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Méndez estaba con la pequeña Olga en sus brazos cuando se lo dijeron. La niña se había dormido, sentada en sus rodillas, mientras Méndez contemplaba las luces de la ciudad desde cubierta. Un hombre vestido de blanco, pero cuya americana parecía contener todas las manchas de grasa de todas las cocinas de Egipto, se detuvo ante él.
– Usted es el inspector Méndez, de la policía española -dijo.
Méndez susurró:
– Aún no me han echado.
– Yo soy Hakim, de la policía de Luxor.
– Esperaba que vinieran. Tengo que hacer unas declaraciones oficiales sobre la muerte de un hombre de Kom Ombo.
– No he venido para eso. Se trata de otro asunto.
El dificilísimo castellano del policía egipcio no impidió a Méndez comprender que algo absolutamente nuevo acababa de ocurrir. Y tuvo que hacer un esfuerzo para dominar su sorpresa y no acabar despertando a la niña.
– ¿Qué dice…?
– Han herido a un hombre de este barco.
– ¿Quién…?
– Le han reconocido todos los otros pasajeros. Se llama Galán.
– Pero ¿qué dice? ¿Y dónde ha sido…?
– En el templo de Karnak, durante el espectáculo Luz y sonido. Ya tengo los detalles esenciales, aunque mis compañeros siguen con la investigación. -Se pasó un pañuelo por la sudorosa frente, porque había venido a toda prisa-. ¿Me permite que me siente?
– Claro que sí. Pero, por favor, no despierte a la niña.
– Bueno… -el otro siguió secándose la frente y explicándose en su difícil español-. Por lo que nos ha dicho un pasajero llamado Gandaria -consultó el nombre en una libretita-, él ya venía amenazado desde España por una organización independentista que tienen ustedes, una cosa que me parece que se llama ETA.
– Eso es verdad -dijo Méndez.
– El pensaba que aquí se encontraría a salvo.
– También es lógico.
– Pero no ha sido así, amigo Méndez, no ha sido así… ¿Usted se lo explica?
– Hay una explicación bastante sencilla, y es que algunos miembros de ETA han estado, o aún están, en ciudades de África. Desde cualquiera de ellas es fácil llegar a Luxor escapando a todo control.
– Pues así ha tenido que ser, señor Méndez. En la oscuridad del templo, dos hombres han disparado contra Gandaria mientras lanzaban un grito extraño. Los españoles que estaban cerca lo han entendido. ¿Podría ser «Gora ETA»?
– Sí. En efecto. «Gora ETA.»
– También han entendido la palabracabrón.
– No me extraña. Es la primera palabra que enseñan en las escuelas públicas.
– Lo que ha pasado ha sido muy rápido, y la gente lo explica de diferentes maneras, pero más o menos es esto: el señor Gandaria ha visto venir a los atacantes y ha dado un salto atrás. Resulta que el señor Galán estaba muy pegado a él, tan pegado que no me lo explico. Y al darse la vuelta el otro, él ha quedado delante. Total, que le han metido dos balas.
Los ojos de Méndez se nublaron un momento.
Por su memoria pasó la imagen de otros atentados. De otros fracasos que antes no hubieran ocurrido nunca.
– Los tiempos están cambiando -dijo en voz muy baja-. Antes, ETA era, por lo menos, una máquina de matar segura. Nunca erraba el blanco. Pero ahora contratan a cualquiera, digo yo. A cualquier piernas que esté dispuesto a ganarse unas monedas. Así no es extraño que ETA tenga tantos fracasos. Quieren matar al dueño de una fábrica, y matan al guardacoches.
– Todo puede haber sido causado por la oscuridad -musitó Hakim-, y por el rápido movimiento del señor Gandaria. A primera vista puede parecer un atentado fácil, pero sin luz y con tanta gente, era en realidad un atentado muy difícil.
Méndez tragó saliva.
La niña se acurrucó aún más entre sus brazos.
Era como un animalillo perdido y en busca de protección, pero que se había equivocado de sitio.
Hakim musitó:
– De todos modos, si el atentado no resultaba tan fácil, la huida sí que lo era. La Sala de las Columnas de Karnak es un laberinto, y desde allí se llega fácilmente a la salida del templo. Si piensa usted en los gritos y la confusión, comprenderá que los dos hombres de ETA han podido escapar.
– ¿Alguien puede describirlos?
