173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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14 LA NAVAJA

– Es curioso -murmuró Méndez-, seguimos estando en la parte derecha de la ciudad.

– Si fuésemos a la Ronda de San Pablo estaríamos en la parte izquierda.

– Cierto, pero no creo que encontrásemos nada allí. Eso de la parte derecha y la parte izquierda de Barcelona es pura casualidad, pura chiripa, pura obsesión de funcionario del catastro -declaró Méndez-. Si me pongo a mirar el mapa de la ciudad, en efecto, resulta que ese cabrón de Martín tenía todos los refugios posibles en el lado izquierdo, o sea el lado de poniente, y sin embargo no se ha movido del lado derecho, o sea el lado de levante. Pero todo tiene una lógica: resulta que en el lado derecho también había personas con posibilidades de ayudarle. Y además a mí que no me vengan con planos de la ciudad, Gallardo: eso déjalo para los alcaldes democráticos, que han aprendido las reglas de la especulación leyendo las obras completas que dejaron escritas los alcaldes franquistas. Para mí, la ciudad termina en el viejo recinto amurallado, que si de mí dependiera volvería a amurallarse otra vez. Así no podrían entrar los coches, los guardias urbanos ni los inspectores del fisco. Las murallas, con puente levadizo y todo, permitirían seleccionar a una población intramuros que estaría absolutamente dedicada al bien público y que se compondría de taberneros, putas, fabricantes de licores a granel, encendedores de farolas de gas, poetas en estado terminal y compañías de arte dramático que se dedicarían a pedir subvenciones desde lo alto de las almenas. Toda esta ciudad que estamos pisando, la de los semáforos y los aparcamientos, me horroriza y me produce vértigo. Pero, en fin, ya estamos en la calle Mallorca.

Declamada esta profesión de fe, Méndez estaba regresando velozmente a la sórdida realidad del día. Tenía destrozados los pies, le vencía el sueño, le dolían los riñones y los delicadísimos tejidos de su estómago empezaban a reclamarle alimentos de régimen. Necesitaba con urgencia sardinas a la cazuela, pimientos de Padrón, sanfainas estallantes de color y de jugos vecinales, croquetas de aves a extinguir, protegidas por ICONA, y ensaladillas rusas cocinadas con amor y bien sedimentadas, es decir, anteriores a la perestroika. Todo esto regado con prioratos, cariñenas, gandesas, riojas abaciales y orujos destilados gota a gota por una matrona gallega, podía aún salvar lo poco que quedaba de la vida de Méndez. Pero, para desolación suya, se enfrentaba a una ciudad amedrentada y en plena crisis de valores, donde la gente se alimentaba en cafeterías cuyo único valor nutricio consistía en haber ganado un premio de diseño. La gente que salía de los aparcamientos se alimentaba de leches desnatadas y espirituales, panes plastificados, aguas con marcas patrióticas y jamones en dulce obtenidos previa cocción del muslo de una monja. Otros clientes, de expresión más amarillenta y ansiosa, parecían alimentarse exclusivamente de bonos canjeables del Banco de Santander.

Gallardo susurró:

– Es aquí.

La escalera era antigua, honorable y clásica. Escalera de contable en buen uso, médico de familias, abogado que aún pide dinero a su madre y nena a la que los vecinos empiezan a mirar en secreto. Una escalera respetable, en fin, que no correspondía al mundo de Méndez y en la que además no había ascensor, es decir podía significar la muerte del policía más allá de la segunda planta.

Masculló:

– Si lo sé no vengo.

– Ése es el nombre de un viejo programa de la tele, Méndez. Yo lo veía a veces en la cárcel y trataba de contestar las preguntas, pero lo que me interesaba de verdad eran las tías que salían, unas tías con una sonrisa así de ancha y unas piernas así de largas.

– Si no paso de la segunda planta -dijo Méndez tomando una decisión heroica-, háblame de ellas en el momento de morir.

Y empezó a subir. Gallardo le siguió. Los dos tenían la oscura sensación de que su trabajo estaba a punto de terminar, de que a Ángel Martín no le salvaría esta vez la campana.

Porque si necesitaba que le falsificaran un pasaporte, tendría que estar bastante tiempo en el estudio del ático. Méndez ya sabía que el artista se llamaba Camarasa y que había estado una vez detenido, aunque el juez lo dejara enseguida libre por una de estas dos importantísimas razones: porque ya no tenía ganas de trabajar más o por falta de pruebas. Ambos factores definen la historia judicial de España.

Previo un descanso cada dos pisos, previo unas aspiraciones de Méndez y unas pausas que hubieran servido para la lectura de los Evangelios, alcanzaron una especie de construcción artificial que era el ático. Gallardo, que estaba perfectamente entero, musitó:

– ¿Sabe por qué le he acompañado, Méndez?

– Supongo que para consuelo de mi vejez.

– Le he acompañado porque quiero encontrarme cara a cara con ese tipo. Porque no he dejado de pensar una cosa, ¿sabe? Y es que lo que hizo con esa chiquilla pudo haberlo hecho con mi hija.

– Oye, Gallardo…

– ¿Qué?

– Yo soy muy respetuoso con la ley.

– No me diga.

– Quiero que entiendas que la ley prohíbe matar de buenas a primeras a un tipo así. Luego resulta que la vida de un criminal es sagrada y tú tienes unos líos inmensos. Lo máximo que te puedes permitir, según la doctrina constitucional más autorizada, es balearle los huevos. Por eso yo siempre les apunto a la cabeza.

