173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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22 UN HOTEL EN EL CAIRO

Méndez lo identificó enseguida en el aeropuerto de El Cairo. Aquel tío, Pepe Quílez, era el gorila. Acompañaba a Clara Alonso, a Antonio Cañada, a Luis Manrique y a una niña.

Méndez, de momento, sólo se pudo fijar en el gorila. Lo recordaba muy bien, a pesar de que habían transcurrido bastantes años, porque, ¿cómo olvidar a Pepe Quílez? Seguía pesando unos cien kilos, midiendo dos metros, teniendo dientes de caimán y mirada de hiena. En fin, era un zoo. Méndez lo había conocido a principios de los años setenta, cuando Quílez se dedicaba al noble oficio de proteger tahúres y proteger putas. Por descontado, gente de altura, o sea tahúres con buenas manos y putas con buenas piernas. Luego Quílez hizo unos cuantos trabajos para la policía, protegiendo a diplomáticos, políticos extranjeros, banqueros y otras gentes de vida encomiable. Esas actividades piadosas le obligaron a matar a dos hombres, pero Méndez podía garantizar que los dos hombres ni se enteraron. Quedaron en forma de ovillo, con la columna vertebral rota. Fue entonces cuando Méndez pensó que Quílez seguía siendo un zoo, pues además de dientes de caimán y mirada de hiena tenía la fuerza de un buey. Era, por lo tanto, una persona de toda confianza.

Si los dos amigos lo habían contratado para proteger a Clara Alonso, Clara Alonso podía estar tranquila.

Méndez los vio llegar, junto con otros pasajeros, al vestíbulo donde él aguardaba pacientemente. Porque el viejo policía había llegado dos horas antes, en otro avión.

Encendió un toscano, pese a que ahora empieza a estar prohibido fumar en todos los aeropuertos, las embajadas y losmeublés, y pensó en sí mismo con una creciente lástima. ¿Qué se había hecho de aquel Méndez de creencias sólidas, de virtudes inalterables, que jamás salía del Barrio Chino a no ser para ir al entierro de un amigo? ¿En qué simas de perdición había caído para gastar todos sus ahorros en un viaje de alto turismo, después de pedir unas vacaciones para pasarlas -por primera vez en su vida- fuera del balcón de la comisaría? Y sobre todo, ¿qué sería de su estómago, qué sería de su piel? Habituado a trabajar de noche y a levantarse a las cinco de la tarde, ¿cómo podría soportar el sol de los faraones? Sólo podría salvarse si tenía la suerte de quedar encerrado en una tumba donde hubiese alguna faraona, preferiblemente una faraona de vida dudosa.

Su piel -Méndez lo sabía- saltaría convertida en escamas y en polvo, pero no era eso lo que más le atormentaba. Lo que más le atormentaba era su estómago. El estómago de Méndez ya venía descrito en la Gran Enciclopedia Catalana como un ejemplar de suma delicadeza. Sólo soportaba pulpo a la gallega, pimientos de Padrón, pochas a la navarra, carnes de buey con chile, bacalaos a la llauna, codillo leonés y, sobre todo, fabadas preparadas con paciencia por la cocinera de un obispo. Méndez, según sabían bien sus amigos, era hombre dado a esos y otros ayunos. Para compensar la flojedad y el desinterés de tales alimentos los regaba, eso sí, con algún vino sustancioso, como podían ser prioratos, cariñenas, jumillas y otros caldos de camionero altoaragonés, de esos que dejan dos viudas después de sufrir una muerte súbita. Su catálogo de cazallas, roñes, orujos, grapas y pingas -esos detalles Méndez los cuidaba mucho- también estaba puesto rigurosamente al día.

Y un hombre así, que había cuidado durante años su salud con tantos desvelos y tantos sacrificios se veía ahora abocado a una aventura que de ninguna manera podía tener buen fin. En el avión le habían dado una comida fría cocinada a base de aspirinas y polietilenos. Para beber, le habían suministrado una limonada tan virtuosa que parecía hecha con lágrimas de vírgenes de la Albufera. Y no había hecho más que empezar: porque Méndez se daba cuenta, con creciente horror, de que estaba en un país islámico, es decir, un sitio donde no podría pedir un ron y ni siquiera algo tan inocente como unos pies de cerdo amenizados con un par de botellas de gandesa. No sobreviviría.