– Ya me he ocupado de eso.
– ¿Y qué?
– Nadie puede.
Méndez cabeceó afirmativamente.
– Lo entiendo -dijo-. ¿Son graves las heridas de Galán? ¿Cree que puede vivir?
– Lo han llevado al hospital. Bueno, lo ha llevado el propio señor Gandaria. El señor Gandaria está muy… muy… ¿cómo se dice?
– Muy jodido.
– Eso -dijo Hakim-. Creo que voy a aprender muy bien el español. Usted me enseña las palabras exactas.
– Oh… -susurró Méndez-, no tiene ningún mérito.
– Una de las balas se le ha clavado en la cadera, y la otra en un muslo. Supongo que los dos hombres de ETA no han fallado. Pero es que no podían entretenerse demasiado en apuntar, y además el señor Galán se ha movido muy rápido. Yo creo que, dentro de todo, ha podido esquivar lo peor.
– Perdone que le haga una pregunta rutinaria, Hakim. Esos dos tipos, ¿cómo podrán escapar de Luxor?
– Si tienen los pasaportes en regla no será difícil, amigo mío. Y supongo que han tomado la precaución de tenerlos en regla. Además, puede que ni se molesten en escapar, porque les interesa más fingir que están haciendo un crucero por el Nilo. Aquí se han juntado hoy más de diez barcos, y en cada uno de ellos es seguro que hay pasajeros españoles. ¿Entonces, qué hacemos? ¿Detenerlos a todos para un interrogatorio…?
Méndez comprendió que eso no llevaría a ninguna parte. Seguro que los dos hombres contratados por ETA ni siquiera tendrían acento vasco. Seguro que ya no llevarían encima las armas con las que habían hecho los disparos. Seguro que sus coartadas serían al menos tan buenas como las de todos los españoles que habían llegado hasta aquel rincón del Nilo. De modo que se encogió de hombros y susurró:
– Por favor, acompáñeme a ver a Galán. Pero antes tengo que devolver a su dormitorio a la niña.
Olga se despertó con el movimiento de Méndez al levantarse. De una forma maquinal le dio un beso, y Méndez se lo devolvió.
Con infinito cuidado, como si transportara una carga preciosa, anduvo con ella a lo largo de la cubierta.
El policía Hakim susurró:
– Se nota que tiene usted hijos, señor Méndez. O nietos.
Méndez apenas volvió la cabeza para decir:
– Y una leche.
Gandaria estaba sentado en uno de los bancos que había en los pasillos del hospital. Estaba tan abstraído, tan hundido en sus pensamientos que Méndez ni siquiera se dio cuenta de que los dos hermanos se parecían en algo, porque Ismael Gandaria, al igual que Salomón, tenía ojos de pez.
– Ha sido horrible… -balbució-. Aún no me explico cómo estoy vivo…
– Supongo -musitó Méndez- que es cuestión de suerte.
– Me he dado cuenta a tiempo del movimiento de aquellos dos hombres. Y además Galán estaba materialmente pegado a mí, no sé por qué, de modo que al volverme para esquivar lo que veía venir, él ha quedado en primera fila. De lo contrario, no estaría ahora hablando con usted.
– Supongo que los tiradores tampoco eran los hombres de primera clase que antes tuvo ETA.
– Cierto -dijo Gandaria-, ya no son los de los primeros tiempos.
– Y hay que añadir la semioscuridad.
– Eso es evidente.
– ¿Usted los podría identificar, señor Gandaria?
– ¿Yo…?
– Es verdad, ya comprendo que en esas circunstancias no pudo fijarse en nadie. Pero una pregunta como ésa es la que siempre tiene que hacer un policía como yo, rutinario y oficinesco.
– Comprendo que cualquiera me la hubiese hecho.
– Nadie conoce todavía esta noticia, imagino. Me refiero a conocerla fuera de aquí.
– Pero ¿qué dice…? -Gandaria le miró como si no le entendiera-. ¿Tratan de matar a un hombre como yo en medio de una multitud y en uno de los lugares más famosos del mundo y pretende que no se sepa? Pero ¿en qué mundo vive usted, Méndez? Luxor es un primerísimo enclave cultural. Hace media hora ha venido a verme un periodista de la agencia Reuter.
– ¿Y usted se lo ha contado todo?
– ¿Por qué iba a mentir? Además, ya había interrogado a media docena de personas de las que estaban conmigo en el templo de Karnak. Puede decirse que lo sabía todo.
