173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

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26 EL MENSAJE

Méndez no perdió ni una fracción de segundo en lanzarse a tierra. Levantarse ya sería otra cosa, pero dejarse caer lo hacía muy bien. Rodó por el suelo, sintiendo que todas sus articulaciones crujían, mientras oía un leve taponazo y el silbido de la segunda flecha.

Le pareció que todo ocurría simultáneamente, mientras él estaba aún cayendo. El silbido pasó junto a su cabeza y luego sonó un tloc. La flecha acababa de estrellarse contra una de las enormes piedras del templo.

Méndez giró sobre sí mismo, sintiendo otra vez que todo su cuerpo crujía. Miró hacia el sitio donde acababa de sonar el taponazo y ya no vio nada. No se distinguía ni siquiera a los vendedores, la plaga bíblica que ataca a todos los visitantes de Egipto. Todo aquel sector del templo estaba vacío.

No se había dado cuenta, mientras hablaba con Quílez, de que todo el grupo se alejaba con el guía. Ahora parecía ser el único habitante del mundo, como si Kom Ombo volviese a ser un templo olvidado, como si las piedras se hubiesen dispersado y las arenas hubieran vuelto a tragarlo otra vez.

Pero el cerebro de Méndez trabajaba con más rapidez que sus mus culos. Supo desde el primer momento que la flecha había sido dispara da con una pistola especial, seguro que desde una de las esquinas del templo. Y hubiera apostado también a que la punta del proyectil estaba envenenada. El asesino o asesina necesitaba obrar sobre seguro.

Pocas veces Méndez habrá notado tan dentro de sí, tan metida en la sangre, la sensación de la muerte.

Pero nada de eso se advirtió en su cara mientras se ponía en pie, con una agilidad que en muchos años no había tenido. Corrió como pudo hacia la esquina del templo, aun sabiendo que allí podía estarle esperando una nueva flecha.

Pero lo único que distinguió fue el grupo de visitantes a lo lejos. Allí estaban los conocidos: Gandaria, Galán, Salomón, Cañada, Manrique, la ciega Clara Alonso y la niña. Allí estaban también todos los desconocidos. Pasajeros de los que no sabía ni el nombre, caras anónimas, manos anónimas, pensamientos en los que nunca podría penetrar. Cualquiera de aquellos seres ignorados, reunidos por el destino en un buque de placer, podía ser el asesino de Quílez.

Y podían serlo por otra razón. Todos ellos estaban dispersos y comprando junto a la entrada del templo. Eso significaba que el guía no podía controlarlos. Significaba que cualquiera de ellos podía haber vuelto atrás unos pasos, sin llamar la atención, y disparar las dos flechas.

Méndez tenía la boca espantosamente seca.

Lanzó una especie de gruñido.

Porque su pensamiento iba mucho más allá. Su pensamiento le decía que habían matado a Quílez… ¡para que la pequeña Olga no estuviese defendida!

La idea le estremeció.

Aunque lo cierto era que también habían tratado de matarle a él. ¿Por qué? ¿Por temor a que hubiese visto algo? ¿O quizá para que también quedara indefenso Gandaria?

Méndez sintió que le temblaban sus rodillas.

Porque la maldita idea anterior estaba volviendo. ¿Qué era lo que había sentido cuando le hablaron de las estatuas con el pie izquierdo adelantado? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

Una voz dijo entonces a su lado:

– ¿Qué le pasa, señor Méndez?

Méndez giró un poco la cabeza.

Allí estaba el guía.

– Me encuentro como me pasa por… por… por…

– ¿Necesita algo?

Méndez tragó saliva con un chasquido.

– ¿Ha controlado usted al grupo? -preguntó.

– ¿Qué quiere decir?

– Que si los ha tenido bajo su vista.

– No, ahora no. Están comprando. Unos aquí, otros allá… ¿No se da cuenta? Pero ¿qué es lo que le pasa, señor Méndez? ¿Ha visto al dios-cocodrilo paseando por el templo?

Méndez barbotó:

– He visto los huevos del cocodrilo.

Y señaló hacia el cadáver de Quílez, todavía con la flecha clavada en la boca.

Ahora fue el guía el que se apoyó en el muro como si a él también le temblasen las rodillas.

– Dios mío… -barbotó.

– ¿Es usted católico?

