173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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29 LA MIRADA DE LA CIEGA

Clara Alonso avanzó un paso más, sin vacilación alguna. Dominaba las dimensiones y los recovecos del barco como había dominado los recovecos y las dimensiones -y hasta las ideologías- del Hotel Palace. Mirando -¿por qué daba la sensación de que realmente miraba- a Méndez, susurró:

– Es posible que usted no se haya dado cuenta, Méndez, pero he sabido que la tenía abrazada porque le palmeaba la espalda.

– Es increíble…

– ¿Por qué va a ser increíble? Olga lleva una falda con tirantes, y esos tirantes se cruzan por detrás en una hebilla metálica. Usted ha hecho ruido al tocarla.

– Aun así, no entiendo cómo ha podido oírlo, señorita Alonso.

Ella sonrió. Encontró fácilmente una silla, sólo tendiendo una mano, como si hubiera adivinado su situación. Se sentó cruzando las piernas, con esa elegancia de movimientos que le habían dado sus años de alta clase.

– Lo he oído porque mi mundo no es el suyo -dijo en voz baja-. Para usted, el mundo está en la luz. Para un perro, está en los olores. Para una perra, si me lo permite, es decir, para mí, está en los sonidos. No sé si se ha dado cuenta, pero yo lo oigo todo desde cualquier distancia.

Méndez pestañeó.

Le dio miedo que ella pudiese «oír» sus pensamientos.

– ¿Por qué se insulta usted misma? -preguntó en voz baja-, ¿por qué ha dicho que es una perra?

Clara Alonso sonrió.

Tenía una sonrisa cansada, pero sin embargo hermosa.

– Debe de ser porque necesito un amo -contestó-. Yo sola me moriría.

– Olga necesita más protección que usted.

– Naturalmente. ¿Por qué cree, si no, que hemos llegado hasta Egipto? Pero me temo que ni esta lejanía sirva. ¿Se ha dado usted cuenta de la gente que hay en el Nilo? Ahora pienso que nos equivocamos al venir aquí. Éste es un sitio donde cualquier desconocido se mueve con una facilidad enorme, y todos los puertos, todos los bazares, todos los barcos que atracan junto al nuestro, están llenos de desconocidos.

– También he comprobado eso -dijo Méndez-. Éste es un mundo cosmopolita y extraño, propio de una novela de Ian Fleming, o mejor aún, de Paul Morand o de Cecil Roberts. Maldita sea, he mencionado a Paul Morand y Cecil Roberts porque me doy cuenta de que éste es un mundo sin edad, maravillosamente pasado de moda. Y es en los mundos sin edad, que están por encima del tiempo y no tienen esquinas definidas, donde puede ocurrir cualquier cosa.

– No sabía que usted se dedicara a leer, Méndez.

– Pues se equivoca, porque leo muchísimo. Los detenidos de la comisaría, que ya me conocen y en el fondo son buenos chicos, me llevan los libros al balcón. Además soy el terror del mercado viejo de San Antonio. Me lo llevo todo. Vivo en una habitación en la parte trasera de un bar del Barrio Chino, y mis libros desbordan el pasillo y el almacén donde se apilan las cajas de cerveza y las botellas de La Casera. La dueña del bar ya está harta de que mis libros lleguen hasta la cocina y de vez en cuando le salgan unos calamares a la Vargas Llosa. Duda entre echarme o exigirme que le haga cada sábado eso que llaman el cunnilingus, pero me parece que cederé. Si me deja leer mientras se lo haga, soy capaz de cualquier cosa.

– Dudo que en un momento tan solemne le deje leer -dijo Clara Alonso con una sonrisa turbia.

– Desde luego, si se pone en un plan cabra, le exigiré que lo ensayemos antes -aseguró Méndez-. Me falta práctica.

– ¿Qué edad tiene su patrona?

– No sé… Unos cincuenta.

– ¿Y de qué edad le gustan a usted las mujeres, Méndez?

– Bueno, pues… justamente de esos años, o alguno menos tal vez. Y que usen ropa interior pasada de moda, como la que aparecía en las ilustraciones deLa Vie Parisienne. Y que tengan un cierto grado de perversidad. Todo esto exige una serie de delicadísimos requisitos, como por ejemplo que durante una temporada, al menos, hayan sido sobrinas de un cura. La mujer no nace, sino que se hace. Pero a la mayoría las estropean antes de que se hagan.

