173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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21 HISTORIA DE DIOS EN UNA ESQUINA

Méndez fue prácticamente el primero en llegar. De hecho había seguido a Torres cuando éste salió del hotel, porque empezaba a estar seguro de que era el único sospechoso entre todos los que se alojaban en el Palace. Casi tuvo que detenerse en seco para no tropezar con el muerto mientras éste se desplomaba.

El guardaespaldas no se movió.

Sólo dijo:

– Sabía que iba a llegar, inspector Méndez.

Méndez masculló:

– La madre que te ha parido.

– ¿Por qué se enfada, inspector?

– ¿Cómo cojones sabes que me llamo Méndez?

– Porque se ha inscrito con su verdadero nombre -dijo el guardaespaldas tranquilamente, mientras miraba el cadáver de Fernando Torres-, y porque la propia policía nos advirtió que usted estaba allí para ayudarnos. Aunque su misión fuera secreta, a nosotros sí que nos lo podían decir.

Méndez abrió repentinamente la boca, ahogando una maldición.

De modo que la propia policía…

Claro que, de todos modos, no tenía por qué asombrarse. Era natural. Quizá no hubiesen advertido al propio Gandaria, pero a sus guardaespaldas sí. Los guardaespaldas, al fin y al cabo, eran como policías: tenían una licencia para hacer su trabajo.

Gandaria no se había movido. Miraba aterrorizado el cadáver y el círculo de gente que se iba formando alrededor del coche. Aquel círculo aumentaba tan rápidamente y se iba haciendo tan espeso que Méndez hubo de mostrar su placa, para imponer el buen sentido y la serenidad de la ley:

– ¡Atrás! ¡Atrás! ¡ Policía! ¡Me cago en la leche! ¡Al que se acerque un paso más, le pateo los cojones aquí mismo!

No hizo falta que Méndez pateara los cojones a nadie, en el improbable caso de haber llegado a tenerlos a su alcance, porque desde el cercano Palacio de las Cortes llegó una patrulla. No en vano la muerte se había producido en el lugar más vigilado de Madrid. Inmediatamente la multitud fue alejada. Gandaria fue sacado del coche y el cadáver cubierto con una manta.

Méndez volvió al hotel, tras indicar el número de la habitación en que podían encontrarle. Gandaria y sus guardaespaldas fueron conducidos provisionalmente al retén de las Cortes, donde fue avisado el juez. Por el momento nada más se podía hacer, excepto esperar que se iniciara el tedioso rosario de trámites legales, después del cual -Méndez lo sabía muy bien- el caso se daría por definitivamente cerrado y resuelto. Porque si había muerto el hombre que iba a matar a Gandaria, ¿para qué buscar más…?

Se sentó en una de las butacas del hotel.

Sus ojos estaban nublados.

Sentía una extraña sequedad en la boca.

Casi no vio al hombre que venía hacia él.

Claro que no era un hombre que llamara la atención de una forma especial, aunque pertenecía sin duda -eso lo pensó Méndez de una forma maquinal- a viejas culturas desacreditadas y extintas: la cultura del casino, la tertulia ilustrada, la silla del ateneo y el café con leche a horas fijas. Pertenecía, en fin, a una de esas especies que están desapareciendo rápidamente de Madrid, y que sin duda acabarán extinguidas del todo a menos que una ley las proteja. Claro que los supervivientes, si los hay, siempre podrían quedar confinados en parques naturales, como el Café Gijón, los peldaños de acceso a la Biblioteca Nacional o los bancos menos buscados del paseo de Recoletos. Méndez, aunque estaba hundido en sus propios pensamientos, no dejó de sentir un inmediato interés por él, al captar en aquel hombre ciertos rasgos que lo identificaban como un animal de su especie.

Aquel hombre era más viejo que Méndez. Eso se notaba, aunque conservaba parte de su agilidad. Se inclinó un poco sobre la butaca en que estaba el policía y susurró:

– Perdone. No sé si me permitirá hablar un solo minuto con usted.

– Por supuesto que se lo permito. Siéntese… Mire, aquí estará usted muy bien.

– No quisiera ser inoportuno. Por cierto, permita que me presente. Me llamo Antonio Cañada. Supongo que usted me ha visto bastante por el hotel.

– Sí, es verdad… Le he visto.

– Quisiera invitarle a algo, si me lo permite. ¿Qué le apetece? Algo me dice que usted es, como yo, hombre de vino viejo.