– Yo soy cristiano copto.

– Guarde silencio. Llévese a los viajeros al barco y desde allí telefonee a la policía. Supongo que habrá policías vivos en este maldito lugar de los muertos.

– Sí. Hay alguno.

– No deje que cunda la alarma. Si preguntan por Quílez, el muerto, diga que se ha roto un tobillo y que volverá pronto. Yo esperaré aquí. Quiero ser yo el que hable con la policía. ¿Ha entendido?

Hubo suerte, porque la policía se presentó apenas media hora después. La importante fuerza pública consistió en un tipo uniformado de azul y un tipo vestido con pantalones y camiseta verdes. Examinaron la placa de Méndez, le saludaron afectuosamente, le abrazaron, le preguntaron por su familia y por los sueldos que se ganaban en España, y sólo después de todo esto echaron una mirada al muerto.

– Nunca había visto una cosa igual -dijo el de azul, que había asegurado llamarse Nabib-. Normalmente la gente viene al Nilo a oír hablar de muertos, pero no a morirse.

– Este no se ha muerto solo -masculló Méndez.

– No, claro que no. Y además apostaría a que la flecha tiene la punta envenenada. ¿Se ha fijado en el cadáver, señor Méndez? -Nabib hablaba en un correcto francés, lengua que Méndez entendía bastante bien-. ¿Eh? ¿Se ha fijado? La muerte ha sido instantánea porque ni siquiera ha tratado de llevar las manos a la flecha. Y una de dos: o la flecha le ha llegado hasta la médula espinal, cosa que no creo, o el veneno ha producido un efecto fulminante al mezclarse con la sangre de los grandes vasos del cuello. ¿Usted ha visto algo? Porque me doy cuenta, por esa otra flecha, de que también han tratado de matarle a usted.

Méndez hizo un gesto de admiración.

– Creí que la policía egipcia no era tan… tan observadora -susurró.

– Señor Méndez, por desgracia nosotros llevamos cinco mil años sin hacer otra cosa que observar.

– Pues espero que vean algo que yo no he visto. ¿Qué trámites van a seguir?

– No nos queda más remedio que llamar a Luxor, porque Luxor es la ciudad más cercana donde se puede contar con unos servicios importantes de policía. Y el único lugar desde donde se puede telefonear oficialmente a El Cairo sin problemas. Ahora bien, aunque todos los trámites oficiales se hagan sin su presencia, más adelante lo necesitaremos como testigo, señor Méndez.

– ¿En qué buque viaja?

– En elNile Dream.

– ¿De la compañía President?

– Sí.

– ¿Lleva algo que lo demuestre?

– Llevo la llave de mi camarote.

– Bien. Como elNile Dream sigue el curso del río hasta Luxor, nos veremos allí. Nosotros llegaremos por carretera antes que usted, y cuando desembarque ya habremos hablado con nuestros compañeros. No sé si entre todos habremos averiguado alguna cosa… Por ejemplo, este crimen no parece tener ningún sentido.

Méndez apretó los labios.

Claro que tenía sentido.

Habían matado a Quílez no por él, sino porque era la única persona que podía defender a la pequeña Olga.

Pero no lo dijo.

Nabib susurró:

– Esperamos no entretenerle demasiado y no estropearle la visita al Valle de los Reyes. Supongo que pensará verlo.

– Tengo varios acreedores enterrados allí -dijo Méndez.

– Entonces vaya a visitarlos. ¿Conoce la situación del Valle de los Muertos?

– Por supuesto que la conozco. Además, me llevarán.

– De todos modos, piense lo siguiente, señor Méndez: todo lo que se refiere a los vivos, está siempre en la orilla oriental del Nilo, la parte por la que sale el sol. Todo lo que se refiere a los muertos está siempre en la orilla occidental, la parte por la que el sol se pone. En los ritos egipcios no hay nada gratuito, señor Méndez. Todo está unido a la lógica de la Naturaleza.

Méndez susurró:

– Claro, ya lo voy comprendiendo.

– Ustedes apenas hacen nada con arreglo a la lógica de la Naturaleza. Lo hacen todo con arreglo a la lógica de los relojes y del beneficio.

– He procurado no seguir nunca ese mal ejemplo -gruñó Méndez-. Apenas miro el reloj, y jamás he tenido beneficios.

