173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 33

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32 ¿NO ME CONOCE, MÉNDEZ?

La mano enguantada tembló unos instantes en el aire. Luego el hombre que hasta aquel momento había estado oculto en la oscuridad cayó de bruces.

La luz de la luna dio en su nuca y en su cuello. Por allí parecía haber penetrado una especie de cimitarra. La cabeza estaba casi separada del tronco y enviaba al aire un surtidor de sangre.

Méndez no se movió.

Veía al muerto. Veía la maleta. Todo estaba en orden porque la ayuda había llegado justo cuando más la necesitaba. Él sabía que llegaría, estaba completamente seguro de que llegaría.

– Lo has hecho muy bien, Galán -dijo-. Cuando supe que te habías escapado del hospital de Luxor, supe también que actuarías. Ha sido un golpe perfecto.

– ¿Galán? ¿Qué Galán? -preguntó desde la oscuridad una voz opaca.

Méndez se estremeció.

Era una voz completamente desconocida.

No había esperado aquello. La sorpresa fue tan intensa que durante unos segundos le inmovilizó.

Y la misma voz preguntó entonces:

– ¿Es que no me recuerda, Méndez? ¿No le dice nada mi voz? ¿Ya ha olvidado que hablamos en Madrid?

Y el hombre se adelantó, surgiendo de las tinieblas. La luna dio en su cara como antes había dado en la nuca destrozada del muerto. Méndez lo recordó entonces, claro que lo recordó.

Era el subcomisario Ceballos, el que le había servido de enlace para llevarle hasta el despacho del comisario Besteiro. Desde aquel despacho, situado en el mejor sitio de Madrid, se veían los leones de las Cortes. Ahora Ceballos, situado en el peor sitio de El Cairo, no veía más que el polvo, la sangre y aquella maleta que era la última cosa que había tocado el muerto.

El asombro de Méndez, que había llegado a inmovilizarle, desapareció en un instante. Comprendió que, después de todo, aquello era lógico. Los hombres que llevaban la operación desde arriba, desde muy arriba, no iban a dejarle solo. Incluso, bien mirado, él, Méndez, no existía, porque actuaba por su cuenta.

Susurró:

– ¿Desde cuándo me estáis siguiendo?

– Desde el principio del viaje.

– ¿Quiénes?

– Besteiro y yo mismo.

– ¿Y cómo… lo habéis hecho?

– De la forma más normal, Méndez. Embarcándonos como turistas en otro barco que se había de cruzar con el vuestro en varios puntos. Nos hemos hartado, desde la cubierta de nuestro buque, de fotografiaros a ti y a la niña.

Méndez tensó los músculos. Los que le quedaban, por supuesto. Pensó que estaba perdiendo facultades velozmente porque la verdad era que no se había dado cuenta de nada.

– Había mucha gente haciendo fotografías por todas partes -dijo de todos modos, como si quisiera disculparse a sí mismo.

– Nos sorprendió ver que tú estabas en este mejunje, Méndez -dijo Ceballos en un susurro-, pero luego averiguamos que habías venido por tu cuenta y como simple turista. ¿Por qué? Bueno, eso no nos importaba. Nosotros teníamos que seguir a Gandaria y lo hemos hecho, porque pensábamos que este viaje no era una casualidad. Que al final se vería obligado a pagar aquí a los de ETA el impuesto revolucionario con todos sus atrasos. Y Gandaria te ha delegado a ti para hacerlo, ¿verdad? Muy bien, pues este dinero no lo cobrarán. Dame la maleta.

No esperó a que se la diera, sino que la asió inmediatamente. Durante unos segundos, Méndez quedó tan paralizado por el estupor quino pudo pronunciar palabra.

Pero al fin barbotó:

– Maldita sea, Ceballos, estás cometiendo un error. Este dinero no tiene nada que ver con Gandaria ni con ETA. Pertenece a dos hombres a quienes tú debes conocer, porque son grandes fortunas de España: Cañada y Manrique. Y no lo pagan por Gandaria, sino para que no le ocurra nada a una niña subnormal que tiene adoptada Clara Alonso.

– Pero ¿qué dices…?

– La verdad, Ceballos, maldita sea tu estampa, te estoy diciendo la verdad.

– Eso habrá que comprobarlo. Yo no actúo legalmente aquí, en país extranjero, pero estoy en misión oficial. Llevaremos la maleta a la embajada y allí decidiremos qué es lo que debe hacerse.

