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Méndez, mientras se adentraba en el hotel con un cierto temor -cosa que le estaba ocurriendo desde que se presentó en él- se cruzó con otro hombre, pero tampoco a éste le prestó demasiada atención. Sólo su instinto de viejo profesional le hizo retratarlo durante unos segundos. Se trataba de un hombre ya mayor: tendría unos cincuenta y cinco años, pero esos años se notaban en su cara, no en el resto de su cuerpo. Su cara reflejaba un cierto cansancio, un cierto desinterés; era como si cada año vivido hubiese dejado en aquella cara una manchita de mosca. En cambio el cuerpo era ágil, entrenado, duro. Era todavía el cuerpo de un joven. Pero hoy día, cuando los ejecutivos juegan más al tenis que al póquer, eso no es extraño. Lo malo para los ejecutivos es que suelen jugar sus músculos, no su cabeza, y la cabeza sigue segregando los venenos de las horas de oficina, dejando en la cara las marcas del éxito.
Aquel hombre, pues, fue retratado por Méndez, pero inmediatamente Méndez lo archivó, mientras seguía avanzando hacia la rotonda. Una vez allí oteó el panorama de rostros ya conocidos, de transeúntes por conocer, damas otoñales a las que no valía la pena archivar, porque a Gandaria sólo hubieran podido matarle de aburrimiento, y señoritas inútiles para todo servicio en las que Méndez se fijó especialmente por puro placer estético, pero diciéndose a sí mismo que era por un sacrificado cumplimiento del deber. En efecto, nada garantizaba que no fuese una mujer la que había recibido el encargo de matar a Gandaria.
Mientras tanto, el hombre en quien Méndez se había fijado sólo un momento salía del hotel, dirigía una mirada hacia la bulliciosa glorieta de Neptuno y atravesaba la plaza de las Cortes para remontar la
Carrera de San Jerónimo. Miró de soslayo el Congreso, que al parecer no despertaba en él ningún interés, y se detuvo unos instantes ante los escaparates de un anticuario situado a mano izquierda. Bañados por una luz declinante acechaban en el interior una consola isabelina, un tocador ante el que debía de haberse desnudado una mujer de Monet, una delicada palangana de Talavera que parecía hecha para abluciones pecadoras y una jarrita que cabría en el segundo piso de un bolsillo de obispo y que parecía hecha para los óleos más santos. En un cuadro de dama con tafetán y perrito, situado al fondo, moría una luz que hubo una vez en el paseo de Recoletos, y en unos azulejos colgados cerca de la puerta brillaba un sol que estalló una vez en un huerto de Valencia. La vida desfilaba tras las anchas espaldas del hombre, se detenía en Lhardy, alquilaba una ilusión en el teatro y se escondía ante un mostrador y un reguero de vino junto a la plaza de Canalejas. El hombre de la cara gastada y el cuerpo joven pareció darse cuenta de que tenía el tiempo detenido entre los dedos, dio un cuarto de vuelta y siguió andando.
La Puerta del Sol, los despachos de la primera detención y los cafés de la última copa solitaria. Los policías que te enseñan a guardar distancias, la extinguida librería San Martín, especializada en temas militares, donde te enseñaban a ganar todas las batallas que ya pasaron. La calle Arenal, con el Hotel Moderno -que, por descontado, es muy antiguo- y la charcutería de lujo donde un letrero indica que allí sólo entran géneros, es decir carnes, sangres y se supone que clientes, de primera calidad. Jóvenes que esperan ver nacer en la acera un trabajo, abogados que esperan una pasantía prometida ya a sus padres, hombres y mujeres parados en espera de algo que podría ser la luna llena.
Y en el café, cerca de la plaza de la Opera, el otro hombre. En el café cercano a la plaza de la Ópera se encontraba Fernando Torres.
Fernando Torres estaba vuelto de espaldas, pero el que había salido poco antes del Palace lo reconoció enseguida. Entró con pasos tranquilos, hasta ponerse a su lado.
– ¿Todo bien, Fernando? -preguntó amistosamente.
Fernando Torres estaba distraído. Por primera vez en su vida podían haberle sorprendido como a un niño. Su derecha quedó un momento en el aire mientras volvía con rapidez la cabeza.