¿Por qué, pues, había gastado casi todos sus ahorros en un viaje así? ¿Por qué quería estar cerca de Clara Alonso?

Méndez sabía que no iba a poder contestar a esta pregunta de una manera razonable. Pero sabía también que las preguntas que se pueden contestar de una manera razonable no tienen el menor interés. Justamente aquella situación le fascinaba porque no podía explicársela.

¿Le gustaba Clara Alonso? Qué leches le iba a gustar. Le resultaba atractiva, eso sí, pero era muy mayor y nunca podría despertar en Méndez una pasión capaz de sacarle de sus pudrideros de la calle Nueva. Ni ella ni ninguna mujer. En los últimos tiempos, Méndez, cada vez que había intentado hacerse el macho, había tenido grandes reclamaciones por parte de la clientela. Las mujeres desengañadas no sólo juraban no volver jamás con él. Algunas amenazaban con quejarse a la Generalitat y a la Organización de Consumidores. Hubo una que a medio polvo aseguró que llegaría hasta el Defensor del Pueblo.

La explicación que Méndez se daba -y ahora, mientras masticaba su toscano, se la dio por enésima vez- era de lo más incierta. Su viaje venía motivado por una especie de duda y al mismo tiempo por una incertidumbre sentimental: Ángel Martín, el que asesinó a Mercedes, la niña autista ahijada de Clara Alonso, era un experto en historia del antiguo Egipto.

Pero ¿y eso qué importaba? Además, Ángel Martín estaba muerto. Méndez ya había podido dedicar a su memoria el más cariñoso de sus homenajes: que le den.

Y sin embargo estaba allí. Era como una obsesión, como una llamada. Méndez, durante dos noches seguidas, dando vueltas y más vueltas en la cama, había sido incapaz de desoírla. Sabía que todas las cosas tienen un principio y vuelven al principio. En fin, acabaría por volverse loco.

Arrojó el toscano a un cenicero y siguió a los nuevos visitantes una vez éstos hubieron pasado los trámites de policía y aduana. La aduana había consistido en un arquear de cejas del funcionario y la policía y la estampada de un sello y un timbre en el pasaporte de un empleado de la misma agencia de viajes.

Méndez no sabía nada de El Cairo. Todo lo que había conocido, a lo largo de dos horas de espera, había sido aquella sala del aeropuerto.

Por lo tanto, a la expectativa de las maravillas que había de ofrecerle la ciudad, su atención se centró en la única persona del grupo que aún no conocía: en la niña. Debía tener unos diez años. Iba de la mano de Clara Alonso, y enseguida despertó en Méndez la sensación de estar viendo algo extraño. Porque era evidente que la niña guiaba a la ciega en aquel territorio absolutamente desconocido. Pero era evidente también que la ciega la estrechaba con fuerza, la envolvía, la protegía. ¿Protegerla de quién?

La sensación de Méndez, aquella sensación de ver algo que no era normal, se transformó de pronto en certeza y en asombro. Fue al ver a la niña de perfil, aunque a alguna distancia. Ya le había llamado la atención su aspecto algo pesado -que no correspondía a su edad- y su modo rígido de andar. Ahora se dio cuenta, viendo su perfil, de que la chiquilla era una mongólica.

Méndez conocía lo suficiente del síndrome de Down para poder hablar de sus características: los ojos achinados, la lengua exhibiéndose entre los labios, la nuca más ancha, la configuración del cuerpo más maciza y carente de gracia. No obstante el viejo policía se dio cuenta de que aquella niña, de no haber sido por el síndrome, hubiera resultado una auténtica belleza. Tenía la cabellera larga, rubia como el oro, la piel finísima y los ojos de un color azul casi transparente. Resultaba imposible, viendo la niña que era, no pensar en la niña que podía haber sido.

Méndez estaba asombrado.

¡Infiernos!

¿Qué era todo aquello?

Comprendió que necesitaba un trago.

Pero ¿un trago dónde? En la sección de Internacional del aeropuerto aún se lo hubieran podido servir. Pero aquí… ¡qué diablos! De modo que se tragó su saliva, se tragó su asombro y tomó un taxi en seguimiento del grupo que acababa de llegar. Sabía ya, por medio de la agencia de viajes, que iban al Hotel Mena House.