– Comprendo que es lógico.
– Lo único que no sabía, porque eso les suena a chino, era que yo estuviese amenazado por ETA.
– ¿Usted se lo ha dicho?
– ¿Y qué inconveniente hay en eso?
– Claro. Es la verdad.
– Tampoco le he dado demasiados detalles -dijo Gandaria secamente-. A la agencia Reuter no le importan.
– Eso es razonable. Pero, a pesar de todo, ETA obtendrá en el mundo entero una formidable propaganda. Me imagino los titulares, y eso que yo no leo los periódicos. Yo sólo leo elPlayboy. Pero, como le digo, imagino los titulares: «ETA LOGRA PERSEGUIR A UNO DE SUS AMENAZADOS HASTA EL FIN DEL MUNDO». El temor que inspira esa banda armada crecerá. Nadie podrá tomársela a broma.
– No he querido aumentar el dudoso prestigio de ETA -dijo Gandaria penosamente-. Imagínese… Sólo he querido decir la verdad.
Méndez le puso una mano en el hombro. Pensó que era la primera vez en su maldita vida que ponía en plan protector la mano en el hombro de un auténtico millonario.
– Está claro que no podía hacer otra cosa -dijo-. Ah… Y le agradezco lo que está haciendo por Galán. Parece que ha sido usted el que ha procurado que lo atendieran enseguida.
– Me ha salvado la vida, aunque haya sido involuntariamente. Por eso estoy dispuesto, además, a correr con todos los gastos de curación. Me parece un deber.
– Creo que ha pensado usted bien, señor Gandaria. En estas situaciones es cuando tiene que definirse un hombre. Pero ¿y su hermano Salomón? ¿No ha dicho nada?
– ¿Por qué había de decirlo?
Méndez se encogió de hombros.
– No sé… Galán viaja como su ayuda de cámara, o algo así. Pero todo el mundo que haya tomado el tren una vez, aunque sea hasta Calatayud, sabe que es su guardaespaldas.
– Quizá no se ha enterado de lo ocurrido.
– Me extrañaría… Sería una sorpresa que, después de un retraso tan grande por parte de Galán, Salomón no hubiera preguntado. Pero en fin… Curioso tipo, ese Salomón Gandaria. Supongo que no se ofenderá si le digo a usted que es un hombre que no me gusta.
– Mientras no le insulte, no se preocupe. Las opiniones son libres. Además, con Salomón nunca nos hemos entendido muy bien.
– ¿Por qué?
– Él representa digamos que a la parte tradicional de la familia Gandaria. Yo soy más liberal.
– En fin… -Méndez volvió a tocarle alentadoramente un hombro-. Me gustaría ver a Galán, si es que su estado permite una visita.
– Por fortuna, la permite.
Claro que la permitía. Galán estaba consciente y con el cuerpo tenso. La habitación era modesta y mal equipada, como Méndez siempre había supuesto que debía corresponder a un hospital del Nilo Medio. Una enfermera silenciosa estaba repasando los vendajes, y se retiró sin una palabra al entrar Méndez.
Galán le miró, hundió la cabeza y dijo en tono de disculpa:
– Ya ve.
– Celebro no encontrarlo embalsamado, Galán. De ser así, le aseguro que hubiese recogido firmas para que le hicieran el honor de enterrarle, al menos, en el Valle de los Reyes.
– Maldita sea su estampa, Méndez.
– Veo que está mejor de lo que pensaba.
– ¿Qué le hace creer eso?
– El viejo refrán.
– ¿Y qué dice el viejo refrán?
– «Me cago en tu padre, luego existo.»
Se sentó con timidez junto a la cama de Galán y le espetó de repente:
– ¿Por qué estaba tan pegado a él?
Galán ni le miró. Con la mayor naturalidad, dijo:
– Todo el mundo estaba pegado a todo el mundo.
– Lo supongo. Esos actos multitudinarios tienen su parte buena. Me estremezco al pensar en un espectáculo de luz y sonido en Karnak para un solo cliente. ¿Cómo iba vestido usted?
– Tal como me vio ante el escaparate de la joyería donde estuvimos hablando. Ropa más bien oscura. ¿Por qué?
– Por nada. ¿Y el señor Gandaria?
– Con la misma ropa que lleva ahora. Ha entrado a verme hace poco.