– Sí, es verdad. Soy hombre de vino viejo y, por desgracia, de mujeres viejas. Un jerez.

– Ahora mismo se lo pido, señor Méndez.

– ¿Cómo sabe que me llamo Méndez?

– Me he tomado la libertad de preguntarlo. Espero que no le sepa mal.

– Perdón, pero ¿por qué ese interés?

– Es que quería disculparme por una cosa, y para eso necesitaba saber antes su nombre.

– Yo no recuerdo que usted me haya ofendido en lo más mínimo, señor Cañada. ¿Por qué quiere pedirme perdón?

– Por el error que ha cometido mi hija.

La cabeza de Méndez fue sacudida por un breve estremecimiento. Musitó:

– ¿Su hija…?

– Sí. Se metió por error en la habitación de usted. Yo estaba cerca de los ascensores y lo noté en el último momento. Pero verá… No me atreví a darle explicaciones entonces, delante de la doncella.

Méndez arqueó una ceja mientras sorbía unas gotas del jerez recién servido. Acababa de averiguar una cosa que no sabía: la señorita Alonso tenía un padre. Lo que no acababa de cuadrar era que la señorita Alonso tuviese un padre que no se apellidaba Alonso sino Cañada.

Pero decidió aparcar ese pensamiento por unos segundos. Vio que el que ahora iniciaba el gesto de beber era Antonio Cañada. Levantó la copa y, al hacerlo, no pudo evitar que le temblara la mano, como si le dominara un lejano Parkinson. De todos modos consiguió frenarlo.

– Amigo mío -dijo Méndez, con una educación impropia de su bajo linaje-, soy yo el que lo lamenta de verdad. Cometí un error al entrar de aquella manera. Y siento mucho lo que ocurre, créame. Siento mucho que su hija sea ciega.

Añadió cortésmente, ante el silencio penoso del otro:

– Confío en que tenga remedio.

– No, no lo tiene.

– ¿Seguro?

– Seguro. ¿No cree que a estas horas lo he probado todo?

– ¿Fue un accidente?

– No, nació así.

– En ese caso, le cabe el consuelo de pensar que ella no sufre, señor Cañada. Nadie echa en falta lo que nunca ha conocido.

Méndez hubiera preguntado muchas cosas más, porque al fin y al cabo la hija de aquel hombre era a su vez la madre adoptiva de Mercedes, la niña asesinada en Barcelona. Pero decidió esperar, porque alguien le había dicho -quizá durante una noche de vino y olvido en un bar de la calle San Ramón- que una de las virtudes del buen policía es la paciencia. Permanecieron un rato en silencio los dos, sin mirarse, con los ojos clavados en las copas de jerez, el vino que había superado todas las edades y que venía en línea recta de las tertulias de Pombo, los debates literarios del Gijón, el recinto sin puertas del Bar Flor y de todos los rincones de un tiempo que ya se había ido. Los dos tenían la sensación de ser los únicos supervivientes de ese tiempo convertido en árboles, ventanas, fotos color sepia, manos que un día estuvieron en las calles y rostros quietos frente al viento. Los dos contemplaban el viejo hotel que no había cambiado y que para Cañada formaba seguramente parte de su vida. Para Méndez, en cambio, el hotel era algo que nunca pensó conocer directamente, era sólo pasajes de libros leídos en su refugio canalla.

Fue él quien rompió el silencio para preguntar:

– ¿Viven ustedes aquí?

– Oh, no… Yo tengo un piso en la calle Serrano, el que siempre tuve. Mi hija, naturalmente, vive conmigo, y los dos habitamos, por decirlo de algún modo, en un Madrid que ya no existe, pero que nos gusta. Habrá observado, señor Méndez, que mi hija no es una niña.

– Sí.

– Eso significa que no ha podido ver los cambios de Madrid, las sucesivas épocas que nos lo han ido quitando cada día un poco. La calle Serrano aún conserva parte de su estilo, gracias a Dios, como lo conserva este hotel, pero en Madrid ha cambiado hasta el aire, señor Méndez, hasta el aire. Y sin embargo en casa se ha seguido recibiendo elABC, que no cambia de formato nunca, se ha seguido bebiendo jerez tradicional, y por las tardes, con las ventanas cerradas para que no nos alcancen los ruidos y las vilezas de la calle, escuchamos en el gramófono viejos discos de Angelillo, Antonio Molina, Estrellita Castro o doña Concha Piquer. Usted tiene aspecto inteligente, señor Méndez, y habrá comprendido ya que lo que intento es conservar las cosas que, en su niñez, significaban algo para mi hija.

