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En efecto, lo estaba viendo en la esquina memorable que da a la calle de las Tapias. Un hombre que se parecía enormemente a Ángel Martín acababa de bajar de un taxi y se dirigía a pie hacia otra esquina memorable, la que forman el Teatro Arnau, la calle Nueva y el Paralelo, o sea un enclave cultural que seguramente ya era conocido en los tiempos de Roma. Ángel Martín, si era él, no les había distinguido aún ni seguramente sospechaba que le pudieran estar esperando. Iba con paso ágil hacia la casa -un puesto de periódicos, un cine, un bar y una putilla que regresaba sin esperanza- en la que había vivido Marquina.
Por la mente de Méndez pasó como un rayo la única verdad posible: va a ver si nota algún movimiento anormal, algo que revele el hallazgo de un muerto. Estará un par de minutos, oteará el ambiente y se marchará. Pero no resiste la tentación de saber si todo es cierto, si Marquina la ha espichado como merecía desde que nació. Ángel Martín sabe que no podrá ver al muerto, pero al menos quiere saber que existe, quiere olerlo.
Muy bien. Sólo dos minutos. Quizá tres. Pero él no le daría tiempo para que se largase. De modo que Méndez avanzó con la seguridad del hombre que tiene el caso resuelto.
Mal hecho.
Ángel Martín notó que alguien venía en línea recta hacia él. Se volvió a toda rapidez mientras Méndez sacaba su colt, aquella especie de cañón del acorazadoMissouri. Mientras tendía ambos brazos sujetando el arma, gritó:
– ¡Alto! ¡Alto o disparo! ¡Policía!
Ángel Martín dio un simiesco salto de costado.
Echó a correr.
Méndez flexionó un poco las piernas.
Se sentía joven.
Yul Brinner.
O quizá no tan joven.
Clint Eastwood.
O quién sabe si maduro en buen uso.
John Wayne.
O cascado pero útil.
Kojac.
Méndez no quiso seguir pensando. El no lo confesaría jamás, pero parte de su cultura había sido criada en los cines de barrio, entre héroes que eran humo y de tarde que se acaba, pero que a pesar de todo se le habían metido dentro y le habían enseñado a vivir. Quiso también dar un salto de costado. Volvió a gritar:
– ¡Policía!
Todo el mundo se quedó quieto menos Ángel Martín. Este corrió hacia el centro del Paralelo como un loco, sin darse cuenta de que se equivocaba también, porque en el centro del Paralelo ofrecía más blanco. Méndez dio otro salto y las piernas no le respondieron bien. Leches. A ver si iba a resultar que, después de tantos sueños de platea, no llegaba ni a Kojac. Comprendió que Martín podía escapársele y tiró a dar.
No le importaba matarle. Sabía que iba a tener un lío, pero a Méndez no le importaban los líos en este momento. Ni los reglamentos. Ni las órdenes. Ni la madre que parió a la ley. Méndez, ante los tipos como Martín, volvía a ser el de los buenos tiempos, cuando la policía, después de disparar, no tenía más preocupación que la de rezar por los muertos. O cuando la policía decía que tiraba al aire y siempre le daba a alguien, porque al parecer la gente volaba. Ningún sesudo informe oficial consiguió jamás demostrar lo contrario.
Méndez no iba a perdonar al asesino de una chiquilla, sabiendo que, si lo perdonaba, saldría con permiso de fin de semana tres años después. Por lo tanto gritó:
– ¡Toma, cabrón!
James Cagney.
Falló. La Colt tenía un retroceso brutal, y por eso le habían pedido que la cambiase. «Ahora bien -pensaba Méndez-, fallaré todos los disparos, pero si le doy uno le jodo.» La bala rebotó en el asfalto, pues intencionadamente él había apuntado bajo. Ángel Martín, pese a no haber sido alcanzado, se detuvo en seco mientras aullaba:
– ¡Méndez, quiero hablar con usted!
– ¡Pues acércate con los brazos en alto y hablaremos, malparido!
– ¡Una condición!