– ¿Salomón no se ha movido del barco?
– No. Estoy seguro de que no. Pero ¿por qué me pregunta todo eso, Méndez?
Sin contestar, el viejo policía susurró:
– Estoy seguro de que se salvará.
– Eso mismo me ha dicho el médico. Orificios limpios de entrada y salida, sin complicaciones especiales. Pero de no ser por Gandaria quizás hubiese muerto, porque estaba perdiendo mucha sangre. El me sacó, pagó un taxi y me trajo hasta aquí.
Méndez susurró dulcemente:
– Ya ve… Ahora voy a sentirme un poco huérfano. De verdad confiaba en usted.
– ¿Para lo de la niña?
– Con franqueza, sí.
Galán se mordió el labio inferior.
– Me temo que ya no soy más que un trasto inútil -musitó-. Lo he estropeado todo.
– ¿Qué culpa tiene usted, Galán? Ha sido una desgracia.
– Tal vez sí. Pero ¿sabe qué estoy pensando, Méndez?
– No lo haga. Pensar es malo para la salud.
– Es que no puedo quitármelo de la cabeza. Entre una cosa y otra, esa niña cada vez está más sola. Nadie va a poder defenderla.
– Es cierto -reconoció Méndez mientras se daba cuenta, con angustia, de que sus solas fuerzas no bastarían para gran cosa.
– Y el que quiere, o los que quieren matarla pueden estar en cualquier parte. Uno cree que esto es el fin del mundo y no es verdad. Ya ha visto a los de ETA.
– Claro que sí, Galán, claro que sí… Pero tiene que olvidarse de todo esto, ¿sabe? Tiene que olvidarse. Aquí no va a pasar nada, y en El Cairo esa pequeña estará mucho mejor protegida.
– De verdad, en eso confío.
Méndez se encogió de hombros.
– Parece mentira, ¿verdad? -susurró-. Dos grandes hijos de puta, como usted y yo, preocupándose por la vida de una niña que nunca va a saber multiplicar. ¿Aunque para qué ha de saber multiplicar? Eso ya lo hacen unas maquinitas que, total, valen diez euros. Es curioso, Galán, que para crear seres que no mienten, la Naturaleza haya tenido que crear seres imperfectos. Pero todo esto, en resumen, es la mar de desconsolador. ¿Sabe lo que me preocupa?
– ¿Qué…?
– Que a lo mejor usted y yo no servimos para nada. A lo mejor usted y yo no somos ni siquiera unos hijos de puta. Hizo una mueca y añadió:
– Trabaja toda la vida para llegar a esto.
– Váyase, Méndez.
– Eso voy a hacer. Y diré que se vaya también Gandaria, que a la fuerza ha de estar deshecho. Usted descanse, Galán, y si la enfermera trata de tirárselo, defiéndase con todas sus fuerzas.
Cerró y avanzó hacia Gandaria, que seguía postrado en el mismo banco del pasillo.
Galán, al quedar solo, lanzó un débil gemido.
En presencia de Méndez no había querido dejarse vencer por el dolor, pero la verdad era que el dolor le estaba doblando. Sentía las piernas muertas y le parecía que no iba a ser capaz de volver a mover las caderas alguna vez. Además, tenía que cerrar los ojos, porque la habitación empezaba a dar vueltas en torno suyo. La fiebre estaba subiendo.
Así, con los ojos cerrados, lo pensó confusamente.
No iba a ser capaz de matar a Gandaria.
Él no podía matar a un hombre que le había utilizado como parapeto, eso sí, pero involuntariamente. Y que luego había corrido como un loco para salvarle la vida.
Además, con los ojos cerrados, la vio de nuevo.
Su mujer.
El pequeño piso cercano al Campo del Moro.
El sol en las baldosas.
El sol de las horas muertas.
Algún día alguien sabrá explicar -pensaba Galán- que hay un sol de los pisos pequeños, de las habitaciones desordenadas, de las baldosas baratas y de los días sin esperanza. Algún día alguien sabrá explicar -pensaba Galán- que las ciudades tienen en exclusiva un sol que lo pudre todo, un sol de domingo prestado, de rectángulo blanco que se va agazapando después del coito inútil, de la mujer insatisfecha y hastiada, del reloj parado, el silencio y la siesta. Galán se llevó las manos a los ojos porque aún creía tener delante ese sol, esa etapa de su vida en la que él pudo ser un hombre tan distinto, pero que había terminado en una bolsa de basura, una calle solitaria y quién sabe si un llanto de la hija perdida. Retiró las manos de los ojos y tensó el cuerpo porque ya no sentía dolor. Sin darse cuenta, había llenado sus venas del mejor anestésico que existe. Las había llenado de odio.
