173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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13 EL HOMBRE QUE ADELANTÓ EL PIE IZQUIERDO

Gallardo volvió de las habitaciones interiores muy poco después.

– Nada, Méndez -masculló.

– ¿Ningún hombre ha estado allí?

– Ninguno y todos. Por esas paredes ha pasado un regimiento.

– Entonces no nos sirve. Hemos llegado tarde, ¿sabes, Gallardo? Tarde por muy poco. Hale, vamonos.

Estaba ya casi en la puerta cuando se volvió de nuevo hacia Lourdes, que seguía empeñada en servirle una copa.

– Supongo que de verdad no quiere encubrir a Ángel Martín -le dijo.

– Qué coño voy a querer.

– Entonces dígame si él ha soltado alguna palabra, algún dato. El tendría otros amigos en Barcelona. Dígame si tiene idea de adonde ha podido ir.

– ¿Cómo quiere que tenga idea, Méndez? Poco ha faltado para que lo echase, de modo que él no iba a decirle nada a una mujer que se ha puesto en el plan que me he puesto yo. Y ahora lárguese usted también y vuelva a su cueva. Pero si alguna vez, puestos en otro plan, quiere olvidarse de las preocupaciones y pasar un buen rato, dese una vuelta por aquí. A partir de las seis de la tarde suelen venir unas cuantas chicas que están muy bien. Delgaditas y todo eso, pero con el material puesto en su sitio. Y hasta viene alguna casada cachonda que dice que tiene el marido impotente.

– Yo preferiría al marido -dijo Méndez.

– A lo mejor sí.

– No me ponga usted en la tentación. Puestos a pasar la tarde hablando, prefiero el tío que la tía.

– De todos modos, dese una vuelta por aquí. Las delgaditas le gustarán. Y ya sabe que tiene la bebida gratis.

Méndez negó con la cabeza.

– No son mi tipo -declaró-. En cuestión de mujeres, yo tengo gustos primitivos y bastardos. Lo que de verdad me excita es una tía con una buena grupa limpiando una escalera.

– ¿La atacaría usted?

– No, porque antes tendría que subir la escalera. Desde la más tierna infancia, porque yo he sido un hombre de gustos constantes y grandes fidelidades, me han hechizado las mujeres enlutadas, con mantilla y peineta y con unos buenos kilos que llevar a la iglesia más próxima. ¿Usted sabe aquella anécdota que se cuenta de Francesc Pujols?

– ¿Quién era Francesc Pujols?

– Una especie de pensador que creía en los valores eternos de Cataluña. Fue el que le dijo a Dalí que los catalanes, por el mero hecho de serlo, lo tendrían un día todo pagado. Dalí lo contaba muy gráficamente: «¿Vosté és cátala? Dones no es preocupi. Tot pagat». Pues bien, a Francesc Pujols también le gustaban gordas. Supongo que, en secreto soñaba, como todos los hombres del país, en una mujer a la que hubiera que transportar en carretilla. Bueno, pues una vez se encontró con una casada muy guapa y llenita que se quería adelgazar a toda costa. «¿Está decidida?», le preguntó Francesc Pujols. «Pues claro que sí. Completamente decidida.» «En ese caso -le dijo él-, antes de adelgazarse acuérdese de mí.»

– Se puede ir al infierno con sus obsesiones, Méndez. No lo sé… Pero se me ocurre pensar en Pedro Villano.

– ¿Quién es Pedro Villano?

– Un fotógrafo de modas. Hace publicidad, pero casi siempre trabaja para modistos y todo eso. Ángel Martín había trabajado a veces como modelo para él, porque antes tenía un buen tipo. Y se hicieron muy amigos. Si quiere probar, con eso no pierde nada.

Méndez hizo un gesto afirmativo.

– ¿Dónde puedo encontrar a Pedro Villano? -preguntó.

– Tiene su estudio en Padre Claret, muy cerca del Hospital de San Pablo. Ya lo encontrará.

Méndez no hizo ninguna pregunta más.

Salió.

Pedro Villano tenía en una planta baja un estudio sin personalidad, sin carácter, sin alma. Lo mismo podía haber tenido allí un almacén de artículos para motorista o de rodamientos a bolas. Pero Méndez se dio cuenta de que había acertado cuando Villano, un penoso marica viejo, barbotó:

– Sí… Angelito ha estado aquí.

– ¿Aquí? ¿Le ha pedido refugio?

– No, le juro que no. Tampoco se lo hubiese dado. Sé que está metido en un lío.

– ¿Pues entonces qué puñeta quería?

– Mire… Angelito está loco.

– ¿Por qué dice que está loco?

– Por lo que me ha pedido.

– ¿Y qué le ha pedido, maldita sea?

Villano tembló. Estaba tan nervioso que hasta se le desajustaba la dentadura postiza. Mientras señalaba la puerta de su laboratorio, musitó:

– Usted me ha dicho que se llama Méndez.

– No es que me sienta especialmente orgulloso, pero en efecto me llamo así. ¿Qué pasa?

– Angelito estaba muy asustado. Había perdido el control de los nervios, ¿sabe? El control. Todo el control. Estaba convencido de que usted daría con él.

– Pues claro que daré con él. Hasta ahora, todo ha dependido de unos minutos. Puede decirse que le ha salvado la campana.

– Bueno, pues por eso quiere hablarle… Pero pide un acuerdo, un pacto.

– Y una leche.

– Yo conozco a Angelito, señor Méndez. Lo conozco bien. Por eso sé que no mentía cuando me ha dicho que usted no sabe nada. Que va a ciegas. Que no está enterado de nada, coño, de nada.