– Lo entiendo muy bien, amigo Cañada, claro que lo entiendo muy bien.

– Por lo tanto, también entenderá que la haya traído unos días a este hotel, donde al menos puede hablar con gente. Necesitaba arrancarla como fuese del ambiente de nuestra casa, y su estado no permitía un viaje, de modo que la traje aquí, al Palace, un sitio que para ella está lleno de significado, pues la solía traer aquí de niña. Conoce todos los rincones del edificio, todos. No se nota que es ciega.

– No -bisbiseó Méndez, con todas las antenas puestas.

Cañada añadió:

– Ha pasado por una prueba terrible. Todos la hemos pasado, pero ella más. Para ella ha sido angustioso. No tiene nombre.

– Me temo… En fin, me temo que ya sé de qué se trata, señor Cañada.

– ¿Usted? ¿Por qué?

– Más vale que le hable con sinceridad. Soy inspector de policía.

El otro hundió la cabeza.

– Dios santo… -farfulló-. ¿Por qué le he explicado todo esto?

– Porque le alivia hablar, señor Cañada. Le alivia compartir su angustia con alguien. Es una razón suficiente. Pero puesto que usted ha venido a mí y puesto que le he hablado con sinceridad, va a tolerar que le haga unas preguntas. No tienen demasiada importancia; son simplemente cosas que no acabo de entender. Ah… Para su tranquilidad, le diré que no investigo este caso. A mí me han enviado a este hotel para proteger al señor Gandaria.

– Conozco mucho al señor Gandaria. Vaya si lo conozco… Está amenazado.

– Ya no lo está, o por lo menos no lo estará de nuevo hasta que envíen a otro asesino. El que tenía que acabar con el señor Gandaria acaba de morir, de modo que mi misión ha terminado y regresaré inmediatamente a Barcelona -explicó Méndez-. Pero por eso mismo quisiera antes preguntarle una cosa. ¿Usted es inmensamente rico?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Porque tras secuestrar a Mercedes, pidieron un rescate fabuloso.

Los dedos de Cañada temblaron. El Parkinson, agazapado, volvió de una forma ostensible. Estuvo a punto de volcar la copa de jerez.

– Sí -musitó-, la verdad es que soy fabulosamente rico. Poseo una de las mayores fortunas de España. No creo que sea ninguna vergüenza decirlo.

– ¿Qué bienes posee?

– Metálico, acciones, los mejores solares en las mejores ciudades, tierras, casas y joyas de familia. Pero no gasto mis rentas, a pesar de que Hacienda se lleva cada año una parte increíble. Mi puesto en el consejo de administración de dos grandes bancos ya me da para vivir.

– Comprendo.

– Yo podía pagar el rescate, señor Méndez.

– Sé que trató de pagarlo.

– Todo lo que tengo lo tengo por mi hija. A mí ya no me importa gran cosa. Y además gasto poco, ¿sabe?, gasto poco. Comprenderá que no es demasiado caro pasarse las tardes oyendo viejos discos de doña Concha Piquer. De modo que si me hubiesen pedido más por la pequeña, más hubiera estado dispuesto a ofrecer. Yo siempre he mantenido ante mi hija la mentira de que Madrid no había cambiado, de que no se había movido una hoja y todo seguía teniendo la alegría de su niñez. Todo lo hubiese dado con tal de mantener esa sombra de felicidad, esa mentira.

– Sigo comprendiéndolo muy bien.

– Le he hablado de la música, ¿no…? La música es el medio de comunicación que mi hija tiene con este mundo. Eso y unos cuantos sonidos familiares como las voces, las pisadas, el chirrido de los grifos, el piar de los pájaros. Nuestro mundo es un mundo cerrado. No le he dicho que en casa tenemos varios pájaros, señor Méndez, y que mi hija conoce su estado de ánimo como si fuesen personas y como si los estuviese viendo. También hemos tenido siempre perro, y durante años los perros han sido sus únicos amigos de verdad, los que se lo estaban diciendo todo con el aliento o con un simple roce del hocico en sus manos. Mercedes también los amaba. Incluso a veces pienso que mi hija, con todo este mundo artificial, ha sido feliz, aunque no ha tenido sexo. Pero el sexo no lo es todo, si hay compañía. En cambio ahora va teniendo soledad, sólo soledad. Los únicos que, a la larga, se compenetran con ella son sus profesores de música.

