173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

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27 LA SALA DE LAS COLUMNAS

Estaban llegando a Luxor.

Méndez, que se hallaba en la parte de proa de cubierta, contempló el embarcadero, cerca del Hotel Sheraton, y se dio cuenta de que la ciudad le iba a gustar. No le importaban demasiado los templos, que junto con los de Abu Simbel eran seguramente los mejores de Egipto, sino el aire decadente de la tierra a la que estaban llegando. Méndez, especialista no en cosas que empiezan, sino en cosas que terminan, comprendió que Luxor tenía algo especial. Tenía viejos y señoriales hoteles, coches de caballos, damas inglesas que aún posaban sobre su cabeza una pamela y bazares en los que comprar una joya -seguramente falsa- a una desconocida. Tenía funcionarios que parecían haber inaugurado el Canal de Suez y momias de hombres rubios que aún brindaban por Su Graciosa Majestad. En toda la ciudad había un aire -le pareció a Méndez- de formalidad victoriana, de relojes parados, de citas para tés a los que no acudiría nadie o a los que faltaría la única dama. Se captaba en la ciudad un aire -seguía pensando- que convertía el turismo masivo en una profanación.

Pero seguramente no había un tugurio ni un viejo café. Méndez suspiró con desaliento mientras miraba al vacío.

Galán se acercó a él.

– ¿Va a bajar?

– Sí. Creo que daré una vuelta esta noche, para echar un vistazo. ¿Y usted?

– Depende del jefe.

– Puede dejarle unas horas. Mientras no tenga que cambiar de piso, él se mueve muy bien en su silla de ruedas.

– Sí -musitó Galán-. Tiene mucha habilidad. Y más fuerza de lo que todos creemos.

– Pues déjele en su camarote y usted dese un garbeo por ahí. ¿O tiene miedo de que a Salomón le ocurra algo?

Galán se encogió de hombros.

– ¿Qué le va a ocurrir? -musitó-. Este es un sitio seguro. Nadie puede subir al barco sin exhibir una credencial. Y la credencial sólo se la entregan a los pasajeros cuando bajan.

– No es exactamente así -dijo Méndez como si repasara sus propios pensamientos, pues había estudiado todos los aspectos inseguros delNile Dream-. Dese cuenta de que estos buques atracan muchas veces uno al lado de otro, como automóviles estacionados en doble fila. ¿Qué quiere decir eso? Pues que los pasajeros del buque que está más al centro del río tienen que desembarcar a través del que está en el muelle. O sea que cualquier viajero de otro barco puede entrar en éste. No es un mundo tan cerrado ni tan seguro como parece a primera vista.

Galán sonrió.

– Yo diría que no quiere que le pase nada a Clara Alonso, esa mujer ciega. Y tampoco a la niña subnormal que va con ella.

– No me gusta que la llame subnormal -dijo Méndez.

– ¿Por qué no?

– ¿Qué es la subnormalidad en casos como el de esa niña? -preguntó Méndez en voz baja, siempre mirando al vacío-. ¿Falta de competitividad? ¿Y es tan importante en este mundo ser una persona competitiva? ¿Significa estar alejado de la verdad? ¿Y qué es la verdad? Quizás es que yo, como soy un maldito viejo, he empezado a hacerme unas malditas preguntas. Yo no creo que lo más importante sea estar por encima de los otros. A los que están por encima de ti se les puede matar con una sola cosa.

– ¿Con qué?

– Con la indiferencia.

Galán sonrió, pero su sonrisa era apagada, era una sonrisa de maniquí.

– No crea que no he pensado muchas veces en eso -dijo-. ¿De qué sirve triunfar si los demás no hacen caso? En fin, voy a seguir su consejo, Méndez. Le preguntaré a Salomón Gandaria si puedo bajar a tierra. Por cierto, ¿esta noche hay espectáculo de luz y sonido en el templo?

– Creo que sí. De todos modos, yo no voy a ir -dijo Méndez-. Oiga, los dos hermanos Gandaria no se parecen en nada, ¿verdad?

– En nada.

– ¿No participan en ningún negocio común?

– ¡Qué va! En ninguno.

– ¿Y la muerte de uno favorecería al otro? Me refiero, por ejemplo, a una herencia.

– ¿Por qué pregunta eso, Méndez?

– No sé… Son cosas que se le ocurren a un policía viejo que ya lo ha tenido todo menos el sida.

– Pues no, no creo que a Salomón le beneficiase la muerte de Ismael, y viceversa. Son hermanos que se han tratado muy poco, y me imagino que no se mencionan en sus testamentos. Pero no me haga demasiado caso. Yo no puedo estar enterado de esas cosas.

Hizo un gesto de saludo y se alejó.

Méndez siguió mirando al vacío.

Sabía que no iba a tener demasiado tiempo libre en Luxor. Era aquí donde la policía egipcia abriría el informe oficial sobre la muerte de Quílez. Era aquí donde le interrogarían a él, a Méndez, aunque nada nuevo podría decir. Y en fin, era aquí donde Cañada y Manrique tendrían que disponer la repatriación del cadáver. Después de todo, Quílez había sido algo así como un empleado suyo.

