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Méndez había logrado ingerir en un bar de Atocha, no lejos de allí, unos buenos tragos de anís barato, seco y duro, y estaba convenientemente amodorrado en el salón rotonda del hotel cuando la vio pasar. Méndez había hecho una peregrinación a las casetas de libros viejos de la Cuesta de Moyano, sin encontrarlas ya, y había dado fin a sus problemas culturales metiéndose en aquel bar donde terminó haciéndose amigo del camarero y confidente del limpiabotas, además de enterarse de que muy poco antes había quedado embarazada la dueña. Confortado con estos efluvios del alcohol, de la amistad y de la vida que pasa, Méndez estaba medio adormilado cuando -hay que insistir en ello- la vio cruzar la rotonda a poca distancia. Se dio cuenta una vez más de que no era ya joven ni demasiado guapa, y además, al margen de eso, tenía la desgracia de ser ciega. Méndez pensó que se fijaba en ella, la señorita Alonso, sólo porque lo sabía todo sobre su vida -incluidas sus terribles desdichas- y porque era increíble que una mujer sin visión se moviese con aquella soltura. Pero luego se dio cuenta de que eso no era cierto, de que en realidad estaba pensando una mentira.
La señorita Alonso tenía para él un cierto interés como mujer. Según sabe todo el mundo -y según el curioso lector puede comprobar en diversos archivos cardenalicios- a Méndez le interesaban las mujeres más bien crepusculares, armadas con una corsetería eficaz, que tuviesen un cierto sentido barroco del amor y a las que no importara empezar por la mañana y no haber tenido todavía un orgasmo a la hora de la cena. Quizá la importante señorita Alonso daba la imagen en esos profundos pensamientos de Méndez, al menos de una forma inconsciente. O tal vez no tan inconsciente, pues Méndez la había visto desnudarse en su habitación, y todos sus amigos sabían que Méndez, incluso en sus pensamientos más fugitivos, era profundamente malvado.
Miró con renovada atención a la señorita Alonso. Sus dos batallas perdidas, las dos arrugas en el cuello, aparecían estampilladas bajo un rostro que sin embargo estaba cargado de vida. Sí, a pesar de todo lo que le había ocurrido, el rostro de aquella mujer seguía estando cargado de vida. Méndez clavó sus ojos en ella por una serie de pequeñas cosas, que sin duda empezaban -desvergonzadamente- por el secreto de haberla visto casi desnuda y seguían -por orden decreciente, según la más respetable escala de valores- por su asombrosa facilidad de adaptación a un mundo sin luz, por la gracia de sus andares -propios de una señorita que ha sido instruida en academias de baile y conciertos de piano con audiencia limitada- y la distinción de sus movimientos -por supuesto, propios de una señorita que ha sido enseñada a evolucionar entre cortinas de Valenciennes y tapices de La Granja-. Ninguna de estas virtudes tan inconcretas podía borrar, desde luego, la virtud concreta de un desnudo, pero para un hombre tan pasado de moda como Méndez eran cosas que aún conservaban vigencia. Por eso la siguió con la mirada hasta que ella desapareció por la puerta de la calle, esta vez sin ninguna escolta, lo que era sencillamente asombroso. Por eso Méndez la siguió a toda velocidad -es decir, a dos kilómetros por hora- mientras se preguntaba con inquietud si la señorita Alonso era de verdad una ciega, es decir si allí no existía una gran farsa.
Una vez en la calle se dio cuenta de que la mujer no iba sola. Su dama de compañía, a la cual él ya conocía, la había estado esperando fuera para guiarla a través del tráfico incivil de la calle del Prado. Es decir, la señorita Alonso no sorteó sola los peligros del asfalto. Fue a la cercana casa donde había estado el cadáver de su hija adoptiva y se metió en ella. La dama de compañía entró esta vez también. Méndez permaneció fuera, con la mirada perdida.
Nada extraño en aquella actitud de la señorita Alonso. Aquel piso modesto, cercano al hotel, había de significar tanto para ella que era normal que lo frecuentase. Por lo tanto Méndez olvidó sus malditas sospechas, hizo una mueca, volvió la espalda y se dirigió de nuevo al hotel.
