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Méndez volvió a notar aquel dolor en las articulaciones, aquella flojedad en las rodillas. Él, que creía haberlo visto todo, que creía haber bajado hasta los infiernos más familiares y discretos, se dio cuenta de que nunca se había encontrado ante un infierno tan familiar y discreto como aquél. Por unos momentos se sintió vacilar, se dio cuenta de que las paredes avanzaban hacia él y luego retrocedían, como en una alucinación.
En la habitación, aparte de la ciega, había una mujer ya mayor, también vestida de negro. Aquella mujer, sentada en una silla al lado del ataúd blanco, no le había visto. No hubiera visto tampoco a un caballo entrando en la habitación, porque tenía la mirada perdida y los ojos anegados en llanto.
La ciega avanzó hacia el ataúd, acarició con las yemas de los dedos el rostro de la muerta y de pronto lanzó un grito ronco, ahogado, que no parecía surgir de una garganta normal, sino de un amasijo de músculos rotos. Méndez, incluso sin verla, porque la tenía de espaldas, se dio cuenta de que las lágrimas resbalaban por las mejillas de la señorita Alonso.
Y algo se rompió en él. Algo le dijo que no podía estar allí, espiando el dolor de las dos mujeres, ensuciando aquel dolor con su presencia. Además estaba tan confundido, tenía el cerebro tan paralizado que para empezar a pensar en algo necesitaba salir de allí.
Dio media vuelta en silencio.
Se encontró en la calle sin saber cómo.
La señorita Delia estaba a unos pasos, pero no se había dado cuenta de su presencia. El que se dio cuenta fue aquel hombre alto, más joven que Méndez -cosa nada difícil- vestido mejor que Méndez -cosa menos difícil aún- y con una cierta expresión de desdén en el rostro, como si se encontrara ante una situación demasiado consabida para merecer su interés. Tocó suavemente el hombro del policía mientras susurraba:
– Inspector Méndez.
Él lo miró. Como el tío era más alto, tuvo que alzar la cabeza.
– ¿Quién es usted?
– Soy el subcomisario Ceballos.
– ¿Qué pasa? ¿Me ha estado vigilando?
– No, pero he estado vigilando esta casa.
Méndez suspiró con cansancio, porque seguía sin entender nada. Y eso lo desalentaba. Miró de soslayo al otro hombre y musitó:
– No sé si será ridículo pedirle que me explique lo que sucede.
– Precisamente me he acercado a usted porque quiero darle una explicación.
– Entonces entremos en cualquier taberna -sugirió rápidamente Méndez-. Hay tabernas tan estupendas en Madrid que bien merecen se gaste en ellas lo que le quede de honor posterior a un hombre.
– ¿Puedo hacerle una sugerencia? -musitó Ceballos, después de mirarle fijamente.
– Sí, claro.
– No nos metamos en ninguna taberna.
– ¿Por qué?
– Porque a lo mejor a usted no le queda ya ninguna porción de honor posterior por gastar, Méndez.
– Se ve que me conoce. Nunca creí que mi fama hubiera llegado tan lejos.
– Me han hablado de usted y además he repasado su expediente. Aunque le parezca mentira, Méndez, tiene usted una hoja de servicios en el Ministerio.
– Supongo que la desinfectarán de vez en cuando.
– Es una idea. Pero ahora acompáñeme por favor, Méndez.
– ¿Adonde? Si no vamos a una taberna, ¿dónde diablos podemos hablar?
– Nos basta con atravesar la Carrera de San Jerónimo. Vamos a un despacho que está al lado mismo de las Cortes.