En aquel momento Galán penetraba en el camarote de Salomón Gandaria. El monóculo de éste despidió un relampagueo mientras se abría y cerraba la puerta.

– Luxor -dijo Galán.

– Sí. Ya veo que estamos atracando.

Galán miró hacia la gran ventana panorámica, que ocupaba casi toda una pared del camarote y desde la que se adivinaba la oscura superficie del río.

– Están llegando otros barcos -dijo-. Atracarán al lado.

– ¿Y qué?

– Nada. Sólo que la gente de los otros barcos pasará por elNile Dream para desembarcar. Esto va a ser un tumulto.

– Mejor -dijo Salomón en voz muy baja-. Se va a producir un magnífico momento para acabar con Ismael.

– ¿Pero eso por qué? ¿Por qué?

Como si no le hubiese oído, Salomón continuó:

– De todos modos, sería una ingenuidad hacer el trabajo en el barco, que no deja de ser un lugar fácilmente controlable. Tengo otra idea.

– ¿Cuál?

– El espectáculo de luz y sonido en el templo de Karnak.

– ¿Cree que Ismael asistirá?

– Estoy absolutamente seguro. El ha venido aquí para protegerse, ya que piensa que en el barco no le acecha ningún peligro, pero de todas formas no renunciará a los placeres del viaje. Quiero decir que irá al templo, rodeado por la multitud. Me he informado bien de lo que pasa en un sitio semejante.

– ¿Qué pasa?

– En las pirámides, el espectáculo de luz y sonido es completamente distinto -dijo Salomón-. Estás sentado. Hay bastante claridad, después de todo. No te puedes acercar excesivamente a tus vecinos. Pero aquí, en Luxor, todo es distinto. Buena parte de la visita se hace a pie, o sea que hay una ingente multitud en marcha entre las columnas y las estatuas. Me han dicho que hay japoneses suficientes para invadir Filipinas otra vez. Seguro que hay hasta esquimales. Pero, en fin, se trata de una multitud que marcha a tientas. No se puede ni soñar un sitio mejor para acabar con un hombre.

Galán dijo con un hilo de voz:

– Comprendo.

– Todo consiste en pegarse a él. Situarse un instante a su espalda y… basta. Un estilete en el corazón no te deja ni gritar. Y aunque grite, ¿qué? Yo diría que mejor aún. En la oscuridad, el tumulto será inenarrable. Resultará materialmente imposible identificar al hombre que haya movido el arma.

– Lo sé.

– Pues trabaje, Galán. Es su momento.

Galán le dirigió una sonrisa lejana mientras iba hacia la puerta. Una vez allí, cuando ya tenía la mano en el pomo, se detuvo.

– Durante todo este tiempo no he hecho más que esperar una buena ocasión. Ahora la tengo -susurró.

– Pues aprovéchela, Galán. Usted es un profesional.

Sonó el chasquido de dos dedos.

Luego nada. No se pudo oír ni siquiera el sonido de la puerta.

Galán había salido.

Luxor es como una gran calle, pensó, es realmente una gran calle. Una sucesión de joyerías, una hilera interminable de escaparates siempre iluminados, una procesión de coches de caballos, un cielo siempre impasible donde está, seguía pensando Galán, el techo de la Historia. Había oído decir que las primitivas casas de Luxor estaban sin cubrir, es decir, no tenían tejado. ¿Para qué, si nunca llovía? Hasta un hombre como él, que no creía en nada, comprendía que los egipcios hubiesen adorado al sol. Miró de soslayo los escaparates mientras pensaba en otras ciudades, en otras épocas, mientras pensaba en las tiendas de Kowloon, en el Gran Bazar de Estambul, en los tugurios de la Séptima Avenida de Nueva York, en todos los lugares iluminados por los que él se había deslizado como una sombra, con el solo objeto de matar a un hombre que ni siquiera le conocía. En este caso era distinto, porque Gandaria sí que le conocía. ¿Y qué? Era mejor así, porque podía esperarle a la entrada del templo, justo antes del espectáculo, y fingir que se tropezaba con él. Luego sería todo muy sencillo, porque Gandaria no había traído a sus guardaespaldas. El no cometería el error de Torres, el error de creer que seguían en el bar del Palace cuando en realidad habían ido a proteger a Gandaria por otro camino. Torres, en el fondo, se había comportado como un maldito novato.

El no iba a hacerlo.

Se detuvo ante uno de los escaparates.

Quería comprobar si alguien le seguía.

Sus ojos acerados recorrieron la multitud que aprovechaba la suave temperatura nocturna, los ocupantes de los landós, los que se habían detenido ante los escaparates, como él, y hasta los dependientes de las tiendas. Como si su cerebro fuese una máquina fotográfica retrató los rostros, las expresiones, los gestos. Logró una instantánea en la que cabía toda la calle y en la que no había, sin embargo, la menor posibilidad de error. Por eso lo vio.

Nunca hubiera sospechado ver entre la multitud aquel rostro que era como una mancha blanca. No hubiese imaginado que Méndez hubiera podido seguirle con tanta rapidez con aquella sinuosidad de serpiente.

Méndez también parecía una sombra.

Se detuvo junto a él.