Fue entonces cuando lo vio. El rostro le recordó inmediatamente algo, pero no estaba seguro de que aquel tipo que ahora cruzaba la calle fuera el mismo que estaba archivado en algún rincón de su memoria. Méndez había visto tantas caras de asesinos, atracadores, violadores y otros tipos aptos para triunfar en un festival de ratas que ya le era imposible precisar identidades. Quizás a aquel tipo no lo había visto jamás. Pero le recordaba a Valle, un tipo que violó a dos niñas y mató a otra. El tal Valle era de estatura mediana, manos grandes, buena musculatura y mirada terriblemente fija. El tipo que ahora cruzaba la calle era de estatura mediana, manos grandes, buena musculatura y mirada terriblemente fija. Fue ese detalle, el de la mirada, el que devolvió a Méndez a otros tiempos más dados a la paz cristiana, cuando aquellos tipos, antes de ser ejecutados, recibían toda clase de seguridades sobre su vida futura. Pero era evidente que estaba equivocado. Aquel tipo no podía de ninguna forma ser Valle, ya que Valle tenía que encontrarse en la cárcel. Por su parte, el paseante en corte también le miró a él, y si pensó algo pensó que no podía ser Méndez, puesto que Méndez no podía encontrarse en los barrios altos de Madrid, sino en los barrios bajos de Barcelona.
En fin, Méndez se olvidó de él y regresó al hotel a pasos más bien veloces, buscando de nuevo el placer de su butaca y de su somnolencia en la rotonda. Entonces se encontró -lo cual nada tenía de extraño, puesto que le ocurría frecuentemente- con aquel hombre joven que usaba corbatas de seda italiana y leía elFinancial Times. Los dos se saludaron con una leve inclinación de cabeza. A aquellas alturas, Méndez ya sabía que el hombre con el que se acababa de cruzar se llamaba Fernando Torres, del mismo modo que conocía los nombres de prácticamente todos los clientes del hotel. En cambio Fernando Torres, al no disponer de tantos medios de investigación, no sabía aún que Méndez era un policía. Y caso de saberlo no lo hubiese creído, entre otras cosas porque un policía que está siempre dormido cerca del bar no merecerá nunca que le den un destino de lujo en el Hotel Palace. Por supuesto que Fernando Torres, un buen profesional en otros aspectos, no conocía en absoluto la historia de España.
Después de cruzarse con Méndez, Fernando Torres se dirigió hacia
Cibeles en busca de una cabina telefónica libre y en buen uso. Ardua tarea en la que han fracasado los más notables talentos del país. Pero como disponía de tiempo, como había salido con mucha antelación, encontró al fin una que le permitió hacer la llamada durante la media hora del plazo convenido. La voz tranquila le contestó con la indiferencia de siempre:
– ¿Torres…?
– Sí. Quedamos en que llamaría a esta hora. Puede estar tranquilo, porque hablo desde una cabina pública.
– De acuerdo. He estado haciendo averiguaciones sobre ese hombre del que me habló, Galán.
– ¿Y…?
– Es realmente muy bueno. Ha trabajado en todo el mundo, y parece que no falla nunca. -Se lo dije.
– Ha trabajado incluso en Estados Unidos, para el Sindicato del Crimen. Y en América del Sur, sobre todo en América del Sur. Me han asegurado que una vez, en Bogotá, pusieron tras su pista a otro asesino a sueldo, y Galán no sólo lo mató, sino que envió la cabeza a la casa del hombre que había hecho el encargo. Me han asegurado también que es muy bueno con el cuchillo. Hace lo que llaman «la pajarita».
Sin transición, añadió:
– La «pajarita» consiste en dibujarla en el cuello con la punta de una navaja, pero pinchando muy adentro. El que tiene la desgracia de encontrarse con ese adorno, cuando se entera ya se ha quedado sin garganta.
– Me está hablando de cosas que ya sé -dijo con impaciencia Fernando Torres-. Fui yo quien advirtió que Galán es muy bueno, aunque esté ya viejo y necesite una oportunidad. Si fuese un paquete, no me hubiera molestado en telefonear. Pero ahora, en cualquier lugar del mundo se contrata a hombres como nosotros, y los primeros que nos contratan son los gobiernos. Galán no hubiera llegado hasta esa edad si no fuese una verdadera figura.
– Lo sé… Y precisamente por eso no me ha sido difícil averiguar cosas sobre él. Pero lo más importante no he podido averiguarlo de ninguna manera. No tengo la menor pista de la persona que le ha podido contratar. Y tampoco lo entiendo. No doy con la menor organización que tenga interés en soltar dinero, mucho dinero, para poder tocar el cadáver de Gandaria.