– ¿Cuál?
– ¡Luego me dejará libre!
Méndez escupió de costado. ¿Libre? A la mierda con él. Un tipo como Martín no merecía un trato. De modo que gritó:
– ¡No hay ningún acuerdo! ¡Las manos en alto!
Sólo por el tono de voz, Martín comprendió que acababa de oír algo parecido a una sentencia. Además, estaba tan sorprendido que había perdido los nervios por completo. Lanzó un gritito casi femenino y echó otra vez a correr.
Méndez fue a disparar de nuevo. Pero ahora había gente en la calle. Había caras embobadas, ojos expectantes al otro lado del Paralelo, junto a la fábrica de electricidad. Niños que iban a la escuela, matronas que iban al mercado. Méndez no podía estar seguro de que la bala, aun atravesando el cuerpo de Martín, no hiriese a alguien.
De modo que gritó:
– ¡Alto o te mato!
Pero sabía que no le iba a matar. Méndez, pese a las enseñanzas de la vieja escuela, era incapaz de poner en peligro la vida de un inocente. Por eso, en los tiempos de gloria, se le habían escapado tantos rojos y por eso España había acabado tan mal. Con el arma todavía en la derecha, se puso a correr a toda la velocidad que le permitían sus piernas, una loca velocidad de seis por hora en plan de total desenfreno. Sus meniscos empezaron a chirriar siniestramente.
– ¡Alto!
La voz de Gallardo gritó a su espalda:
– ¡Voy a por él!
Gallardo sí que corría. Era un auténtico ciclón, y además le dominaba el odio. Pasó a toda velocidad junto a Méndez, llevando en la derecha una navaja cabritera.
Podía atrapar a Ángel Martín. Después de todo, éste no parecía un hombre fuerte. No corría con agilidad. Méndez empezó a buscar alguna excusa legal para disculpar a Gallardo, cuando éste alcanzase a Martín y le abriera un tajo en el vientre.
Pero Gallardo no lo alcanzó. Una mujer que conducía un Ford se había detenido asustada al oír el disparo. Posiblemente no quería dar la sensación de que huía. Frenó, y cuando quiso darse cuenta de lo que ocurría ya tenía a Ángel Martín encima. Éste abrió la portezuela y sacó a la mujer de un brutal tirón, haciéndola rodar por el asfalto.
La mujer lanzó un chillido histérico.
Pero ya era demasiado tarde.
El coche arrancó como una bala. Méndez no entendía demasiado de marcas, pero leía los anuncios: «De cero a cien en ocho segundos», y todo eso. Con lo bien que se debía de ir en silla de manos, con un cabrón delante y otro detrás, decía siempre Méndez. Claro que una silla de manos tampoco hubiera podido atraparla, si los dos cabrones eran rápidos. Olvidó el peligro de herir a alguien y disparó otra vez.
Lo hizo a las ruedas. Estuvo a punto de acertar, porque la bala se empotró en el tapacubos con un brusco sonido de campana. Pero ya no pudo volver a apretar el gatillo porque el coche se desvió instantáneamente a la derecha, metiéndose en una de las calles que llevan a la falda de Montjuïc. Fue como un soplo, si bien Méndez, habituado -por necesidad cristiana- a observar las piernas de las mujeres aunque fuera a distancia, pudo leer la matrícula. Buena vista aún tenía.
Era un 9858-GM, matrícula de Barcelona. Un coche antiguo.
Corrió al bar más cercano, lanzando resoplidos. Al verle entrar con la pistola, el camarero pegó un brinco. Méndez ni siquiera le miró, y fue al teléfono que estaba detrás de la barra. Él nunca llevaba móvil.
Llamó directamente al 091. Dio la descripción completa del coche -marca, color, matrícula- la dirección que llevaba -calle, barrio, velocidad- y los datos de la dueña -color del pelo, edad aproximada y volumen de caderas.
Gallardo llegó junto a él.
– No lo atraparán, Méndez.
– ¿Por qué no?