– Maldita ciudad -dijo-, no hay ni una taberna.

– ¿Qué quiere que haya aquí?

– No sé, pero la verdad es que he tenido un desengaño. No me quedará más remedio que echar un trago en un hotel, pero tiene que ser un hotel viejo, con un camarero que esté allí desde el día de la fundación y con una reserva de botellas que se vaya bebiendo poco a poco la querida del dueño. ¿Usted cree que encontraré alguno así en Luxor?

– Quizá lo haya. Luxor es, al fin y al cabo, una ciudad muy vieja.

– De acuerdo, seguiré buscando.

– Y una leche, Méndez.

– ¿Por qué me dice eso?

– ¿Y usted por qué me sigue?

Méndez alzó apenas uno de sus cansados párpados.

– ¿Se me nota?

– Maldita sea, Méndez, nunca lo habrá hecho peor.

– Hay que ver. Un día que tomo todas las precauciones. Sólo me ha faltado ponerme gafas negras.

– No me venga con historias. Usted quería que le viese, Méndez. Quería hablar conmigo fuera del barco.

– Tal vez.

– Dígame lo que busca. Pero no intente ofrecerme dinero por mi culo. Es ya demasiado viejo, y encima no está en venta.

La mirada de Méndez se endureció.

Se hizo dañina y concreta.

– Usted es un guardaespaldas -dijo-. No me venga con mandangas. Usted es del oficio y protege a Salomón, ese cabroncete.

– ¿Y qué?

– Necesito que me ayude -dijo Méndez.

– ¿Por qué razón?

– Ha vuelto a suceder. Acabo de saberlo.

– ¿Qué es lo que ha vuelto a suceder?

– Han seguido a Clara Alonso hasta aquí. Parece mentira, pero la han seguido hasta aquí. Empecé a tener la seguridad después de la muerte de Quílez, porque Quílez ha muerto, aunque no sé si usted conoce la noticia. Y ahora le han pedido una suma de dinero. O la paga o esa pequeña que viaja con ella, Olga, morirá.

Galán también alzó un párpado que de pronto parecía tan cansado como el de Méndez.

Y Méndez añadió:

– Clara Alonso pasó ya por una prueba terrible. Su otra hija adoptiva murió asesinada.

– Conozco a Clara Alonso -dijo Galán secamente.

– Mejor.

– ¿Cuánto le han pedido?

– El doble que la otra vez.

– ¿Alguien tiene ese dinero líquido en España?

– Pregunte usted a algunos banqueros. Pregunte usted a algunos gobernantes -dijo ambiguamente Méndez.

– ¿Clara lo tiene?

– Digamos que sí.

– ¿Y cómo se lo han pedido?

– Usted tiene una ventaja, Galán, maldita sea. No hace comentarios, hace preguntas. En eso se nota la gente del oficio. Bueno, le contestaré. Ha encontrado en su camarote una cinta magnetofónica llena de música. Llena menos en un pequeño sector. En ese sector estaba el mensaje grabado.

– ¿Con qué voz?

– Voz de hombre, pero muy deformada. Resulta imposible identificarla.

– Qué coño va a ser imposible. Hay medios técnicos para eso.

– No aquí, en el Nilo. No aquí, en Luxor. Puede haberlos en El Cairo, aunque lo dudo, pero en todo caso, cuando la cinta sea analizada en El Cairo, la niña ya habrá muerto.

Como si aquel fuese un lenguaje que entendiera muy bien, Galán ni se inmutó.

– ¿Usted la ha oído? -preguntó.

– Acabo de oírla porque acaban de encontrarla.

– ¿Dónde?

– En la cama del camarote. Alguien la dejó allí.

– ¿En qué idioma está el mensaje?

– En castellano. Es lo lógico.

– O no tan lógico -susurró Galán, adivinando los pensamientos que Méndez no había expresado aún-. Pudieron haber grabado el mensaje en otro idioma para despistar. Pero en fin… Sí, es lógico que sea en castellano. ¿Aunque con qué acento?

– Yo no he notado ninguno -explicó Méndez-, aunque tendría que oírla varias veces para estar seguro. De todos modos, ya le he dicho que la voz está muy desfigurada. Imita el lenguaje que podría tener un robot. Y por debajo de esa voz se capta una leve música de fondo que la desfigura más aún.

Galán volvió la cabeza con un gesto brusco. Miró las joyas que se exhibían en el provocativo escaparate. «Los musulmanes te convencen por la abundancia -pensó-. Amontonan los tesoros unos sobre otros, al contrario que los europeos, que tendemos a individualizarlos. En nosotros está viva la figura de Shylock; en ellos está viva la figura de Alí Baba.»

Como siempre que estaba preocupado, Galán pensaba en otra cosa, por ejemplo en un crucigrama, para dejar que su instinto obrase.

– Cuando ha aparecido ese mensaje, ¿la gente ya había empezado a bajar del barco? -preguntó.

– Sí. Y habían pasado a través delNile Dream los pasajeros de otros dos barcos atracados a su costado.

– Entonces ha podido ser cualquiera… Hacerse con el duplicado de la llave de un camarote es fácil.

