173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

15 LA NOCHE, EL ÁRBOL Y EL PIANO-BAR

El comisario leía unos informes, bajo la luz concentrada de una pantalla, cuando entró Méndez. Pero Méndez, antes de pasar se detuvo unos instantes ante la puerta del despacho y musitó:

– Ave María Purísima.

– Entrégueme su pistola, Méndez.

– ¿Qué quiere hacer con ella?

– Digamos que quiero regalársela al Museo Naval.

– Me han suspendido de empleo, ¿verdad?

– Es lo menos que le podía pasar.

Méndez avanzó a saltitos, sacó la pistola y la depositó sobre la mesa del jefe, cerrando así una especie de Tratado de Desarme. Luego se sentó y respiró con cautela el aire del despacho. Se estaba bien allí a pesar de todo, qué diablos. El silencio del despacho era confortable y sólo era roto de vez en cuando por sonidos más confortables aún: cantos gitanos en la calle Nueva, discusiones de bar, broncas de vecinas y gritos de algún morito tierno perseguido por un cipayo. Aquello indicaba que la vida seguía y que todo estaba en orden en la tierra prometida.

El comisario dijo:

– Dé gracias a Dios de que no le suspenden también de sueldo. Y por descontado que tendrá una nueva nota desfavorable en su expediente. Ya no ascenderá.

– ¡Qué lástima! -dijo Méndez-. Ahora que empezaba a tener esperanzas.

– ¿Esperanzasusted?

– Claro. No crea que me chupo el dedo. He logrado relacionarme mucho con las alturas, y hace poco conseguí que el jefe superior me pidiera tabaco.

– Si no fuera usted tan viejo lo enviaría a la mierda, Méndez, se lo juro. Lo que pasa es que, a su edad, me merece un respeto.

– Pues es el primero que me lo dice.

El comisario jefe se apoyó bien en el respaldo de su asiento, respiró hondo, se frotó los ojos donde se acumulaba el cansancio de los papeles, las caras y las horas. El barrio se lo estaba tragando como se había tragado a tantos policías antes que él. Para que aquel barrio no te tragara tenías que llevar su pesadumbre dentro, tenías que ser como Méndez. Y fue Méndez el que susurró:

– ¿Ha hablado con el juez?

– Sí, y da por bueno el atestado como da por buenas las declaraciones de Camarasa. Por ese lado no van a tener problemas ninguno de los dos. Pero el que no acaba de dar por buenos ni el atestado ni las declaraciones soy yo, Méndez. Por eso he propuesto que, como medida cautelar, le suspendan de empleo. Ahora bien, si quiere alegar algo, alegue. Para eso está usted aquí.

El viejo policía se encogió de hombros.

– No quiero alegar nada. ¿Para qué?

– En el fondo, es mejor así, Méndez. De todos modos, he de reconocer que resolvió el caso, lo cual es un éxito que, con franqueza, nadie esperaba de usted. La Brigada de Homicidios aún no sabía por dónde iba. Si a aquel cabrón de Ángel Martín lo llegan a capturar vivo, hubiera sido perfecto.

– Lo siento. No pudo ser.

– ¿Hay algo que no quiere explicarme, Méndez?

– ¿Yo? ¡Qué va!

– ¿No disparó para encubrir a alguien?

– ¿Yo? ¡Qué va!

– No acabo de creerle, ya se lo he dicho, pero de todos modos, ¿a mí qué me importa? Si uno quiere prosperar en este oficio, lo primero que debe saber es que hay que dar por bueno lo que parece bueno, y no buscarse más complicaciones. El asunto está resuelto, el muerto está en la fiambrera y todos tan tranquilos. Si usted se guarda algo, Méndez, peor para usted. Pero yo no se lo voy a preguntar. Hablando como viejos camaradas: se lo mete usted donde le quepa.

Méndez dijo resignadamente:

– La última vez que un gay me tomó medidas, no me cabía nada.

El comisario transformó su gesto de cansancio en un gesto de hastío.

– Hala, ya le he comunicado la decisión tomada con usted. Ahora largúese, por favor. Largúese.

– Quisiera hacerle antes unas preguntas, si no le importa.

– Claro que me importa. Pero si no queda otro maldito remedio, hágalas de una vez.

– ¿Alguien ha reclamado el cuerpo de Ángel Martín?