Miró a su interlocutor como si éste fuese un aparecido.
– Galán… -musitó. Y enseguida añadió, reaccionando después de la primera sorpresa-: No sabía que estuvieras en Madrid. Vaya… ¡qué cosas tiene la vida! ¡Pero qué cosas! ¿Desde cuándo no nos habíamos visto?
– Desde México, hará unos cuatro años. O tal vez nos vimos un poco más tarde -dijo Galán mirando al vacío-. Sí, eso es… Nos vimos un poco más tarde. Fue cuando yo te di las instrucciones para el trabajo de Panamá y después te lo pagué. Me parece que la última entrevista la tuvimos en el aeropuerto Kennedy. Hay que ver la de cosas que han pasado desde entonces, la de cosas.
– No muchas. La gente que antes pagaba, paga. La gente que antes cobraba, cobra. La vida es una comedia que siempre se repite. Oye, Galán…
– ¿Qué?
Fernando Torres pareció perder un instante, sólo un instante, su aplomo, mientras apoyaba ambas manos sobre la barra.
– ¿Estás ya retirado? -preguntó.
– No, qué va.
– Pero tienes muchos años.
– Cincuenta y cinco.
– Para este oficio eres una mierda de viejo.
– Te equivocas. Ni viejo ni nada. Estoy en mi mejor momento. Los que pagan lo saben muy bien. Por eso siguen pagando.
– ¿A qué has venido a Madrid?
Galán tomó ostensiblemente la cerveza que Torres tenía delante y que aún no había probado, se la bebió con toda tranquilidad, se pasó el dorso de la mano por la boca y dijo:
– He venido a ver a los amigos.
– ¿Qué amigos?
– Por ejemplo, tú.
– No me digas…
– Claro que te digo. Fui a buscarte al Hotel Palace porque sabía que te hospedabas allí y quería que hablásemos un rato. Nada importante, claro… Cosas de colegas. Pero me di cuenta de que salías poco a pie y usabas con frecuencia un Mercedes despampanante, supongo que sólo para que la gente te mirara. En realidad no ibas con él a ninguna parte, porque lo solías dejar en un aparcamiento a poca distancia. Luego me di cuenta de que frecuentabas algunos sitios. Uno de los sitios es este café. Y tú sin darte cuenta de nada, Fernando, sin darte cuenta de que te tenían controlado. Has perdido facultades y además tienes un exceso de confianza. Ya no actúas como un ejecutor, sino como un cartero. Es admirable.
Desde el lugar solitario de la barra que ocupaban los dos hizo seña al camarero, que estaba algo alejado, y le encargó dos cervezas más, con dos bocadillos de calamares. Galán había dado varias veces la vuelta al mundo, había vivido fuera de España años y años y sin embargo no había logrado olvidar los calamares baratos de Madrid, el pan blanco y denso, el bocadillo de apaño, de urgencia y de trasiego, con sabor a cristal viejo de la calle San Bernardo, a noche de la Plaza Mayor y a rayo de sol muriendo en un mostrador de Atocha. Lo mordió casi con ansiedad, reencontrando olores clausurados y salivas perdidas, mientras evitaba mirar a Fernando Torres. Pero notaba que éste, pese a aparentar tranquilidad, pasaba demasiadas veces los dedos por la barra manchada de cerveza.
Fernando Torres no probó nada. Solamente entreabrió los labios para musitar:
– ¿Cómo has sabido que estoy en el Hotel Palace?
– Llevo muchos años de oficio, Fernando. Para trabajar, yo sólo necesito tres cosas: un nombre, una ciudad y veinticuatro horas de tiempo. Ah, y que me paguen, naturalmente.
– ¿Eso quiere decir que estás trabajando?
– Sí, digamos que sí.
– ¿En qué?
– En algo muy bien tarifado y que necesito terminar a modo. Estoy dispuesto a que sea el mejor trabajo de mi vida. Últimamente he estado algo olvidado, quizás algo enfermo, y… Bueno, hay quien considera que ya no hago las cosas como antes. Por descontado, el que piensa así se equivoca de medio a medio, pero ya sabes lo que ocurre con todos los artistas: de vez en cuando necesitas tener un éxito.