– Es una posición inteligente. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Volver al barco?

– Claro que sí. Y cuanto antes.

– ¿Tanta prisa tiene?

– Una prisa que no me deja ni respirar. Cada segundo cuenta.

– ¿Por qué?

Méndez miró al vacío.

– Dicen que en el templo de Edfu hay una barca solar -musitó-, una de esas barcas que llevaban al otro mundo las almas de los difuntos. Pues bien, el buque en el que yo viajo también es una especie de barca solar. Es el buque de los muertos.

Todo el mundo parecía tranquilo en elNile Dream. Algunos de los pasajeros estaban en el bar, hablando de las impresiones de la jornada con esa placidez que da tener los problemas -si los hay- a tres mil kilómetros de distancia. Otros miraban en silencio la noche desde la cubierta alta. El río, gracias a la luna, aparecía tan quieto como una cinta de plata vieja.

Manrique era de los que estaban en la cubierta alta, aunque algo apartado de los demás. Se puso inmediatamente en pie al ver llegar a Méndez.

– ¿Qué le ha pasado? -murmuró.

– Nada. Que me he quedado al lado de Quílez por si necesitaba algo.

– ¿Es verdad que se ha roto el tobillo, como nos ha explicado el guía?

Méndez movió negativamente la cabeza.

– No -dijo en voz muy baja.

– ¿No? ¿Entonces… qué ha ocurrido?

– Usted y Cañada tienen que conocer la verdad. Clara Alonso no lo sé. Eso depende ya de ustedes, depende de lo que quieran decirle. Pero hay personas a las que no se puede engañar. Quílez ha sido asesinado.

Manrique se hundió de pronto sobre el asiento, como si le hubiesen fallado las piernas.

Se llevó por un momento las manos a los ojos mientras preguntaba con un hilo de voz:

– Pero ¿qué dice…?

– Ustedes contrataron a Quílez para que protegiera a la pequeña, ¿verdad?

– Sí… Fue cosa de Clara, porque ella estaba muerta de miedo. Y es natural. Lo que le pasó a Mercedes marca una vida. Ya antes de que nos pidieran el rescate por Mercedes, pensamos poner tierra de por medio, o sea llevarnos bien lejos a Mercedes y a Olga. Estábamos seguros de que a bordo de un barco del Nilo, por ejemplo, no nos pasaría nada. Pero aun así, Clara insistió en contratar a un guardaespaldas de primera clase.

– Y después de enterrada Mercedes, persistieron en su idea, ¿verdad? Sabían que el asesino de esa pobre niña estaba muerto, pero aun así el miedo les seguía dominando. Lo encuentro muy natural, entiéndame… -Méndez, que hablaba en un cuchicheo, paseó una mirada recelosa en torno suyo, para asegurarse de que nadie podía oírles-. De modo que conservaron sus billetes para el viaje a Egipto, diciéndose que aquí Olga estaría mucho más segura. ¿Es eso?

Manrique preguntó, mientras le temblaban los párpados:

– ¿Me está usted diciendo que… que el asesinato de Quílez indica que Olga corre peligro?

– Sí.

– ¿Aquí, en el barco?

– Sí.

Manrique se hundió. Su edad era ya la de un hombre que no puede luchar. Apoyó la cabeza en la barandilla del buque, como si se sintiese mareado. No pareció ni notar que Méndez le ponía alentadoramente la mano en el hombro.

– Anímese, Manrique. Vamos a luchar -musitó.

– ¿Luchar… contra quién?

– No lo sé, pero tengo una ayuda.

– ¿Una ayuda? ¿Qué es?

– El mensaje de un muerto.

Manrique alzó la cabeza de pronto.

– Usted, Méndez -musitó-, también empieza a sufrir las enfermedades del Nilo.

– No lo crea. El Nilo me ha dado la solución, pero el mensaje me lo transmitieron en Barcelona, bien lejos de aquí.

– ¿Sí? ¿Y qué muerto se lo transmitió? Espero que no hable en broma, Méndez.

– Claro que no hablo en broma. El muerto es Ángel Martín, el que materialmente asesinó a Mercedes. Y el que la secuestró, claro. Pero es evidente que lo hizo por orden de alguien.

– ¿De quién?

Méndez dijo en un susurro:

– Había un primer eslabón.

