu hija. Dentro de media hora nos podemos volver a encontrar aquí mismo.
– ¿Y si en ese tiempo Ángel Martín se deja caer por aquí?
– Habrá que correr ese riesgo. Tampoco puedo detenerle si no le conozco -decidió Méndez.
Tomó un taxi. Se estaba gastando una fortuna en coches durante las últimas horas, cosa absolutamente disparatada para él, porque Méndez iba a pie a todas partes. Méndez era de los que creen que el coche ha causado más víctimas que el cáncer, el infarto, la tuberculosis, la sífilis y el polvo por obligación con la mujer propia. En los últimos veinte años él había conocido a honestos ciudadanos que iban sobre ruedas a todas partes, incluso a comprar el periódico. Otros no tenían en cuenta siquiera la posibilidad de andar. Sus preguntas inevitables antes de dirigirse a algún sitio eran: «¿Se puede aparcar? ¿Se puede llegar hasta allí en coche?». Todos ellos, según comprobó Méndez en visitas a pisos y garajes, habían terminado infartados o apoplejiados, según el lenguaje del nuevo periodismo español. La larga ruta de los neumáticos y de los asientos anatómicos era una ruta de tullidos y de cadáveres en buen uso.
Le dijo al taxista:
– A Jefatura.
– ¿Es usted de la poli?
– Mientras no me echen, sí.
– Me tenía que haber quedado en casa.
Horacio aún no había terminado su turno. Medio tumbado ante la mesa, poseído por el ansia de saber, leía una revista porno en cuyas páginas centrales se veía a una obrera del textil tirándose a un capataz sobre la propia máquina. Méndez pensó que la revista no tenía nada de malo, que era al fin y al cabo un testimonio de la revolución pendiente y un anuncio de que en este país se hará algún día la justicia histórica. La justicia histórica es siempre inevitable. Lo que ocurre es que tarda.
Horacio cerró la revista y dijo:
– No imagines que soy un cachondo de sobremesa ni que me paso la vida leyendo revistas de mujeres. Yo miraba esta revista por el capataz. El capataz es un tío que está muy bueno.
Méndez le echó un vistazo.
Y dijo:
– Sí.
Se hizo un espeso silencio.
– No hace falta que me expliques a qué has venido, Méndez. Quieres más datos sobre ese tal Ángel Martín, y además quieres su foto. Sin tener su foto, ¿cómo te lo vas a follar? Bueno, pues mira: la tengo por chiripa. En Barcelona hay tantos chorizos que ya ni podemos clasificarlos por sus huellas, sus costumbres, sus filiaciones, sus cómplices, la calidad de sus comidas y el tamaño de sus pollas. Barcelona se ha convertido en el centro de la gran chorizada internacional, la chorizada inglesa, alemana, francesa, pakistaní, árabe blanca, árabe negra, greco-chipriota y turca. Yo espero que en cualquier momento se establezcan aquí también delincuentes de las minorías oprimidas como los kurdos, los albaneses de Kosovo y los socios del Deportivo Júpiter. Entre todos esos, y encima los traficantes de coca americana, que son muy espabilados y están aprendiendo catalán, el resultado es que las fichas están desordenadas, se amontonan en los pasillos y acabarán siendo compradas por los anticuarios. Pero yo soy tu amigo y te he conseguido una copia de la ficha de Ángel Martín. Míralo, aquí lo tienes. Mira qué cara de joputa.
La verdad era que no, que no tenía cara de joputa ni nada parecido. Ángel Martín ofrecía al espectador la imagen de un hombre pulcro y que podía haber aspirado, con un poco de ayuda paterna, a ser un empleado de «La Caixa». Tenía, cuando le hicieron aquella foto reglamentaria, las facciones bien afeitadas, la mirada firme, el pelo perfectamente cortado y el culo íntegro. Méndez se preguntó si habría cambiado mucho en los últimos tiempos, pero de todos modos la imagen que ahora llevaba en el bolsillo era la herramienta básica, fundamental para detenerlo.
Horacio susurró:
– También he preguntado sobre él a viejos confidentes. Sé dónde encontrarlos a estas horas. Conozco los teléfonos no de sus mujeres, sino los teléfonos de sus putas.
– ¿Y qué?
– Mira, Méndez, yo no sé si tu pájaro intentará huir de Barcelona, pero me extrañaría. En cualquier otro sitio estará en terreno desconocido. En cambio tiene buenos refugios aquí.
– ¿Dónde?
Horacio desplegó un pequeño plano de la ciudad sobre la superficie de la mesa.
– Fíjate -susurró-, mira si soy buen amigo que te los he señalado. Son estas cruces que están aquí. ¿Qué observas?