Méndez arqueó una ceja.

– ¿Por eso quiere hablarme? -barbotó.

– Sí. Quiere darle una información.

– ¿A cambio de qué?

– De un pacto.

– He oído la palabra «pacto» demasiadas veces -masculló Méndez-. Y para eso sólo hay una respuesta que darle a Ángel Martín. La respuesta la ha pronunciado una mujer que le conoce perfectamente.

– ¿Sí? ¿Y qué ha dicho?

– Que le den.

Por muchos y variados motivos -todos ellos culturales- la expresión «que le den» podía interesar a un tipo como Pedro Villano. Pero en lugar de mostrar interés, hizo un gesto de desaliento.

– Usted se lo pierde, Méndez.

– Bueno, no he venido aquí a perder el tiempo ni a hacerme una foto -masculló Méndez-. Antes me ha dicho que Ángel Martín tiene que estar loco. ¿Por qué?

– Pues por una razón, Méndez. ¿Sabe a qué ha venido aquí?

– ¿A qué?

– En primer lugar, quería saber si aún trabaja un cierto falsificador de pasaportes al que yo conozco.

– Eso no es estar majara, sino todo lo contrario -dijo Méndez con voz espesa-. Haría lo mismo cualquiera que intentase pasar de matute la frontera.

– Bueno… Supongo que es eso lo que pretende. Yo no me dedico a esa clase de fotos bastardas, baratas, utilitarias, industriales y que parecen sacadas por un guardia jurado. Es decir, yo no hago fotos de pasaporte ni de documentos de identidad. Pero Angelito me ha pedido que le sacara tres, para poder elegir. Una con bigote y gafas y dos C0I1 barba. Por mi trabajo de publicidad, yo tengo aquí toda clase de postizos.

– ¿Se las ha hecho?

– Sí.

– ¿Tiene los negativos?

– No. Angelito los ha quemado.

Méndez sintió deseos de escupir.

– Maldita sea la madre que lo parió. No ha querido que nadie pudiera sacar una copia de la foto falsa que va a utilizar para el pasaporte falso, Pero eso no indica que esté loco, ni mucho menos. Al contrario, el muy hijo de perra ha sabido exactamente qué era lo que tenía que hacer.

– No tanto, Méndez. Ha cometido una auténtica insensatez.

– ¿Cuál?

– Se ha hecho una fotografía que no tiene ningún sentido. Y de ésa no ha destruido el negativo. Mire. Puede decirse que acabo de revelarla.

Entró en el taller y al cabo de unos minutos salió con una ampliación. Se la entregó a Méndez, cuyos dedos temblaban levemente porque volvía a dominarle la sensación que ya le había dominado otras veces desde que aquel maldito asunto empezó: la sensación de que no entendía nada.

En efecto, lo que ahora le ofrecía Pedro Villano -como herencia o como donativo de Angelito Martín- era lo más increíble y absurdo que pudiera imaginar. Ángel Martín se había hecho retratar de frente y de cuerpo entero. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Miraba hacia adelante, sin expresión alguna. Tenía la pierna izquierda ligeramente adelantada, como si fuese a echar a andar.

Pero no iba a hacerlo. Su posición era rígida, hierática. Parecía una estatua.

Y eso era todo.

– Absurdo -balbució Méndez.

Y Pedro Villano contestó:

– Claro que es absurdo. Por eso digo que se ha vuelto loco.

– ¿No le explicó… por qué quería retratarse así?

– No. Sólo me pidió que lo hiciera y no destruyese esa foto. Apenas pronunció media docena de palabras, ¿sabe? Luego se fue.

– ¿Adonde?

Pedro Villano se encogió de hombros.

– Supongo que quería que le falsificaran un pasaporte -dijo-. Tratará de pasar varias fronteras, digo yo.

– Tiene razón… -reconoció pensativamente Méndez-. ¿Y dónde vive el falsificador al que usted cree que ha ido a buscar?

– Es también un fotógrafo… Pero hace auténticas maravillas, ¿sabe? Maravillas. Tiene un pequeño estudio en la Ronda de San Pablo, un estudio de ésos con dos butacas y unas cortinas, una porquería de las que sólo sirven para retratar a recién casados que se miran con ojos de pez. O primeras comuniones de niños gordinflones y con cara de pedo. O fotos de familia de esas que se hacen cuando un primo se va a trabajar a Teruel. Ahí ha hecho algunas falsificaciones buenas, porque de lo contrario se moriría de hambre. Incluso falsificaciones para etarras, diría yo. Pero el refugio de artista lo tiene en un cuartito, una especie de ático en la calle Mallorca 255. Y ahora oiga, señor Méndez… Yo le he dado toda clase de información. He colaborado. Quiero su promesa de que no me acusarán nunca de ser encubridor de un tipo como Martín. No consentiré que me mezclen con esa basura.

Méndez cabeceó afirmativamente. Después de todo, no le importaba dejar a aquel tipejo en paz. Fue a decir algo para tranquilizarle antes de salir, pero de pronto oyó a su espalda la voz de Gallardo. Una voz que ya sonaba junto a la puerta:

– Le invitaremos a su entierro, amigo. Tendrá una primera fila como para chuparse los dedos. Siento que no pueda venir con nosotros.

– ¿Sentirlo? -preguntó Pedro Villano, enrojeciendo-. ¿Por qué?

– Pues porque podría hacer un gran trabajo, ¿sabe? Podría sacar una foto estupenda del muerto. Sacarlo con la boca tiesa.