– Por favor, hable más claro.

– El eslabón era un policía corrupto llamado Marquina. Ese hombre, por sus conocimientos y su posición, tenía que «cubrir» el trabajo de Ángel Martín y darle consejos técnicos para que, pese a todas las dificultades, cobrara sin problemas el rescate. Gracias a esos consejos técnicos, Martín logró escapar de la encerrona tendida por la policía, aunque sin conseguir llevarse el rescate. Ah…, no necesito decirle, Manrique, que el corrupto Marquina se llevaría un buen puñado de millones a cambio de su «asistencia técnica».

– Claro… No necesita decírmelo.

– Yo no sé lo que hubiera ocurrido con Ángel Martín si todo hubiera salido a pedir de boca -siguió explicando Méndez-, aunque sospecho que hubieran acabado con él. Martín era un tipo de baja estofa, un sucio asesino, un ex preso fichado, y por lo tanto un peligro. Les era útil para un momento, pero pasado ese momento ya no les servía de nada. Al contrario. Y encima la cosa salió mal. El dinero había volado. Ángel Martín había perdido los nervios. Marquina, o el que daba órdenes a Marquina, decidió entonces «dejarle caer».

– Si les estorbaba, podían haberlo matado sin tantos rodeos -musitó Manrique con una implacable lógica-. Al fin y al cabo, ese Marquina del que usted habla es policía. O «era», no lo sé.

– Precisamente por ser policía -dijo Méndez.

– No acabo de entenderle.

– Estamos hablando de un tipo peligroso como Ángel Martín. Un pájaro desconfiado. Un buitre. En pocas palabras, un hombre difícil de matar, al que por su experiencia sería imposible meter en una encerrona.

– Me parece que le voy comprendiendo.

– Si Marquina intentaba matar a Ángel Martín, podía muy bien ser que el muerto fuera él. Resultaba mejor «dejarle caer» y procurar que fuera detenido. Una vez Martín en Jefatura o en la Modelo, estaría completamente indefenso. Un ciudadano normal no hubiese podido entonces matarle, pero un policía sí. Le bastaba con simular un intento de fuga. O todavía más sencillo: comprar a un recluso de la Modelo para que cualquier noche hiciera el trabajo. En las cárceles españolas se hacen varios «trabajos» así al año. Y encima salen baratísimos.

– ¿Y si Ángel Martín hablaba antes? Ese peligro existía…

– Ángel Martín no iba a hablar de buenas a primeras. Cuando un asesino sabe algo, esa es la única moneda que tiene. No la malgasta así como así; al contrario, intenta venderla a buen precio. Hacer un trato, vamos. Y mientras Martín pensaba con quién hacer el trato, ya estaría muerto. Creo que Marquina obró como le convenía obrar, porque de ese modo aprovechaba todas sus ventajas. Incluso cabía la posibilidad de que, al ser detenido, Martín se resistiese, y le clavaran entonces cuatro balas en las pelotas.

– Entiendo, Méndez. Pero ¿qué sistema utilizó Marquina para «hacer caer» a Martín?

Méndez explicó en pocas palabras lo de los vestidos con la etiqueta del fabricante. Seguro que Martín no se había fijado en ese detalle o, en caso de fijarse, había confiado en Marquina. Si Marquina hacía las cosas así, es que estaban bien hechas.

– Por ahí obtuve la primera pista -terminó Méndez.

– Dios mío…

– Y la persecución terminó con la muerte de Ángel Martín. Pero hay algo más. Marquina también murió. Y no fue Martín el que lo hizo. Se utilizó a dos mercenarios con cuyo paradero no sé si daremos algún día. Pero en el fondo no me importa demasiado, ¿sabe? Fueron simples instrumentos.

– ¿Qué mercenarios?

– Un hombre y una mujer. La mujer era una putilla o fingía serlo. Su trabajo resultó fácil. Primero, abrirse de piernas en el piso de Marquina, o al menos dar a entender que se abriría de piernas. Segundo, hacerle salir con cualquier pretexto al balcón que daba al Paralelo. Allí estaría el segundo mercenario, metido en un coche y armado con un rifle de precisión.