Con su inglés de alta escuela, Méndez le indicó al taxista:-Me go Hotel Mena House. Inmediatly. You detrás of that luxurious car.

Le entendieron, lo cual empezó a afincar sutilmente en Méndez la sensación de que era un políglota. Si seguía por aquel camino, si se esforzaba un poco, podía incluso ascender. Miró a través del parabrisas el «luxurious car», nada menos que un Rolls que sin duda habían enviado los del hotel a recoger a tan ilustres huéspedes. Por una avenida que a Méndez le pareció ancha y de escaso sabor oriental -él había esperado encontrar ya en el aeropuerto una legión de vendedores de alfombras fumando pipas turcas- dejaron a la izquierda el Hotel Sheraton y se adentraron en el corazón de El Cairo, hasta enfilar la avenida de las Pirámides. Y aunque todo, en aquel sector, seguía teniendo un aire occidental, a Méndez le fue gustando progresivamente lo que vio. En efecto, sus ojos descubrieron un número razonable de chiringuitos tronados, tenderetes ambulantes y gentes sentadas en los bordillos, es decir dispuestas a aceptar una charla, preferiblemente sobre mujeres, hasta las tantas de la madrugada.

El Mena House, según pudo ver al apearse ante él, debía de ser uno de los mejores hoteles de El Cairo, y además unos de los pocos que conservaban la vieja estructura oriental. Situado al pie mismo de las pirámides, constaba de una parte central, característica y antigua, donde estaban la recepción, los restaurantes y las habitaciones de lujo, y de unas alas más modernas donde se encontraban las habitaciones tipo estándar. Desde una cierta distancia, sabiendo que no sería observado entre el ajetreo del vestíbulo, Méndez vio que un guía particular se ocupaba de los recién llegados y pedía la suite presidencial, en el tercer piso. El guía elogiaba en español que el departamento era inmenso, con salones, despacho, dos baños, uno de ellos enteramente en mármol blanco, ventanas que daban a las pirámides y un dormitorio principal con una cama de más de cuatro metros de ancho. Ultimo resto, pensó con envidia Méndez, de épocas de pasada grandeza, cuando un hombre se atrevía a acostarse con tres mujeres a la vez y sobrevivía. Pero hoy ya nadie se acuerda de las virtudes antiguas.

Una vez hubieron desaparecido, Méndez se acercó tímidamente a recepción y mostró todos sus documentos de la agencia de viajes. Le asignaron una habitación standard en el ala izquierda del hotel, fuera del recinto central. Una vez hubo depositado su única maleta, el tronado policía se maravilló de todo aquel lujo, aquella pulcritud, aquel estilo rigurosamente impersonal de la habitación, hecha para no despertar ningún recuerdo, y pensó de nuevo que él allí no sobreviviría.

Estaba pensando en eso cuando la puerta se abrió de repente.

Sin duda habían utilizado una llave falsa.

La boca de un Magnum del 44 asomó por el hueco.

Méndez lanzó una maldición.

A causa del viaje aéreo, no había podido traer consigo su colt de la Gran Guerra. Las alarmas en los aeropuertos se habrían disparado de tal modo que hubiesen acabado sonando hasta en el dormitorio de Jordi Pujol. Y era una lástima, pensó fugazmente Méndez, una verdadera lástima, porque un duelo entre su colt y aquel Magnum, dos auténticas piezas de artillería naval, hubiese sido digno de la batalla de Jutlandia.

La cara de Pepe Quílez asomó detrás del Magnum.

Pepe Quílez dijo educadamente:

– Mierda, Méndez.

– ¿De dónde coño has sacado la llave falsa?

– Es una llave maestra que llevo siempre. Y la sé manejar bien.

– ¿Y el revólver?

– No hubiera pasado el control de los aeropuertos, naturalmente. Pero me lo ha dado un corresponsal sólo llegar al hotel. Estaba acordado que lo tendría.

– Leches, no me he dado ni cuenta.

– Lo cual indica que está perdiendo facultades, Méndez -murmuró el gorila después de cerrar a su espalda-. Ya ve: podía haberle matado perfectamente. Un par de disparos con este cacharro le hubiesen dejado a usted convertido en la montañita de ceniza de un cigarro faria.

