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16 EL PALACE

Lo más importante, cuando uno tiene que hacer un trabajo sucio, es parecer un ciudadano distinguido y por encima de toda sospecha. Esa era la idea que guiaba a Fernando Torres cuando decidió adquirir un surtido completo de trajes de alta confección, un equipaje de piel, una cartera de mano de auténtico cocodrilo y un surtido de corbatas y camisas italianas, última importación autorizada. Otro detalle que le pareció esencial fue alquilar un coche Mercedes y pedir habitación en el Palace apenas llegado a Madrid. El Mercedes lo usaría muy poco, pero quería que se lo aparcaran -y por lo tanto lo vieran- los empleados del hotel.

Cuando se tiene que hacer un trabajo sucio y se quiere parecer un ciudadano por encima de toda sospecha hay que cuidar además otros detalles, como repartir generosas propinas, leer en el salón rotonda la prensa económica internacional mientras se anotan algunos datos, pedir en el restaurante del hotel -nunca fuera- lo más caro de la carta, y hacerse llamar por amigos que afirmen ser altos cargos de un ministerio. Las llamadas deben ser hechas, preferentemente, durante las horas que uno pasa en el salón rotonda o en el bar del hotel, para que sea necesario buscarle a uno, con el consiguiente revuelo burocrático. También es importante preguntar a la telefonista quién molesta de una manera tan insistente. Las telefonistas comentan luego cosas con los otros empleados, y como suelen ser personas de memoria prodigiosa, crean o destruyen reputaciones en cuestión de días.

Un último y exquisito detalle -eso también lo utilizó Fernando Torres- fue hacerse visitar en el Palace por un periodista, mejor dicho un sedicente periodista, quien manifestó en recepción un grandísimo interés por localizarle, ya que de Fernando Torres podía depender una información importante. El sedicente utilizó el nombre de un diario de Valencia, para que nadie se diera cuenta de la falsedad, porque Torres ya había advertido que en el Palace conocían de hecho a todos los periodistas de Madrid, entre ellos también una buena cantidad de sedicentes.

En fin, a los tres días de residir en el Palace, Fernando Torres era un cliente conocido, respetado y, naturalmente, por encima de toda sospecha. Fue entonces casi exactamente, en el momento calculado minuto a minuto, cuando llegó Ismael Gandaria.

Fernando Torres se fijó en él porque Ismael Gandaria era el hombre al que estaba esperando y la razón de que se hubiese alojado en el Hotel Palace con tan exquisita ceremonia. Otra de las reglas de oro que Fernando Torres conocía bien era que hay que llegar sin prisas antes que el objetivo y marcharse con menos prisas todavía cuando el trabajo está hecho, o sea cuando el objetivo ya no existe. También hay que procurar, por supuesto, que la persona a la que buscas no repare en ti y que te tome por uno más entre los hombres con los que invariablemente se cruzará cada día.

Eso no fue obstáculo para que Torres se fijara intensamente en Gandaria, por encima del borde delFinancial Times, y desde la parte delantera del salón rotonda, cuando Gandaria entró. Lo conocía muy bien, como lo conocían muchos españoles, porque no sólo su imagen había aparecido con frecuencia en la prensa, sino también por las diversas televisiones autonómicas. Gandaria estaba algo grueso, vestía con desenvoltura y observaba el ambiente con la amable condescendencia de un hombre que lo tiene todo y lo conoce todo. No llevaba más que un maletín, que curiosamente era bastante más modesto que el de Torres.

Los que no llevaban maletines ni nada que les pudiese impedir el libre movimiento de las manos eran sus dos guardaespaldas. Fernando Torres se fijó bien en ellos, se dio cuenta de que estaban muy atentos a todo y de que no intentaban disimular su condición. Por la longitud y flexibilidad de sus dedos podían ser unos perfectos pistoleros, y por su estatura y peso podían ser unos perfectos karatekas. Se colocaron sabiamente junto a Gandaria mientras éste recibía la llave, uno mirando hacia la puerta y otro hacia el interior del hotel, pese a que presumiblemente no podía surgir de allí ningún peligro. Los ojos helados del que vigilaba el interior recorrieron el salón y se posaron por un momento en la figura de Fernando Torres, pero éste había conseguido tener una mirada completamente en blanco, lejana y vacía, que no se concretaba en ningún punto. El guardaespaldas llegó a la conclusión de que aquel hombre joven y elegante, que era el mejor situado para controlarlos, ni siquiera se había fijado en la llegada de Gandaria. Hizo un leve gesto y le dijo a su compañero:

– Bien.