– Que todas están en el lado izquierdo de la ciudad.
– Exacto. Mira este plano de nuestra podrida y perfumada Barcelona, Méndez. Empápate de él. Trágate, con sólo mirarlo, la historia de nuestra burguesía más acreditada, la seria, la solvente, la que tenía posibles, la que nunca necesitó tirarse a la madre de un banquero para que el banquero le perdonase las deudas. Esa burguesía, ¿qué creó, Méndez?
– El modernismo, la estatua de Colón, el sindicato de banqueros, la Lliga Regionalista, el Barcelona Fútbol Club, la exposición del 88, la paella perellada, el salto del tigre y el Ensanche.
– Del Ensanche quiero hablarte, Méndez.
– ¿Qué pasa?
– Tú sabes que el Ensanche tiene dos partes, la derecha y la izquierda. La línea divisoria entre ambas ha sido discutida por geólogos, topógrafos, arquitectos y también por hombres prácticos, como agentes de la ejecutiva municipal y cobradores de seguros de entierro. Pero yo, que llevo aquí tantos centenares de años como tú, Méndez, sitúo esa divisoria en la Rambla de Cataluña, que era una rambla, como su nombre indica, o sea un curso de agua, o séase una frontera natural. La frontera india. A la derecha, mirando hacia el norte, claro, en la parte de levante, está la que fue la zona rica: en primer lugar el Paseo de Gracia, donde vivieron Casas y Rusiñol y donde fue fundada, para que nuestra burguesía sepa de dónde procede, el Arca de Noé. Es la zona de la calle Claris, de Lauria y del Bruc, donde estuvieron las mejores tribunas, los mejores vidrios emplomados, las criadas más culonas y los gatos más gordos de toda esta bendita ciudad. La parte izquierda, la de poniente, en cambio, tardó mucho más en edificarse y empezaba con un lugar tan poco distinguido como una zanja o una vía férrea, pues por la calle Balmes circulaba un tren. Más allá se encontraban edificios más bien mortuorios, como la Cárcel Modelo y el Hospital Clínico. En fin, ahora la ciudad ya ha borrado las viejas distinciones, pero hubo un tiempo, que aún se conserva en los museos y los alquileres de los inmuebles, en que la izquierda y la derecha del Ensanche significaban alguna cosa.
Méndez, que era un hombre práctico -en su lejana juventud había cobrado seguros de entierros- masculló:
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Nada y mucho. He querido situarte. Como la ciudad es muy grande y no puedes abarcarla toda, he querido demostrarte que te puedes olvidar de la antigua parte rica, la parte derecha. Concentra todos tus esfuerzos en la izquierda, la antigua parte pobre, donde ahora un palmo de tierra vale tanto dinero como un palmo de piel humana, pero no de un sitio cualquiera, sino un palmo de piel de huevo. Apunta estos lugares y estas direcciones. Son cuatro, como ves. En ellas tenía amigos Ángel Martín, y es posible que los siga teniendo.
Méndez, mientras apuntaba los datos, susurró:
– ¿Por qué todos en el lado izquierdo?
– No lo sé, pero tiene una cierta lógica. Seguro que Ángel Martín sólo se movía en uno de los lados de la ciudad, como por otra parte hacemos casi todos nosotros. Tú, Méndez, por ejemplo, apenas sales del Barrio Chino o del casco antiguo, y si te envían a otro sitio agarras la escarlatina. La mayor parte de los ciudadanos hacen siempre la misma ruta y se meten en los mismos sitios, hasta que les llega la santa hora de morir. Cuando los meten en el ataúd, puede que no hayan pisado ni la mitad de Barcelona. Es lo que te digo: Martín no se movía de un determinado sector, y ahí tiene sus amistades.
Méndez examinó el plano. De los cuatro refugios probables del fugitivo, dos estaban en el Raval, el barrio tirado, el barrio de Méndez. Otro en la calle Floridablanca, junto al antiguo territorio del Price, el viejo reino del ring, de la lucha libre, la nena cachonda y la hostia a diez asaltos, la hostia reglamentada. El último posible refugio estaba en un lugar más tranquilo, la calle Lérida. Mirando el asunto con calma, era lógico que un tipo como Martín tuviese los contactos en el lado de poniente de la ciudad. La otra parte, la derecha según el plano, no debía de tener el menor interés para él. En ese lado derecho están monumentos tan aburridos como el Parque de la Ciudadela, la dama del paraguas, el Palacio de Justicia, el Parlament de Catalunya y, desde luego, el centro de pompas fúnebres de Sancho de Ávila.
Méndez susurró:
– Creo que lo atraparé.
