173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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24 LA NIÑA

Méndez se hundió de lleno en el mundo de los placeres del crucero. Por primera vez desde que tenía uso de razón se dedicó a mirar, a pensar y a disfrutar de la vida.

Las dos primeras cosas las había hecho siempre; la tercera no. Mirar, pensar y al mismo tiempo disfrutar de la vida eran cosas antagónicas. Pero ahora estaba tan convencido de que no tenía nada que hacer, de que nadie corría peligro alguno y de que él hacía menos falta en el barco que un bombero en el infierno, que se dejó ganar por la paz.

La cosa, de todos modos, no resultó tan fácil. En el mercadillo indígena de Asuán, al que llegó guiado por el olfato, se hizo amigo de unos vendedores, les enseñó unas fotos de Marta Sánchez con medias negras y consiguió a su vez que una vendedora le bailase la danza del vientre. Méndez empezaba a interesarse por el ombligo de la mujer, es decir por la cultura egipcia, cuando le vinieron a rescatar. Eso le sumió en una profunda postración durante todo un día.

Asuán -le habían dicho- era la ciudad más abierta y simpática de Egipto, quizá porque siempre fue comercial y siempre fue la puerta por la que penetraban los productos del África negra -pieles, especias, maderas y, por supuesto, alguna tía dispuesta a todo- en las tierras del Faraón. ¿Qué le esperaba en otras tierras más austeras, más islámicas, más aburridas? ¿Qué mujeres opulentas bailarían la danza del vientre para él? ¿No era de temer que, en vez de mujeres en edad de parir, le ofreciesen algún morito primerizo?

De todos modos, la calma del viaje le apaciguó. Egipto tenía una gran personalidad -se dijo- porque su campo no parecía haber cambiado desde los tiempos de la Biblia. Aún imperaban los elementos naturales que nacieron con el mundo, como la palmera, el asno, la calma, la luz, la mano del campesino. La familia de Jesús podía volver allí con la sensación de encontrar viejos amigos y viejos acreedores; en fin, con la sensación de no haberse ido. En todo lo que la vista podía alcanzar, no se apreciaba la bastardía de una máquina.

Y fue la niña la que se lo dijo. Fue la niña que no sabía nada la que resumió sus pensamientos en una sola palabra:

– ¿Paz…?

Le señalaba el paisaje. Le tendió la mano. Méndez, quien pensaba en aquel momento en viejas rameras de su distrito, mujeres que no habían visto en su vida más que una cama, un bidé, un pene, un terrado y un gato sintió que su mano quedaba lavada sólo con el contacto de la mano de la niña.

– ¿Paz…?

Estaba claro que era un juego. «¿Amigos?» Sí, claro, amigos. Méndez, el podrido Méndez, le estrechó la mano y le sonrió. Vio sus ojos un poco oblicuos, sus facciones un poco anchas, su piel que parecía de seda, sus manos que daban amor, su frente detrás de la cual nunca había germinado un mal pensamiento, una mala palabra, y se sorprendió al darse cuenta de que su sonrisa se hacía más ancha. Incluso rió. En nombre de todos los santos…, ¿cuánto tiempo hacía que no reía Méndez? En todos los anales del Barrio Chino barcelonés -que como se sabe son largos, profundos, discutidos y respetables- nadie podía decir que había sido testigo de un prodigio semejante. ¡Méndez riendo! ¡Y Méndez riendo ante una niña!

– Amigos -dijo Méndez-. Amigos toda la vida.

A la pequeña, sin duda, le habían enseñado buena educación. «La buena educación -le habían dicho seguramente-, será tu única defensa ante la vida.» «La buena educación de los otros -pensó amargamente Méndez, mientras su mirada se enternecía-. Que las calles no te traguen, pequeña. Que siempre tengas unos ojos que te esperen, una mano que te guíe, una boca que sepa pronunciar tu nombre. Que encuentres siempre amigos, pero que sean mejores que Méndez.»

La niña le tendía la mano.

– ¿Cómo se llama usted, señor?

– Yo, Méndez.

– Yo, Olga.