Méndez bebió de un solo trago su jerez, como si necesitara darse fuerzas.

– Ella ha pasado por una prueba terrible -musitó-. Mejor dicho, dos pruebas terribles. Un inspector de policía como yo, aunque esté ya desahuciado por los poderes públicos, suele enterarse de lo que pasa al menos a cien metros de distancia. Y parece que a su hija, además de lo que ya le había pasado, trataron de ultrajarla. Tenemos el testimonio de la persona que estaba con ella, esa señora mayor, esa señora de compañía a la que por poco matan. Pero su hija tuvo un salvador providencial, señor Cañada, un salvador providencial que no sé quién es, aunque hemos intentado averiguarlo por todos los medios. El agresor sí que sabemos quién era: un hijo de la gran chingada que, como todos los hijos de la gran chingada, andaba suelto.

Y Méndez añadió otra de sus frases rituales:

– Bien muerto está. Que le den.

Notó que a Antonio Cañada le temblaban las manos espasmódicamente otra vez. Aquel hombre, que antes aún quería mantenerse animoso, se estaba poniendo de pronto los años y las debilidades encima. Hasta su cuerpo vaciló, como si pese a estar sentado fuera a derrumbarse sobre la mesa.

– Dios mío… -preguntó con un hilo de voz-. ¿Quién puede odiarnos de esa forma? ¿Quién?

– No les odian, señor Cañada. Al menos el odio es un sentimiento humano. Los que mueven los hilos de todo esto, sin embargo, no tienen sentimientos.

– ¿Pues qué les mueve?

– El dinero.

Méndez se inclinó un poco hacia aquel hombre. Con voz confidencial, susurró:

– Siento que hablemos de todo esto, señor Cañada. Pero en parte es mi obligación. Y en parte a usted le alivia compartir sus angustias con alguien.

– Es… verdad. Y al menos usted sabe escuchar.

– Me he pasado la vida escuchando, amigo mío. Y ahora permítame que le dé un consejo, si es que un tipo como yo puede aconsejar alguna cosa: deben irse de España una temporada. Yo no sé si su hija está en condiciones de viajar, pero por el momento es mejor que se abran, que se den el piro. Bueno…, quiero decir que deben tomarse unas largas vacaciones lejos de aquí, ustedes que pueden.

– Ya tenemos decidido hacerlo. Y más que decidido. En realidad vamos a irnos enseguida.

– ¿Adonde?

– De momento, a Egipto. Luego ya veremos.

Méndez preguntó rápidamente:

– ¿En Egipto se va de copas?

– No creo.

– Pues no sé de qué les sirve una cultura tan antigua.

– Lo de Egipto ya lo teníamos pensado, ¿sabe, señor Méndez? Incluso los billetes estaban pagados. Pero hubo que frenarlo todo cuando… cuando ocurrió lo de Mercedes. Perdone.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas apergaminadas, mejillas de hombre que había vivido todas las épocas. Sin duda poder hablar con alguien le había ayudado en el primer momento, pero ahora los recuerdos le estaban hundiendo. Se levantó avergonzado mientras farfullaba:

– Perdone, señor Méndez.

Desapareció mientras procuraba que nadie le viese. Méndez permaneció hundido en su butaca, en la soledad compartida de la rotonda, mientras pensaba que Antonio Cañada tenía razón: era mejor que se fuesen del país durante varios meses. Pero Méndez pensaba también algo más: que no había tenido tiempo de preguntarle a Cañada por qué él, llamándose Cañada, tenía una hija que se llamaba Alonso.

Aunque la desazón de Méndez no había hecho más que empezar, lo cual probaba que frecuentar según qué ambientes no era bueno para su salud mental. Porque en ese momento se acercó a él aquel segundo hombre.

A éste no lo había visto nunca.

Y fue extraño: le sugirió la idea de la muerte.

¿Eran sus ojos? Méndez pensó que sí, que tenían que ser sus ojos, porque no había en él otra cosa que llamara la atención. Parecía un cliente como tantos otros, un cliente de mediana importancia, de los que no gastan en extras, no dan grandes propinas ni llevan a las noches del hotel, furtivamente, a damas del viejo Madrid que juran que aprendieron el oficio la semana pasada. El desconocido rebasaba los setenta, seguro que sí. Vestía de una manera muy convencional y tenía el aire desorientado de los que al salir no sabrán muy bien si la Puerta del Sol cae a la derecha o a la izquierda. Podía ser un juguetero de Ibi, un pequeño banquero de Lugo, un anticuario de Pamplona o un discretísimo corruptor especializado en los hoteles de Palma. Por eso lo único que llamaba la atención eran sus ojos, siguió pensando Méndez: sus ojos. Había en ellos tanta angustia, tanta tristeza-tanta muerte, pensó Méndez- que resultaba imposible verle sin sentir un estremecimiento.