– Sí -suspiró Méndez-. Sí…

– Pero hay un hecho claro, un hecho básico. La mujer a la que han amenazado no lleva tanto dinero encima.

– Por descontado que no lo lleva.

– ¿Entonces qué plazo le han dado para pagar?

– Me está usted haciendo las mismas preguntas que yo me he hecho, Galán, pero celebro que sea así porque me sirve para repasar la situación. En efecto, Clara Alonso y los dos hombres que la acompañan no tienen tanto dinero aquí. Lo pueden tener en El Cairo.

– No es posible, al menos me lo parece a mí, una evasión de divisas tan rápida y tan gigantesca, Méndez.

– ¿Y a mí qué me explica? Yo sólo estuve una vez en Gibraltar y evadí una cajetilla de Ducados. Pero le he preguntado a Cañada lo mismo que usted me pregunta, claro que sí. Y me ha contestado que tiene paquetes de acciones en compañías extranjeras. Puede venderlas por medio de un banco cuando lleguemos a El Cairo.

– Eso significa que han tenido que darles un plazo razonable para pagar.

– Razonable según cómo se mire -dijo Méndez-. Esta vez el hijoputa que mueve la tramoya tiene mucha prisa. Nosotros, una vez hayamos visitado Luxor, vamos todavía en el barco hasta Denderah y Kena, para regresar aquí y tomar el avión hasta El Cairo. Allí nos hospedaremos en el Hotel Marriott. Dicen que es un sitio de narices y donde también tienes que tocártela con un papel de fumar.

– Es un viejo palacio que construyeron para los dignatarios que iban a inaugurar el Canal de Suez -dijo Galán, tan versado en sitios de lujo como Méndez en tabernas-. En efecto, Méndez, más vale que allí ni siquiera se la toque. Pero ¿qué dice el mensaje sobre el Hotel Marriott? ¿Recibirán allí alguna noticia más?

– En efecto, pero sólo disponen de veinticuatro horas para reunir el dinero.

– Difícil conseguirlo, ¿no?

– Difícil, pero no imposible.

– ¿Dónde lo han de depositar?

– Ya se lo dirán en el Hotel Marriott.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo -susurró Méndez.

Galán dejó que en sus labios flotase una sonrisa burlona.

– Entonces Clara Alonso tiene muchas bazas por jugar -opinó-. En El Cairo, esa mujer puede ser protegida de lleno por la policía egipcia e incluso por el embajador español, si es que un embajador español ha protegido alguna vez a un español. Puede no salir de su habitación en el Hotel Marriott e instalar ante la puerta a cuatro o cinco gorilas venidos de Nubia. No sé si ha oído usted, Méndez, en sus conversaciones de fumadero de opio, que los antiguos romanos se hacían traer de Nubia gladiadores para el circo. Eran personas de una fuerza física parecida a la de un elefante y una mala leche parecida a la de un procónsul. Es de suponer que esos viejos luchadores habrán tenido tataranietos.

– Sí -dijo Méndez, entusiasmado-. Y convenientemente entrenados, pueden atrapar al asesino en la puerta de la habitación y empitonarle entre cuatro.

– Basta con que lo empitone uno -dijo Galán.

– Bueno, es lo que decía yo. Uno empitonando y tres sujetando.

– Lo que trato de dejar claro es que en el barco, o incluso en ciudades como Luxor, a la pequeña la tienen acorralada, pero en El Cairo no. En El Cairo puede estar protegida, e incluso tomar cualquier avión. Ya no hablo de Iberia o de Egyptair, hablo de las docenas de compañías que tienen vuelos regulares con las pirámides. Salir de la ratonera será un juego de niños. Por lo tanto me parece que esta vez el asesino va a fallar el golpe.

– Cierto -susurró Méndez-, todo esto deja un margen, pero yo no estoy tan seguro de que dispongamos de las ventajas que usted dice, Galán. Por eso pido su ayuda. Lo que necesito es que, mientras estemos en el barco, ni a Clara Alonso ni a la niña les pueda ocurrir nada. Ah… Y que observe lo que sea, Galán. Usted está acostumbrado a observar.

Galán cerró un momento los ojos.

Pensó que aquella misma noche iba a cometer un crimen.

Y le estaba pidiendo ayuda un policía.

La vida tiene bromas que uno no se atreve a contar ni a los amigos, porque no las creerían.

– Puestos a observar -dijo, mientras intentaba que su rostro siguiese pareciendo de piedra-, ¿cuál es la música que contiene la mayor parte del casete?

– Una música deliciosa -aseguró Méndez-. Son tangos. Historias de chicas que acabaron seducidas por el tendero de la esquina mientras el novio tocaba el acordeón en la Boca.

– No me gustan nada los tangos -susurró Galán-, tienen un mal final.

– Porque a los autores de la letra les falta imaginación. Para los tangos de antaño, yo tengo una serie de finales posmodernos. Por ejemplo, el caso que estoy diciendo: un buen final sería que la cándida paloma le pegase al tendero una blenorragia.

– Le veo a usted cantando tangos en la calle Nueva, Méndez.

– Sería mi final dorado.

– Bien, imaginemos que la cinta conteniendo los tangos haya sido comprada en cualquier sitio. ¿Usted ha mirado eso?