Un momento después, Gandaria y sus dos hombres fueron hacia el ascensor. Fernando Torres ni siquiera los miró cuando pasaron a unos metros. Y permaneció sentado, con perfecta indiferencia, cuando hubieron desaparecido.

El único riesgo que no podía permitirse era el de llamar la atención. Por otra parte, en un delicioso Madrid donde las cosas aún se hacen con cierta calma, él disponía de tiempo sobrado para concluir el trabajo. Toda una semana mágica.

El hombre solitario que entró a continuación, y en el que Fernando Torres no se fijó ni un momento porque no le conocía, paseó por el vestíbulo una mirada cansada y nostálgica. Lo primero que le llamó la atención fue que el hotel conservara su generosa amplitud, su matizada luz, su vieja geometría de los tiempos nobles. El recién venido no se distinguía por sus guardaespaldas, sino por su mirada cargada de añoranzas. Pasó casi rozando a Torres, se sentó en una butaca situada a un par de metros, con esa lentitud que tienen los artrósicos, y luego se dedicó a mirar al vacío. Pero aquel vacío parecía estar lleno para él de voces que habían sonado y de seres que habían existido: ministros del viejo banco azul, secretarios del ateneo de la cercana calle del Prado, banqueros de Lhardy, cortesanas de Chicote, escritores delLión, dibujantes de Blanco y Negro, periodistas de El Sol o del Heraldo y fotógrafos de Estampa. Era un vacío donde nada actual tenía importancia, ni los camareros susurrantes, ni los turistas perdidos en el edén, ni los clientes con carteras de subsecretario ni, desde luego, las mujeres con el último modelo de sujetador garantizado por dos años. Por supuesto que no existía tampoco Fernando Torres, aunque Fernando Torres le mirase a intervalos con sus ojos de águila.

Se volvió a fijar, efectivamente, en el recién venido, por si cabía la posibilidad de que fuera un policía, pero desechó enseguida la idea, porque los policías que hacen servicios de calle o de salón no suelen ser tan viejos. El hombre que se había sentado cerca no mostraba aún los signos de la última decadencia, pero tenía encima todos los olvidos y todas las añoranzas. Fernando Torres, aunque en esas cosas se equivocaba poco, no supo calcular su edad, porque era un tipo que engañaba. Le atribuyó en cambio un desinterés total por la época presente y ante todo una cultura superior, dos motivos de peso para que dejara inmediatamente de ocuparse de él, especialmente el último.

Al cabo de unos minutos el recién llegado se levantó con lentitud y miró hacia la puerta del hotel, hacia las Cortes, la Carrera de San Jerónimo y no muy lejos la Puerta del Sol, al Madrid de las viejas estampas que quizás aquel hombre conocía muy bien y había añorado durante mucho tiempo. Dio unos pasos, mientras Fernando Torres le miraba de soslayo. La gran sala estaba ahora casi llena -banqueros que hablaban del último empréstito, casados que comentaban algo sobre coristas lejanas, casadas que se interesaban por el precio de un brillante cercano, viejos políticos que hablaban de una crisis del siglo xix, jóvenes políticos que maquinaban una crisis para el siglo xxi-. Los camareros iban en silencio de un lado para otro, catalogaban, susurraban, predecían. Para aquel hombre ya mayor todo dio una vuelta, como si la sala se hubiese puesto a girar, y tuvo que apoyarse un momento en el respaldo de la butaca de Fernando Torres.

– Perdone -musitó.

– Nada, no se preocupe.

Aquel hombre fue a su habitación. No necesitaba recoger la llave porque la guardaba en el bolsillo. La había tenido allí sin darse cuenta casi todo el día, mientras recorría una vez más el viejo Madrid. Se elevó hasta el segundo piso, se acercó a la puerta de su habitación, introdujo en la cerradura la llave y fue a hacerla girar, pero hubiera podido ahorrarse el gesto. Observó que la puerta estaba encajada solamente. Con un gesto de extrañeza, entró.

Por un momento, durante unos segundos que se le hicieron interminables, tuvo la sensación de que se había equivocado de cuarto.