– ¿Qué trabajo es ése?
– Uno en el que estás metido tú.
– ¿Yo? ¿Y qué sabes tú del trabajo en que estoy metido?
Galán terminó su bocadillo, bebió un largo trago de cerveza y pronunció a continuación un solo nombre:
– Gandaria.
Por la calle, más allá de los cristales del café, desfilaban unos jóvenes con una gran bandera blanca. Sin duda se trataba de jóvenes que acudían a una concentración de seguidores del Madrid, para ir juntos al partido con sus banderas, sus canciones y sus gorras. Seguramente había en el Bernabéu encuentro entre semana: Galán no lo sabía. Pero viéndolos pasar recordaba otros tiempos, de cuando él, con sólo diez años, iba a visitar a su padre preso y le llevaba algunos alimentos robados en las tiendas de la Cava Baja o en el mercado de la Cebada, hasta que no hizo falta robar más porque a su padre lo ejecutaron habiendo recibido los santos sacramentos y la bendición apostólica. Eran otros tiempos, cuando el viejo Chamartín constituía casi una reunión de familia, cuando en el Madrid aún se recordaba a un portero artista llamado Esquivia, a un medio ala llamado Lecue, que parecía un intelectual, y las últimas temporadas de Quincoces. El Madrid de finales de la Guerra Mundial era, en los recuerdos de Galán, una ciudad gris, con campos de fútbol siempre embarrados, árbitros gordos y franquistas, una calle recta -la Castellana- que se perdía de vista y unos cafés llenos de humo donde siempre había algún hombre que chillaba y alguna joven melancólica que leía un libro de poesía en riguroso secreto. Por la gran recta de la Castellana sólo pasaban uno o dos automóviles particulares, invariablemente ocupados por cuatro amigos que iban a casas de putas lejanísimas, perdidas en la noche, y luego veían amanecer en una taberna de lágrima flamenca.
Galán pidió al camarero otro sabor perdido, unos boquerones de la casa.
– Gandaria -repitió en voz baja.
– Pero ¿tú qué sabes de él? ¿De qué coño me estás hablando?
– Mira, Torres, no te hablo de un coño, sino de un trabajo que hay que hacer. Ya hace mucho tiempo que Gandaria sabe que puede morir, porque no paga el impuesto revolucionario, desafía a ETA y presume de todo lo que causó la muerte a los que murieron antes que él. Está en la caseta de tiro al blanco y se niega a que lo saquen. Si está loco o no, es algo que no me importa, pero el caso es que él sabe que ya hay alguien encargado de matarle. Lo que no sabe es que el encargado de matarle eres tú.
– Galán, no sabes de qué hablas.
– Pues ya me dirás qué haces en el Palace.
– Tomo las aguas.
– Mira, Fernando, conmigo te puedes ahorrar dos cosas: el dinero y las coñas. Todo lo que tomemos lo pagaré yo. No hace falta que me vengas con disimulos de principiante, aunque, bien mirado, eres un honrado y prometedor principiante que a lo mejor llega lejos. Cuando digo que te han encargado el trabajo, es porque sé incluso lo que te pagan por ello.
Fernando Torres perdió por unos segundos su habitual cara de póquer. Palideció.
– Galán -musitó-, nadie puede saber eso.
– Yo sí.
– Vamos a ver… Has dicho antes que coñas no. Pues yo también te digo: coñas no. Los faroles están de más entre nosotros. Ya que lo sabes todo, dime lo que me pagan. Hala, dilo.
Sin inmutarse, Galán susurró:
– Los gastos, que no son pocos, y encima dos millones de euros.
El impacto se notó. Podría decirse que fue demoledor. Fernando Torres giró un poco la cabeza, como si fuese a negar con vehemencia, pero enseguida decidió callarse. La súbita palidez de su rostro indicó que Galán le había alcanzado de lleno.
Y Galán añadió:
– Te vendes barato, Fernando.
– ¿Y a ti qué te importa?
– Es que a mí me pagan tres millones por hacer lo mismo.