En efecto, estaba tan cerca que daba la sensación de que con un salivazo desde la ventana podías dejar tuerto a un león de la entrada. Era un local amplio y luminoso, lujosamente enmoquetado, con muebles refinados y selectos que enseguida gustaron a Méndez. Eso significaba, sin duda alguna, que eran muebles de anticuario. Otra cosa que agradó a Méndez fue el ambiente quieto y sereno de aquel despacho, donde nada más entrar se tenía la sensación de que todos los asuntos, por importantes que fuesen, podían esperar. Y una última virtud nada desdeñable de aquel recinto: las cinco únicas personas que parecían trabajar allí eran mujeres, mujeres selectas, bien vestidas y bien lavadas, de las que intimidaban a Méndez. Mujeres, sin duda -pensó él- de gran inteligencia y con una alta solvencia sexual, pues seguro que podían hacer el amor mientras recitaban unos apuntes para oposiciones a cátedra. Mujeres bien aposentadas y sin duda con una ropa tan exquisita por dentro que podías estar deshaciendo un nudo durante un mes, y así, mientras tanto -siguió pensando Méndez- ibas tomando fuerzas.
Una de ellas dijo:
– Buenos días, señor Ceballos.
– Buenos días, Mónica. Quisiera ver al señor Besteiro.
– Enseguida le anuncio.
En las paredes, según observó Méndez mientras iba recuperando facultades poco a poco, se alineaban viejos títulos de la Deuda, lujosamente enmarcados como si fueran cuadros de valor. Eran títulos con sus cupones aún intactos, muchos de los cuales estampillaban una peseta, y hasta cincuenta céntimos. Eso, por sí solo, ya revelaba su venerable antigüedad, así como la buena fe de las damas -sin duda las hubo- que vendieron su entrepierna por un puñado de aquellos títulos pensando que así garantizaban su porvenir. Méndez captó con creciente alarma un ambiente bancario en aquel despacho, un ambiente de dinero antiguo, libros de actas y poltronas de consejo de administración, es decir un ambiente del que él no podría salir con buena salud de ninguna manera.
Preguntó:
– ¿Por qué me ha traído aquí?
– Quiero que hable con el señor Besteiro.
– ¿Quién es el señor Besteiro?
– En este caso el representante de un gran banco oficial.
Méndez suplicó:
– Usted se ha equivocado de hombre. Deje que me vaya antes de que el señor Besteiro se dé cuenta de que estoy aquí y me eche encima al perro. Porque no me va a hacer creer usted que el señor Besteiro no tiene un bulldog diplomado en el IESE.
– Usted no debe de tener mucho contacto con los bancos, Méndez.
– En alguna ocasión he tenido que investigar en ellos, pero de verdad, de verdad, lo que se dice de verdad, sólo he entrado en uno.
– ¿Para qué?
– Para impedir un atraco.
– ¿Y lo impidió?
– Bueno, hubo un follón.
– ¿Por qué un follón?
– Los atracadores eran amigos míos.
– Aun así, no me dirá que no los detuvo.
– No hubo necesidad, ¿sabe, Ceballos? La cosa se pudo arreglar por las buenas. Ellos devolvieron el dinero que se estaban llevando y a cambio el banco les concedió un préstamo. Yo lo avalé -dijo orgullosamente Méndez.
– ¿Y pagaron?
– No, claro que no. Eso nunca. -Y Méndez añadió rencorosamente-: En cuanto les eche el ojo encima sí que los detengo, a esos cabrones.
Pero ya estaban entrando en el despacho del, por lo visto, importante señor Besteiro. Una de las secretarias, la que debía de llevar la ropa interior más fina -Méndez sospechaba bajo la falda un liguero suntuoso y unas bragas solemnes, difíciles de quitar, con un águila imperial bordada en la parte anterior-, acababa de abrir la puerta. Besteiro resultó ser un hombre bajo, grueso y de expresión entre inteligente y astuta, según la imagen del banquero del Desarrollo que Alfonso Escámez y Pablo Garnica lanzaron a la historia. Tendió la mano a Méndez, en un gesto temerario para su salud, y le invitó a sentarse.
– ¿Fuma?
– Sólo farias gallegas y filipinos pata de elefante. -Lo siento. No tengo, señor Méndez. -No me atrevía a pedirle un Montecristo.