Porque dentro estaba una mujer. Y la mujer se empezaba a desnudar, sacándose el vestido por la cabeza.

Todo hombre con la edad y la experiencia de Méndez tiene, no hay que dudarlo, un pasado galante. Méndez arrastraba muchos años ilustrados por Junceda, Opisso, Alloza y sobre todo Rafael de Penagos, que le había familiarizado con la imagen de una mujer treinteañera, gordita, de buenas costumbres, buena crianza y buen culo, que tenía un gramófono en el salón y se ajustaba las ligas antes de salir de casa. La vida de Méndez estaba jalonada de visiones así -por lo general rigurosamente irreales-, de ventanas luminosas, muebles color caoba y carnes prietas, ligeramente tibias, sobre las que el vestido se agitaba como una bandera. Una mujer de esa clase aún le producía un cosquilleo absolutamente fuera de plazo, una crispación inútil, lejana y secreta.

Pero la que tenía delante ahora no era la típica mujer del cosquilleo, una de las que tanto habían florecido en la cosecha inmediatamente anterior a 1950. Era una dama de unos cuarenta y tantos años, que usaba una lencería rococó, unos zapatos de medio tacón hechos para visitar obispos en trance de consagración y ministros en situación de disponible, un collar de perlas convertidas en una garantía y unos pendientes de esmeraldas hechos una provocación. Mujer dotada, sin duda, de todas las solideces requeridas por los bancos, no tenía, sin embargo, la solidez exigida por las camas. Sus muslos eran algo flacos, en comparación con las caderas y el vientre, siguiendo esa ley, tan constatada por Méndez, de que las mujeres se meten la edad en las piernas antes de metérsela en el cuello y en la cara. Eran unos muslos que habían perdido carne, vigor y en consecuencia calidad neumática. Sólo las jovencitas, había pensado muchas veces Méndez, tienen la fuerza de la vida en las nalgas que suben y en los muslos que estallan. Los cuarenta y cinco años -probables- de la mujer que ahora izaba bandera se apreciaban en la delgadez de las columnas básicas, la gravidez del vientre, que almacenaba horas, y la pesadez del culo, que ya se iba llenando de plieguecitos secretos. No eran visibles, en cambio, en su pelo bien arreglado y bien teñido, en la línea todavía firme de los labios y en la esbeltez de un cuello donde no había más que dos débiles arrugas, dos pequeñas batallas perdidas.

Acababa de sacarse por la cabeza el vestido y se mostraba con toda su posible desnudez de modelo de entre épocas. Preguntó con voz muy dulce:

– ¿Estás ahí, Delia?

Méndez quedó paralizado.

No era extraño que ella hubiese oído el ruido de la puerta. A la fuerza tenía que haberlo oído. Pero lo curioso, lo increíble era que preguntaba por una mujer… con la cabeza vuelta hacia él, es decir hacia un hombre o lo que quedaba de un hombre. A aquella distancia, apenas cinco metros, no llegaba a verle.

– ¡Delia!

Méndez no supo qué decir, qué hacer. Le ocurrió lo mismo que unos momentos antes en el salón rotonda: todo dio una rápida vuelta en torno suyo. Esas cosas le pasaban, claro, por meterse en sitios caros, elegantes y desinfectados al menos una vez al año. Es lógico que de vez en cuando te dé un vahído, una lipotimia, o linotipia en el lenguaje clásico, causada por la limpieza, el lujo, y otros excesos de la vida sin freno. En fin, que a Méndez, a pesar de que estaba seguro de que aquélla era su habitación, le dominó un acceso de vergüenza y por lo tanto volvió la espalda.

– Pero Delia… ¿estás ahí?

El viejo policía oyó la pregunta en el momento de cerrar la puerta. Se encontró, sin saber qué pensar, en el largo pasillo color caoba, color tiempo que ya se había ido, alumbrado sólo por las pantallas que a intervalos le daban una luz opalina. Iba a alejarse de allí cuando en aquel momento se acercó una doncella.

– Perdone. ¿Necesita usted la habitación? Es que iba a entrar unas toallas nuevas.

– ¿Por eso estaba la puerta abierta?

– Sí, señor. La había dejado así sólo un momento, mientras las iba a buscar aquí al lado mismo. ¿Es que ha pasado algo?