– Sí. Está comprada en España.

– Lógico. Y con una sencilla manipulación y valiéndose de un aparato normalísimo, puede borrarse una parte de la cinta y grabar en su lugar el mensaje con la voz desfigurada. Es de suponer que esa parte ha sido grabada en el barco o en alguna de las escalas. Por ejemplo en Edfu. O en Esna. En cualquier sitio donde el manipulador haya podido aislarse.

– Natural -afirmó Méndez.

– Lo cual indica que la música que sirve de fondo para disfrazar la voz también ha sido grabada durante el viaje -murmuró Galán-. ¿Qué música es esa? ¿Es música enlatada? ¿O tal vez grabada del natural?

– Ya he pensado en esa pista -dijo Méndez-. Es una voz humana. Una canción árabe.

– ¿Cantada por un profesional?

– Yo diría que no. Está llena de defectos. Más bien parece una de esas canciones espontáneas que uno suelta mientras trabaja. La totalidad de las casas que figuran en el censo inmobiliario de España han sido construidas gracias al impulso laboral que dan el vino tinto, las canciones de esa clase y los culos de las ciudadanas que pasaban por el lugar. No sé si usted me entiende, Galán. Mientras nuestro amigo o nuestra amiga grababa el mensaje, se oía la voz muy suave de alguien que estaba cantando.

– Ésa es una buena pista, Méndez.

– Lo sé y pienso seguirla.

– También yo pienso ayudarle en lo que pueda. Y ahora relájese, Méndez. ¿Se da cuenta de que estamos en las entrañas del viejo Egipto? ¿Ya ha pensado que tenemos nuestros pies sobre la antigua Tebas?

– Tenemos nuestros pies sobre un bazar -dijo Méndez-. Y no me extraña, puesto que estamos en la orilla de levante, la orilla de los vivos en todos los sentidos de la palabra. En la orilla de poniente, según el curso del río, está el cementerio llamado el Valle de los Reyes, o sea el mundo de los muertos.

Galán hizo un leve gesto de asentimiento, mientras la palabramuertos le hacía recordar que no podía permitirse el lujo de perder la oportunidad de aquella noche. Un Gandaria que estaría en la oscuridad, sin sus guardaespaldas y sin esperar el golpe… ¿Cuándo volvería Galán a tener una ocasión así?

– Le ayudaré, Méndez -dijo-. Me ocuparé del asunto apenas regrese al barco esta misma noche. Y ahora, si usted me lo permite, voy al templo de Karnak, porque quisiera ver el espectáculo de luz y sonido. Además de un guardaespaldas, soy un hombre de una extraña cultura. Yo mismo me asombro cuando me miro al espejo.

Si bien el templo de Luxor está situado relativamente cerca de los muelles, el de Karnak requiere desde éstos una larga caminata. Galán la hizo solo, confiando en sus piernas todavía ágiles y elásticas, mientras miraba los escaparates de los innumerables bazares y desdeñaba los ofrecimientos de los conductores de coches de caballos que querían llevarle a su destino. Sabía que disponía de tiempo suficiente para tomar posiciones antes de que llegase el autocar que transportaría a Gandaria junto con unas cuantas docenas de pasajeros delNile Dream. Podría situarse perfectamente a su espalda y esperar el segundo exacto para pasar a la acción.

Sabía bien lo que iba a ocurrir en el templo de Karnak, porque Galán no dejaba nada al azar. Aquí el espectáculo de luz y sonido no era una especie de platea, como en las pirámides, sino una lenta caminata. La visita se efectuaba en forma de paseo colectivo, con alto en unos puntos determinados para ver las partes del templo iluminadas y escuchar las explicaciones y la música. Hasta llegar a esos puntos iluminados, el avance se efectuaba en manada, en silencio y en tinieblas. Acabar con un hombre en esas condiciones era tan sencillo que Galán llegaba a sentir en el fondo de sí mismo una especie de vergüenza.

Pero un crimen, siempre que esté bien planeado -seguía pensando mientras avanzaba poco a poco- es fácil. Él había matado a hombres en ciudades que jamás pisó y jamás volvería a pisar, los había matado en barberías, en sastrerías, en casas de relax, en supermercados, en garajes y en saunas de maricones. Los había matado en bares, en las salas de espera de los médicos y en confesionarios. Sí. Una vez fue tan cabronazo y chaquetero -seguía pensando Galán- que se hizo lamepilas de una iglesia hasta saber que su víctima se confesaba con frecuencia, y hubo cinco minutos mágicos, cinco minutos otorgados por la benevolencia del Señor en los que él y su pistola pudieron sustituir al cura y sus absoluciones consabidas. Pero Galán no se sentía avergonzado de este trabajo tan especial y tan dado a las palabras póstumas, porque lo había hecho para los montoneros y encima sin cobrar nada. Galán había dado la última bendición a mañosos, traficantes de droga que no pagaban, a miembros de la Triple Aya violadores o asesinos que habían sido absueltos por la Justicia. Después de trabajar con los montoneros argentinos sin cobrar, había hecho todo lo contrario, había trabajado, cobrando, con el Batallón de la Muerte brasileño. Tampoco ese oscuro pasaje de su vida le avergonzaba, porque él pensaba -o barruntaba, o quería barruntar- que todos los que murieron en sus manos merecían morir. En cambio, a veces, aún se despertaba por las noches pensando en el ciudadano Gómez, o el ciudadano Lenoir, o el ciudadano Ahmed, de los que nada supo antes ni después, y a los que sólo conoció durante unas décimas de segundo, cuando los tuvo delante del punto de mira de su revólver. Pero eran arrepentimientos -y él lo sabía- de hombre aposentado, de profesional que ha llegado lejos en su carrera, porque sólo las carreras dilatadas -y seguramente gloriosas- dan motivo para pensar que uno, a veces, debió cuidar más los detalles.