– Claro. Llevo demasiado tiempo sometido a régimen de limonadas y comidas de plástico -se defendió Méndez-. Eso acaba con cualquiera.

– El que empieza a ser de plástico es su cerebro, Méndez, cabrón. Ha pensado que no me había dado cuenta ni de que nos seguía, y ya ve: en cinco minutos incluso he averiguado cuál era su habitación. Pero el que avisa no es traidor. Esto se acabó, amigo. Se acabó.

– ¿Se acabó qué?

– La investigación. Mis clientes no son sospechosos de nada, sino todo lo contrario, de modo que la policía española no tiene por qué seguirles. Y usted aquí no tiene la menor atribución. De modo que… ¡fuera!

Méndez suspiró y se sentó en una de las butacas. Miró con complacencia el Magnum.

– Tendrá gatillo de dos tiempos, supongo.

– No me venga con chorradas ahora. Lo único que tiene el revólver son dos huevos, eso sí.

– Mira, Quílez, tú y yo nos conocemos de antiguo. Nos hemos encontrado trabajando, aunque cada uno en su esquina, en los grandes tiempos, en los años que tanto lustre dieron a la historia nacional. No sé por qué me tratas como a un enemigo. Hemos detenido a los mismos chorizos, hemos comido de gorra en los mismos sitios, hemos protegido a las mismas putas.

Quílez se enterneció.

Guardó su revólver.

– Eso es verdad, Méndez.

– Tienes que creerme si te digo que no estoy aquí en misión oficial. La última misión oficial que me encomendaron fue investigar el robo de unas cajas de támpax.

– ¿Pues entonces qué hace aquí?

– He gastado en esto casi todos los ahorros de mi vida. Vengo de turista.

– ¿De turista detrás de nosotros? Además, ¿desde cuándo le ha interesado a usted el mundo que queda más allá del Paralelo y las Ramblas?

– Te equivocas, Quílez. Yo soy un hombre de una curiosidad turística universal. Una vez leí un libro sobre las casas de masajes de Tailandia.

– Váyase a tomar por saco, Méndez.

– Siéntate.

– Me siento por respeto a los viejos tiempos, Méndez. Pero dígame qué busca.

– Lo curioso es que no busco nada. Lo único que sé es que Clara Alonso huye de un peligro, aunque hay que pensar que ese peligro ya no existe. Y sin embargo yo sigo pensando que aún está ahí. Y los padres de Clara Alonso -ya ves que digo «los padres» en plural- piensan exactamente lo mismo. La prueba es que te han contratado a ti.

– No sé por qué coño dice «los padres». Sólo son adoptivos.

Méndez se dio cuenta enseguida de que el otro no conocía la historia. Por eso dijo simplemente:

– Sí.

– Me han contratado sólo porque así Clara Alonso se siente más segura. Tiene un miedo cerval a que a su otra pequeña le pueda ocurrir algo.

– De esa pequeña quiero hablarte, Quílez.

– Bien, pero sea breve. -Es adoptiva, supongo.

– Claro.

– No sabía que existiera. Yo pensaba que Clara sólo tenía a Mercedes, la que fue asesinada.

– Por lo que me han dicho, las adoptó casi al mismo tiempo. Nadie las quería.

Méndez cerró un momento los ojos.

La frase quedó resonando en sus nervios.

Nadie las quería

Dios santo…

Cuando Clara Alonso nació… ¿quién hubiera podido querer a Clara Alonso?

Méndez seguía con los ojos cerrados.

Quílez, guardaespaldas de alta escuela, preguntó:

– ¿Qué le pasa ahora, mamón?

– Nada.

– Pues parece que le pasa algo.

– Solamente que ahora ya sé por qué Clara Alonso ha adoptado a dos niñas subnormales, dos niñas a las que nadie quería.

– ¿Por qué?

– Clara Alonso está pagando una deuda.

– ¿Una deuda con quién?

– Con la vida.

– No me venga con chorradas, Méndez. Usted, hasta ahora, tenía fama de estar mal de los huevos, pero ahora veo que también empieza a estar mal de la azotea.

Méndez no le hizo caso.

Había vuelto a cerrar los ojos.

Musitó:

– A veces uno piensa que en el mundo hay gente maravillosa.