– Le diré lo que yo haría: dejar ese coche robado en el aparcamiento más cercano y seguir a pie un trecho, hasta tomar un taxi y largarme a la otra punta de la ciudad. Encontrarán el cacharro, pero no al tipo que iba dentro.
Méndez ahogó una maldición.
También él había pensado eso, pero le molestaba decirlo.
– Hay otras posibilidades -gruñó.
– ¿Cuáles?
– Mis compañeros pueden atraparle después de activas pesquisas por las calles de la ciudad.
– Pero ¿qué dice? ¡Si ni siquiera me han atrapado a mí!
– De todos modos, Ángel Martín sabe que le resultará demasiado arriesgado huir de Barcelona.
– Eso es cierto.
– Y como tendrá que ocultarse en algún sitio, irá a alguno de los cuatro refugios que tenemos fichados. Allí será donde caiga con las cuatro patas.
– También puede ser cierto, Méndez.
– Pero no esperaré cruzado de brazos a que aparezca por allí. Visitaré esos cuatro sitios. Sabré qué clase de gente vive en ellos. Haré hablar a quien sea.
– Espera que le den nuevos datos sobre Martín, ¿no?
Méndez no se molestó ni en afirmar. Dijo:
– Vamos.
El primer sitio elegido fue la calle Lérida. Era un lugar privilegiado en una Barcelona que ya no existe, lugar de buenas vistas, mucha luz, perfectas comunicaciones y casas de alquiler antiguo. Teniendo además casi enfrente un colegio municipal con solera y un poco más allá los jardines de la Exposición, con flores, pájaros y nenas, muchas nenas prometiéndole al novio que se dejarán meter mano el año que viene. Sólo faltaba, pensaba Méndez, que encima esas casas tuviesen una portera cuarentona, en buen uso y que se pusiera cachonda leyendo los relatos de Pauline Reage y de Pierre Louys. Pero las casas pertenecían a una Barcelona de los años veinte o treinta, es decir, una Barcelona que no rinde dividendos y por lo tanto está condenada a morir.
Un tipo con aspecto de mendigo ejercía una discreta vigilancia cerca de la puerta. En la comisaría del Barrio Chino -el sitio donde menos diferencia física hay entre un mendigo y un policía de plantilla- le habían hecho caso a Méndez. Si Ángel Martín se acercaba por allí, caería.
Pero la mujer que recibió a Méndez no parecía la clásica tía que tiene relaciones con un indeseable. La tradición quiere que los indeseables sean gente afortunada y se relacionen con tías pechugonas, viciosas, dispuestas a dejarles dinero y encima con un trasero que no cabe en una silla. Pero la que recibió a Méndez no era así. Correspondía no a las tradiciones de la novela y el cine, sino a las de la Seguridad Social. Iba vestida con una bata medio rota, tendría cerca de ochenta años, olía mal y a sus espaldas se abría un universo de muebles rotos, paredes desconchadas, bombillas fundidas y platos lamidos por un ejército de gatos. Miró a Méndez como si éste fuese una sagrada aparición.
– Usted -dijo- es de los míos.
– ¿Por qué?
– No hay más que verle. Usted también debe de cobrar una pensión antigua.
– Poco me falta ya, señora. Pero si piden informes arriba, a Madrid, a los que mandan, a lo mejor ni eso me pagan. -Mostró su placa junto a la fotografía de Ángel Martín-. ¿Conoce a este hombre?
Los ojos de la anciana se humedecieron.
– ¿Cómo no? Es Angelito.
– La madre que lo parió.
– ¿Qué ha dicho?
– Nada, nada… ¿De qué lo conoce?
– ¿Y cómo no lo voy a conocer? Salió un tiempo con mi hija, la Conchi. Ella hace dos años que murió. Méndez dijo:
– Lo siento.
La soledad tiene un olor, la miseria tiene un olor, la desesperanza y la luz de las ventanas cerradas lo tienen también. Todos esos olores estaban acechando allí, en el fondo de la casa, envolvían a la anciana y se combinaban entre ellos para crear una nueva fetidez, que era la del olvido. Méndez decidió en aquel momento, ya en aquel momento, que no molestaría a la vieja.