Se sentó en sus rodillas. Tenía una impudicia infantil, una naturalidad de perrillo que te mira en una esquina y se acerca porque piensa que todo el mundo es bueno y le van a regalar una caricia. Miró a Méndez y rió, pero sin sacar la lengua. «También te han educado para eso -pensó Méndez-, también…» El dinero de Clara Alonso estaba siendo empleado en la mejor obra del mundo. Méndez sintió un casi irreprimible deseo de besar a la niña.

No lo hizo.

No quería mancharla.

– Bésame tú -pidió.

– ¿Por qué?

– Porque en el sitio donde tú me beses, no me saldrá ningún grano jamás.

Miraron juntos el paisaje maravillosamente verde que se extendía a ambos lados del barco. La tierra fértil ocupaba apenas unas franjas junto al río, pero tenía que ser -pensó Méndez- la mejor tierra del mundo. Los minaretes de las mezquitas se elevaban aquí y allá, entre las palmeras, rompiendo con una mancha blanca aquel azul del cielo que se hubiera hecho agobiante. El aire, en mitad del río, era fresco, y tan inmensamente puro que Méndez empezó a pensar en serio que no lo resistiría.

– ¿Tú tienes una hermanita? -preguntó.

– Sí. Mercedes.

– ¿Dónde está?

– Ha ido al colegio.

Méndez cerró los ojos.

Olga susurró:

– ¿Qué te pasa?

Infiernos… -pensó Méndez- ¡Qué bajo he caído! Hasta ahora mis pensamientos sólo los adivinaban las tías que llevaban al menos veinte años en el oficio. Y ahora resulta que los adivina hasta una niña.

– Nada, pequeña.

– ¿Estás contento?

– Pues claro que sí.

Olga se apoyó en su hombro.

A Méndez le pasaba lo que no le había pasado nunca. Hubiera querido cerrar los ojos otra vez.

En aquel momento una sombra se proyectó sobre los dos.

Una voz opaca preguntó:

– ¿Ha tenido usted hijos, señor Méndez?

– No.

– Pues se comporta como si los hubiera tenido.

Méndez miró la cara inexpresiva de Galán, el hombre de confianza de Salomón Gandaria. Su guardaespaldas, vamos. Méndez había visto a tantos hombres muertos -y a tantos de sus matadores- que sabía distinguir en el fondo de los ojos el hilillo de la sangre. Y Galán ni siquiera lo ocultaba en el fondo de los ojos. Tenía fuera, en la mirada, el hilillo de la sangre.

Méndez torció la boca.

– He visto niños en las calles -susurró-. Aunque no fuesen míos.

– ¿Y qué?

– Nada. Sólo que los niños te enseñan cosas.

– Ya.

Galán miró el paisaje. Pero era extraño. Con un ojo lograba mirar el paisaje y con el otro lograba mirar a la niña. De una forma lenta, estudiada, le tendió la mano, pero Olga no la recogió en el aire. Al contrario, desvió la mirada. La rechazó.

Ella también parecía haber visto el hilillo de sangre que no sólo estaba en los ojos, sino que bailaba ante los ojos.

Galán musitó:

– Usted ha adivinado mi oficio, ¿verdad, Méndez?

– Sí.

– ¿Qué cree que soy?

– Hay un viejo y honorable gremio.

– ¿El de los asesinos?

– Sí -musitó Méndez-. Sí. Y digo que es viejo porque ha existido siempre. Y digo que es honorable porque verdaderos profesionales ya quedan muy pocos. Hay que cuidarlos.

– ¿Cómo ha adivinado que yo pertenezco al clan?

Méndez rió delicadamente.

– Sé oler la mierda aunque la hayan perfumado -dijo.

– No me ofende, Méndez.

– Tampoco he tratado de hacerlo.

Y Méndez volvió a sonreír. Su rostro tenía ahora una expresión casi delicada, lo cual sugería malos presagios. Mientras acariciaba el pelo de la niña, musitó:

– ¿Ha tenido usted hijos, Galán?

– Sí. Tengo… una niña.

– ¿La ve con frecuencia?

– Sí. La veo con frecuencia.