– Eso no tiene demasiado sentido, Méndez.

– Claro que sí. Cuando les apunto a la cabeza, ¿dónde te crees que les doy?

Y golpeó la puerta.

– ¡Abran! ¡Abran! ¡Policía! ¡La madre que les parió!

Detrás de la hoja de madera se oyó un grito. Méndez supo entonces exactamente que al fin había llegado a tiempo y que Ángel Martín estaba todavía allí. Dispuesto a no concederle ninguna oportunidad para escapar, abrevió trámites y sacó su pistola colt. Muchos compañeros le decían que no era reglamentaria, pero otros, más cultos, le aseguraban que había sido prohibida por el Tratado de Washington de 1922, que puso límites a los tamaños de los acorazados y de la artillería naval.

Disparó sobre la cerradura.

La puerta salió como si fuera de papel, cosa no demasiado extraña, puesto que en realidad era de cartón prensado.

Y detrás apareció Ángel Martín.

Estaba aterrorizado. Las piernas le temblaban. Tendió las manos al vacío, una muda súplica.

Méndez gritó:

– ¡Al suelo! ¡Y con las manos en la nuca!

– ¡Escuche, Méndez…!

– ¡He dicho al suelo! ¡Al suelo o te mato!

– ¡Si me mata nunca sabrá nada de nada, Méndez! ¡Yo puedo contarle cosas que usted no imagina! ¡Le conviene un pacto!

– ¡El pacto te lo haremos cuando estés entre rejas! ¡Cuando te hayan dado otra vez por el saco, cabrón!

– ¡Méeeendez!

– ¡Yo no hago acuerdos con asesinos de niñas!

Ángel Martín perdió del todo los nervios. O tal vez pensó que aún tenía posibilidad de escapar. Al fin y al cabo, era mucho más joven y ágil que Méndez.

Quiso arrollarle.

Se lanzó en tromba hacia adelante.

De su boca escapaba una espumilla blanca. Los ojos se le salían de las órbitas.

Méndez vaciló durante unas décimas de segundo. La verdad era que no le importaba disparar, pero buscando un punto que no fuera vital. Eso le hizo dudar un instante.

Martín llegó hasta él.

Y entonces surgió aquel obstáculo.

El brazo de Gallardo.

Y aquel relampagueo.

La navaja cabritera.

Gallardo la hundió una, dos, tres veces en el cuerpo de Martín. La primera en el vientre, porque lo encontró en su camino, pero la segunda buscando los puntos que aconsejaban los manuales de buena

conducta. La hoja de acero se hundió en el corazón de Martín, y luego en su garganta.

La sangre saltó al aire como una nube roja.

Camarasa, que estaba en el fondo de la habitación, se pegó a la pared y empezó a lanzar unos grititos que parecían gemidos de doncella.

Ángel Martín dio una macabra vuelta sobre sí mismo.

Lo que quedaba de su garganta lanzaba una especie de estertor.

Y entonces Méndez disparó.

Lo hizo a la cabeza de Martín. Y le dio exactamente en el sitio hacia el que había apuntado. Un siniestro chasquido de huesos llenó la habitación mientras la frente desaparecía.

Gallardo, que no esperaba aquello, le miró con asombro y con horror al mismo tiempo.

Camarasa cayó de rodillas mientras barbotaba:

– ¡No había necesidad, hijo de puta!

– Claro que había necesidad -dijo fríamente Méndez.

– ¿Por qué?

– Porque al menos el cadáver de Martín, con una de mis balas encima me servirá para salvar a un amigo.

– Pero ¿qué dice…?

– Digo la verdad, Camarasa. Y voy a llegar a un acuerdo contigo. Un acuerdo que te conviene, porque de lo contrario te acuso de falsificador y de encubridor de un asesino y te mamas cinco años. En cambio, con lo que los dos digamos, vas a salirte muy bien.

– ¿Qué…, qué vamos a decir?

– Ante todo, una verdad.

– ¿Qué verdad?

– Que yo he matado a Ángel Martín.

– Eso no hace falta jurarlo, Méndez.

– Yo tendré muchos problemas, digamos, administrativos, pero no me importa. Más puteado de lo que me tienen ya no me van a tener. Tú, Camarasa, no tendrás ningún problema en cuanto Gallardo borre sus huellas de la navaja y te la quedes tú. Dirás que es de tu propiedad. Que Ángel Martín, al que yo estaba persiguiendo, trató de refugiarse en tu casa, porque te conocía, y que al negarte tú, te atacó. Que no tuviste más remedio que defenderte. Le diste unos tajos, pero sin llegar a matarle. Eso ya no es tan grave. El que lo ha matado he sido yo.

Y yo testificaré que todo lo que dices es verdad. De modo que no tendrás más molestias que una comparecencia ante el juez, y encima, además, puede que te paguen un bocadillo. Hala, Gallardo, limpia la navaja. Y dásela.

Gallardo casi tenía lágrimas en los ojos.

Balbució:

– Gracias, Méndez.

– No me las des. Tú ya tienes bastantes líos, Gallardo.

Y fue hacia el teléfono. Seguro que a más de uno se le cortaría la digestión al oír su voz.

Gallardo limpió su navaja, miró a Camarasa y le hizo un guiño de resignación. Luego clavó unos ojos muy quietos en los ojos muy quietos del cadáver.

Susurró:

– No lo entiendo… ¿Para qué ofrecía un pacto? ¿Qué diablos tendría que decir ese tío…? ¿Qué?