– Maldita sea, pues es muy sencillo -gruñó Torres con la misma impaciencia que antes.
– ¿Sí? ¿Quién?
– ETA
– Mire, amigo Torres, usted no tiene que pensar, pero tampoco tiene que hablar. Hablar nunca. Con nadie, y hasta le diría que casi ni conmigo. Yo soy un intermediario, un agente que le conocía muy bien a usted y ha hecho todos los contactos por teléfono, excepto el de depositar dinero en su cuenta bancaria. Naturalmente, a mí me pagan una comisión, pero ni voy a decirle quién me la paga ni voy a decirle quién me ha hecho el encargo. ¿Tiene monedas?
– Las suficientes.
– Bien, entonces oiga esto: no entiendo quién puede haber contratado a Galán para hacer lo mismo que ha de hacer usted. Pero ETA no ha sido.
Fernando Torres dijo con voz nerviosa:
– Usted está seguro por una sola razón.
– ¿Por qué?
– Porque ETA es usted.
La voz siguió sonando tranquila, apacible, casi abacial, al otro lado del hilo.
– Mire, Torres, yo sólo soy un intermediario, un hombre que le ha contratado a usted para hacer un trabajo, del mismo modo que podía haberle contratado para pagar un rescate en Francia. Pero no le voy a decir nunca quién me ha contratado a mí. Hasta me avergüenza tener que explicarle eso. ¿Usted piensa que me ha pagado ETA? Bueno, pues piénselo. Puede hacerlo mientras no hable. Pero lo que sí puedo garantizarle es que a Galán no lo ha contratado ETA. Tengo los suficientes contactos para saberlo.
– ¿Entonces quién…?
– No lo sé. Ahora estoy hablando sin tapujos: no lo sé. Pero eso me hace insistir en lo que le dije ayer: puede ser una jugada de póquer, pueden estar tendiéndole una trampa, Torres, y para evitarla no hay más que una solución.
– ¿Cuál?
– Hacer pronto el trabajo. Sé que usted tiene su modo de actuar, pero ya ha pasado más tiempo del que me pidió. Ha de hacer el trabajo mañana.
A Torres le ofendía que le marcaran las pautas. Por eso preguntó con voz desafiante:
– ¿Y por qué no hoy?
– Porque hoy ha de hacer otra cosa.
– ¿Qué dice…?
– No esperaba esto, ¿verdad, Torres?
– Yo espero lo que me da la gana.
– No me hable de esa manera ni crea que en mis palabras hay una cuestión personal. Nada de eso. Al contrario, fui yo el que le elegí por ser el mejor. Y la prueba de que le sigo considerando es que necesito encargarle otro trabajo para hoy, un trabajo sencillo y bien pagado. Al precio de lo de Gandaria se le añadirá cincuenta mil euros.
– ¿Cincuenta mil para qué? Yo no uso una pistola por ese precio.
– No tendrá que usar nada, excepto su coche. Hay un hombre que debe ser trasladado de un sitio a otro.
– Que tome un taxi.
– Maldita sea, Torres, no diga sandeces. Usted sabe que los taxistas hablan. Ese hombre debe ser recogido en la puerta principal de Correos dentro de una hora justamente, y llevado al aeropuerto. Sólo eso. Luego usted puede volver. Use su Mercedes, por la sencilla razón de que es un coche que nadie va a detener si por casualidad se produce una batida. Aquí aún se sigue la norma de que los perros muerden a los que visten mal. Lleve también una camisa, una corbata y uno de sus trajes, porque el hombre en cuestión se cambiará dentro de su coche, en el camino al aeropuerto. La ropa que él le entregue la arroja usted a un container al otro lado de la ciudad.
– ¿Qué pasa con esa ropa?
– Al hombre pueden haberle visto con ella.
– ¿Qué más?
– Podría estar manchada de sangre. Un poco manchada.
– Ahora entiendo lo de los cincuenta mil.
– Usted no va a correr ningún peligro, Torres. Sólo ha de hacer de taxista. No pasará nada. Pero si tuviera la sensación de que los están acorralando, si tuviera la sensación de que ese hombre puede ser capturado, haga una cosa muy sencilla.
