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Galán salió de la casa, observó en torno suyo y se dio cuenta de que nadie se fijaba especialmente en él. Por lo tanto avanzó con expresión tranquila, sin alterarse, llegó a la plaza de las Cortes y descendió sin urgencia hacia el laberinto de Neptuno y el Prado. Caso de tener tiempo libre hubiese ido a pie hasta alguna tasca de Atocha cuyo ambiente no hubiese variado en los últimos treinta años -«pues haberlas haylas», pensó- pero el reloj apremiaba. De modo que tomó un taxi a poca distancia de Cibeles y se hizo conducir a la plaza de la República Argentina, a un Madrid apacible y donde aún piaban algunos gorriones que habían podido escapar al último censo. Desde allí volvió a salir a la Castellana y tomó otro taxi, al que dio la dirección definitiva, o aproximadamente definitiva. El sitio donde el taxi le dejó estaba a una parada de autobús de su destino.
Era la Calle Mayor. Había allí algunas platerías que parecían conservar el último lujo -y la última cubertería empeñada- de los Austrias. Había algunas viejas tiendas de blanco: ropa de cama para la nena, ropa de sudario para la vieja, ropa de ilusión para la novia, ropa de primera noche, ropa de primera sangre, y quizá al fondo de la tienda, adonde no llegaba la luz, estaba la ropa del primer bostezo, de la primera lágrima, y quién sabe si de la primera cornada. También existía alguna tienda de artículos militares en un país donde los militares ya no se ven por la calle, país de sables escondidos -pero brillantes-, medallas póstumas y estrellas que debió bordar la novia, pero la novia ya no existía y encima quién sabe si nunca supo bordar. Galán pasó ante un escaparate donde un mantón de Manila lucía su pasado, su nostalgia, su desafío cupletera de mujer cachonda y morena. Entró en un portal ancho y solemne, piedra por fuera y cerámica por dentro, lámpara de bronce a la derecha y a la izquierda una portería con vocación de garita de la Guardia Civil. Ascendió los peldaños -hierro forjado hasta el principal, y del principal hasta arriba barandilla de taberna.
El propio hombre de la silla de ruedas le abrió la puerta del segundo piso cuando él llamó. El hombre de la silla de ruedas tenía un aspecto barroco, usaba batín, pañuelo, foulard, bisoñé, monóculo. «Ya nadie usa monóculo en Madrid -pensó Galán- a menos que el objetivo visual en cuestión merezca muchísimo la pena». Por ejemplo para mirar un himen de una monja. Pero a pesar de su aspecto barroco, a pesar de su silla de ruedas, de su bisoñé, su edad y su profunda desgracia -«con todos los atributos viriles caídos para siempre», pensó Galán-, el hombre tenía un aspecto decidido y enérgico, como si en cualquier momento fuese a descolgar el teléfono y gritarle que tuviera cuidado con elyen al consejero de Banesto. Galán, acostumbrado a pasarse horas y horas en las salas de espera de los aeropuertos, tenía siempre a punto un crucigrama mental: moneda de tres letras, «yen»; moneda nueva de siete letras, «austral»; acreditada institución española de siete letras, «déficit»; mujer virtuosa de cuatro letras, «puta». El crucigrama mental le servía para tener unos instantes el cerebro en blanco, para no hundir su pensamiento en la situación que vivía, dejando que el que pensase fuese su instinto.
El instinto le dijo que el hombre de la silla de ruedas estaba ofendido. En efecto, cerró la puerta, le señaló con el índice el fondo de la casa y dijo:
– Entre.
Era un piso que había conocido tiempos mejores, no cabía duda. Las alfombras eran buenas, pero estaban comidas por el uso; a los muebles isabelinos les faltaba una restauración. Dos cuadros algo tristes -Raurich, pensó Galán, que era un entendido en arte- mostraban en sus marcos un beso antiguo, hecho de olvido y de polvo. Un gato también antiguo, sentado en una butaca, le miraba con un ojo y no hacía un solo movimiento, esperando que fueran los otros los que se comprometieran.