Con un gesto de resignación, añadió:

– No le extrañe, por tanto, que con tantas exigencias socioculturales, nunca encuentre a la mujer que me conviene, excepto en los libros.

Clara Alonso tenía los ojos perdidos en el río.

Su sonrisa seguía siendo turbia.

Pero estaba hermosa pese a su edad.

Musitó:

– Quizá no ha buscado bien.

– Por supuesto. La verdad es que apenas me he movido del Barrio Chino barcelonés, señorita Alonso. -Mal hecho.

– Pero el Barrio Chino barcelonés me ha servido para algo. Me ha servido, por ejemplo, para tener paciencia en los servicios de esquina y para empitonar in situ a los que se acerquen a determinados sitios. Todo el que intente aproximarse a usted o a la pequeña se atendrá a las consecuencias. No me pasará inadvertido, se lo juro.

– ¿Sabe usted que el principal peligro no está aquí, sino en El Cairo?

– Lo sé.

– ¿Sabe que no puedo contar con la protección de Quílez?

«Ni con la de Galán», pensó Méndez antes de decir:

– Sí.

– ¿Sabe que estoy dispuesta a pagar?

– Lo supongo.

– ¿Y sabe que eso me impide pedir ayuda a la embajada española, e incluso a la policía egipcia? Todo el movimiento de la fabulosa suma que nos hace falta tiene que realizarse de una forma rápida, discreta y, por supuesto, ilegal. Ya me encontré una vez con un fracaso y… -su voz tembló un momento- y de ninguna manera puedo correr el riesgo de encontrarme con otro.

– Es muy fácil comprender eso, señorita Alonso.

– Por lo tanto me veo obligada a pedirle una cosa.

– ¿Qué?

– Soy una mujer derrotada. No sé dónde está el peligro, no sé de dónde viene, no sé por qué lado nos van a atacar. Tampoco puedo confiar ya en las defensas que yo misma me había organizado. Por lo tanto, si he de pagar, Méndez, le pido que no intervenga en nada, que me deje hacer. No juegue a ser un policía eficaz y eso cueste la… la vida de otra niña.

Clara Alonso hundió la cabeza. Sus ojos parecían serenos, pero Méndez, a tan corta distancia, notó que había en ellos un resplandor de lágrimas.

– Además… -añadió ella en voz muy baja, queriendo convencer a Méndez- ese dinero tampoco va a significar el hundimiento de nuestra familia. Pagaré.

– Pagará al asesino de Mercedes.

– El asesino de Mercedes está muerto.

– Su jefe vive.

Clara Alonso se retorció los dedos desesperadamente.

– Por Dios, no hable así…

– Hablo así porque no perdono.

– ¿Y yo…? ¿Qué cree que siento? Pero le ruego que… que lo comprenda. He pensado mucho en todo y al fin he decidido pagar. Es la única salida.

– Claro que la comprendo. Y por eso le digo: usted pague. Yo no la estorbaré. Y añado: si yo mato, no me estorbe tampoco usted.

Las facciones de Méndez, habitualmente tranquilas, formaban de pronto unas líneas duras y rectas. Era una cara de auténtico malparido con solera, criado en barrica de roble. Nunca en su barrio, ni siquiera en los sitios más tirados, le habían visto así.

Ella sonrió tristemente.

– ¿Y a quién quiere matar, Méndez? -balbució-. ¿A quién…?

– No lo sé.

Giró la cabeza y vio entonces el monóculo. Vio la figura gordinflona, abacial, llena de sosiego. Vio por primera vez rectas las piernas que había visto dobladas siempre. Salomón Gandaria les contemplaba en pie y a pocos pasos, en la cubierta más alta.

Méndez sintió que la boca se le abría con asombro, mientras preguntaba apenas sin voz:

– Pero ¿es que ahora ese tío anda…?

Salomón Gandaria, apoyándose en la barandilla, dio unos pasos torpes.

– He hecho más esfuerzos que en todo el resto de mi vida -dijo.