– Pues esos son precisamente los que tengo. Tome. El Estado paga.
Méndez encendió el cigarro, sintiéndose progresivamente mejor y más centrado. Aspiró el humo y entonces vio entre las volutas los ojos entre astutos e inteligentes de Besteiro -más astutos que inteligentes- que le miraban con fijeza. Bajó el Montecristo y musitó:
– ¿Qué?
– A usted lo han traído en comisión de servicio a Madrid para que haga unas investigaciones previas en el Hotel Palace. Confieso que, después de haber leído su expediente, siento una gran sorpresa ante esa elección.
– Yo también, señor Besteiro. Con franqueza, querían que durante un tiempo no estuviese rodando por Barcelona.
– ¿Algún muerto?
– Sí.
Besteiro no manifestó la menor sorpresa. Todo lo que hizo fue cambiar la mirada de sitio.
– Pediré aclaraciones sobre eso, Méndez, aunque a efectos puramente informativos, sin que se altere su misión. Y si a efectos informativos quiere saber algo más sobre mí, entérese de que tengo un alto cargo en el Banco de Crédito Industrial, pero en realidad no soy más que un policía. Eso sí, un policía de altura, acostumbrado a comer en Zalacaín o en La Trainera y a alojarse si hace falta en el Hotel Villamagna. Mi trabajo se centra en delitos económicos de altura, para lo cual necesito este cargo y esta posición.
Méndez se encogió de hombros.
– ¿Y por qué no, si el Estado paga?
– Paga.
– Bien. ¿Qué quiere de mí?
– En primer lugar, conocerle personalmente. El resultado de este conocimiento es, digamos, desconcertante. Tiene usted una habitación amueblada en la calle Nueva, de Barcelona, limpia y decente, dice el informe. Sin chinches, pienso yo, porque allí las chinches morirían de una blenorragia. Lo más curioso es que todo eso se nota mirándole, perdone, de modo que no le acabo de situar a usted en el Hotel Palace. Pero, en fin, si le han enviado es porque deben pensar que sirve usted para la misión. Ya le han informado, sin duda, de que tratan de matar a un hombre.
– Sí, al señor Gandaria.
– ¿Lo ha visto llegar?
– Hace poco.
– ¿Cree que está bien protegido?
– Sí.
– ¿Algún cliente le ha parecido sospechoso?
– No.
Besteiro suspiró con un cansancio de buen tono, es decir ese cansancio que uno empieza ya a sentir, ante la estupidez de los demás, hacia las once de la mañana.
Expulsó una bocanada de humo y explicó:
– Usted ya sabe que Gandaria es un rico industrial. Sus orígenes están en el norte, en Bilbao, en el barrio de Neguri. Come en Arzak, en Josetxu o en La Nicolasa. Muchas veces se desplaza de ciudad sólo para eso. Únicamente bebe Cune Imperial, aunque confieso que a mí el Cune Imperial no me gusta, y si me dan a elegir prefiero un Vega Sicilia, desde luego, o hasta un Viña Ardanza de buena cosecha, que los hay como para remediar males de obispo. En fin, que Gandaria es un hombre muy rico y que no hace nada por ocultar su riqueza. En plan de orgía informativa le diré también, Méndez, que es aficionado a las coristas, pero éstas de poca añada.
– Difícil empresa -aseguró Méndez-. Las coristas de hoy día suelen pertenecer al Siglo de Oro español.
– Bien, con todo ello comprenderá que ETA le haya pedido el impuesto revolucionario.
– También lo hace Hacienda -dijo Méndez-, pero cambiando el nombre.
– No es lo mismo.
– Ya.