– Siéntese.
Galán se sentó enfrente del gato, vigilándolo: «Espíritu casero de los antepasados con seis letras: minino».
Galán dijo suavemente:
– Lamento haberme retrasado un poco, Salomón.
– Le esperaba hace una hora.
– Lo siento. Ya sé que usted me aguardaba. Pero es que he tenido algo importante que hacer.
– ¿Tan urgente era?
– Sí. No podía esperar.
– ¿Y en qué consistía eso tan importante que tenía que hacer?
– En matar a un hombre.
Galán lo dijo sin ninguna emoción, sin que su voz se alterara lo más mínimo, sin que tuviera un matiz. Vio que el hombre de la silla de ruedas se estremecía un momento, pero Galán no dio a eso la menor importancia.
Lo único que dijo fue:
– Salomón, cuando usted me contrató ya sabía que yo me dedicaba a matar. Ya sabía, además, que ése es un oficio que vuelve a ser apreciado en todo el mundo.
Los ojos de Salomón se iluminaron un momento.
– Me maravillaría saber que ya ha matado a Gandaria -susurró.
– No, aún no.
– Pues ¿por qué ha aceptado otro trabajo? Tenía que estar exclusivamente dedicado al asunto de Gandaria. Usted lo sabía.
– No era un encargo -dijo Galán con voz opaca.
– Pues ¿a quién ha matado?
– Digamos que a un cerdo asesino.
– ¿Por qué?
– Iba a violar a una mujer.
– ¿Y a usted qué le importaba?
Galán volvía a tener su mente en blanco y volvía a dejar que su instinto, sus recuerdos, sus pesadillas hablasen por él. Esta vez le costó un esfuerzo decir:
– Pongamos que yo quería defender a esa mujer.
– ¿Por qué?
– Pongamos que es algo que yo veo en las ventanas.
– ¿Qué ve usted en las ventanas, Galán?
– Cosas que han ocurrido.
Se puso en pie y dio unos pasos por la habitación. El gato portador de espíritus, sin dejar de vigilarle, se cambió de sitio.
– ¿Y qué fue lo que ocurrió, Galán? -preguntó el hombre de la silla de ruedas.
– Eso no le importa a nadie.
– Entonces dígame cómo sabía que esa mujer iba a sufrir un daño. O quizá lo supo por casualidad.
– Yo nunca sé nada por casualidad, amigo Salomón. Yo he logrado estar vivo, y he logrado que otros hombres estén muertos, porque me fijo en todo. Y como deseaba proteger a esa mujer, la estaba vigilando. Y ahora no hablemos más de eso. Lo único que tengo que decirle es que ese acto… digamos «suplementario», no me ha distraído en absoluto del trabajo principal. Usted me contrató para matar a Gandaria y lo haré, puede estar seguro.
Hizo una pequeña pausa para añadir rápidamente:
– Sólo una cosa podría impedirlo.
Salomón ladeó de pronto la cabeza, para mirarle de soslayo. En aquella posición, el ojo que estaba detrás del monóculo parecía inmenso, como el ojo de un pez.
– ¿Qué es lo que podría impedirlo? -le preguntó también velozmente.
– Que Fernando Torres lo mate antes.
– Olvídese de Fernando Torres.
– ¿Por qué he de olvidarlo? Es un auténtico profesional.
– Me importa muy poco lo que sea. Usted tiene que hacer un trabajo. Olvídese de todo lo demás.
– Si he de olvidarlo, quisiera hacerle antes una pregunta, amigo Salomón.
– Hágala.