Méndez se balanceó un poco en la silla, mirando la cinta cada vez más oscura del río, y añadió:

– Este solo hecho ya debió hacerme comprender que había alguien por encima de Marquina, alguien que lo tenía calculado todo y había fijado el precio. Y la verdad es que lo comprendí. Pero como planeaba cazar a Ángel Martín vivo y hacerle hablar, ese pensamiento pasó a segundo término. Además, los acontecimientos se precipitaron. Ángel Martín fue cosido a navajazos ante mis ojos, y yo tuve que acabar de matarlo para… para ayudar a un amigo.

– ¿Qué significa eso?

– Nada que le importe, Manrique. Son cosas de la calle. Pero de la calle Unión, la calle del Cid o la calle Nueva de Barcelona, no la calle Serrano de Madrid. Por lo tanto, no me entendería. Olvídelo. Lo importante es que Martín, mientras intentaba huir, me estuvo ofreciendo un trato.

– ¿Y usted no lo aceptó?

– Y una leche voy a aceptarlo. Quería la libertad. ¿Iba yo a darle la libertad al asesino de una niña? Yo no quería darle la libertad al asesino de una niña. Yo no quería darle la libertad. Yo quería darle por el saco. Martín mantuvo su oferta hasta el último momento, pensando que yo la aceptaría. Mientras tanto, para demostrarme que sabía cosas y no hablaba en vano, me fue dando algunos detalles.

– ¿Qué detalles?

– Hay un dato previo, amigo Manrique. Martín se había quemado las pestañas estudiando historia del antiguo Egipto. Era la única afición cultural que se le conocía, aparte, claro, la de tocarle las ancas a algún monaguillo de buena fe.

– No empiece, Méndez. No sea digno de su fama. Dígame qué significa eso de la historia del viejo Egipto.

– Pues que Ángel Martín me fue dando pistas usando los conocimientos, por otra parte nada especiales, que tenía. Bueno, nada especiales para un técnico. Para un profano como yo, sí que eran unos conocimientos bastante serios, tanto que entonces no llegué a entender lo que me decía. ¿Y por qué me dejó esas pistas, si podemos llamarlas así? ¿Qué necesidad tenía de eso? Yo he estado dando vueltas al asunto y pienso que le movieron dos razones. La primera, y seguro que más importante, fue excitar mi curiosidad para que al fin me aviniese a hablar con él, cosa que tenía difícil. La segunda razón fue señalarme que el peligro seguía existiendo para nosotros. Que Marquina había muerto y él podía morir, pero el verdadero cerebro seguía vivo. Yo pienso que Martín no conocía de ninguna manera el nombre de ese cerebro; de lo contrario, es posible que me lo hubiera dicho, al menos por venganza. Pero dentro de lo posible, me fue señalando una dirección.

– ¿Qué dirección?

Méndez hizo un gesto ambiguo, cargado con toda la elegancia decadente de un marica retirado.

– Le he dado dos razones para explicar la conducta de Ángel Martín -susurró-, pero no desdeño una tercera. No desdeño que el fugitivo, ante la inminencia de su fin, intentara hacer la única obra artística que había hecho en su puñetera vida. Pero usted me ha preguntado qué dirección me señalaba. Bueno, pues me señalaba la dirección de Egipto. Y me indicaba que nuestro auténtico enemigo -o enemiga- aún vivía. ¿Cómo? Mire, en una reproducción de un cuadro donde había unas mujeres -por cierto muy llenitas y en su punto- a una de ellas le dibujó un dedo de un pie más largo que los otros. Es el famoso «dedo egipcio», una característica racial que se aprecia en las momias. Y se hizo retratar como una estatua de faraón, perocon el pie izquierdo adelantado. ¿Sabe exactamente lo que significa eso, Manrique?

– Sí. Que cuando se levantó la estatua, el faraón estaba vivo. Cuando la estatua aparece con los dos pies juntos, es que estaba muerto. Pero ¿qué quería decirle a usted Ángel Martín?

– Pues eso: que elfaraón estaba vivo.

– Dios mío…

– Y aún hubo otro detalle. El más extraordinario de todos.

– ¿Cuál?

Méndez hizo un gesto de incomodidad y fue a encender un faria. Al fin se arrepintió y apuntó con él a Manrique, mientras lo sostenía en el aire.

– A Ángel Martín le interesaba huir -dijo.

– Sí, claro. Eso lo supongo.