– Gandaria no ha pagado nunca -dijo Besteiro acariciando en el aire una voluta de humo-, y además hace alarde de ello, por lo cual está amenazado de muerte, y yo creo que se ha convertido en un objetivo preferente de ETA. Naturalmente, por la importancia social de Gandaria y por su gallardía, hemos de procurar que no le ocurra nada. Que ETA no pueda con él. Gandaria se ha convertido en un símbolo de la resistencia al terrorismo, y no conviene que los símbolos caigan. Son lo único que puede hacer grandes a las gentes pequeñas. Por eso, ¿sabe?, la patria está llena de pedestales. Sólo falta poner las estatuas.
– Es usted un cínico -dijo Méndez.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Su forma de hablar.
– Sí. Soy un cínico.
– Como yo -dijo Méndez.
– Lo daba por descontado.
– Le felicito.
– Ser cínico me ha ayudado a llegar lejos -musitó Besteiro, con un cierto tono de nostalgia en la voz-. Eso y cumplir siempre con mi deber, crea o no crea en él. Y es lo que estoy haciendo en el caso Gandaria.
– ¿Cree que podrían matarlo en Madrid?
– ¡Qué cosas tiene! ¡Claro que sí!
– ¿Piensa que lo han seguido?
– No sólo eso, sino que tenemos indicios de que un profesional ha sido contratado para hacer el trabajo aunque sea en el mismísimo Hotel Palace. Ya sabe usted que ahora ETA, ante la falta de idealistas que además no sean detectables para nuestros hombres, contrata, paga y da armas a una inmensa, a una baja, a una repelente chorizada. Algunos trabajos los han hecho chicos de diecinueve años a los que daban un millón y una pipa, o chicas de COU a las que han dado una metralleta, un condón y un támpax. Pero en el caso de Gandaria tenemos noticias de que no han seguido ese método. El contratado es un auténtico, un verdadero y valioso profesional.
– ¿No saben nada más?
– Si supiéramos algo más no haría falta montar tanta vigilancia, Méndez.
– Entonces a Gandaria pueden matarle en cualquier momento…
– ¿Usted qué coño creía?
– ¿Y por qué no le han pedido que evite venir a Madrid?
– Pues porque él necesita venir a Madrid para sus negocios. Y bien mirado, porque aquí corre menos peligro que en el País Vasco. En el País Vasco no necesitan ni contratar a un especialista. Podría matarlo la portera. Y hay todavía una última razón: no le vengas a Gandaria con consejos porque te envía a la mierda.
Méndez sonrió débilmente.
– Me gusta ese tío -dijo.
– Bueno, yo tampoco tengo nada contra él.
– De todos modos, pienso que podían haberle aconsejado que se hospedase en un hotel menos llamativo.
– Todos los hoteles de lujo de Madrid son llamativos, Méndez. O es llamativo Gandaria, lo mismo da. Cámbielo usted de alojamiento y lo localizarán en diez minutos, de modo que en ese sentido poco importa lo que se haga.
– Entiendo.
– Pues si entiende, empápese de su misión. Debe captar cualquier anormalidad, debe descubrir a ese profesional antes de que sea demasiado tarde. Para eso lo han traído a Madrid, donde supongo que se encuentra a gusto.
Méndez carraspeó.
– Todo lo contrario. En el restaurante del hotel sólo me sirven vinos de consagrar y aguas embotelladas por San Luis Gonzaga. No he tenido éxito en mis peticiones de vinos comarcales y aguas procedentes de los lavaderos públicos, que son las que forjan, como usted sabe, un pueblo sufrido y fiel hasta la muerte. A las horas de las comidas me traen aves que tienen en el pico un piramidón, para demostrar su santidad y su limpieza, y soufflés hechos con extracto de hipofosfitos Salud. El aire de mi habitación está acondicionado, lo cuidan, lo santifican y lo mezclan con suspiros de monja. Cambian las toallas cada vez que me rasco un dedo. Este ambiente artificial acabará conmigo. No sobreviviré.
– No se preocupe, Méndez. Si triunfa, volverá pronto a la calle Nueva. Si fracasa, también.
Le apuntó con la llamita del puro y añadió:
– Ahora voy a decirle una cosa.