– Cuando usted me contrató para matar a Gandaria, yo le dije que había visto en el Hotel Palace a Fernando Torres. Y que me dejaba arrancar la piel si Fernando Torres no estaba en aquel lugar para matar a alguien, y ese alguien no podía ser más que Gandaria. Entonces decidí hablarle con toda franqueza, amigo Salomón. Le pregunté por qué me contrataba para un trabajo que de todos modos iba a hacer otro hombre.
– ¿Y qué le contesté?
– Más o menos lo que me contesta ahora. Que no me preocupase de nada que no fuera mi misión.
– Supongo que la respuesta no le dejó satisfecho.
– En absoluto. Por eso insistí, sabiendo que usted no podía hacer más que dos cosas. Una era confesar que no sabía nada de Torres, lo cual le hubiera puesto en evidencia como un hombre mal informado y con el que resultaba peligroso trabajar. La otra era asumir sin tapujos su papel de hombre importante y confesar que lo sabía todo. Fue eso lo que hizo, claro. Y hay que ver lo que sabía, Salomón… Más que un rey bíblico cuyo nombre lleva. Me enteré hasta de lo que cobra Torres por hacer el trabajo. Tenía más datos que si lo hubiera contratado usted mismo.
– ¿Y qué?
– Eso me obliga a hacerle otra pregunta -dijo Galán secamente.
– Le contestaré si puedo.
– ¿Ha contratado usted también a Fernando Torres?
– ¿Por qué había de hacerlo?
Galán se encogió de hombros.
– ¿Por qué había de hacerlo? ¿Por qué…? -susurró- ¿Y yo qué sé? Pero mire una cosa, Salomón: cuando uno no sabe algo, es porque hay centenares de respuestas posibles. Y yo le daré la más lógica: usted ha contratado a los dos para asegurar el resultado sea como sea. Naturalmente pagando sólo al que hiciese el trabajo. Y yo no me hubiese enterado del podrido asunto si no llego a conocer a Torres.
Salomón, hombre en su silla de ruedas, hombre impotente sin más compañía que la de un gato, le miró sin embargo con una cierta expresión de lástima.
– ¿De verdad quiere una respuesta sincera, amigo Galán? -musitó.
– Naturalmente que la quiero.
– Yo no he contratado a Fernando Torres para nada. Nunca le he dado un euro. Nunca he hablado con él.
– ¿Es ésa una respuesta sincera?
– Claro que lo es.
– Entonces ya me dirá, Salomón, cómo conoce tantos detalles. Usted sabe lo del trabajo de Torres mejor que la madre que lo parió. Tanto que hasta pensé que tiraba un farol, pero no es así. Los datos los he comprobado.
– ¿Cómo los ha comprobado?
– Hablando con Fernando Torres, naturalmente.
– ¿Está… loco?
– ¿Por qué había de estarlo? Torres es un colega. He trabajado con él. Hemos cobrado bastantes veces de los mismos gobiernos y de las mismas personas. Pensar que Torres me va a denunciar o yo voy a denunciar a Torres es absurdo, porque caeríamos los dos. Pero necesitaba saber si usted estaba tan enterado como parecía, porque le digo la verdad: no podía creerlo. Y además por otra razón: quería pedirle a Torres que esta vez me dejara el terreno libre.
– Sigue estando loco. ¿Por qué razón había de pedirle a Torres un favor de esa clase?
– No es un favor, digamos que le hice unas reflexiones. Y ahora usted me preguntará por qué.
– Sí. ¿Por qué?
– Sólo hay una respuesta, ¿sabe? Necesito rehacer mi nombre. Necesito que la gente no me considere un viejo. Cuando yo mate a Gandaria, los clientes que hay en las cinco partes del mundo lo sabrán. Pero para eso necesito matarlo.
Salomón, el hombre de la silla de ruedas, le miró con curiosidad, como si Galán fuera un desconocido al que viese por primera vez. A sus labios asomó una levísima mueca de desdén, pero esa mueca de desdén fue inmediatamente sustituida por otra de fastidio. Maniobrando con fuerza y habilidad, dio una vuelta a la habitación, rozando el diván en que el gato, al igual que otros personajes tan listos como él, descansaba de su descanso. Pero ahora el bicho no se movió de su sitio.