Durante los años grises de Galán, cuando la gente con futuro empezaba a edificar de verdad en la Castellana y cuando la gente sin futuro trabajaba a tutiplén en las tabernas de la lágrima, él había conocido a muchas personas dispuestas a matar, pero esas personas nunca lo hubieran hecho por dinero, sino por una serie de cosas que tenían tan sólo una cotización sentimental y necesariamente barata: un amigo muerto, una bandera rota, una mujer llorando en una silla, un niño vagando por una calle de la que nunca aprendería el nombre. Eran cosas, pensaba Galán, que no se conservaban en los bancos, sino que nacían y morían con una canción, un puño cerrado o un grito. Pero no podía evitar recordar con ternura a todos aquellos compañeros de la noche, a todos los que barrían en las tabernas las colillas, los escupitajos y las cáscaras de gambas, y que de vez en cuando también viajaban Castellana arriba, en tranvías con los cristales cargados de humedad y de años, en busca de casas de putas remotísimas. Pero esos hombres no iban a hundirse entre las piernas de una mujer, sino a buscar consignas depositadas en aquellos sitios que la policía apenas vigilaba, porque todos los que se hundían entre las piernas de las mujeres caras tenían que ser a la fuerza gente de orden y que creía en Dios. De vez en cuando aquellos compañeros de la noche, si eran viejos, bendecían a sus hijas, y si eran jóvenes sentían la oscura tentación de llorar junto a sus hermanas, antes de que unas y otras fuesen elegantemente poseídas a tarifa fija. Una vez existió un Madrid, pensaba Galán, que ya nadie recuerda o no quiere recordar, hecho de buhardillas y palomas, de viejos muertos al sol, tranvías funerarios, mujeres llorando en las camas y hombres caídos para siempre junto a las tapias. Aquel Madrid que terminaba en Chamartín y en Vallecas le convirtió en lo que él era hoy, un asesino para quien el mundo no terminaba en ninguna parte, pero eso no quería recordarlo. Miró de nuevo a Fernando Torres y musitó:
– Más vale que lo dejes, amigo mío. Este trabajo voy a hacerlo yo. Vete cuanto antes y así evitarás que te cace la policía. Suscríbete a un periódico, siéntate, y acabarás encontrando la noticia de la muerte de Gandaria.
Hizo un gesto de indiferencia, dejó sobre la barra el importe de lo que habían consumido y se dispuso a salir del bar. Pero los dedos de Fernando Torres, unos dedos que parecían de hierro, le detuvieron a tiempo.
– Tú no podrás hacer eso nunca, Galán -dijo.
– ¿Por qué no?
– Porque no eres más que un viejo.
– Claro. Precisamente porque no soy más que un viejo -musitó Galán, desasiéndose-. Precisamente por eso, porque necesito demostrar, pese a todo, que sigo siendo el mejor. Y porque tienen que creer en mí, porque tienen que seguir dándome trabajo.
Hizo una mueca y salió.
Fernando Torres fue a seguirle con un movimiento impulsivo, pero se detuvo en el último instante. Lo que menos le convenía era exhibirse, llamar la atención. Miró como un alucinado la barra, miró el dinero y al fin miró la calle que se insinuaba detrás de los cristales. Toda la ciudad no era más que una inmensa mancha.
Fernando Torres no llamó desde su habitación. No lo hubiera hecho nunca. Pese a saber que en el hotel él no estaba vigilado de ninguna manera, prefirió telefonear desde una cabina pública situada en General Martínez Campos, cerca de los coches rugientes del nuevo Madrid y cerca del edificio de los ex alumnos de la Institución Libre de Enseñanza, o sea del Madrid dos veces viejo. Le contestó una voz tranquila, pausada, que él ya conocía, una voz de hombre sin sobresaltos, como esos que dedican sus vidas -los hay- a leer periódicos en los casinos de provincias. Sin embargo Fernando Torres sospechaba que el dueño de aquella voz no podía llevar una vida del todo apacible, porque sólo podía llamarle a aquel número entre las diecinueve y las diecinueve treinta, o sea media hora cada tarde. Justo ese tiempo.