Méndez, desde cubierta, miró el paisaje y pensó:
– Denderah.
Aguas abajo de Luxor, la antigua Tebas, el Nilo forma una gran curva donde hay dos puentes: uno enlaza Kena y Denderah, el otro, Dabba y Nab Hammadi, camino de Abydos, el maravilloso templo que desde hace tres mil quinientos años conserva el prodigio de la memoria de Seti. Denderah, en cambio, pensaba Méndez, intentando recordar lo que había leído, es mucho más moderno, puesto que fue iniciado por Cleopatra y continuado por Cesarión, el hijo que tuvo con Julio César. Quizá por eso Denderah sugestionaba a Méndez, ya que le parecía mucho más interesante un templo fundado por una dama de vida agitada que una catedral fundada por un arrepentido capellán castrense. Pero mucho más sugestiva le parecía Kena, que había visitado en coche de caballos previo atento estudio de los antecedentes de éstos. En Kena le fascinaban los viejos edificios coloniales, antaño habitados por piadosas damas victorianas condenadas a medio polvo y por rudos coroneles condenados a media paga. Hoy esos edificios se derrumbaban, habían adquirido el color del desierto y exhibían una nostalgia que para Méndez era más importante que la de las diosas egipcias: la de las mujeres europeas que habían vivido prisioneras en ellos, que habían visto desde sus ventanas la muerte que el Nilo les iba trayendo poco a poco. El olvido yacía en las calles de Kena, en sus cafés parecidos a cuevas y en sus aceras donde los egipcios miraban eternamente el tiempo en la más humana de las posiciones. «No la fetal -pensaba el impío Méndez- sino la fecal.» Por las noches, junto al puerto, silenciosos hombres de turbante jugaban partidas interminables mientras el río y la noche cantaban su eternidad, el barco dormía y Méndez pensaba, quizá por primera vez, en la inutilidad de su vida.
Pero ahora navegaban hacia Denderah antes de regresar a Kena. Méndez observaba la gran curva del río, los palmerales de Disna, los minaretes que se alzaban en los campos y las espaldas de los campesinos que seguían trabajando como en tiempos de la Biblia. Había en ellos una mágica dignidad, pensaba, que los ligaba a las promesas de la tierra y no a los tornillos de una máquina.
Tenía los ojos entrecerrados.
Su vida le seguía pareciendo corta, vacía y absolutamente inútil. No había creído en Dios, no había creído en las mujeres y no había creído ni siquiera en la gran verdad de un pedazo de tierra. Porque, ¿qué tierra era la suya? ¿La tierra de todos? ¿La de las aceras urbanas escupidas desde el día de su colocación? ¿La de las esquinas de la Barcelona vieja? ¿La de las barras de los bares donde te está acechando el gran tiempo colectivo, el tiempo que ni siquiera es tuyo, sino de la gran ciudad que te está viendo morir? ¿El de los restaurantes baratos donde tu cuchara no es la de las boquitas pintadas, sino la de cien bocas que ya no existen?
Méndez se llevó la derecha a los párpados.
Nunca olvidaría aquel viaje a Egipto. Nunca olvidaría su gran lección, que era la de haber podido atisbar un segundo, por un agujerito insignificante, el sentido del tiempo.
Mientras tenía su derecha levantada, unos dedos infantiles se posaron en su mano izquierda.
– Un beso.
Olga tiraba de él. Olga le sonreía con su boca tal vez demasiado grande, con sus ojos oblicuos, con toda su piel de nácar. Allí estaba Olga con su verdad tan pequeña, tan sincera, tan auténtica que no necesitaba ni siquiera el disfraz de las verdades eternas.
– Un beso.
Seguía tirando de él. Siempre que llegaba a cubierta, siempre que entraba en el comedor, buscaba por los pasillos o aguardaba en el bar, sabiendo que aquel mundo no era el suyo, sus ojos se cobijaban en los de Méndez, su cuerpo se abrazaba al del viejo policía adivinando que éste no trataría de imponerle las verdades de un mundo hostil, que ella no tenía ningún interés en conocer.