Consultó su reloj de pulsera. Era un Cartier Pasha, y Galán supo valorarlo. Hacía falta ser muy rico para tener una pieza así, pero también hacía falta ser muy rico -pensaba Galán- para contratar a un hombre de su clase.
Salomón susurró:
– Quería verle para que me trajera noticias, pero lo único que me ha traído son problemas. Y oiga bien esto, Galán: no quiero volver a verle hasta que Gandaria haya muerto. Olvídese de Fernando Torres. Usted haga su trabajo y borre de su cabeza todo lo demás. ¿Lo ha en-
tendido? ¿O lo necesita más claro? ¡Acabe con Gandaria de una vez! ¡Maldita sea! ¡Acabe con Gandaria!
Sus últimas palabras habían sido casi un grito de odio.
Galán se sorprendió.
Los que le contrataban eran gente sigilosa, astuta, importante, que hablaba de la muerte de un hombre como una simple operación comercial o política. Incluso, en aquel mundo hermético y en cierto modo exquisito, propio de hombres de altura, se consideraba de mal gusto pronunciar el nombre de la víctima. También se consideraba de mal gusto fijar plazos demasiado rígidos. Salomón, en cambio, estaba cometiendo dos errores, que eran dejarse llevar por los dictados de su reloj y los dictados de su odio.
Pero Galán necesitaba aquel trabajo, por mucho que le molestara tratar con hombres que no sabían dominar sus nervios.
Con una estrecha sonrisa, musitó:
– Supongo que es inútil preguntarle por qué desea tanto la muerte de Gandaria.
– Sí. Es inútil preguntármelo.
– No se preocupe. De todos modos, haré mi trabajo.
– ¿Cuándo?
– Quizá mañana.
Salomón se limitó a hacer un gesto afirmativo. De su batín extrajo un fajo de billetes de quinientos, todos usados. Era un fajo voluminoso: seguro que pasaba del medio millón. Se lo tendió a Galán.
– Tome -dijo-. He pensado que usted quizá necesitaría una inyección de moral.
Y por primera vez asomó a sus labios algo que parecía la sombra de una sonrisa.
Fernando Torres se dio cuenta de que se le presentaba la ocasión que había estado esperando durante tanto tiempo. Los guardaespaldas de Gandaria, fuese porque el jefe no seguía las indicaciones o fuese por exceso de confianza, estaban bajando la guardia.
Otra vez volvió a encontrar solo a Gandaria en un pasillo, aunque durante unos breves segundos. Pero unos breves segundos -eso lo pensó más tarde- le habrían bastado para matarle. Dos veces salió Gandaria del hotel sin escolta alguna, aun cuando sólo fuera unos metros para tomar en la esquina su coche blindado. Esos metros -también Torres lo pensó más tarde- hubieran sido suficientes para dispararle con silenciador desde el otro lado de la calzada. No hubiese sido la primera vez que Fernando Torres mataba a un hombre en plena calle, ocultando la pistola insonorizada bajo un periódico.
Pero él, Fernando Torres, también debía de estar bajando la guardia porque no aprovechaba las oportunidades con la rapidez de otro tiempo. Hubo momentos en su vida en que una oportunidad fugaz como un soplo era bastante para él. Y ahora estaba perdiendo aquella rapidez de reflejos, aquella intuición, aunque eso no le asustaba. Porque había estudiado tan a fondo a su personaje que estaba seguro de encontrar dentro de poco la oportunidad perfecta.
Y la oportunidad perfecta se presentó aquella noche. Gandaria, que durante la tarde había recibido varias visitas de negocios en el hotel, salió solo nuevamente.