– Lo siento -repitió-. ¿Hace tiempo que Angelito no viene por aquí?
– Sí… Hace bastante tiempo. Pero, oiga… ¿qué pasa? ¿Se ha metido en algún lío?
– Nada de importancia, no se preocupe. Oiga, ¿usted sabe dónde vivía últimamente?
– No. Desde que murió Conchi, apenas he tenido contacto con él, pero si alguna vez me ha pedido para dormir aquí, fuera por lo que fuera, yo le he dejado una cama.
– Puede que ahora también venga. No sé… ¿Tiene usted teléfono?
– ¿Cómo voy a tenerlo si no lo puedo pagar?
– ¿Le da los recados alguna vecina que lo tenga?
– No me hablo con ninguna vecina. Todas dicen que mis gatos huelen mal. Ellas sí que huelen cuando vienen de por ahí, de hacer el pendón. Ellas.
«Mejor, pensó Méndez, así ese hijo de perra no podrá llamarla preguntando si ha venido alguien. Puede que se fíe, venga por aquí y caiga.»
Dulcificó su voz.
– Su hija, la pobre Conchi, ¿tenía amigas, señora? ¿Amigas que Angelito conociera también?
– Sí. La Lourdes.
– ¿Quién es la Lourdes?
– No me haga hablar mal.
– ¿Tuvieron algún problema?
– No me haga hablar de la soplapollas esa.
– ¿Qué pasó?
– Pues que por poco se queda ella con Angelito. Se encaprichó y, hala. Porque Conchi era muy buena y muy confiada, pero lo que hacía esa lagarta no tiene nombre. Cada vez que venía aquí, y eso estando la Conchi, se sentaba delante de Angelito y dejaba que la falda se le subiera hasta la boca, usted ya me entiende. Como no podía presumir de nada más, presumía de piernas, la muy asquerosa. A veces pienso, o pensaba, usted ya me entiende, que era mejor que la Conchi no se casase, porque aquel putón le hubiera buscado la ruina.
Méndez hizo un gesto afirmativo.
Y el muy mamón tenía una cara casi dulce.
– ¿Y usted, señora, sabe dónde vive ahora la Lourdes? -le preguntó.
– Pues claro que sí. Hasta tuvo la cara, cuando Conchi vivía, de invitarme a la inauguración del bar.
– ¿Qué bar?
– Uno de tapadillo que tiene en la calle Verdi, en la parte baja. No crea que engaña a nadie. Tiene una barra oscura, unas botellas, dos reservados y unas chicas que van sin ropa.
– ¿Cómo se llama el bar?
– La Ropita.
Méndez susurró:
– Pues vaya.
Ni conocía el bar ni conocía la zona, porque aquellas eran tierras lejanísimas que sólo pisaban -se decía Méndez- los que estaban decididos a emigrar del país. Cuando uno se alejaba tanto del corazón de la ciudad, tenía que estar dispuesto a que le ocurriera cualquier cosa. A pesar de ello, un incansable Méndez -quien de todos modos ya empezaba a arrastrar los pies- atravesó las calles estrechas y menestrales de Gracia, desfiló ante las pequeñas mercerías, los colmados donde la gente aún se acordaba de los precios del año 36, los bares de familia y las carpinterías con el nombre del abuelo todavía en la puerta. El barrio de Gracia le gustaba porque tenía carácter e historia y porque era un pedazo de la Barcelona que se niega a morir, pero un sitio tan alejado de las Ramblas le producía una razonable desconfianza. Quién sabe si en sitios tan poco explorados habría enfermedades desconocidas y todo. Aun así, jugándose la vida, llegó a la calle Verdi, donde parecían estar ya las últimas fronteras del barrio. Encontró el bar La Ropita, encontró unas luces mortuorias, unas mesas puestas patas arriba, un olor a tabaco pasado por el recto y unas mujeres que estaban fregando.