– Para huir necesitaba ayuda. Y las ayudas más importantes las tenía en el lado izquierdo de la ciudad. Aunque vamos a ver si me explico bien, Manrique: el Ensanche de Barcelona está dividido en dos mitades, la derecha y la izquierda, por la Rambla de Cataluña. Como le digo, las principales ayudas las tenía en el lado izquierdo. Sin embargo, se mantuvo siempre en el lado derecho. El confiaba en huir igualmente, pero se mantuvo en el lado derecho.

– ¿Y eso qué significa?

– Piense en Egipto.

– ¿Y qué…?

– Las necrópolis siempre están en la parte izquierda del Nilo, en el lado oeste. Ahí están, por lo tanto, los muertos. Es el lado por el que se pone el sol. En la parte derecha están las antiguas ciudades. Es el lado de los vivos, el lado por donde el sol nace.

– Repito, ¿y qué…?

– Demonios, Manrique. Ángel Martín no fue al lugar de los muertos. Se quedó en el lugar de los vivos. Eso significaba que el hombre que le dirigía estaba vivo también. Que el peligro continuaba. Que atacaría otra vez.

– Y ese «cerebro», si es que vamos a seguir llamándole así, sabía que veníamos a Egipto.

– Sí.

– ¿Sabe lo que significa eso, Méndez?

– Naturalmente que lo sé. Clara Alonso tiene a su cargo otra peque ña. Y sigue teniendo posibilidades de pagar millones de euros.

– ¿Pretende decir que a esa niña también la… la…?

Méndez entornó los párpados.

En sus ojos volvía a brillar la mirada de la serpiente vieja.

Pero ahora era una serpiente veterana y cabrona. Era una serpiente de lujo que había hecho un máster reptando entre las tumbas. Era una cobra.

– Sí, Manrique -musitó-. Sí.

– Aquí no pueden. Este es el lugar más seguro del mundo. Por eso nos embarcamos en Egipto.

– No hay nada seguro. Nada. Por eso conviene que observe muy bien en torno suyo. Yo diría que la vida de la pequeña Olga está pendiente de un hilo.

Miró hacia el río y añadió con voz amarga:

– Más exactamente, yo diría que está pendiente de un Nilo.

Y se volvió.

Había rostros indiferentes en cubierta, rostros que ni siquiera les miraban. Esa viuda a la que su marido dejó unos cuernos grandes como la catedral de Burgos, pero también una fortuna que ella está gastando meticulosamente. Ese notario castellano, acostumbrado a escribir las últimas verdades, y que busca en el Nilo la primera verdad. Ese editor retirado, ya demasiado viejo, que se emborracha cada tarde para olvidar que éste puede ser el último viaje de su vida. Esa putilla que tuvo un buen golpe de fortuna, es decir un buen golpe de cama. Ese funcionario que se acaba de jubilar y al que no le importa nada el viaje: sólo habla con su mujer de la virtud de los chorizos de Castilla. Ese hombre de la silla de ruedas, el sorprendente hermano de Gandaria. El guardaespaldas que le acompaña, y en cuyos ojos ha sabido encontrar Méndez una serpiente más venenosa aún que la suya… Todos son sospechosos, todos, incluso los camareros que pueden haber sido comprados antes de salir de Asuán. Después de la muerte de Quílez, Méndez sabe que está solo y que nadie le podrá ayudar.

Encendió el faria.

– Está usted triste, Méndez. O nervioso, no sé.

– Me siento fuera de mi ambiente, ¿sabe, Manrique? En mi barrio podía entrar en un bar, hablar con los clientes, entre ellos varios presuntos, y ver desfilar el tiempo. Yo tengo ideas viendo el humo, ¿sabe? El maldito humo de los cafés. Pero aquí, ¿dónde me meto? ¿Con quién hablo? En este maldito barco todo es convencional y lujoso. No tiene un solo lugar respetable.

Y exhaló una bocanada de humo. Manrique tosió.

– Me bastará con que no pierda de vista a la niña, Méndez -dijo en un susurro-. Sé que tiene usted razón: han matado a Quílez para que nosotros quedemos indefensos, pero si usted no pierde de vista a la niña, nada ocurrirá. Estamos en el único lugar seguro.

Méndez preguntó con voz burlona:

– ¿El Nilo…?