– Entonces cambie de oficio, Méndez.

– ¿Y cuál es mi oficio, Quílez? ¿Tu lo sabes? ¿Lo saben mis jefes? Yo simplemente estoy en la calle. Y en la calle uno conoce gente. Y ve cosas.

– Eso no es ningún oficio.

– No, no lo es.

– Así le va, Méndez.

– Cierto, así me va.

– Bueno, déjese de monsergas y escúcheme, Méndez. Lo cierto es que Clara Alonso adoptó a esas dos niñas a las que nadie quería, y les está dedicando su vida. Y sus dos padres, Cañada y Manrique, también piensan que en este mundo no se puede hacer nada mejor. Por cierto, Méndez: son hombres que hablan de cosas que ya no existen con personas que ya no existen en pisos que ya no existen. No los acabo de entender. Pero a lo que iba: una de las niñas fue asesinada, y Clara teme que a la otra le pase lo mismo.

Méndez, que tenía los ojos entrecerrados, los abrió de golpe.

En su cabeza nacieron unas antenas herrumbrosas y de segunda azotea, pero antenas al fin.

– ¿Quieres decir que la han amenazado? -murmuró.

– Yo tengo la sensación de que sí, aunque la familia no habla de eso.

– Infiernos…

– ¿Qué pasa?

– Primero alguien secuestra a Mercedes y pide una enorme cantidad de dinero por su vida. Clara Alonso no tiene ocasión de pagarlo, y Mercedes es asesinada. Luego la amenaza sigue. Ahora lo comprendo. La amenaza sigue. Porque intentan que Clara Alonso se dé cuenta de que está perdida, de que pueden hacer lo que quieran con ella. Por eso tratan de violar, de hundir, de destrozar a la que al fin y al cabo no es más que una pobre ciega. Y ahora tal vez sepa que tratarán de matar también a la otra pequeña. Por eso ha huido.

– ¿Quiere decir que tal vez le están pidiendo también una enorme cantidad de dinero por la vida de la segunda pequeña?

En lugar de contestar, Méndez preguntó:

– ¿Tú qué misión tienes, Quílez?

– Je, je…

– ¿Qué quiere decir «je, je»…?

– Mi misión consiste en meterle una bala en mitad de los huevos al que no me guste.

– ¿Y qué dirían las autoridades egipcias?

– Aún menos que las españolas. Aquí parece que se puede comprar lo que haga falta.

– Por lo tanto es posible que Clara Alonso haya estado recibiendo nuevas amenazas… -recapituló Méndez, pensando en voz alta-. Es posible que le sigan pidiendo millones por la vida de la segunda niña, porque el que ha organizado esta cadena macabra estará rabioso… Y es posible también que Clara Alonso quiera pagar para estar definitivamente tranquila, pero no le es posible.

– ¿Por qué no le ha de ser posible? ¿Tiene pasta para eso o no?

– Tantos euros es una cifra lo suficientemente sustanciosa para que las autoridades españolas la controlen. El movimiento clandestino de un capital así es difícil, sobre todo si la policía está sobre aviso. Ya pasó con el rescate de algunos secuestrados por ETA. Por ejemplo, el de Revilla. A veces quieres pagar y resulta que el peor enemigo que tienes es la propia policía que debería protegerte.

– Por eso me han contratado a mí. Yo soy la ley -dijo orgullosamente Quílez, en plan Clint Eastwood.

Méndez no le oyó. Seguía pensando en voz alta.

– Pero no puede ser -musitó.

– ¿Por qué no puede ser?

– Ángel Martín está muerto. Cualquier persona relacionada con esto está muerto. Todos están muertos. Y de pronto se puso en pie.

Estaba intensamente pálido. -Dios mío… -farfulló.

Él seguía sin invocar apenas a Dios. Y eso se notaba. Le había temblado hasta la boca.

Quílez farfulló:

– ¿Qué le pasa ahora?

– Nada, no tiene sentido.

– ¿Qué es lo que no tiene sentido, Méndez?

El viejo policía trató de reír.

– Bueno… -susurró-, al fin y al cabo tal vez lo tenga. Estamos en Egipto, ¿no?

– ¿Y qué?

– Nada… Que supongo que por eso estoy oyendo la voz de un muerto.