– ¿Qué?
– Usted ha llegado a la conclusión de que Gandaria es una especie de héroe. El pueblo también ha llegado a la misma conclusión, y eso aumenta la moral colectiva. Pero una vez dicha esta gran mentira, voy a decirle la gran verdad, Méndez. Conviene que usted la sepa porque necesita trabajar con todos los datos en la mano. Nosotros y los de arriba -señaló el techo de la habitación, como si allí estuviera vigilando la santísima trinidad del Cuerpo- tenemos la convicción de que ya ha pagado importantísimas cantidades a ETA.
Méndez carraspeó de nuevo.
– ¿Qué les hace pensar eso? -murmuró.
– Las cuentas corrientes de Gandaria. Su situación financiera, vamos. Ya le he dicho que tengo un importante puesto en el Banco de Crédito Industrial, y desde esa atalaya puedo otear lo que pasa en el campo del dinero español, que por cierto es un campo adornadísimo. Gandaria ha gastado enormes sumas en los últimos tiempos, sin lógica aparente, y ha hecho viajes sospechosos al extranjero, todo lo cual concuerda con la actitud de empresario que paga a ETA. No tenemos pruebas, pero pensamos que las cosas ocurren así. Y a partir de aquí sé que usted me hará dos preguntas, Méndez.
– Justo. Le preguntaré primero por qué razón Gandaria, si ha pagado, sigue con la comedia de que no paga. Y le preguntaré en segundo lugar por qué ETA quiere matarlo, si ETA ya cobra.
– Le contestaré, claro que le contestaré -dijo Besteiro, abandonando por unos momentos el cigarro-. Gandaria, si es que efectivamente paga como pensamos, no lo reconocerá nunca por varios motivos. Primero, por su propio carácter. Segundo, porque si se mantiene como un héroe, puede hacer una carrera política en la derecha española, cosa que ya ha empezado a insinuar. Y tercero, porque todo pago a ETA en el extranjero presupone una alta evasión de divisas, es decir un delito.
Méndez cabeceó afirmativamente.
– Buena respuesta -dijo-. Ahora explíqueme por qué ETA quiere matar a la gallina de los huevos de oro.
– Eso habría que preguntárselo a los terroristas, claro. Pero permítame tener mi propia hipótesis: Gandaria ya se ha cansado de pagar. O ya no puede pagar más. Es decir, la gallina ya no pone huevos. Reconozco que, hasta ahora, la banda terrorista ha sido bastante seria en sus tratos, es decir si se llegaba a un acuerdo en una cantidad, no exigía más. Pero últimamente ETA ha degenerado tanto que puede haber perdido hasta lo último que le quedaba: la seriedad. O puede que Gandaria no haya pagado aún todo lo que prometió. Y hasta pienso en una maniobra propagandística: si Gandaria quiere mantener su prestigio diciendo que no paga, ETA puede querer mantener el suyo matando al que dice que no paga.
– Ha pensado usted mucho en todos los detalles -elogió Méndez.
– En el Hotel Villamagna no sé qué hacer.
– Maldita sea, no es fácil encontrar policías como usted, Besteiro. A lo mejor incluso ha leído a los filósofos griegos de la escuela cínica y se ha pasado una tarde de domingo con Tom Wolfe y con Henry Miller. Pero lo único que ha hecho ha sido darme detalles sobre una misión que ya sé. Y ahora soy yo el que quiere preguntar cosas, ¿entiende? Soy yo.
– Naturalmente que sí. Pregunte, Méndez, aunque ya imagino lo que quiere saber.
– Es esto: yo descubrí en Barcelona el cuerpo de una chiquilla de unos doce años que había sido asesinada.
– Lo sé.
– Pues oiga bien, Besteiro: no se conocía la identidad de esa chiquilla. La última vez que la vi estaba hecha un bultito conmovedor en el depósito del Clínico. Y ahora la encuentro aquí, en Madrid, casi al lado de donde estamos ahora. Y se ocupa de su cadáver una mujer que encima es ciega y que reside en el Hotel Palace.