Aquellos ojos pidieron permiso al viejo policía. Éste indicó en silencio la butaca que Cañada acababa de dejar. Y se dio cuenta, al tenerlo al lado, de que aquel hombre no era tan de clase media como parecía; a la fuerza tenía que tratarse de un hombre muy rico. Llevaba un sello de oro con brillantes que, si eran auténticos, valía una fortuna. Llevaba un Rolex de oro macizo. Llevaba un alfiler de corbata con una gran perla. Esos detalles, que sólo se apreciaban teniéndolo muy cerca, desconcertaron a Méndez; le desconcertaron y le avergonzaron porque a él le molestaba profundamente codearse con gente muy rica. La gente muy rica siempre acaba ofreciéndote un empleo en una portería.

El hombre susurró:

– Perdone. Al entrar en el hotel he visto que usted hablaba con Antonio Cañada.

– ¿Y qué?

– ¿Le ha ocurrido algo?

– ¿Qué le iba a ocurrir?

– No sé, pero me ha parecido que se marchaba muy hundido. Quizás es que usted le ha dicho algo inconveniente.

– ¿Y por qué le había de decir yo algo inconveniente?

– Porque usted es policía.

Méndez suspiró con cansancio.

– Vaya… -dijo-, y yo que pensaba que lo llevaba tan en secreto.

– Por favor, no imagine que trato de meterme en su terreno, señor Méndez. Usted se llama Méndez, ¿verdad? Me lo dijo el inspector que retiró el cadáver del que había tratado de abusar de mi hija cerca, en la calle del Prado. Pero lo que decía: no trato de meterme en su terreno, Dios me libre. Lo único que ocurre es que Antonio está tan hundido, tan destrozado que todos debemos hacer algo por él. Debemos ayudarle, no hundirle.

Méndez movió las manos desconcertado. Y hombre vulgar como era, al oír aquellas dos palabras, «mi hija», solamente pudo pensar: «Hostia».

Iba a decir algo, cuando el otro continuó:

– Qué estúpido soy… Aún no le he dado ni mi nombre. Me llamo Luis Manrique.

– ¿Luis Manrique?

– Sí.

Lo primero que pensó Méndez fue que se trataba de un hermoso nombre. Él aún conservaba la antigua cultura literaria -hoy reivindicada por la más nueva política- de las palabras que quizá no expresan conceptos, pero suenan bien. Lo segundo que pensó fue que aquel apellido tampoco coincidía con el de la maltratada señorita Alonso. O aquello era una historia sin sentido o le estaban tomando el pelo, aunque él ya no tenía edad para que le hicieran eso, como no la tenía para que le asignaran una actividad sexual socialmente útil.

– Verá -dijo-, intentemos empezar por el principio, por lo que hubo antes de la costilla de Adán. Ante todo, debo decirle que no he molestado a Cañada, sino todo lo contrario. Pero vamos a lo que importa. Y por favor, contésteme algo que tenga coherencia. Él me ha dicho que la señorita Alonso, la ciega, es su hija.

– Sí.

– Usted dice que es su hija.

– Sí.

– Mierda.

– ¿Qué le pasa, señor Méndez?

– Le he pedido que me contestara algo coherente.

– Intento hacerlo.

– Pues, coño, lleva buen camino. Dígame al menos por qué esa señorita no tiene el apellido de uno de los dos.

– Lleva el de la madre. Hace muchos, muchos años que nos pusimos de acuerdo en eso, y por lo tanto no tenemos hecho nada para cambiarlo, ni lo haremos nunca. Ni la prueba moderna del ADN.

– Pero vamos a ver, ¿de quién es hija? Porque al menos una cosa está clara aquí: uno tiene la paternidad, el otro tiene los cuernos.

– No sea vulgar, señor Méndez.

– Pues ya me dirá.

– Yo soy el padre adoptivo de Clara Alonso, e hice que se respetara, como le digo, el apellido de la madre.

– Bueno, usted es el padre adoptivo. Muy bien. Pero ¿quién es el padre biológico?

– Los dos.

Méndez lamentó no tener otro jerez a mano. Lanzó un gruñido mientras movía la cabeza.