– No. Nadie ha querido hacerse cargo del entierro.

– ¿Y qué pasa con Marquina? Oí decir que se lo habían follado en su piso del Paralelo.

– Ese es un asunto que no tiene nada que ver.

– No, claro -dijo Méndez, ocultando sus pensamientos-. No tiene nada que ver.

– Con lo de Marquina se están haciendo investigaciones, pero sin resultado. Reconozco que no tenemos ninguna pista que valga la pena, aunque usted, Méndez, hay que ver qué casualidad, estaba persiguiendo a tiros a Ángel Martín muy cerca de allí.

– Sí. Hay que ver qué casualidad -dijo Méndez con cara de buen chico, hasta dar incluso la sensación de que iba a persignarse.

– En fin, el entierro de Marquina será una especie de acontecimiento ciudadano. Espero que acuda usted, Méndez. Vendrá en bloque todo el personal libre de servicio.

– Sí, claro que iré. ¡Qué breve es la vida de los hombres! Pensaré en Marquina cada vez que llegue la Cuaresma.

– Méndez, ¿por qué no se larga de una vez?

– Me largaré, pero antes quisiera hacerle alguna pregunta más. Por ejemplo, si ha puesto en su informe que Gallardo se había entregado voluntariamente.

– Sí, claro que lo he puesto. Espero que, después de todo, no le traten mal.

– Otra cosa, jefe. La última. La más importante. ¿Se sabe ya quién era la chiquilla muerta?

La mirada del comisario se ensombreció.

– No, no se sabe -dijo-, y lo peor es que Ángel Martín ya no puede explicarnos nada.

«Ni Marquina -pensó Méndez-, ni nadie.» Pero enseguida añadió:

– ¿Alguien ha reclamado su cadáver? -Por ahora, no.

– ¿Qué han hecho con el cuerpo?

– Se conservará todo el tiempo posible.

Méndez tuvo que cerrar los ojos, como si el cansancio le venciera, mientras se levantaba poco a poco de la silla. Por un momento, en aquella posición, le venció el vértigo y tuvo que apoyarse en la mesa. Mientras lo hacía, balbució:

– Es un asunto de locos.

– Sí, Méndez, pero por lo que dice en su informe y por lo que corroboran las gentes que le acompañaron, Ángel Martín era el asesino y ya ha pagado por sus actos. Por lo tanto olvide el caso. Ah… Le prometo que no tendrá ningún problema judicial por la muerte de aquel cerdo.

– Sólo faltaría -gruñó Méndez-. ¿Es que le parece poco el follón administrativo? Hala, comisario, vaya usted con Dios y con la Santísima Virgen, sin pecado concebida.

Salió de allí arrastrando los pies. Se sentía tan cansado -con un cansancio hecho de relojes parados, de bocas cerradas para siempre, de preguntas sin respuesta y calles donde ya no le necesitaba nadie- que apenas pudo bajar las escaleras que daban a la calle Nueva, a la gran madre. Anduvo hacia las Ramblas, dirigió, como hacía siempre, una mirada nostálgica a la casa donde estuvo La Emilia, una de las primeras instituciones para el follador indígena, y acabó un poco fuera de sus dominios, en la parte alta de la Rambla, en el Viena, un piano-bar con fachada modernista, donde unos clientes silenciosos perdían el tiempo buscando el tiempo perdido. Pero se estaba bien allí, acodado en la barra, hundido en la soledad, que es la raíz de todo pensamiento, y envuelto por la música, que es la raíz de toda nostalgia. Méndez se alegraba de que Barcelona recuperara sus señas de identidad, se olvidara un poco de lo que quería ser -o lo que la obligaban a ser- y se acordara de lo que había sido. Hay locales donde en un tiempo moraron los espíritus. Maldito el que desprecie lo que aún queda de ellos para echarlos a la calle.

Pero la soledad de Méndez se fue al diablo cuando oyó repentinamente la voz de Armando, el intrépido vendedor de parcelas urbanizadas en sitios que, por lo general, habían sido declarados no urbanizables.

– A la pas del Sumo Hasedor, señor Mendes. Que Él le dé larga vida y muchos hijos para que le aplaudan el día de su santo.

– Jolín, el Armando.