– Claro, Méndez. La señorita Alonso.
Méndez pestañeó.
– Tengo la sensación -dijo- de que dentro de poco empezaré a necesitar un trago.
– Pues espérese un poco, porque todo lo que sé sobre este asunto se lo puedo explicar. La niña se llamaba Mercedes y, en efecto, tenía doce años. La señorita Alonso es su madre adoptiva.
– ¿Insinúa que Mercedes fue una niña abandonada?
– No lo insinúo. Lo afirmo.
– ¿Y por qué la adoptó una mujer ciega?
– ¿Y por qué no?
Méndez se encogió de hombros casi imperceptiblemente, sintiendo que se movía en un terreno inseguro.
– Claro -dijo-, ¿y por qué no? Pero tal vez lo que estoy pensando es otra cosa. Yo entiendo mucho de mujeres, Besteiro, pero no de mujeres que adoptan a niños. Sin embargo siempre he pensado que la madre adoptante tenía que poder garantizar la protección de la hija adoptada. Dígame: ¿qué garantías de protección puede dar una ciega? ¿Eh? Dígame: ¿qué garantías?
– Toda la protección que usted quiera. La señorita Alonso es enormemente rica.
– ¿Muy rica…?
– Una de las principales fortunas de España.
Méndez quedó pensativo, sintiendo otra vez que se movía por terrenos resbaladizos. Y es que él, cuando le hablaban de dinero -del gran dinero-, se desconcertaba. Pero trató de ordenar sus ideas, porque aquél era un caso que había empezado y terminado él. Terminado en todos los sentidos, con el asesino muerto y metido ya en la fosa. Pero aún había muchos detalles que ignoraba, de modo que preguntó:
– ¿La señorita Alonso tiene otros hijos?
– No. Es soltera.
– ¿Por qué adoptó a Mercedes?
– Porque no la quería nadie.
– ¿Qué quiere decir eso de que no la quería nadie?
– Esa chiquilla era autista -informó Besteiro con paciencia-. Vamos a ver si me explico bien, aunque quizá le estoy diciendo algo que usted ya sabe, Méndez. En España hay unos cinco mil niños autistas. ¿Y qué les ocurre? Pues que no conectan con la vida, las personas y las situaciones. Se puede decir que las personas de su alrededor no existen para ellos. No existen tampoco para ellos los sonidos o los estímulos habituales. Usted puede disparar una pistola junto a su cara y ni siquiera pestañean. No miran directamente a los ojos, y si quieren una cosa, en vez de señalarla con el dedo por ejemplo, tomarán la mano de una persona adulta para conducirla hacia esa cosa. También tienen una enorme resistencia física. A veces repiten gestos agotadores e inútiles centenares de veces, de tal modo que otra persona acabaría reventada, pero ellos ni se enteran. Hay algunos que consumen sus propios excrementos, porque sólo lo que es auténticamente suyo les interesa. En resumen, son unas personas conmovedoras, imposibles de definir, que arrastran consigo todo un mundo propio. Nuestro mundo está hecho de pedazos que repartimos entre los demás. El suyo no. No sé si me he explicado bien, Méndez. No sé si usted ha comprendido ya por qué una niña de esa clase pudo despertar la compasión de una supermillonaria.
Méndez sintió un pinchazo en el fondo de sus ojos, quizá cansados de ver los pedazos de su mundo que tantas veces había repartido inútilmente. Musitó:
– Claro que lo comprendo.
– Bueno, pues ésa era la niña.
– ¿Por qué mataron a una desgraciada así?
– Por dinero.
– ¿Qué dice?
Todo el cuerpo de Méndez estaba ahora tenso. Sus ojos ya no eran melancólicos sino duros y crueles. Volvían a ser los ojos de la serpiente vieja. Sacó la lengua que parecía dividida en dos mitades para repetir:
– ¿Qué dice…?