– Pues los resultados son asombrosos. No sabía que anduviera, señor Salomón Gandaria. Tampoco usted sabe, me parece, que han estado a punto de matar a su guardaespaldas.

– ¿Guardaespaldas…?

– O asistente. O palanganero. Lo que quiera. Pero han estado a punto de cargarse a Galán. ¿De verdad no lo sabía…?

– Claro que sí -dijo Salomón, apoyando todo su peso en la barandilla, como si las piernas no le sostuviesen-. ¿Por qué cree que estoy haciendo esfuerzos que los médicos me han prohibido? Además, le estaba buscando a usted, Méndez. Quiero saber dónde está mi hermano.

– Imagino que aún sigue con Galán.

Salomón pestañeó dos veces.

– ¿Con Galán? ¿Por qué? -preguntó.

– Su hermano Ismael se siente responsable de lo ocurrido. El atentado de ETA era contra él, no contra el otro. Ah… Y quizá Ismael Gandaria no sea el tipo duro e insensible que todo el mundo imaginaba. Quizá sea más humano de lo que muchos piensan.

Salomón no contestó. Como si las piernas se le doblaran a causa del inusual esfuerzo, quedó derrumbado sobre una silla contigua a la baranda. Desde allí farfulló:

– Pero supongo que desde Luxor volará a El Cairo con todos nosotros.

– Sí. Yo imagino que sí. ¿Sabe una cosa, Salomón Gandaria? Falta muy poco para que abandonemos este buque y volvamos a lo que llaman la civilización urbana. ¿Puede preparar sus maletas sin tener a Galán? ¿Quiere que le ayude?

– No, gracias. No necesito que nadie se meta en mi camarote.

– Lo suponía.

– ¿Por qué lo suponía…?

Méndez no contestó. Hizo que la pequeña se apoyara de nuevo en sus brazos mientras decía con un hilo de voz:

– El Cairo…

Desde un buque de la Sheraton que en aquel momento se cruzaba con ellos en el río estaban tomando fotografías. Méndez no se dio cuenta de que un teleobjetivo le enfocaba directamente a él.

Y a la niña.

El Hotel Marriott está situado en un viejo palacio que se alzó para servir de alojamiento a los dignatarios extranjeros que iban a asistir a la inauguración del Canal de Suez. Tiene fama de ser uno de los más lujosos de El Cairo, aunque, al igual que el Mena House, diversos edificios nuevos y funcionales se han unido a la estructura antigua. Méndez se asombró del lujo de las galerías comerciales, de la amplitud de las habitaciones y la elegancia decadente de los salones de la parte vieja, donde aún parecía inevitable -pensó- encontrar a un banquero egipcio con fez y esmoquin y a una bailarina egipcia con velo y un tapón en el culo. La imaginación de Méndez se desbordó al ver aquellos salones, e inmediatamente se sintió fascinado por los lujos y los peligros antiguos. Pero eso no le impidió concentrarse en la situación, intentar vigilar las entradas y salidas del hotel -cosa imposible, porque el Marriott tiene más salidas que una estación ferroviaria- y exigir una habitación pegada a las que ocupaban Manrique, Cañada y Clara Alonso con la niña.

Se dio cuenta enseguida de que estaban en el peor sitio de El Cairo. Hubiese sido mil veces más favorable para ellos un pequeño hotel, en lugar de aquel monstruo por cuyo interior se movían en un día más personas que en un campo de fútbol. Pero ¿existen pequeños hoteles en la capital del Nilo? ¿No son verdaderos monstruos todos los que se alinean en sus orillas? ¿Cómo poder controlar a la multitud de maleteros, mozos, camareros, cajeros, azafatas, conductores, guías y viajeros llegados desde todas partes del mundo?