– Mucho gusto en encontrarle, señor Mendes. Menos mal que esta parte de las Ramblas, que es donde la polisía ha pegado más guantasos, para el bien público, cuenta al fin con la importante presensia de ustés.

– No sé cómo he subido hasta tan arriba. Me va a dar algo.

– Pues yo le vi a ustés en la calle Verdi, que está más arriba entodavía.

– Es verdad, pero aún no me he recuperado -confesó Méndez-. Aquella luz cruda y que no está filtrada, como debe ser, por la ropa tendida… Aquellas caras de los hombres que se acuestan con un despertador y no con una tía… Aquellos bares recomendados por la Organización Mundial de la Salud, donde pides una ración de almejas y te las dan con un donut… Y, por fin, aquel aire que baja directamente desde lugares agrestes y poco de fiar, como por ejemplo San José de la Montaña. No me volveré a arriesgar por allí, Armando. De mis pulmones se fue todo el humo del tabaco y me encontré con que mi aliento olía a aspirina. Desde entonces siento náuseas y mi última esperanza está puesta en una botella de Chinchón seco que me regaló un amigo. Esas expediciones hacia lo desconocido pueden ser mi perdición, te lo aseguro, porque además, cada vez que salgo de la calle Nueva, necesito una brújula.

Armando susurró:

– Eso no le ocurriría si ustés me hubiese comprado el terreno que le ofresí serca del sementerio nuevo, o séase el sementerio viejo, un sitio de pas y de gloria, y de lo más tranquilo, oiga, pues los únicos vesinos hase siento sincuenta años que no molestan. Pero ustés nada de nada, y por eso ha perdido un gran negosio. Ahora todo aquello es sona olímpica, todo sube como la espuma, y hasta hay quien jura que sacarán las tumbas para poner ensima un atleta japonés. En fin, señor Mendes, que ha perdido ustés la oportunidad dorada de su vida, porque además, si el piso no le gustaba, se podía tirar directo desde el comedor a la fosa. Pero ojo, señor Mendes, que me párese que vienen a por ustés.

– ¿Quién?

– La oportuna autoridás competente.

Y Armando emprendió una retirada sigilosa, dejando a Méndez solo ante el peligro. El peligro consistía en el comisario jefe de la comisaría de la calle Nueva y un tío que tenía pinta de sacristán, pero que a la hora de la verdad resultó ser forense.

Méndez apartó un poco la cerveza que había estado bebiendo, mientras ponía cara de conejo.

– A la paz de Dios, jefe.

– Pague y vamos a una silla de la Rambla, Méndez.

– ¿Me ha venido a buscar?

– Puede decirse que le he seguido.

– No querrá meterme mano, supongo.

– Méndez, coño, pague de una vez.

Salieron los tres y ocuparon unas sillas contiguas en la Rambla, cara al paseo, cara a la noche, cara al tiempo que ha quedado suspendido entre los árboles, cara a los mendigos llenos de cansancio y las putitas llenas de esperanza. Méndez confiaba quedar muerto una noche allí, con los ojos abiertos, mirando las farolas de su juventud, y esperaba también que alguna putita piadosa pagara por él la silla, para que nadie le molestase.

El comisario susurró:

– A ver si cree que podía hablar allí, delante de todo el mundo, Méndez, mientras el pianista soltaba una polca. Lo que he de decirle es confidencial.

– Pues antes hemos estado media hora hablando y no me ha dicho nada.

– Se me ha ocurrido inmediatamente después, justo cuando ha venido el señor Recasens a verme. El señor Recasens es el forense que ha hecho la autopsia al cuerpo de Ángel Martín. Lo conozco hace muchos años.

El señor Recasens tendió a Méndez una mano lívida y le dijo:

– Estoy a su servicio.

– Hombre, tampoco hace falta que se dé prisa.

– He venido a decirle que nuestro común amigo -señaló el comisario- que esté tranquilo, porque en el informe he tratado de quitarle hierro al asunto. Ya sabe usted que a veces, en los informes, hay palabras que causan mal efecto y otras que no lo causan tanto. Bueno, pues yo, sin faltar a la verdad, he elegido las que no lo causan tanto. Y es que nuestro común amigo -volvió a señalar el comisario- me ha hablado muy bien de usted, Méndez, y quiero que le molesten lo menos posible, dentro de la desgracia.