– Señor Manrique -musitó-, yo soy un hombre bien hablado, fino y cortesano. Por eso le digo: menos coña.

Manrique le puso delicadamente la mano en el antebrazo. Era un gesto suplicante, un gesto que marcó un paréntesis en el aire y no necesitó ir acompañado de ninguna palabra. Méndez miró a aquel hombre, vio que el tiempo le estaba contemplando desde el fondo de aquellos ojos y sintió algo así como un escalofrío.

El tiempo siguió allí, entre los dos, igual que otra mano quieta.

– ¿Le ha dicho Antonio -preguntó Luis Manrique- que vivimos en la calle de Serrano, en una casa con carácter, entre cuyos inquilinos podrían figurar el pintor Vázquez Díaz y un viejo presidente de sala del Supremo? Quedan menos edificios de esa clase cada día que pasa.

– ¿Es que viven los tres allí? ¿Juntos?

– Sí.

– Infiernos… Entonces tengo que insistir: ¿ella de quién es hija?

– No lo sabemos.

– Pero ¿qué me dice? ¿O es que la madre era una mujer que se acostaba con todos?

– Por favor, no la insulte.

– No la estoy insultando. Quiero saber la verdad.

– Muy bien. Pues entonces le voy a contar la verdad, señor Méndez, porque no es ningún secreto y porque no será usted el único en saberla. Yo, al igual que Antonio, soy un hombre muy rico. Él le habrá contado cómo vivimos, ¿no? Seguro que se lo ha contado, porque Antonio es de los que se tranquilizan hablando. En fin, eso me ahorra decirle que tengo tantos bienes como él. Los dos éramos muy ricos y jóvenes cuando empezó la guerra civil.

Méndez se acordó de la permanente miseria en que vivía la gente de sus barrios y dijo solamente:

– Leches.

– Éramos muy jóvenes, ¿sabe, Méndez? Unos críos el año 36. Pero sabíamos muy bien que nos matarían si nos atrapaban, y por eso tuvimos que escondernos.

– Por lo que veo, con éxito.

– No crea.

– ¿Por qué no he de creerlo?

– Porque nos atraparon en los últimos días de la resistencia de Madrid. Fue cuando lo de Casado, que a mí, aunque en aquel momento se me podía considerar un fascista, siempre me pareció un traidor. Y tampoco me gustan Besteiro ni Mera, ¿sabe? Tampoco me gustan. Con el enemigo no se pacta pensando en tu propia vida y no en la vida de los otros. Pero, en fin, ¿por qué le hablo de esto? Quizá sea injusto, y encima ya es historia. El caso fue que cometimos un descuido y nos atraparon a los dos.

– ¿En los últimos días? Eso es tener mala suerte.

– Sobre todo teniendo en cuenta que, en un juicio rapidísimo, nos condenaron a muerte, pensando que éramos espías. La ejecución fue señalada para la madrugada siguiente, con todo Madrid ya lleno de tiros y de muertos. Le juro que a veces aún los veo en las calles. Los muertos están allí, como mirándome. Se lo juro. Siguen en sus puestos.

Méndez guardó silencio.

Miraba a aquel hombre con una fijeza casi hipnótica.

Manrique continuó:

– ¿Sabe quién era la secretaria del tribunal?

– No, claro que no.

– Una hermosa mujer llamada Marta Alonso.

– ¿La… la madre de Clara?

– Sí.

– Infiernos…

– Era una roja convencida. La mujer más roja que he visto en mi vida, a pesar de que Madrid estaba perdido, la guerra estaba perdida, ella estaba perdida. Pero ella no quería rendirse, ella dijo que aún empuñaría un fusil. ¿Y sin embargo sabe lo que sintió por nosotros?

– ¿Qué?

– Piedad.

Hubo un brusco silencio, un silencio tan espeso como si la rotonda estuviese vacía, el hotel vacío, el tiempo vacío. Méndez tuvo la brutal sensación que ya había tenido otras veces, la sensación de que el tiempo es una broma, de que en realidad no existe.

– ¿Intentó salvarles? -musitó.

– No podía.

– ¿Entonces qué hizo?

– Traernos comida, pero no quisimos. Traernos bebida, pero no quisimos. ¿Qué podía darnos? Nos dio su compañía, nos dio su palabra. En aquel momento era lo único que queríamos realmente: la palabra de alguien que fuese capaz de sentir piedad.

– ¿Se quedó toda la noche?