Méndez lo comprendió enseguida. Si en el buque habían estado a merced de su misterioso enemigo, en el Hotel Marriott se encontraban completamente en sus manos, sin posibilidad de escapatoria alguna. Claro que podían hacer varias cosas, seguía pensando Méndez. La primera, pedir refugio en la embajada de España, aunque eso complicaría enormemente las cosas si en definitiva había que pagar. La segunda, que ni Clara Alonso ni Olga saliesen para nada de la habitación, haciéndose servir en ella todas las comidas. Pero el servicio de restaurante y de limpieza de una habitación de lujo significa la entrada de numerosas personas, a pesar de todo. Y estaban también las ventanas. Méndez se había dado cuenta de que estaban a tiro de rifle -y hasta de pistola del nueve largo- de cualquiera de las ventanas del edificio frontero. Todo aquel universo lleno de agitación, de lujo y seguramente de amores clandestinos le parecía tan incontrolable que llegaba a sentir verdadera consternación.

Pero el ambiente del hotel le seguía fascinando. Sus plantones ante la conserjería, para intentar ver quién entraba y salía, le pusieron en contacto con verdaderas nubes de ejecutivos en viaje de negocios, jeques en busca de caza, recién casados en luna de miel, estudiosos del viejo Egipto que habían pedido ser embalsamados, espías tan tronados que parecían trabajar para el Gobierno albanés, damas otoñales ansiosas de un último amor y maricones que andaban de lado, en trance de penetración póstuma. Toda la fauna que Méndez estaba habituado a observar desde el balcón de su comisaría era tan completamente distinta de la que ahora tenía ante los ojos que se sentía extasiado.

Una vez comprobadas, con la consiguiente desesperanza, las escasas posibilidades de defensa que ofrecía el hotel, Méndez se concentró en un examen militar de sus alrededores. Pudo darse cuenta de que el Marriott está situado en una isla, muy cerca del Sporting Club de Chézira y del puente 26 de Julio, que une la elegante zona con la inmensa extensión general de El Cairo. Un poco más abajo, remontando el curso del Nilo, se hallaban los otros grandes hoteles, seguramente más multitudinarios todavía. Localizó los dos Sheraton, el Meridien, el Nilo y el Hilton. Se dio cuenta de que si cruzaba el puente de El Tahrir se encontraría en los Garden City, otra de las zonas más lujosas de la ciudad, pero un poco más abajo ya tropezaba uno con el cementerio cristiano y con el acueducto, que era la auténtica entrada a la ciudad vieja, misteriosa, sucia, incontrolable y, por supuesto, fascinante. Desde todos los puntos de vista, allí no había nada que ofreciese la menor posibilidad de vigilar.

Estas perspectivas tan desalentadoras no impidieron a Méndez dedicar su atención a las partes viejas de la ciudad, al menos las inmediatas, las que empiezan al sur del acueducto, que es una especie de frontera natural. No hace falta decir que Méndez, fascinado por los barrios viejos de Barcelona, había obtenido siempre amplia información sobre las calles, infinitamente más sucias, los edificios cien veces más tronados y las hetairas copiosamente blenorrágicas de El Cairo antiguo. Méndez, en su brillantísima juventud, había soñado que resolvía misterios en lugares tan ricos en imágenes como un restaurante de serpientes en Hong Kong, un fumadero de Singapur, un harén del Yemen, una mezquita de El Cairo, una casa de putas de Hamburgo y un urinario de París. Eso le había hecho obtener toda clase de datos sobre la ciudad en que estaba ahora y en la que era incapaz no ya de resolver un misterio, sino incluso de vigilar una simple habitación de hotel. A la hora de la verdad, todos sus sueños se derrumbaban. Pero los informes, obtenidos en tabernas del Barrio Chino donde la luz, la tristeza y la soledad adquirían categorías universales, le hablaban siempre de un Cairo donde las basuras se amontonaban en las calles, formando verdaderas cotas, y en ellas trajinaban niños, pastaban cabras y se cerraban negocios entre los representantes de las fuerzas vivas del barrio. El Cairo que ahora se ofrecía ante sus ojos era muy distinto. No había pilas de basura, calles andrajosas eran destruidas y un cierto aire occidental se adueñaba incluso de los lugares más recónditos. El Cairo seguía siendo una ciudad sucia, en especial en sus barrios más entrañables, pero no era ni mucho menos la misma que conocían los informes de Méndez. Éste se juró, de todos modos, conocer a fondo la vieja ciudad, penetrar en sus secretos y descubrir sus figones, sus garitos, sus prostíbulos y sus lágrimas. Méndez, que aún hubiera podido describir, sin haberlo visto, un restaurante de serpientes en Hong Kong, no renunciaba a sus sueños.