Y sin embargo él había estado a punto -lo recordaba ahora, mientras pasaba ante las tiendas más sórdidas y ajetreadas del bazar- de abandonarlo todo -arrepentimientos incluidos- por una vida sencilla y escrupulosa, una vida de horarios fijos, empleo irreprochable, árbol de Navidad, flores de aniversario y apartamento alquilado en agosto en cualquier urbanización civilizada, donde se oirían por consiguiente los rumores de las olas y los pedos del vecino. El había estado a punto de aprenderse los itinerarios de los autobuses que te llevan al trabajo al otro lado de Madrid, los nombres de los cajeros que te pagan y hasta los de las esposas de los jefes, señoras con culazo, y los de sus hijas, estudiantes con culín. Galán había estado en trance de llegar a un punto sin retorno en su nueva vida de empleado puntual que tiene una esposa, un pisito en las afueras de Madrid, allá por la carretera de Extremadura, un amigo en el bar de la esquina, un televisor a plazos, un cómplice en el club de vídeo, una cartilla de ahorros en el Hispano y un consejero iluminado en el centro de quinielas. Galán, surgido de la miseria de la posguerra, el que sin embargo un día lo tuvo todo -suites en Bangkok, despachos en Hong Kong, yates en Acapulco y coches blindados en Manhattan)-, lo dejó también todo por el amor sencillo de una mujer sencilla. Galán, que había recibido todos los honores secretos (abrazos de generales con choques de sables y fajines, cheques de banqueros con números confidenciales, indulgencias de cardenales con línea directa hasta el Altísimo y lágrimas de guerrilleros que hasta querían cederle a su compañera por una noche-, lo olvidó todo por un contrato de alquiler, una cartilla de la Seguridad Social, un abono al autobús, una mujer tendida en una cama y un calendario con los días festivos marcados en rojo. Galán, que había tenido, o podido tener, todas las variaciones del sexo -secretarias en Londres, geishas en Tokio, colegialas en Asunción y monaguillos en Roma-, las cambió por unas piernas abiertas cada sábado. Galán quiso abandonar el camino de la sangre, quiso ser el hombre normal y honesto que había sido su padre, que eran hoy sus amigos. Aceptó un empleo rutinario, la monotonía de un sueldo y el cariño de una mujer honesta. Tuvo vecinos como los que tiene todo el mundo: un albañil, un practicante, un panadero, un funcionario, un putón, un oficinista con la baja. Hizo amistad con unos cubanos que ya no hablaban de política, sino de mulatas, y con unos exiliados argentinos, che, sos pelotudo, ayer me equivoqué con vos, lo sé, y me envié una cagada.

Él había buscado -lo pensaba ahora mientras se detenía ante las primeras columnas de Karnak- la vida sencilla, el amor sencillo, la sinceridad de una mujer que ama su ventana, su barrio, su cama y sabe dedicar su vida a la compañía de un hombre. Hasta que ella rompió su sueño dos años después, hasta que se lo dijo precisamente en la soledad de la cama: «Cabrón, que no eres más que un pasmado y un inútil sin oficio ni beneficio, sin pelotas, sin empuje y sin nada de lo que tienen otros. Yo no sé lo que eras antes de conocerme, pero sé lo que eres ahora. Eres el pasajero tres millones del autobús, el empleado ocho mil del Banco Central y el votante dos millones trescientos cincuenta mil de esta jodida autonomía». Y había añadido, saltando de la cama para que él no la tocase, como si tuviera asco: «A ver si crees que una mujer va a conformarse siempre con la misma ventana y con la misma cama. Puede conformarse con el mismo puñetero hombre, pero a condición de que cambie todo lo demás. Yo no sé lo que te vi, mamón, que eres un mamón, pero estaba equivocada. Pensé que me sacarías de aquí, del Campo del Moro y de San Antonio de la Florida, para llevarme no te diría a Puerta de Hierro, pero sí al menos a la calle Orense». Y había seguido con su discurso moral, mientras empezaba a reunir su ropa: «Mira la Chelo. Su marido se ha trajinado no sé qué en una inmobiliaria y ahora tienen piso en Hortaleza, ella lleva un Lancia y se está mamando un visón. Mira la Loreto. Su hombre, desde que es representante de comercio, no paga impuestos, la lleva a cenar al Jockey ése, le ha comprado un apartamento en la sierra y encima le da gusto en la cama, porque a veces la oigo chillar». El catálogo de vidas ejemplares y provechosas para el bien público había seguido implacable: «Mira la Julia cómo ha prosperado, desde que su marido se hizo sociata. Mira lo bien que le va la tienda de vídeo al Pamias. Mira las obras que se ha podido hacer la Betty. Mira el crucero cinco, seis o siete mares que se acaba de tirar la Patri. Y yo aquí, sin haber podido cambiar un cuadro de sitio en dos años, sin haber renovado el culo de una silla, sin haberme hecho un vestido y teniendo que tomar el autobús cada vez que quiero ir aunque sea a la Ronda de Toledo. Y pensando cada mañana ahora cambiará, ahora le ascienden, ahora le echa huevos a la cosa, ahora me viene con que es verdad lo que yo le noté cuando le conocí, porque tú tenías algo, no sé qué era, pero tú tenías algo. Y cuando vuelves a casa, hijoputa, te llamo hijoputa porque no he tenido el gusto de conocer a tu madre, resulta que ganas lo mismo que el año pasado menos el ierretepé, y que te pones a leer el periódico, y que no me das ni para la peluquería, y que encima no follas. Porque no sé ni cómo me has dejado embarazada, maricón inútil, habrá sido por intermedio de san José o habrá sido por carta. Pero si pensabas que yo me casé para quedarme aquí, para asomarme por la ventana y ser feliz encima viendo como otras se cambian de sitio o se lo pasan guai, vas dao, cariño, vas dao, que yo no me he casado para morirme en esta escalera, ni para rezarle a santa Rita a ver si cambias. De modo que ya te puedes buscar otra tía a la que le gusten los pasmaos, los sueldofijo y los parroquianos de los autobuses. Yo estoy embarazada, pero no me verás más. Y lo que es más grave para ti, mamón: no conocerás a tu hija. Sería para mí un estorbo que no me permitiría empezar de nuevo».