– La pequeña fue secuestrada. Nada tan fácil como secuestrar a una chiquilla así. No tienen voluntad. Se dejan conducir a donde sea. Y confían en todo el mundo. Su propia vida no les importa.
Méndez dijo abruptamente:
– Hijo de puta.
– Se refiere al asesino, ¿no?
– Lástima que en España no haya pena de muerte. Lástima de verdugo con dotes artísticas y sin demasiada prisa.
– Méndez…, ¿me equivoco si pienso que el muerto que usted dejó en Barcelona era el asesino?
– No. No se equivoca.
Besteiro dio una larga chupada a su cigarro.
Por unos instantes se produjo en el despacho un insoportable silencio.
Al fin Besteiro susurró:
– Deje que le continúe explicando. Esa pobre chiquilla, Mercedes, fue secuestrada, como le decía. Y a cambio de su vida le pidieron a la madre adoptiva una cantidad de las que obligan a meditar: un millón de euros. Ella dijo inmediatamente que pagaría.
– ¿Tenía esa cantidad?
– Por supuesto que sí.
– Cada vez estoy más cerca de necesitar un trago -barbotó Méndez.
– En apariencia -continuó Besteiro, como si no le hubiese oído-, el secuestro se hubiera resuelto como tantos otros a lo largo y ancho del mundo: pagando. Pero la señorita Alonso, desesperada, había hablado con la policía antes de que el secuestrador le enviara el primer mensaje. La policía intervino, sin hacer caso de las súplicas de la madre para que no moviera un dedo. En un delito tan repulsivo, no íbamos a permitir que un bastardo se saliera con la suya. Aconsejamos a la señorita Alonso que pagase, pero tendimos una trampa. Es decir, Méndez, todo lo que le estoy explicando ya lo sabe: es de manual. Lo que ya no resultó de manual fue que la encerrona fallase y el secuestrador pudiera huir, aunque sin el dinero. Y sin embargo la encerrona estaba bien montada, Méndez. Por lo que me han explicado, mis compañeros lo hicieron todo muy bien. En la operación no intervino ningún tonto. Y sin embargo la trampa falló. No entiendo cómo falló, ¿sabe? El secuestrador parecía saber más que nosotros. No sólo pudo escapar, sino que estuvo a punto, a punto de llevarse el dinero encima. Hubiera sido el colmo.
Méndez miró al vacío.
Ahora sus ojos estaban perdidos en un punto inconcreto de la estancia.
Pensaba en algo. En alguien.
Pensaba en el inspector Marquina.
Susurró:
– ¿Pudo prevenirle otro policía?
– ¿Qué dice?
– Pues eso. Un policía que le indicara: «Ten cuidado con eso. Ten cuidado con aquello. Obra así. Obra asá». Unos consejos paternales, Besteiro.
– Pero ¿por qué piensa que un policía puede estar involucrado en eso?
– No, si no lo pienso.
– ¿Sabe usted algo que no me explica, Méndez?
– ¿Yo? ¡Pobre de mí! ¡Qué voy a saber!
– De todos modos -dijo Besteiro pensativamente-, por lo que yo sé del asunto, y hablando en pura teoría, da la sensación de que el secuestrador estuvo bien asesorado técnicamente, porque otro hubiera cometido fallos que él no cometió. En fin, dejemos eso. El caso fue que con nuestra intervención chafamos el asunto, lo hundimos todo, la espichamos, en una palabra. El secuestrador perdió los nervios, que es lo peor que puede ocurrir en esos casos. Convencido de que estábamos tras su pista, se llevó a Mercedes a Barcelona en coche y en Barcelona se deshizo de ella. Por descontado que la pequeña no pudo ser identificada al principio.
– Claro -dijo Méndez, pensando en voz alta-. No llevaba documentos, y además su cuerpo había aparecido en otra ciudad.