Pero había cosas importantes, más urgentes que resolver, y la primera de ellas era la seguridad de Olga. Por lo tanto sugirió a Cañada que, como medida elemental, contratase a dos matones para vigilar la puerta.

Los dos matones llegaron apenas una hora después. Parecían dos antiguos gladiadores de los que no sólo destrozaban a su rival en el Coliseo, sino que luego, pensaba el cultivado Méndez, aún tenían fuerzas para darle por el saco al emperador con todo respeto. Iban vestidos a la manera occidental e incluso con cierta elegancia, pero las costuras de sus trajes reventaban. Parecían el boxeador Tysson vestido de etiqueta. Hombres discretos sin duda, exhibían, cada vez que cambiaban de postura, el mango de un cuchillo entre la camisa y el pantalón y la culata de un Magnum por un lado de las solapas. Méndez felicitó a Cañada por la elección y por la finura, disimulo, clase y saber estar de los dos guardaespaldas.

Con aquellos dos gorilas en la puerta y no saliendo de la habitación -pensó Méndez- era imposible que a Clara Alonso y a la pequeña les ocurriese nada malo, siempre y cuando tuvieran corridas las cortinas para que no les dispararan desde el edificio frontero. Cuando limpiaran la habitación o sirviesen alguna comida, uno de los guardaespaldas entraría con el empleado del hotel, y si éste intentaba algo, sería convenientemente despellejado, hervido y servido como exquisitez a la hora de la cena.

Quedaba el momento peligroso del regreso a España, pero eso también lo tenía previsto Méndez. Clara Alonso y Olga saldrían del hotel materialmente rodeadas para meterse inmediatamente en un coche blindado y rodar hacia el aeropuerto sin dilación alguna. El coche blindado se podía alquilar. Una vez en el aeropuerto, la vigilancia se mantendría hasta que ambas hubieran ocupado sus asientos en el avión. Ni un jefe de Estado, pensaba Méndez, podía aspirar a estar mejor protegido.

Todo esto hizo que el bofia se reconciliara con el Destino. Fuese quien fuese su misterioso enemigo, él conseguiría que no pudiera dar un solo paso. Dentro de lo difícil que era vigilar un hotel como el Marriott en una ciudad imposible como El Cairo, él habría conseguido crear un bunker que ningún arma podría perforar. Clara Alonso no tendría que preocuparse ni siquiera de nuevas amenazas.

Sin embargo, como Clara Alonso no podía ver esas medidas de seguridad, hacía falta explicárselas y pedirle que respetara una norma elemental, como era no descorrer las cortinas de la ventana. De modo que Méndez entró en la habitación, se sentó ante el lujoso escritorio, puso a la pequeña Olga sobre sus rodillas, se aseguró de que nadie podía fotografiarle a él, un hombre duro, en posición tan vergonzosa, y detalló todo lo que Manrique, Cañada y él habían dispuesto. Clara Alonso le escuchó en silencio, impasible, sin mover un músculo de su cara, que tenía una extraña serenidad esa tarde.

– Parece que todo es perfecto -dijo ella al fin-. Lo único que lamento es que voy a tener una horrible sensación de estar prisionera.

– Durará poco, y además le aseguro que no queda otro remedio. He dado vueltas a todas las soluciones y al final me he decidido, claro, por la menos imaginativa, lo cual me demuestra que yo podría ser un excelente jefe de gobierno. Pero las soluciones medievales, es decir puertas y gorilas, suelen ser las más eficaces.

– Lo comprendo.

– Cuando alguien entre para un servicio de la habitación, por ejemplo la limpieza, estese usted siempre quieta en el mismo sitio con la niña. Uno de los guardaespaldas permanecerá fuera y otro se quedará dentro, vigilándolo todo, hasta que las dejen a ustedes solas otra vez. Por descontado, no debe recibir ninguna visita.

– Eso va a ser un poco desagradable. He hecho bastantes amistades durante el crucero y todas se alojan aquí, en el Hotel Marriott. Querrán verme.