– ¿Qué cosa?
– Mátelo.
– No quiere que hable, ¿verdad?
– No quiero que hable.
– ¿Qué método debería usar?
– Ése es su problema, Torres. No necesitará que le enseñe su oficio, me parece. Lo único que debo añadir es que ese hombre irá desarmado y además confiará en usted, de modo que será un juego de niños. Pero oiga bien esto, Torres: sólo lo hará si es absolutamente necesario, si usted cree que lo pueden capturar.
– Bien.
– ¿Todo conforme?
– No.
– ¿Qué pasa ahora?
– Quiero medio millón.
Hubo una leve vacilación al otro lado del hilo.
Luego la voz tranquila musitó:
– De acuerdo. Pero le aseguro que no tendrá necesidad de ganárselo.
– Ése es también mi problema. ¿Cómo reconoceré a ese hombre?
– Estará en el sitio indicado, llevará un pañuelo rojo en el bolsillo superior de la americana y leerá el periódico deportivo Marca.
– De acuerdo.
– Una última cosa: excepcionalmente me llama, también desde una cabina pública, cuando haya dejado a ese hombre en el puente aéreo.
– Bien.
Y Fernando Torres colgó, saliendo de la cabina, ante la que ya se había formado una pequeña cola. No sabía quién era el tipo al que debía transportar a Barajas, no sabía lo que aquel tipo tenía que hacer -quizá lo estaba haciendo ya- ni le importaba en absoluto. Era un trabajo como otro cualquiera y por el que cobraría una bonita suma. Además, lo había hecho otras veces.
Incluso matando. Incluso con segunda parte del trabajo incluida. En Paraguay y Bolivia había cobrado por hacer pasar la frontera a más de un periodista y a más de un líder político que no podían quedarse en el país. Pero ni los periodistas ni los líderes habían conseguido llegar al otro lado de la frontera nunca. Cobrar por los dos lados a la vez no era algo que a Fernando Torres le repugnase.
Y así se podía llegar a crear un magnífico círculo de relaciones, así se podía formar parte de uno de los abanicos culturales más amplios del mundo, así se conocía a ministros, diputados, gobernadores, banqueros, mujeres de banqueros y hasta poetas dispuestos a escribir sobre las virtudes del muerto antes de que estuviese muerto. «Si alguna vez escribiese mis memorias -pensaba Torres con frecuencia-, nadie las creería.»
Sólo un par de detalles no serían escritos nunca -seguía pensando Torres- en sus sin duda elogiadísimas memorias. Eran detalles que no le gustaban y que no acababan de estar de acuerdo con la porción de grandeza moral que sin duda él había ido incluyendo en todos sus trabajos. Uno de esos detalles era el del boliviano -quizá demasiado joven-, quien le gritó: «¡La última vez que estuve en una casa de putas siento no haber elegido a tu madre!». Y la del chileno -quizá demasiado viejo- que únicamente susurró: «Déjame un minuto para rezar».
Fernando Torres encendió un cigarrillo, miró su reloj y, persona más bien calmosa como era, pensó que aún le sobraba demasiado tiempo.
El hombre a quien Torres debía recoger una hora más tarde pensaba, en cambio, que no le sobraba tiempo y que le convenía pasar a la acción. En primer lugar porque la señorita Alonso podía salir de la casa en la que se hallaba, y eso lo estropearía todo, porque dejaría de estar indefensa. Y en segundo lugar porque lo que él iba a hacer conviene hacerlo tranquilo, tomándose el tiempo necesario, recreándose un poco, ya que lo contrario le quita todo el encanto y convierte la violación en un trabajo de borrachos o una artesanía de drogatas.
Él también miró su reloj, mientras avanzaba por la calle del Prado. Guardaba ya el pañuelo rojo en un bolsillo interior, con la cartera, pero no se lo había puesto aún en el lugar indicado porque una contraseña no debe utilizarse nunca antes de tiempo. En un bolsillo exterior de la americana tenía muy bien guardado un ejemplar deMarca, puesto que después del trabajo, ya en el camino hasta Correos, quizá no tendría ocasión de comprarlo. Rosendo Valle era un hombre meticuloso, sereno, digno de confianza, a quien a pesar de sus crímenes habían concedido en la cárcel un permiso extraordinario de una semana, con todas las bendiciones del juez. Ese permiso le había permitido un rápido viaje en avión a Madrid y le permitiría un rápido regreso a Barcelona, ciudad de la que Dios sabía -«se lo juro, juez»- que no se había movido nunca, según demostraban las pruebas que ya había reunido antes de moverse. Y entre los dos vuelos él Habría ganado una bonita suma de dinero y encima habría pasado uno de los ratos más dulcemente violentos, más dulcemente agradables de su existencia.