Más de una vez se había preguntado en qué extraño sitio estaría su interlocutor durante esa media hora, sólo media hora al día, pero por supuesto no había podido averiguarlo. Aunque sería ingenuo decir que un hombre como Fernando Torres no había tratado de hacerlo.
Por supuesto, el número no figuraba en la guía telefónica. Había tenido la santa paciencia de repasarlos todos, en una labor de chino. Por supuesto que era inútil preguntar en la Compañía; no le iban a dar ningún dato. Y por supuesto, en fin, que aunque todo se consigue con influencias, él no había querido mover ninguna, pues era introducir una tercera figura -por descontado, peligrosa- entre su misterioso comunicante y él mismo.
Por todo eso Fernando Torres estaba perfectamente resignado a no averiguar nada sobre aquel número de teléfono ni tampoco sobre el dueño de la tranquila voz. Mientras contemplaba la calle desde la cabina -todos los matices del tiempo y todos los tonos del gris en un Madrid para entendidos- Torres preguntó:
– ¿Alguien más puede haberse encargado del asunto que me pasaron a mí?
– ¿Quiere decir un doble encargo? -preguntó la voz-. ¿Contratar a dos hombres para hacer lo mismo, pero cada uno por su lado?
– Sí. Eso es exactamente.
– ¿Y por qué habíamos de hacer una cosa semejante?
– Para asegurar el resultado -murmuró Fernando Torres-. Si uno falla, acertará el otro.
– Es absurdo… Complica las cosas y además cuesta mucho dinero. ¿Por qué pregunta eso?
– Sencillamente, porque al otro tipo lo conozco. Y me ha dicho que me aparte.
– ¿Quién?
– Galán.
– No conozco a ese hombre. ¿Quién es? ¿Un aficionado?
– Nada de aficionado, maldita sea. Todo lo contrario. Me guste o no me guste, he de reconocer que es un profesional perfecto, una especie de obrero seguro e implacable, al que han dado trabajo en todas las partes del mundo. No le voy a explicar detalles porque no nos conviene a ninguno de los dos, y menos por teléfono, pero le repito que es un hombre de primera categoría. Los servicios secretos de Río Grande para abajo lo han estado contratando durante años, aunque ahora ya es viejo para el oficio. De todos modos lo tomé muy en serio cuando hablamos los dos.
La voz le cortó para decir suavemente:
– Cuidado, Torres.
– ¿Por qué?
– Puede ser un infiltrado de la policía.
– No, no lo creo.
– ¿Por qué no?
– No es su estilo. Ni tampoco está de acuerdo con su historia.
– La historia cambia -dijo la voz, con la misma tranquila suavidad-. Parece mentira que tenga que decirle eso precisamente a un profesional como usted. Son precisamente las personas garantizadas por su pasado las que la policía busca para ofrecerles algo muy importante a cambio de algo también muy importante. De ese tal Galán no sospecharía nadie, Torres, ni siquiera usted. Por lo tanto, es el hombre ideal para estar actuando como confidente.
– Pero entonces, ¿por qué se ha quitado ya desde el principio la careta y me ha demostrado que está enterado de todo?
La voz contestó con otra pregunta:
– ¿Y por qué está enterado de todo?
Hubo una vacilación.
– ¿Usted no se lo ha dicho? -musitó Torres.
– ¿Yo…?
– ¿Puede haber una organización paralela dispuesta a hacer lo mismo que nosotros? ¿Y puede esa organización paralela haber contratado a Galán? -preguntó Torres.
– Teóricamente es posible, aunque en ese caso, ¿cómo sabría la tal organización paralela que existimos nosotros, y especialmente que existe usted?
Fernando Torres, que prácticamente no vacilaba nunca, vaciló otra vez.
– Pues Galán lo sabía todo -dijo al fin.
– Entonces desconfíe de él. Desconfíe. No haga nada de momento, excepto reunir toda clase de datos sobre ese tal Galán. Mañana vuelva a llamarme a esta hora. Lo hace desde una cabina pública, por supuesto.
– Sí, claro.
– No lo olvide.