Claro, no era la hora para meterse en un sitio así. Por descontado que el bar sólo debía de abrir a partir de las seis o las siete de la tarde, pero detrás de la barra, repasando facturas, había una mujer joven que podía perfectamente ser la dueña.
Méndez dejó que su placa se posara delicadamente sobre la barra. Ella le miró con una mueca de asco.
– Normalmente los que quieren que los invite vienen más tarde -susurró.
– No he venido a mamar.
– ¿Pues a qué?
– Usted se llama Lourdes, supongo.
– Sí.
– Busco a Ángel Martín.
La mujer tensó un poco el cuerpo, dejó a un lado las facturas y puso ambas manos sobre la barra. La penumbra no permitía a Méndez distinguir el color de su piel, pero hubiese jurado que estaba pálida. Y los dedos largos, rapaces, de uñas afiladas, temblaban sobre la madera.
Hubo un momento de tenso silencio, un momento que Méndez aprovechó para hacerle con la cabeza una señal a Gallardo, que aguardaba junto a la puerta. Gallardo entró, atravesó el local, procurando no pisar las partes mojadas, y se dirigió a las habitaciones del fondo.
Lourdes se puso aún más tensa.
– ¿Quién es ése?
– Un compañero. Va a registrar esto, sobre todo los reservados. De modo que si tiene a alguien allí, por ejemplo a una novicia y un chambelán, más vale que me lo diga ahora.
– No… No hay nadie. Pero para entrar en este sitio necesita una orden judicial, y usted lo sabe.
– Puede que no lo sepa -susurró Méndez-, o puede que la orden judicial no haga tanta falta como usted cree, o puede que usted no se haya dado cuenta de que Ángel Martín se ha metido en un asunto feo y a usted le conviene colaborar. Por lo tanto, si Ángel Martín pretende refugiarse aquí, más vale que usted me lo diga.
Méndez esperaba una respuesta negativa:«No se moleste, no va a venir». Dilatoria: «De acuerdo, si se deja caer por aquí soy capaz hasta de avisar a la pasma». O una respuesta académica, muy de acuerdo con el lugar y con la cultura urbana: «Le avisaré a usted si me pasa por el higo». Pero tuvo una buena sorpresa cuando ella le dijo:
– Ángel Martín ha pasado ya por aquí.
– ¿Quéeee?
– Sí. Apenas he abierto para las mujeres de la limpieza. No necesito decirle que me he llevado una buena sorpresa.
– Cuerno, y yo también. No esperaba que… En fin, ¿qué es lo que quería?
– Pedir que le escondiese.
– ¿Y usted qué le ha dicho?
– ¿Qué quiere que le diga? ¿Qué iba a decirle? ¿Que éste es un buen sitio? ¿Que iba a meterle en un reservado para que lo vieran las chicas? ¿Y luego qué pasaría? A esas guarras la boca no les sirve más que para hablar. Y los clientes también se enterarían. Incluso los polis que se dejan caer por aquí de vez en cuando. Menudos son.
– Por lo tanto se ha ido…
– Sí.
– ¿Le ha dicho adonde?
– Qué coño me va a decir.
Lourdes fue a un extremo de la barra, tomó una botella con un líquido transparente y se sirvió una copita.
– Oiga -dijo-, ahora que me acuerdo. Usted, a lo mejor, se llama Méndez.
– Sí. ¿Por qué?
– También es desgracia. Y encima de la bofia.
– Dígame qué le ha contado de mí ese cabrito.
– Poca cosa. Sólo que un hombre llamado Méndez le perseguía, pero que quería hablar con usted.
– Pues no es tan difícil. Me puede encontrar.
– Supongo que no quería decir eso. Vamos, pienso yo. Supongo que si hablaba con usted era para contarle algo, pero antes tenían que llegar a un acuerdo.
– Con esa clase de tipos no hay acuerdo.
Lourdes hizo un leve gesto de resignación. Limpió con desgana la copa.