Ya conocía a la mujer. Bueno, no era una niña. ¿Y qué? No siempre se va a dedicar uno a lo mismo. Además, las niñas que antes fueron su predilección, las que estuvieron sometidas a sus insultos, sus golpes y sus vicios -en los que ningún orificio dejó nunca de ser interesante- se habían convertido, para su gusto de hombre maduro, en un material chillón y poco duradero, ya que más de una hubo que se le desmayó enseguida. Conseguir a una mujer ya mayor, pero selecta, era una emoción nueva para Rosendo Valle. Porque Rosendo Valle, pese a su indiscutible ascensión social, tenía que reconocer que nunca había podido violar a una mujer rica.
Si con las niñas había escupido sobre la virtud, ahora Rosendo Valle, mucho más educado políticamente, quería escupir sobre el dinero. Quería convertir a aquella mujer en una piltrafa humillada, castigada, ahogada por el miedo y el asco, para demostrarle que él, Rosendo Valle, estaba por encima. El hecho inesperado de que aquella mujer fuese una ciega -se lo habían dicho en el último momento- añadía a la aventura un punto de malignidad especial, de toque culinario excitante, de gran estreno sólo para iniciados. En fin, depremiére absoluta.
Como ya había estudiado el terreno muy bien, se metió en el portal de la casa. Vio allí a un hombre ya mayor hurgando en los buzones de la correspondencia, como si depositara en ellos propaganda comercial, pero no le importó. Llamó con toda naturalidad a la puerta, sabiendo que le abriría una mujer ya vieja.
– Hola, ya estoy aquí -dijo amablemente Valle-. Me envían del hotel.
No permitió que la otra contestara. Con rapidez simiesca, pasó entre la mujer y la hoja de madera, se coló dentro y cerró. La víctima dijo, sin entender nada:
– Pero ¿quién es usted…?
Lo que sucedió a continuación fue tan rápido como un fogonazo. Descargó sobre el cráneo de la mujer la barra de hierro que había llevado remetida entre la camisa y el pantalón, y en el silencio de la habitación resonó un crac siniestro. Valle no supo si había matado a la mujer, pero eso le importaba bien poco. Tampoco por eso iba a estar ni un día más en la cárcel, aun en el absurdo caso de que llegaran a identificarle. Cuando la primera víctima hubo caído, Valle avanzó velozmente unos pasos, se dirigió a la otra habitación y entonces vio a la ciega.
Estaba sola.
Mejor.
Le habían hablado de la posibilidad de encontrarse con una señorita de compañía bastante joven, en cuyo caso el trabajo sería más difícil, aunque quién sabe si también más placentero. Pero ni ese problema existía. La señorita Alonso estaba sola. Sin entender nada, murmuró:
– Pero ¿qué pasa…?
No tuvo tiempo de preguntar nada más. Una especie de bola se le metió en la boca como un pelotazo, llegándole hasta la garganta. En aquel momento no comprendió que era un pañuelo prensado. Lo único que comprendió fue que no podía gritar y que además se estaba ahogando.
Lo que pasó a continuación, en menos de un segundo, aún fue peor. Estaba braceando en el aire, sin saber lo que ocurría, cuando una ancha tira de esparadrapo le selló la boca. La sensación de ahogo, de angustia fue tan intensa que cayó de rodillas, convulsionándose. Había estado a punto de tragarse el pañuelo, pero a pesar de eso no podía ni toser.
Rosendo Valle la miró desde arriba, lanzando una risita. Todo estaba resultando maravillosamente fácil. Contempló a la mujer, que movía la cabeza angustiosamente, y pensó que, después de todo, le parecía más bonita que la primera vez que la vio. La primera vez que la vio no tuvo para él más atractivo que el dinero que iban a proporcionarle por ultrajarla; la segunda vez pensó que tenía un no sé qué de decadente, de mujer antigua, bien educada y bien limpia, que a lo mejor daría juego en la cama. Ahora, en una rápida progresión de su capacidad artística -apreciar la belleza allí donde la haya-, Valle se dio cuenta de que la señorita Alonso tenía unas buenas y seguramente satinadas nalgas. Por lo tanto le subió la falda con un movimiento brusco mientras decía:
– Zorra.