– Sí.

Su mirada volvía a ser la de la serpiente vieja.

Y quizás eso no era malo. Quizás en su mirada había algo de eternidad.

– ¿Estaban solos? -susurró.

– Sí. Aquella noche éramos los únicos condenados a muerte.

– Dígame que es mentira lo que estoy pensando.

– No es mentira, Méndez.

– Dios santo…

– Algo me dice que usted nunca invoca a Dios.

– Tiene razón. Apenas lo invoco. Dios tendría toda la razón si de vez en cuando se molestara en escupirme desde una nube.

Y Méndez volvió a mirar al vacío. No se movía nada en el hotel, nada, ni una mano, ni la ceja de un político, ni el ojo de un mercader, ni el labio inferior de una mujer ansiosa. Todo estaba inmóvil de pronto en aquel pedazo de tiempo que ellos dos habían dejado suspendido en el tiempo.

– ¿Cómo se lo propuso? -preguntó Méndez en voz muy baja.

– No nos lo propuso. Marta Alonso estaba ante nosotros, apoyada en el alféizar de una ventana, jugueteando con el borde de su falda rural, mostrándonos sus rodillas sólidas, de chica que ha ido a pie hasta el frente del Guadarrama, y sus manos finas, de chica que ha tocado esa misma noche la última melodía en el último piano de Madrid. ¿Sabe, Méndez? Es como si lo estuviera viendo otra vez, como si distinguiera a través de la ventana, como enmarcando el cuerpo de Marta, la puerta de Alcalá, cargada de historia que venía vestida con laMarcha de Infantes, y que hoy simplemente ahí está, ahí está, en el fondo de una canción pasota. La puerta de Alcalá, las ventanas del Banco de España, el Madrid viejo, desesperado y hambriento donde sólo estallaba la juventud de aquella mujer roja. ¿Me sigue escuchando, Méndez? No dijo una palabra. Sólo se subió la falda. Los dos sabíamos que no nos podía dar más. Que no podía haber otras verdades, otros consuelos, otros catecismos ni otras lenguas. Antonio se mantuvo entero, pero yo me puse a llorar. Y así la poseí, Méndez, así poseí su piedad, porque ella no me daba otra cosa ni quería darme otra cosa. Hay una piedad, Méndez, más auténtica aún que la del corazón: es la piedad del vientre. Así la tuvimos los dos, uno detrás del otro, y cuando le dimos las gracias ella nos dijo que éramos unos chiquillos y nos besó en la frente. Ni mi madre me había besado nunca así, ¿sabe, policía de las esquinas?, ni mi madre. Porque en los besos de mi madre estuvieron siempre la casa y la familia, y en aquel único beso de Marta Alonso estuvo la calle. Hay en la calle una sencilla verdad que entonces aprendí y que no he olvidado nunca. Luego Marta desapareció.

Luis Manrique hundió la cabeza.

Seguía teniendo un hermoso nombre.

Quizás en su vida todo había sido hermoso, aunque no lo supiera.

– ¿Por qué no les mataron? -susurró Méndez-. ¿Por qué?

– El oficial que había de mandar el piquete se las apañó para aplazar la ejecución. No quería comprometerse, no quería jugarse la cabeza cuando los moros estaban a veinte pasos. Pudo alargar aquello sólo un día, pero fue suficiente. Unas horas más tarde, las tropas de Franco entraban en Madrid y terminaba una etapa de la historia de España. O continuaba, no sé. Hay quien dice que duró hasta 1975. ¿Qué importa eso, cuando la única verdad histórica está en la piedad de una mujer? La buscamos por todas partes. Pensamos que, al igual que tantas otras, la habrían fusilado enseguida.

Méndez cerró los ojos.

– No la fusilarían, supongo -musitó-, si Clara tuvo tiempo de nacer.

– La buscamos por todas partes -continuó Manrique, como si no le hubiese oído-. Por las cárceles, por las calles, por los campos de refugiados y hasta por las casas de putas. A veces, ¿me sigue escuchando, Méndez?, nos sorprendíamos con lágrimas en los ojos cuando veíamos a una mujer que se le parecía en las esquinas del viejo Madrid con la camisa nueva, gloria-a-la-patria-que-supo-seguir-en-el-azul-del-mar-el-caminar-del-sol. Nos deteníamos en las celdas de una comisaría, en el patio de una cárcel, veíamos a las mujeres y sentíamos unos horribles deseos de rezar. Porque el deseo de rezar, Méndez, también puede ser horrible. Por fin la encontramos, pero ya había sido condenada a muerte. ¿Sabe por qué no la habían ejecutado aún, viejo policía especialista en nazarenos? Porque la ley prohíbe ejecutar a una mujer encinta. Sí. Ella estaba encinta. Fue en enero de 1940 cuando dio a luz a una niña, a la que había de ser la importante señorita Clara Alonso, en un jergón de una cárcel, medio desangrada, desnutrida, infectada, rota por dentro, sin ganas de vivir. Sí. Marta Alonso era todo eso. Nunca supo que su hija había nacido ciega.