– De todos modos, ¿sabe qué le digo? A mí Ángel ya no me importa nada. Que le den. Cuando yo le eché un cable, porque mire que se los eché, él se quedó con otra. Pues que se vaya a la mierda. Repito: que le den. Pero él aún confía en mí, ¿sabe? Él aún piensa que voy a sacarle de un lío.
– Y usted no va a hacerlo.
– ¿Yo…?
– Entonces dígame adonde ha podido ir. Deme cualquier detalle. Todo puede tener importancia, ¿sabe? Lo que sea.
Lourdes movió la cabeza y se echó el pelo para atrás. No cabía duda: había sido guapa. Pero Méndez la miró de soslayo, con la mayor indiferencia para todo lo que había sido y ya empezaba a no ser. Gruñó:
– ¿Qué? ¿No le ha dicho nada?
– Nada. Cuando se ha dado cuenta de que yo no iba a ayudarle, ha dejado de confiar en mí. Solamente ha repetido que tenía interés en decirle algo, pero a cambio de llegar a un acuerdo con usted.
– Pues va listo.
– ¿De veras no quiere una copa, Méndez?
– No.
– Voy a decirle algo más -susurró Lourdes, apuntándole con el dedo-, y voy a decírselo para que me deje en paz. Yo creo que Ángel tenía miedo de que usted acabara encontrando esto, porque al final ha dicho: «Ese cabrón es capaz de encontrar el bar». Lo de cabrón lo ha dicho él, oiga, no yo. O sea que al final se ha ido. Pero yo creo que estaba majareta. Vamos, que estaba loco.
– ¿Por qué piensa eso?
Lourdes vació, antes de contestar, la nueva copa que se había servido. Luego preguntó:
– ¿Es que cree que lo que hizo él lo haría alguien que no estuviese majareta?
– ¿Qué hizo?
Ella señaló el fondo del local. Era el único punto relativamente bien iluminado, de modo que se distinguía con cierta claridad lo que Lourdes estaba señalando. Era la reproducción de un cuadro que podía considerarse erótico, aunque con ese erotismo bendecido por la cultura que tienen las reproducciones de los cuadros antiguos. La cultura, pensaba Méndez, y el convencimiento general de que las mujeres que sirvieron de modelo ya no están en buen uso. Él no entendía apenas nada de pintura, y lo máximo que había llegado a aprender -hablando claro- era que las mujeres de Rubens estaban para darles un mordisco y las del Greco estaban para darles una limosna. Pero en sus largas noches de guardia, mientras leía a Henry Miller y a Pieyre de Mandiargues, había hecho algún descanso para hojear libros de arte, con la secreta esperanza de encontrar la reproducción de algún polvo ducal, o mejor, de alguna orgía eclesiástica. Sus recuerdos le aproximaron, por tanto, al nombre del cuadro que ahora tenía delante; le susurraron que era el famosoBaño de Diana, de Boucher, en el que se ve a una estupenda dama desnuda y sentada, con la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, mientras otra dama, ésta en cuclillas, le mira los pies, quizá como preparación para acabar mirándole otra cosa. Pero había algo en aquel cuadro, en aquella reproducción barata, que llamó la atención de Méndez. No supo precisar bien qué era hasta que la propia Lourdes se lo dijo. Moviendo las caderas con una cadencia fatigada, de mujer que quiere dejar el oficio, susurró:
– ¿Usted cree que no hace falta estar loco? ¿Para qué tenía que emborronar el cuadro antes de irse? ¿Por qué a la mujer que está sentada, o sea la más cachonda, la que se ve mejor, le tenía que alargar con un bolígrafo el dedo de un pie? ¿Por qué el dedo que está al lado del pulgar lo tenía que dibujar de nuevo, alargándolo de esa manera, como si tuviera medio metro?
Méndez no supo qué contestar.
La verdad era que él tampoco entendía nada.
Pero se le había secado la garganta. Con un hilo de voz, mientras miraba el cuadro de nuevo, preguntó:
– La verdad es que no tiene sentido. Pero, maldita sea… ¿y si lo tuviese?
Lourdes dijo con desgana:
– Usted también está majara. Definitivamente, le serviré una copa.