– Su trabajo no se lo debe permitir…

– Es verdad. Pero aun así la veo con mucha frecuencia.

Méndez pensó que mentía.

Olga se había apoyado en el hombro de Méndez. Quizás era la primera vez que una chiquilla se abandonaba así a él. Procurando no rozarla apenas, le acarició el pelo de nuevo. Y clavó en Galán unos ojos que parecían una radiografía.

– ¿Casado, Galán? -musitó.

– Separado.

– ¿Me equivoco si supongo que usted trabaja sólo por su hija?

– No, no se equivoca, Méndez.

– ¿Y que por ella no quiere fracasar?

– Exacto. Por ella no quiero fracasar.

Méndez meneó la cabeza.

– Me parece extraño hablar aquí -musitó.

– ¿Por qué?

– Porque yo siempre hablo en bares y en habitaciones oscuras.

– No crea. Yo también. Pero no puedo permitirme el lujo de elegir los sitios, ¿sabe? He tenido que dar varias veces la vuelta al mundo.

– Y está aquí porque protege a Salomón, ¿verdad? -susurró Méndez-. Es un cuento eso de que le ayuda. Verdaderamente lo que hace es protegerle.

– Sí.

– ¿Usted sabía que Salomón es hermano de Ismael Gandaria?

– Esto no es un interrogatorio. Le contestaré si quiero, Méndez.

– Pues no me conteste.

Galán rió. Otra vez tendió la mano hacia la niña y otra vez notó, de una forma rápida e invisible, el instintivo rechazo de ésta. Galán retiro la mano poco a poco.

– No me ha contestado, Galán. Le he preguntado si usted sabía que Salomón es hermano de Ismael Gandaria.

– No. ¡Qué voy a saberlo…! Me he enterado aquí. Desconocía incluso el apellido de Salomón, por la sencilla razón de que los hombres como yo hacemos muy pocas preguntas. Cuanto menos sabes, menos te comprometes.

– En su caso es absurdo, Galán. Los hombres como usted quieren saber a quién protegen.

– Tiene razón, Méndez. Pero es que Salomón no se hace llamar Gandaria. Usa siempre el apellido de la madre.

– ¿Por miedo de que lo puedan matar como a su hermano?

– No… Las cosas no van por ahí, Méndez. A Salomón no pueden haberle amenazado nunca porque ni siquiera ha puesto los pies en el País Vasco. Ismael Gandaria tiene sus intereses, sus ramificaciones y sus negocios en el Norte. Salomón, por lo que he ido sabiendo, no quiere ni puede moverse de Madrid. Y tiene negocios completamente distintos de los de su hermano, porque Salomón, por lo que he deducido, se dedica a la banca. Y eso es todo. Pero, por lo que pueda ocurrir, le acompaña siempre un hombre como yo.

– Una última pregunta, Galán. ¿Usted ha notado, ahora que sabe que son hermanos, si los dos se aprecian?

– Mucho.

– ¿Y cómo lo ha notado? ¿Por sus gestos al encontrarse? ¿Usted cree en eso?

– Oh, no… Tampoco soy de los que, cuando ven un abrazo, piensan que ese abrazo es de verdad. Pero al darme cuenta de que Salomón también se llama Gandaria, me permití entrar en su camarote y revisar los papeles mientras él estaba en el bar. Es curioso, ¿sabe? Tiene un álbum de fotos. Y en todas está con su hermano Ismael, abrazándole continuamente. Parece como si fuera la única persona que quisiera en el mundo.

– ¿Fotos de cuando eran niños?

– No. Fotos de hace apenas un par de años.

Méndez acarició el pelo de la niña, que iniciaba sobre sus rodillas un movimiento de vaivén. Olga se estaba riendo. Galán la seguía mirando cuando musitó:

– ¿En qué piensa, Méndez?

– Nada. En que éste sí que es un verdadero viaje de placer. No hay nada que hacer, ¿sabe? Nada… Gandaria no corre aquí ningún peligro.

Siempre con sus facciones impasibles, Galán dijo:

– No.

Y Méndez, mientras miraba al horizonte con los ojos entornados, suspiró:

– Llegamos a Kom Ombo.