Al otro lado de la línea colgaron. Fernando Torres colgó también. Miró como si no fuese suya aquella mano que temblaba. Miró la calle que de pronto parecía un tubo vacío y hostil, tan profundamente español y contradictorio que tenía en su extremo una iglesia, es decir un monumento a Dios, y en el otro extremo el monumento a un presidente de la República. Salió de la cabina, siguió andando como un autómata y cuando sus pensamientos empezaron a serenarse estaba ya en la calle del Cardenal Cisneros, viejo lugar de tascas y mesones, vinos en trance de consagración, orinas bautismales y quesos fermentados a la luz de la luna. Salió a Fuencarral: brillantes oficinas con una sola empleada y un solo archivador, viejas pegadas a un cristal, un mosaico o una foto, relojeros que habían aprendido a medir el tiempo hacia atrás, bares desde cuyos escaparates te miraba un pulpo resignado a todo y chicas que habían salido a la calle a comprarse dos palmos de vida.
¿Qué le pasaba? ¿Por qué notaba de pronto aquel miedo y se dejaba invadir por aquella sensación de fragilidad? Ni siquiera el Hotel Palace, cuando se reintegró a él, le pareció como otras veces un mundo de valores permanentes y verdades establecidas, donde las cosas tenían que ocurrir con un ritmo lógico y consagrado desde 1914. De pronto sucedían en el Hotel Palace cosas increíbles, como por ejemplo encontrar a Gandaria completamente solo en un pasillo, sin sus guardaespaldas, encendiendo un cigarrillo y esperando, al parecer, que él hiciera con toda facilidad el difícil trabajo de matarle. Gandaria estaba allí, quieto e indefenso, sin ni siquiera mirarle, tratando de hacer funcionar un monumental encendedor de oro que no funcionaba. De pronto vio venir a Torres, señaló y preguntó:
– Perdone, ¿me da usted fuego?
– Pues claro que sí.
Torres se estremeció al pensar en lo fácil que era todo. En lugar de sacar el encendedor podía sacar el corto estilete que siempre llevaba acoplado a uno de los bolsillos de su americana. Un solo golpe en el pasillo solitario, un golpe al corazón, suave y acariciante, y el asunto terminaría. Incluso el ascensor que él acababa de dejar seguía en el piso, de modo que en cuestión de segundos podía tomarlo y desaparecer. Cuando descubrieran a Gandaria, cuando sonara el primer grito, él ya estaría en el bar charlando del porvenir de España, es decir de su porvenir exclusivamente personal, con cualquier político.
Pero vaciló en los instantes cruciales, justamente a causa de su sorpresa. Un hombre como él nunca debería pensar, pero eso lo comprobó demasiado tarde. De repente la voz de Gandaria dijo con suavidad:
– Gracias, amigo.
Un guardaespaldas apareció entonces al extremo del pasillo. Era enorme. Ahora se dio cuenta Torres de eso, al verlo moverse en un espacio relativamente pequeño. A aquel tipo lo colocaban en un ring y el ring se hundía. El guardaespaldas miró recelosamente a Torres -a quien sin embargo conocía por haberle visto varias veces en el hotel- mientras preguntaba:
– ¿Necesita algo, señor Gandaria?
– No, gracias. ¿Dónde estabas?
– Revisando el ascensor del otro lado. Perdone si me he retrasado un momento.
– No tiene importancia. Adiós, señor.
Miraba a Torres. Este musitó:
– Adiós.
Los vio alejarse mientras él se quedaba absurdamente parado en el pasillo. Con un retraso impropio de un hombre de su experiencia, se dio cuenta de que no se estaba comportando normalmente, de que había olvidado lo básico: la naturalidad. Fingió que él también buscaba tabaco, encendió al fin un cigarrillo y se alejó. Pero en el momento de volverse aún le pareció sentir clavada en él la mirada recelosa del guardaespaldas.
Había perdido una magnífica ocasión, y lo que era peor, había dejado que se fijaran expresamente en él. Ahora ya era tarde para lamentarlo.
Quizá por eso, aquella noche apenas pudo dormir. En un profesional como él, un detalle así era inconcebible.
Pero la conversación que tuvo al día siguiente -desde una cabina telefónica, como le habían ordenado- con el hombre de la voz tranquila, le quitó el sueño durante muchas horas más. Le ordenaron algo que no hubiese esperado nunca.