– Sí que ha pasado algo -dijo él embarazosamente-. Ahí dentro hay una mujer.

– No es posible… Pero vamos a ver. Perdone.

La doncella entreabrió sólo un momento y miró hacia el interior. Se sonrojó mientras volvía la cara hacia el pasillo y cerraba.

– No sé cómo ha podido suceder -dijo-. Es la señorita Alonso.

– ¿La conoce? -preguntó Méndez con amabilidad de policía que acaba de leerse la Constitución y aún no ha tenido tiempo de reaccionar.

– Sí que la conozco. Vive justo en la habitación de al lado.

– ¿Y cómo ha podido equivocarse?

– Perdone… Le he dicho que no lo entendía, pero sí que lo entiendo. Claro que sí… La señorita Alonso es ciega.

Méndez asintió con la cabeza, con un gesto de muda comprensión, mientras captaba en algún sitio, en algún rincón que ya no le pertenecía, un pinchazo remoto.

– Ya he notado algo extraño… -murmuró en voz baja-. A la fuerza hubiera tenido que verme cuando he entrado, y sin embargo me ha tomado por una mujer. Me ha llamado no sé cómo…

– ¿Delia?

– Sí, eso es. Me ha tomado por una tal señorita Delia.

– Es su doncella personal. Duerme a su lado, en la misma habitación. Ya sé lo que ha pasado, ya… La señorita Alonso no se confunde nunca, porque cuenta los pasos muy bien y ya conoce bastante el hotel, aunque sólo lleva tres días aquí. Pero esta mañana debe de estar nerviosa, digo yo, y se ha confundido de habitación por la simple distancia de una puerta. Como además yo la había dejado entreabierta, pues ya lo tiene usted. Ya está.

– Bueno, ¿y ahora qué hago yo? Querrá cambiarse de vestido, y por eso se está desnudando. No puedo volver a entrar si usted no le dice algo.

– No se preocupe, yo lo arreglaré.

Fue a entrar, pero Méndez la sujetó por el brazo con mucha suavidad, en parte por algún remotísimo resto de educación y en parte porque apenas tenía fuerza en los dedos, después de estar dos días a régimen de vinos de marca.

– Oiga…

– ¿Qué, señor?

– No le irá a decir que la he visto.

– Descuide. Claro que no. No se preocupe, que una sabe hacer las cosas con tacto.

Golpeó con los nudillos en la puerta, abrió sin esperar permiso y advirtió:

– ¡Señorita Alonso, señorita Alonso! ¡Métase otra vez el vestido, que se ha equivocado de habitación!

Méndez ya no estaba cuando la ciega salió. Aunque sabía que ella no podía verle, consideraba un deber de delicadeza no asistir a la ominosa retirada. Y es que en cuestión de mujeres que le recordaban los dibujos antiguos, Méndez estaba lleno de delicadezas. Fue de nuevo a la rotonda del hotel, donde vio salir a Candaría -extraño empresario aquel vasco que desafiaba a todo y a todos, y que había declarado estar dispuesto a morir antes que pagar a ETA el impuesto revolucionario-, donde vio también deslizarse hacia el interior a aquel joven ejecutivo de mirada alemana y ropas italianas al que había tenido a su lado antes, durante los breves minutos que dedicó a la contemplación del salón y su mundo. Donde vio, en fin, a Rafael Borras, de quien le habían dicho que en aquel mismo lugar había tenido que oír cien veces las tesis de Giménez Caballero, viejo imperialista que un día quiso casar a Pilar Primo de Rivera con Hitler, buscando un cruce prodigioso y a la vez lleno de gloria, del que saldría sin duda un doberman católico. Vio, en fin, a Roca Junyent sugiriéndole a un periodista la conveniencia de una tesis doctoral sobre la transmigración del alma de Cambó. Pero lo que vio con más atención, con más detalle, con más precisión, como si fuera lo único que ocurría en el hotel, fue la figura de la ciega que cruzaba el salón. Iba acompañada por una mujer más joven -sin duda la importantísima señorita Delia-, quien la guiaba para que no tropezase en aquel universo de paseantes en corte, empresarios, profetas, bragueteros y presidentes de remotísimos consejos de administración que iban a dar cualquier día la campanada de una opa. La señorita Alonso iba vestida con severidad y con ropas estrictamente negras. Méndez recordaba ahora -lo recordó de pronto como en un chispazo, como en una fotografía borrosa de algo que había sucedido en otra ciudad- que el vestido que se estaba quitando cuando él entró en la habitación también era negro. Y aunque ahora las mujeres suelen usar ese color a diario -porque es elegante, es digno y además da bien cuando una se la juega sobre las ropas de una cama-, había algo en la señorita Alonso, flotaba algo en la señorita Alonso, transportaba algo la señorita Alonso que era luto de verdad, negro de Valladolid, credo de Simancas, llanto zamorano. Era un vestido de pena y de procesión, no de cabalgada en cama. A Méndez el vestido de la señorita Alonso, su forma de llevarlo, le recordó los grandes lutos históricos, los de los años cuarenta, que ésos sí que fueron lutos de verdad y con media España llorando detrás de cada hoz o detrás de cada flecha. Había algo en aquella mujer -había algo ahora y no antes, cuando le recordó una imitación de un dibujo de Rafael de Penagos- que apagaba todos los murmullos del hotel para dejar a su paso un silencio de cementerio castellano. Méndez se dio cuenta de que esta vez el vestido negro de la mujer sí que era como una bandera.