– De momento, estoy suspendido de servicio -dijo lamentándose Méndez.

– Bueno… -el jefe hizo un gesto amplio, en dirección a los quioscos de las Ramblas-, la sanción todavía no es firme, pero más vale que la consideremos un mal menor. También sería un mal menor que usted estuviese unos días fuera de Barcelona, Méndez. Lejos del ambiente, lejos de los comentarios y lejos de algún periodista encabronado con la noticia.

– No me irán a enviar otra vez a las playas de Tarragona, jefe. No me irán a enviar a San Salvador, Calafell, Creixell, El Vendrell y la madre que los parió. Son sitios estupendos, jefe, pero para gente hecha a todo, no para mí. Tanto sol metiéndose por tus orejas, tantas olas mojándote los callos de los pies, tanto aire puro colándose por todos los resquicios de la ropa y llegando hasta tus partes viriles, pueden acabar con un hombre de bien en una semana.

El comisario hizo un gesto de paciencia.

– No le enviaré allí, Méndez. Y eso que también reconozco que es un buen sitio.

– ¿Pues adonde va a enviarme?

– A Madrid.

Méndez entornó los párpados y envolvió su propio pasado en una mirada de nostalgia.

– Hace mucho que no voy a Madrid -dijo.

– ¿Cuándo fue la última vez?

– Declaré a favor de una mujer que hacía el oficio y a la que acusaban de no sé qué, pero el caso es que con mi declaración la saqué libre. Luego me lo quiso agradecer en el avión, cuando volvimos, y se puso a hacer de Emmanuelle, con su liguero y todo. Pero no me dio tiempo a terminar el asunto, porque es que entre Madrid y Barcelona hay muy poca distancia. Ya le dije que yo necesito por lo menos un viaje a Nueva Delhi.

– Eso no habrá autoridad que se lo pague.

– Lo entiendo. Pero ¿por qué me van a pagar el viaje a Madrid?

– Es una comisión de servicio, una comisión de servicio costosa, a ver si me entiende. O sea que se paga en gran parte con los fondos reservados del Ministerio de Gobernación. Me han consultado un par de minutos después de marcharse, Méndez, y por la clase de hombre que necesitan he pensado que puede ser usted.

Méndez meneó la cabeza negativamente.

– Nunca he servido para gran cosa -reconoció-. Tengo mala fama, mala presencia y hasta diría que malos recuerdos. No es posible que el retrato robot de un agente que ha de hacer un servicio de lujo se parezca en algo a mí.

– Es que conviene coger por los pelos cualquier ocasión para que usted se largue de Barcelona, Méndez.

– Sigue sin ser bastante.

– Hay otra razón. Quieren dos agentes, ¿comprende? Uno provisional, que se limitará a husmear el ambiente y reunir todos los datos que pueda, y otro definitivo, que sustituirá al primero y hará de verdad el trabajo. Usted es provisional, o sea que no necesita ser listo. Incluso no importa que llame un poco la atención. El que no ha de llamar la atención es el que le sustituya. Ese sí que ha de ser un primera clase. En cambio un hombre como usted, más bien malencarado, mal vestido, mal ambientado y oliendo a policía con poca paga, puede ser útil porque atraerá la atención y hará que nadie se fije en el otro. Usted es el hombre ideal, Méndez.

– Ondia, gracias. No sabe la ilusión que me haría que todo lo que ha dicho de mí figurara en mi hoja de servicios. Si quiere le beso la mano, jefe.

El jefe dijo con desprecio:

– Otra cosa me tendría que besar.

– Todo es proponérselo.

– Mire, Méndez, menos coñas. Me interesa por muchos motivos que haga ese trabajo. Y a usted le interesa también, primero porque se da el bote cuando le conviene darse el bote. Y segundo porque así podemos dejar en suspenso la suspensión de funciones que significa la suspensión de servicio esa, ¿me ha entendido? Pues va a ir a Madrid. Y se va a alojar nada menos que en el Hotel Palace.

Méndez dijo con expresión de angustia:

– No sobreviviré.

– Eso es lo de menos.

– También le agradezco su interés, comisario. Infiernos… ¿y se puede saber por qué han montado todo este cristo?

El comisario dijo con suavidad, mirando al vacío del otro lado de las Ramblas:

– Porque van a matar a un hombre.