Méndez ladeó la cabeza.

Miraba las columnas del salón.

Pero no veía nada.

Susurró:

– ¿Cuándo la mataron?

– Justo en el tope legal. Cuarenta días después.

– ¿Ustedes no pudieron evitarlo?

– Dios santo…

– Tengo la sensación de que usted tampoco invoca demasiado a Dios, amigo mío.

– No lo hago apenas desde entonces. Y sin embargo noto que Dios me envía a veces mensajes desde las esquinas. ¿Me ha preguntado si no hicimos nada, Méndez? Dios santo, he dicho yo. Llegamos hasta el que entonces llamaban el Caudillo. No hubo nada que hacer. Todos los miembros del Tribunal Popular, se nos dijo, tenían que morir. Se nos dijo eso como si fuera la última revelación de la Patria. Pero no nos dejaron acompañarla la última noche, no nos dejaron darle, como ella había hecho con nosotros, ni el pobre milagro de la palabra. Yo no sé cómo murió, Méndez, pero la imagino cara al pelotón, recordando unos versos de Machado, de García Lorca, de Miguel Hernández o de Rafael Alberti. Ése es el milagro de los poetas, Méndez: ellos son los únicos capaces de regalarnos la última palabra. Fue entonces, ¿sabe?, cuando Dios me empezó a enviar mensajes desde las esquinas. De pronto salía a mi encuentro y me susurraba unos versos de Hernández, o se escondía astutamente en una bocacalle y me arrojaba a la cara una poesía de Alberti transformada en canción del puente de Toledo o el paso del Ebro. Yo volvía a casa y encontraba absorto a Antonio, con la mirada perdida, y entonces me daba cuenta de que él también había estado en la misma bocacalle, en la misma esquina, y de que Dios había estado jugando con él y con el viento que trae las palabras. No nos decíamos nada, pero los dos nos dábamos cuenta de que habíamos quedado anclados en un tiempo que no iba a pasar nunca. Y así es, Méndez, aquí estamos Antonio y yo, con Dios todavía espiando en la esquina.

Méndez hundió la cabeza.

La serpiente había muerto en sus ojos.

Susurró:

– ¿Dónde está enterrada Marta?

– En una tumba de La Almudena. Es, al menos, una tumba hermosa.

– ¿Qué dice el epitafio?

– Es muy sencillo.

– Sí, ¿pero qué dice?

– «Tuvo fe.»

– ¿Lo sabe Clara?

– No. ¿Para qué, si tampoco podría ver la tumba?

– ¿Cuándo la adoptaron?

– Enseguida que fue posible. Y vivimos para ella, ¿comprende?, vivimos para ella. ¿Aunque para qué se lo digo? Claro que lo entiende. Y como usted también debe ser de los que han recibido mensajes en las calles, comprenderá muy bien que ni Antonio ni yo nos hayamos casado ni hayamos admitido nuestra separación a causa de una mujer. Porque entonces, ¿quién se quedaba a la niña? Nos hemos hundido en la calle Serrano, hemos mirado la puerta de Alcalá y le hemos regalado a Clara lo que nos regaló su madre: el amor y la palabra. La hemos vestido con tiempos que ya no existen, la hemos bañado en músicas antiguas. Le hemos destapado versos de Aleixandre y le hemos descrito un Madrid del año cuarenta, pero ella ignora que no existe. Por lo tanto todo es una gran farsa, una gran mentira, pero sin embargo es la única verdad de nuestra vida. Y oiga esto, Méndez: Clara ha sufrido dos pruebas terribles porque ella ignoraba la existencia de la maldad. Pero ya no sufrirá ninguna prueba más. Estará del todo a salvo cuando nos alejemos de aquí. Nos la vamos a llevar enseguida, ¿entiende?

– ¿Adonde? -preguntó Méndez, aunque ya lo sabía.

– De momento, a Egipto.