– Pues que se aguanten. Les atiende, como máximo, por teléfono, sin permitir a nadie, absolutamente a nadie, que entre aquí. ¿Con cuántas personas ha estado en contacto usted? ¿Con unas sesenta? Pues las sesenta son sospechosas, y eso sin contar las que no han hablado con usted nunca. Le he dicho antes que mis planes no tienen ninguna clase de imaginación. Pues muy bien. Mejor. No hay nada tan seguro como una puerta que esté cerrada siempre. Échele en cambio imaginación al asunto y le harán llegar una bomba aunque sea por medio de una paloma mensajera.

– ¿Hay alguien que le disguste especialmente, Méndez?

– Todo el mundo. Porque la muerte puede estar en manos de alguien con quien no nos hemos cruzado ni una sola vez. Pero ya que me pregunta, le diré que no me gusta Salomón Gandaria. ¿Por qué? Porque es un tío extraño. Porque no tiene ninguna lógica que esté aquí. Y porque lleva un veneno dentro, eso se nota. Lástima que usted no pueda mirarle a los ojos. Le juro que es un tío que lleva un veneno dentro. Y otro que no me gusta es Galán, ¿sabe? Aparentemente está de nuestro lado, pero no me gusta porque es un profesional frío y hermético. Y un profesional frío y hermético acepta cualquier clase de encargo con tal de que le dé dinero.

– Acaba usted de decir algo importante, Méndez -susurró Clara Alonso, que no perdía palabra-. Si el que hace todo esto actúa por dinero, significa que los que tienen dinero largo no pueden ser sospechosos de ninguna manera.

Méndez pareció desconcertado por un instante. Dio la sensación de que hasta entonces no había pensado en eso.

– Es verdad… -reconoció-. No resulta lógico que Ismael Gandaria pida millones, puesto que tiene eso y mucho más. Yo no sé cómo son los negocios de su hermano Salomón, pero supongo que también es muy rico. También lo son sus dos padres, señorita Alonso.

Ella tensó el cuello bruscamente.

– ¿Por qué los relaciona con esto? -preguntó.

– No, si yo no los relaciono… Solamente digo que son muy ricos.

– Pues ni eso tenía que haber pensado.

– Perdone usted a un viejo policía apegado a las tradiciones, Clara Alonso. Para mí todo el mundo es sospechoso menos el cajero, y eso por la sencilla razón de que si detengo al cajero no cobraré. Pero reconozco que su argumento es bueno: no debo sospechar de según quién. Y ahora voy a hacer una cosa: voy a volver al barco.

Ella pareció un poco desconcertada por lo que acababa de oír. Movió la cabeza.

– ¿Al barco para qué? -preguntó-. ¿Va a volar hasta Luxor?

– Sí. Ya lo he calculado todo. Puedo ir y volver en pocas horas, si consigo una buena combinación de aviones. Ya ve: yo, una rata de ciudad que nunca se había movido del Barrio Chino barcelonés, convertido de repente en una especie de dios Horus. Horus es el de la cabeza de halcón volador, ¿no?

– Creo que es ése. Pero ¿por qué quiere volver al barco, Méndez? ¿Qué ha olvidado allí?

Méndez sonrió.

Su sonrisa era barata y mezquina.

– ElNile Dream partirá muy pronto en dirección a Asuán -dijo-, en un nuevo crucero con nuevos tipos y nuevas tipas. A mí me interesa mucho revisar los camarotes, ¿sabe? Y no podía hacerlo mientras los antiguos pasajeros, es decir los de nuestro grupo, estuvieran todavía allí.

– ¿Y por qué ha de hacer ese registro?

Méndez la miraba fijamente.

¿Percibía Clara Alonso esa mirada? ¿Es verdad que los ciegos notan que los están mirando con fijeza porque sienten un misterioso calor en la piel?

– Uno de los antiguos pasajeros olvidó algo -susurró Méndez.

– ¿Y cree que ese algo aún estará allí? El pasajero de quien habla, ¿no se habrá dado cuenta de su olvido?

– No -dijo Méndez.

– ¿Por qué?

– Porque lo que olvidó no era una cosa material.

– ¿No? ¿Pues qué era?

– Algo que estaba en el aire -dijo Méndez en voz baja-. Y él o ella no saben que yo lo encontré en el aire.