Méndez no trataría de imponerle ninguna verdad -intuía la niña- porque no creía en ellas. O porque las verdades en las que Méndez creía estaban ya usadas. La niña adivinaba que Méndez no trataría de destruir su mundo.
El la besó.
– ¿Me quieres? -preguntó ella.
Méndez destruyó su mundo.
– Esa es una pregunta muy importante -dijo.
– ¿Qué?
– Es quizá la única pregunta importante que existe.
La niña rió.
– No te entiendo.
– No hace falta que me entiendas, pequeña -Méndez la encerró en sus brazos, la apoyó en sus rodillas mientras mantenía los ojos perdidos en la línea del río-. No hace falta que entiendas el sentido de las palabraste quiero, ni su significado profundo, con tal de que sientas que debes pronunciarlas. Pero qué tonterías está diciendo Méndez, ¿verdad? Si pudieras pensar en eso, tampoco lo entenderías. Y la verdad es que no hace falta, Olga. Hay muchas cosas que, por suerte para ti, nunca tendrás que entender. Y muchas verdades que, por suerte para ti, nunca tendrás que olvidar o destruir. Tú nunca tendrás que vender tu honor, tus fidelidades o tu cuerpo por un ascenso, por unas pesetas o por estar una línea más arriba en una lista que ya se habrán comido las polillas antes de que tú mueras. Nunca conocerás la maldad. Nunca sabrás lo que es, en un barrio alto y lleno de luz, ver vender a una mujer por una influencia. Nunca sabrás lo que es, en un barrio bajo y lleno de sombras, ver vender a una hija por unas monedas. Nunca conocerás las calles donde se han petrificado tres cosas: la miseria, la fetidez y el olvido. Y si las conoces, a ti te parecerán hermosas. No te pasarás la vida diciendo lo que te conviene, sino diciendo lo que sientes. Nunca entrarás en habitaciones cerradas donde un hombre venido de no se sabe dónde compra a la vez a una madre y a su hija venidas de no se sabe dónde. No sabrás que hay un sol para las ventanas anchas, un sol para las ventanas sórdidas. No conocerás los pasillos que no llevan a ninguna parte, las hileras de puertas cerradas, las alcobas empapeladas por el abuelo ni las graduaciones de la luz en las escaleras por las que se sube -es curioso, se sube- al infierno. Y si conoces todo eso, Olga, si la vida te lleva hasta allí, no lo analizarás en todo su horror: te parecerá una gran casa de juguetes a punto de ser destruida. No te arrimarás, como yo, a las barras de los bares donde hay hombres felices para los que el mundo empieza y termina en cada temporada de Liga y hombres desdichados que beben en la copa su propia mirada quieta. No te sentarás, como yo, en la sórdida comisaría donde entran drogatas vomitando, chicas manchadas de semen que acusan a sus padres, maricas folloneros que no se pueden ni sentar y putas ladronas cargadas de medallas de la Virgen. No conocerás la maldad, la hipocresía, la mentira, el dinero y el sexo que forman la historia de las calles. Ésa dicen que será tu infelicidad, Olga, pero yo creo que será tu suerte. No habrás de tratar con hombres como yo ni analizar mi mundo. Nunca, por suerte tuya, necesitarás hablar con el cabrón de Méndez.
La abrazó con más fuerza.
Su mirada seguía perdida en la gran curva del río.
– Olga…
– ¿Qué?
– No me has entendido, ¿verdad?
– No.
– Suerte para ti.
Le acarició el pelo.
– Pero hay una cosa que Méndez quiere decirte, ¿sabes? Méndez te la quiere decir.
– Pues dímela.
– No consentiré que te pase nada, ¿sabes? Nada. Tú y yo estamos solos en el río, pendientes de no sé qué, pendientes, digo yo, del Nilo. Pero nadie te hará daño, Olga. A ti no. Méndez nunca ha jurado una cosa que fuese verdad, pero esta vez es una verdad lo que te juro.
Y la volvió a abrazar.
Notó entonces una presencia extraña cerca de los dos.
Era como si alguien les estuviese mirando.
¿Mirando?
Méndez volvió la cabeza y distinguió a Clara Alonso, la ciega.
Clara Alonso musitó:
– No abrace a la niña, Méndez. Ella es muy nerviosa.
Y Méndez farfulló:
– ¿Cómo sabe que la abrazo…?