– No es sólo eso. La alarma había sido dada para encontrar a una niña autista, es decir deficiente mental. Y eso confundió o desorientó aún más a nuestros ilustres amigos de la bofia. Cuando te dicen que busques a una chiquilla deficiente mental te haces enseguida la idea de que ha de ser una persona a la que se le note en la cara, o sea una persona con una cara especial. Y los autistas no tienen ningún rasgo físico. Al contrario, suelen ser personas muy guapas. Cuando están vivos se nota su deficiencia, claro, pero cuando están muertos no. Eso dio a la policía de toda España una especie de pista falsa, de modo que no le extrañe que aquel cuerpecito de Barcelona no fuera relacionado al principio con la chiquilla de Madrid.
Méndez seguía mirando al vacío.
Su expresión era reconcentrada.
Murmuró:
– Lo comprendo muy bien. Yo mismo me confundí también al principio. Creí que la chiquilla que había aparecido muerta era la hija de un presidiario.
– En fin, Méndez… -Besteiro alzó las manos en un gesto de impotencia-. Todo ha salido muy mal, pero al menos el caso está cerrado porque el asesino ha muerto. Sólo me resta añadir una cosa que usted mismo ha visto: el cuerpo de la pequeña ha sido trasladado a Madrid y se procederá a darle sepultura. La madre adoptiva está deshecha, está hundida, pero es una mujer de gran clase. Ha sabido guardar una impresionante dignidad.
Hizo una pausa y añadió:
– Bueno, creo que necesitaba hablar con usted y ya lo he hecho. Tome este número de teléfono -le pasó una tarjeta por encima de la mesa-. En caso de tener que darme alguna noticia, por insignificante que sea, me llama o pasa a verme, para lo cual ya ha visto que no tiene más que cruzar la calle. Yo siempre estoy aquí, o al menos estoy localizable.
Se puso en pie, dando por terminada la entrevista, pero Méndez siguió sentado como si no tuviera fuerzas para levantarse. Murmuró:
– Una mujer que puede pagar de golpe un millón de euros, ¿por qué tiene el cadáver de su hija adoptiva en un sitio tan modesto como esa vivienda de la calle del Prado? La señorita Alonso tendrá una mansión, digo yo. En Puerta de Hierro o un sitio de ésos donde hasta el pipí de los mayordomos huele a Vega Sicilia.
– La tiene, claro que la tiene. Pero en esa vivienda relativamente modesta que usted ha visto vive la asistenta que cuidaba personalmente de Mercedes. Era la única persona a la que Mercedes hacía caso y entendía. Supongo, Méndez, que para un hombre de la calle Nueva, como usted, eso no significa nada, pero aquí a eso lo llamamos amor. Extraña palabra, ¿no? ¿La ha oído alguna vez? La señorita Alonso sí, y por eso ha querido rendir un homenaje a la persona a la que Mercedes más quiso. Y ahora vuelva al hotel, Méndez, y aproveche. No sabe la suerte que tiene al disponer de barra libre.
Méndez masculló:
– No sé si va a creerlo, pero llevo veinticuatro horas a base de agua mineral. Creo que eso no lo resistiré. Acabaré con el hígado deshecho.
Con pasos menudos, bizqueando porque la luz de la calle le irritaba la vista, Méndez regresó al hotel. Estaba convencido, de todos modos, de que perdía el tiempo y el dinero, porque aquella costosa operación no serviría para nada, excepto para demostrar que los que sirven al gobierno en las alturas son personas de buen gusto y saben gastar. Nadie pretendería matar a Gandaria nada menos que en un sitio como el Hotel Palace.
Casi en la puerta se encontró con el hombre joven, elegante, a quien antes había visto leer en la rotonda la prensa económica, tomando algunas notas. A aquel hombre joven, elegante, etcétera, le estaban abriendo la puerta de un coche Mercedes. Las miradas de los dos se cruzaron.
Y Méndez, bien educado, como siempre, con los que de alguna manera detentaban el poder, le saludó:
– Buenos días.