– Mejor para ti.
Y Horacio, dejando de prestarle atención, abrió de nuevo la revista pomo, pero por otra página. Méndez echó un vistazo y dedujo que la justicia social está cada vez más cerca, porque en una foto se veía a un cobrador de autobús tirándose a una funcionaría del servicio municipal de transportes.
– ¿Puedo telefonear?
– Pues claro, Méndez. Pero te advierto que los bares de al lado aún no funcionan. No te servirán nada.
– Llamo a la comisaría. Gracias.
Méndez no mandaba, por supuesto, en la comisaría de la calle Nueva. Hasta ahí podía llegar el declive de las instituciones públicas. Pero podía pedir favores, y de vez en cuando le hacían caso. Rogó que enviasen a un hombre armado a cada una de las cuatro direcciones, que dictó por teléfono. Si Ángel Martín, que no tenía motivos para sospechar nada, se dejaba caer por alguna de ellas, podría ser cazado como una rata.
– Paso enseguida y dejo cuatro fotos del pájaro -prometió.
Hizo unas fotocopias de la ficha, comprobó que la cara de Martín se distinguía con claridad, tomó otro taxi y dejó las fotocopias en la comisaría. Luego fue a pie hasta el local del Studio 54.
Gallardo ya estaba allí, esperando ante la puerta, pese al peligro que eso podía significar para él. Pero bastaba con mirarle para darse cuenta de que eso no le importaba. Estaba radiante, sus ojos brillaban, y mientras daba unos pasos aquí y allá movía los brazos nerviosamente, como si quisiera transmitirle sus sensaciones al aire. Méndez supo, sin necesidad de palabras, que había encontrado a su hija. Pero supo también, por lo mucho que conocía a Gallardo, que en el fondo de los ojos de éste había una pena secreta, un desgarro sentimental, el nacimiento de una etapa sucia para sustituir a una etapa limpia que ya estaba rota.
Méndez le miró de soslayo.
– Ha vuelto, ¿no?
– Sí. Estaba en casa.
– ¿Lo ves?
– No me lo acabo de creer, Méndez.
– Por un momento llegué a tener miedo, ¿sabes, Gallardo? Pero continuamente me decía a mí mismo que si la gente esperó cuarenta años a que se muriera Franco, debe de ser porque no hay que perder la esperanza.
– Otros se tendrían que morir.
– Bueno, Gallardo, olvídate de las cosas malas. Ya estás contento, ¿no?
– Contentísimo.
– Pues eso.
– Pero me cago en la puta leche, Méndez.
– ¿Por qué?
– ¿Sabe lo que ha hecho mi hija?
– No.
– Pues yo no digo que se haya metido en el catre con uno de esos melenudos que corren por ahí, porque no tiene edad. Pero con estos tiempos que corren, nunca sabes a qué edad empieza una chica. Ahora todo está malbaratado, aunque digo eso en la cárcel y me contestan que soy un presidiario de derechas. Pero es que es verdad, Méndez, es verdad. Hay en la celda un antiguo profesor de catalán que me lo dice:noi, ahora todo está hecho mal bien. Todo está hecho un asco. Miras a tu hija, piensas que es una niña y resulta que ya folla.
– No será para tanto, hombre.
– No, si yo no digo eso. Pero lo que es verdad es que se escapó de casa. Se fue con unos chavales que iban a formar una orquesta y a hacerla a ella vedette. Que la iban a enseñar a tocar no sé qué. A soplar la flauta, eso es lo que pensaban enseñarle, Méndez. Menos mal que ella se dio cuenta a tiempo y la cosa ha quedado ahí. Pero si encuentro a uno de esos melenudos, aunque sólo sea uno, le meto la batería por un sitio que yo sé. Y juro que le va a caber; con un poco de saliva y paciencia, le cabe. Juro que lo mato.
– Definitivamente, Gallardo, eres un presidiario de derechas.
– Pues entonces cada cosa en su sitio. Es que las derechas deben tener razón, Méndez.
– Al menos, los pocos periodistas que conozco juran por su madre que dan de cenar mejor.
– Bien, Méndez… Ahora ya estoy más tranquilo, ¿sabe? Más tranquilo… ¿Quiere que volvamos a la Modelo?
Méndez iba a decir que sí. Era lo más prudente.
Pero de pronto achicó los ojos. Su cuerpo se arqueó un poco, su cara se contrajo. Con voz que era apenas un soplo murmuró:
– Un momento. Me parece que vamos a tener trabajo, Gallardo.
– ¿Por qué?
– Porque me parece que ahí está Ángel Martín. Ese malparido ha venido a oler la corona del muerto.