Fernando Torres reaccionó esta vez con la rapidez de sus mejores tiempos. Estaba en forma. Cuando vio salir a Gandaria se levantó inmediatamente de su asiento en el salón rotonda, pero cumpliendo de una forma primorosa con todas las normas del oficio. Norma primera, doblar el periódico con tranquilidad, casi con aburrimiento, y no darse prisa. Norma segunda, escrutar el paradero de los guardaespaldas. Para su sorpresa, habían bajado la guardia del todo, pues ambos estaban discutiendo en el bar. ¿Será que los guardaespaldas también tienen sus problemas sindicales? Norma número tres, encender un cigarrillo, para acentuar la sensación de indiferencia y enseguida consultar el reloj, como si de pronto se recordara una cita. Seguidamente Torres avanzó con tranquilidad hacia la salida.
Vio a Gandaria de espaldas, unos metros más allá. Estaba cometiendo el error más imperdonable que un hombre en sus condiciones podía cometer. Avanzaba hacia el estacionamiento subterráneo que hay en la plaza de las Cortes, a muy poca distancia del Hotel Palace.
Si Gandaria entraba allí, estaba perdido.
A pesar de toda su experiencia, Fernando Torres sintió que se le secaba instantáneamente la boca.
Con el pie derecho rozó suavemente el arma que llevaba enfundada en la pantorrilla izquierda, cerca de la rodilla, para que nadie la viese si cruzaba las piernas. Era una pequeña Astra Constable del nueve corto, que pesaba poco más de medio kilo y resultaba eficacísima para matar a corta distancia. Para tirar de un lado a otro de la calle evidentemente no le hubiera servido, pero no era eso lo que necesitaba ahora.
Contuvo la respiración.
Había matado a muchos hombres, pero de pronto sentía como si Gandaria fuese su estreno, su primera víctima.
No tenía más que agacharse y desenfundar. El estampido de la pequeña pistola no se oiría apenas en el tráfago de la calle, si lograba disparar a quemarropa.
Pero Gandaria no le puso las cosas tan fáciles. No fue al estacionamiento subterráneo, como Fernando Torres había supuesto. De pronto cambió de dirección hacia la izquierda y avanzó hacia un coche estacionado muy cerca de la entrada de la rampa.
Fernando Torres sintió que sus músculos se tensaban.
Pero era igual. De todos modos, no fallaría. Porque el coche hacia el que se dirigía Gandaria, un Rover azul que Torres no había visto nunca, estaba vacío. Sin duda iba a abrirlo y subir a él.
Magnífico.
Torres respiró hondamente ahora.
No podía soñar una oportunidad mejor.
De modo que sonrió.
Se agachó con suavidad felina, fingiendo ajustarse un zapato.
La pistola.
Le pareció que sus dedos estaban más completos ahora. Que su mano era lo que siempre había anhelado ser.
Gandaria acababa de abrir la portezuela.
Torres estaba a dos pasos.
Pensó: «Ahora».
Y entonces oyó la voz.
¡La voz!
¿La voz?
La palabra saltó como un dardo:
– ¡Idiota!
Fernando Torres se volvió con la boca abierta.
En su derecha brillaba el arma. Al girar, había dejado caer el periódico que la ocultaba.
Vio la cara.
De los dos guardaespaldas, era el más delgado. En su boca flotaba una mueca de asco. Torres sólo pudo balbucir: -Pero…
Estos disparos sí que llenaron la calle. El guardaespaldas había hecho fuego dos veces, y encima con una estridente Baretta del nueve largo. Todo el mundo se volvió al oír las detonaciones. Una mujer lanzó un grito.
Pero Fernando Torres ya no llegó a darse cuenta de nada de aquello. Las dos balas de grueso calibre le habían penetrado por la boca. Una le destrozó las vértebras cervicales, y la otra le perforó la base del cráneo.
Giró sobre sí mismo antes de desplomarse.
Sus ojos estaban espantosamente abiertos.