La siguió.

Había en ella algo que le fascinaba, que le impedía pensar, pero que al mismo tiempo dejaba en su corazón -ya lleno de callos y otras distinciones piadosas- un poso de miedo.

Ella dobló hacia la izquierda.

Calle del Prado.

Era absurdo.

La señorita Delia la abandonó, apenas las dos hubieron cruzado la calzada.

Pero ¿por qué la dejaba sola?

¿Qué sentido tenía aquello?

Méndez cruzó la calle también. Materialmente pasó junto a la importantísima señorita Delia, quien no se fijó para nada en él porque no le conocía. La importantísima señorita Delia se había quedado parada en la acera, como si vigilase algo, como si esperase algo. Sin duda esperaba a la importantísima señorita Alonso. Y Méndez tras ella, fue tras la ciega del vestido negro, tras la abanderada, tras la más extraña mujer que había conocido nunca. Comprendió dos cosas: que ella iba contando los pasos para no equivocarse y que sin embargo no era la primera vez que se dirigía al sitio donde se dirigía ahora. Porque había en sus movimientos, en sus pasos, una cierta seguridad. Méndez no entendía por qué razón una ciega tenía que andar sola por una calle de Madrid pudiendo tener compañía, aunque más o menos supiese adonde iba y aunque la calle de Madrid en cuestión fuera la calle del Prado, donde lo peor que le podía ocurrir a una ciega era que le cayese una de las enciclopedias del ateneo sobre la cabeza. Esta sensación de extrañeza se unía en Méndez a la sensación de miedo, extraña sensación de crespón negro, misterio detrás de una cortina y lágrima escondida en un relicario. De modo que Méndez hubiera seguido a aquella mujer hasta el fin del mundo, porque eran demasiadas las cosas que sentía ahora, pero le bastó seguirla hasta tres portales más allá. Entonces ella pareció contar un último paso, giró hacia la derecha y entró.

Era una escalera antigua, con peldaños de madera, lámparas ovaladas, barandas de forja y quién sabe si inquilinos que aún pagaban el alquiler en duros de plata. Pero la señorita Alonso, que parecía saber muy bien adonde se dirigía, no subió por aquellas escaleras. Volvió a girar a la derecha, sin equivocarse, y penetró por una puerta entreabierta que estaba en la misma planta baja.

Méndez la siguió sin vacilar. Sabía que no estaba cumpliendo con su deber, sino haciendo una cosa estrafalaria y probablemente absurda, pero no le importaba. Aparte de eso, ¿cuál era su deber? De modo que entró inmediatamente detrás de la ciega, dio dos pasos, entrecerró los ojos, contuvo un grito, sintió otra vez en su pecho aquel vacío y en sus rodillas aquella debilidad, aquel resto de su reuma barcelonés, solapado y antiquísimo.

Porque el sitio en el que la señorita Alonso y él acababan de entrar era una habitación modesta, preparada para un velatorio.

Había un ataúd blanco.

Y dentro el cadáver de una chiquilla.

Méndez lo recordaba muy bien.

¿Cómo no, si lo había descubierto él mismo, mientras buscaba un cachorrillo entre las ruinas de una fábrica…?