Galán consultó su reloj.

Bueno, convenía comprar la entrada e ir tomando posiciones cerca de los autocares que empezaban a llegar. Quería ser el primero en ver a Gandaria.

Sus ojos se nublaron un momento. No, no había conocido a su hija. Supo que su esposa la había abandonado al nacer. No, no había podido dar con la mujer sencilla y honesta aunque fuese para matarla. No, no había podido ser otra vez el número uno, no había tenido trabajos oficiales, que eran los bien pagados, ni había podido dejar de oír de labios de sus clientes que después de casi tres años de retiro estaba anticuado, no conocía el mundo actual y encima se había vuelto viejo.

Peldaño a peldaño, seguía pensando Galán. Había pasado el tiempo y nada era lo mismo, y los que mandaban eran los clanes de las drogas, con los que nunca quiso tratar, y surgían nuevos «valores», como el imbécil de Fernando Torres, y él tenía que aceptar clientes tipo Salomón, del que nada sabía, excepto que era tan hijoputa que quería matar a su propio hermano. Pero subiría peldaño a peldaño otra vez. La muerte de Gandaria, un hombre con el que ni ETA había podido acabar, sería su aval para un futuro que aún estaba lleno de promesas.

Peldaño a peldaño. También había sido así la búsqueda de la hija. Porque sabía que era una hija y sabía que había sido abandonada en una bolsa de basura, pero nada más. O casi nada más. Peldaño a peldaño había buscado a la hija para protegerla, peldaño a peldaño había buscado a la madre para matarla. Si encontraba a la madre ella sabría en medio segundo, como una iluminación, qué era aquello tan especial que había notado en sus ojos la primera vez que lo vio. Ella sabría en medio segundo, como una iluminación, que había estado durmiendo durante casi dos años con un hombre que quiso dejar de ser uno de los asesinos mejor pagados del mundo. Pero no necesitaría más de medio segundo, eso sí. El tiempo justo para ver el cañón de un calibre 38 y oír la única pregunta: «¿Qué nombre le pusiste? ¿O no llegaste a ponerle ni nombre, puta?».

Galán hundió la cabeza. De pronto, ante el viejo templo de Karnak, él se sentía cansado y viejo. De pronto desfiló por su memoria la larga peregrinación por las comisarías, las maternidades, las clínicas. «Sí, fue en una bolsa de basura. Siento decírselo, pero la realidad era ésa. Y la niña vivía. Era un milagro pero vivía. Nosotros la entregamos a un centro asistencial.»

Y a partir de ahí nada. Sólo el silencio de las oficinas, la complicidad de los funcionarios, la negativa de los jueces. Nada. Más allá de los muros, las calles llenas de otras bolsas de basura. El secreto de las noches sin rumbo. La sombra de otras niñas muertas, maltratadas, olvidadas, cuya voz nadie oiría jamás.

Galán giró la cabeza.

Su cuerpo se balanceó. Volver al presente le produjo una sensación de vértigo.