Ella cayó de bruces, estremeciéndose de horror. Valle la sujetó con fuerza, para mantenerle la grupa en el aire.
Sabía que podía hacer con aquella mujer cualquier cosa, mientras no la matase. Matarla era el único lujo que de ningún modo se podía permitir. Mientras le mantenía la grupa en el aire con su poderoso brazo izquierdo, empleaba la mano derecha para rasgarle las braguitas de un solo tirón seco.
Ella volvió a estremecerse.
Pero él se estremeció también.
¿Qué hacía aquel hombre allí?
¿Por dónde había entrado? ¿Por qué se había sentado tranquilamente en una de las butacas, como si quisiera contemplar la escena? ¿Por qué le estaba mirando?
Rosendo Valle balbució:
– ¿Quién eres tú…?
Oyó la risita. El hombre no contestó, pero se puso a reír suavemente. Sus ojos parecieron hacerse más grandes y adquirieron la fijeza de los de una serpiente. Y ahora se dio cuenta Rosendo Valle de dos cosas: de que era el mismo hombre que había visto antes trajinando en los buzones y de que, pese a ser efectivamente un hombre ya mayor, era bastante más joven y fuerte de lo que había creído al principio.
Repitió como un eco:
– ¿Quién eres tú…?
El otro no contestó tampoco. Se puso en pie. Seguía riendo silenciosamente, como si se dispusiera a hacer algo placentero que ya había hecho docenas de veces, como si se anticipara el placer de un festín abyecto. Y entonces Rosendo Valle se sintió acometido por la desesperación. Soltó a la mujer y trató de saltar de costado hacia la puerta, mientras lanzaba un gritito. Nunca había sentido miedo de la ley, pero en cambio sintió que el horror le helaba la sangre al encontrarse ante aquella especie de verdugo.
No iba armado para no correr el riesgo de matar a la mujer, y porque tampoco hubiera podido pasar con armas el control del aeropuerto. De todos modos aún tenía a su alcance la barra de hierro. Intentó sujetarla.
El desconocido dijo brutalmente:
– Te la meteré por el culo.
Y abrió la navaja. Era una pieza enorme, una especie de cuchillo de desollar que arrancó reflejos a todos los metales y a todos los espejos que había en la habitación. Rosendo Valle, mudo de horror, intentó dar otro salto y chocó contra un ángulo, quedando completamente clavado allí como si las paredes tuviesen manos, como si el aire le ahogase, como si la luz irreal de aquella habitación destilase una especie de baba.
Sólo pudo balbucir:
– No… no lo hagas.
Mientras tanto, sin cambiar de posición, intentó dar un puntapié al bajo vientre de su enemigo, pero éste esquivó con la facilidad de un auténtico profesional, una facilidad increíble para su edad y sobre todo para su peso. Entonces tendió la mano derecha.
La hoja de acero brillaba en ella.
Hubo un chispazo.
Un grito.
El desconocido susurró:
– Te gustará mi servicio de afeitado en seco.
Rosendo Valle ahogó un grito de horror.
No podía moverse.
Sabía que estaba ante un sádico.
Y entonces sintió el primer pinchazo. La hoja de acero le llegó hasta el fondo de la garganta. Le perforó la tráquea.
Valle sintió que sus rodillas se doblaban y que un líquido caliente y pegajoso le llenaba la boca.
No sabía que aquello era «la pajarita».
Murió sin saberlo.
La sangre saltó hasta la pared.
Pero en todo tiene que notarse la pericia de un auténtico profesional: ni una sola gota de sangre salpicó la mano del hombre que estaba haciendo la carnicería.
Rosendo Valle se derrumbó. Bajo su cuerpo, la sangre se estaba extendiendo con tal velocidad que pronto todo el suelo de la habitación se volvería rojo. Antes de que eso sucediera, el hombre limpió la navaja en las ropas del muerto y se alejó.
Ni siquiera se preocupó de la señorita Alonso, por la sencilla razón de que ella se había desmayado.
Después de todo, lo peor que ahora le podía pasar era que se pusiese perdida de sangre.