Pero el «paquete» ya estaba allí. Gandaria acababa de descender del autocar. Hablaba con unos amigos. Y parecía como si se hubiese vestido para hacer más fácil su muerte, la ceremonia de su muerte, ya que llevaba un traje claro y que a la fuerza había de destacar poderosamente en la semioscuridad del templo. Se anudaba una corbata italiana tan alegre que chillaría su presencia a los cuatro puntos cardinales de Karnak. Y por si eso fuera poco, usaba, adherido a su oído izquierdo, un pequeño aparato para la sordera como el que Galán le había visto utilizar más de una vez. Con la particularidad de que además el aparato era poco discreto, tenía un pequeño aro protector metálico que seguramente emitiría brillo. Si Galán perdía un objetivo así, podía pedir un empleo en cualquier oficina del catastro y ponerse a pegar sellos.

A nadie le extrañó la presencia de Galán allí, porque después de todo formaba parte del grupo. La Sala de las Columnas empezó a iluminarse y la manada entró. Aplicados ingleses con sus guías de bolsillo, desorientados americanos con su mundo acabado de nacer, inexplicables japoneses que siempre parecían estar dando la vuelta al mundo, silenciosos italianos que esta vez ni siquiera gesticulaban porque estaban ante los viejos maestros. Todos avanzaron mientras sonaba la música, mientras las luces insinuaban las columnas -«únicas en el mundo», decían las guías más acreditadas- y ante miles de ojos asombrados se abría la magia nocturna del templo. Galán no se pegó aún a la espalda de Gandaria.

Sabía que tenía que hacerlo en la enorme Sala de las Columnas, apenas se apagaran las luces. Había estudiado bien la estructura de Karnak y sabía que, si se perdía entre las columnas después del golpe, nadie podría seguirle. Nadie llegaría a verle siquiera. Medio segundo de acción: un movimiento rápido, un impacto certero y como máximo un grito mientras la gente se arremolinaba y Gandaria caía.

Oprimió la navaja con doce centímetros de hoja que llevaba en el bolsillo derecho de la americana.

Era su arma favorita. Muchas veces la había usado en lugar del cómodo 38 o de la Beretta con silenciador. Esta navaja era nueva, porque la había comprado en su primer día en El Cairo, pero aun así, sentía su tranquilizadora presencia como la de una antigua amiga.

Se acercó a su presa con agilidad felina.

Aún tenía buena cintura. Buenas piernas.

Los otros ni siquiera se daban cuenta de que avanzaba.

Y menos Gandaria.

Lo tenía de espaldas y a un paso.

Las luces se extinguieron.

Sólo destacaba el traje. La mortaja de Gandaria. Su figura confortable de hombre al que le sobra todo. «Yo mismo me santiguaré ante tu ataúd, amigo. Será un ataúd muy ancho.»

Hubo un momento de quietud.

Luego la música inició un crescendo.

Galán empuñó con fuerza la navaja.

¡AHORA!

Fue como un grito interior. Siempre lo había sentido en el momento de matar. ¡Ahora! Entonces su cerebro se ponía en blanco y sólo su instinto actuaba. La hoja mortífera salió al aire, impelida por el resorte. La dirigió hacia el corazón de su víctima.

Y entonces los dos gritos:

– ¡Gora ETA!

– ¡Gandaria, cabrón!

Eran dos hombres los que se movían. Galán no llegó a verles las caras a causa de la semioscuridad, pero se dio cuenta de lo que significaban: la cuenta con Gandaria iba a ser saldada. Allí, en el último rincón del mundo, un grito que había ensangrentado España marcaba el último segundo del viaje del magnate vasco. ¡Gora ETA! Los tres pensamientos de Galán parecieron encontrarse en el aire para formar un solo chispazo. El primer pensamiento fue: «Absurdo». El segundo fue: «Argel». Y el tercero: «Centroáfrica». No, no era absurdo, porque aquellos eran puntos en los que existían hombres de ETA. Llegar a Luxor era, después de todo, incluso lógico.

Pero ése fue el primer chispazo.

Instantáneamente, el segundo.

Gandaria había saltado.

Su agilidad resultaba increíble.

La multitud y la sorpresa eran su única defensa. Y utilizó ambas cosas cuando se colocó materialmente detrás de Galán, que estaba pegado a él. Galán se dio entonces cuenta, con un atisbo de horror, de que ya no tenía las facultades de otro tiempo. Se había dejado sorprender.

Su cintura no había sabido responder al repentino cambio de posición del otro.

Vio las dos armas.

¿Pistolas checas? ¿O belgas?

La pregunta de profesional dejó de importarle cuando sintió en el cuerpo dos impactos. Estaban tan delante de Gandaria y los dos pistoleros eran tan novatos que le alcanzaron a él. Galán se retorció soltando la navaja, mientras la multitud que le rodeaba por todas partes dejaba de tener forma, desaparecía para convertirse en un agudo grito.

Los dos pistoleros saltaron hacia las columnas. Era justo el movimiento que el propio Galán había tratado de hacer. Nadie les retuvo en parte porque nadie les veía y en parte porque todo el mundo estaba petrificado por el horror. Los tres mil quinientos años de Karnak se los tragaron en un segundo.

Galán giró sobre sí mismo.

Pensó absurdamente en la muerte de Fernando Torres.

Pero no fue lo mismo. Fue exactamente lo contrario. El propio Gandaria se arrodilló junto a él y le sostuvo la cabeza mientras gemía con lágrimas en los ojos:

– No se preocupe, usted no va a morir… Yo le sacaré de aquí…, amigo.