Méndez vaciló.

No había esperado aquello. Aquello lo cambiaba todo. Lo que Ceballos decía era muy razonable, pero hundía a la pequeña Olga. Porque el asesino o los asesinos no habían cobrado su rescate.

– ¿Por qué has matado a este hombre? -preguntó.

– ¿Y por qué no? ¿Qué otro remedio tenía? No iba a avisarle para que se volviese hacia mí con una Parabellum. Además, ¿es que en un sucio cementerio egipcio voy a hacer caso de lo que diga la ley de Enjuiciamiento Criminal española? Venga, larguémonos de aquí.

– ¿Y el cadáver?

– Lo dejaré. ¿O es que no está en buen sitio? ¿Qué sitio mejor que uno de los mejores cementerios del mundo? ¿O es que crees que no se sentirá cómodo?

– Ahora ya no podré sacarle lo que pensaba sacarle -gruño Méndez-. Tengo en el bolsillo de la americana una buena navaja, v sé manejarla. Se la hubiera metido en el culo para que hablase.

– ¿Qué es lo que pensabas sacarle?

– Un nombre. Un solo nombre. Quería que confirmase lo que estoy sospechando.

– Pues olvídate de eso. Las cosas son como son. Y olvídate del muerto, porque nunca más oirás hablar de él.

– ¿No? ¿Y qué pasará cuando lo encuentren mañana?

– No lo encontrarán, Méndez. No aparecerá nunca. ¿Tú crees que la gente miserable que vive en esas tumbas se expondrá a que los acusen de haber matado a un europeo para robarle? Le robarán todo lo que lleve, claro, pero lo harán desaparecer. Lo meterán en tal sitio que no aparecería en un siglo ni aunque se removiese cada día este maldito cementerio.

Méndez comprendió que Ceballos tenía razón. Además, no podía discutir, porque era necesario darse prisa. En cualquier momento podían ser ellos las víctimas de un mortal ataque.

Todo aquello había sido muy rápido, y lo siguió siendo. Los dos avanzaron hacia la salida, que al fin y al cabo estaba cerca, pero sintiendo de pronto que todas las sombras del inmenso cementerio se lanzaban sobre ellos. El acueducto que marcaba la frontera, o sea el fin de aquella pesadilla, les parecía de repente una mancha tan lejana e inalcanzable como la propia luz de la luna. Méndez oyó a Ceballos resollar.

– Estás más nervioso que yo -dijo-. O más cansado.

– Pues claro que sí… ¿Crees que ha sido fácil seguirte, maldita sea?

– ¿Tú has pagado a aquel árabe?

– No. Al árabe le ha pagado el hombre que acaba de morir. Yo me he limitado a dar un rodeo para poder caer por detrás.

– De acuerdo, pero vamos inmediatamente a la embajada. Quiero hablar con el embajador en persona, ¿entiendes, Ceballos? Quiero resolver el asuntoahora.

– ¡Naturalmente que vamos a la embajada! ¿Adonde coño quieres que vayamos? ¿A ver cómo una tía de cien kilos nos baila la danza del vientre?

Estaban ya a pocos pasos del acueducto y por lo tanto de la salida del cementerio. Iban a conseguir escapar vivos de allí. Ceballos apremió:

– ¡Aprisa! ¡Aprisa!

Pero las cosas inesperadas no habían terminado para Méndez.

Fue entonces cuando sucedió.

El hombre apareció detrás de una tumba.

Era un europeo. Se podía distinguir en la semipenumbra su figura atlética y ágil, enfundada también en un traje negro, pero no se podía reconocer su rostro, porque llevaba -cosa nada corriente en El Cairo- un sombrero de fieltro con el ala echada sobre los ojos. Aquella figura saltó con la rapidez de un puma.

Méndez se dio cuenta, pese al vértigo de la situación, de que aquel hombre estaba desconcertado. Seguro que había esperado cualquier cosa menos verles aparecer a los dos. Aquel tipo barbotó:

– ¿Dónde está el…?

No hubo respuesta ni podía haberla. Méndez se dio cuenta de que aquel tipo iba a disparar. Vio en su mano derecha el brillo de un 38.

Fue Ceballos el que se movió antes.

Ya llevaba la pistola preparada. Méndez se dio cuenta de eso ahora.

Y se dio cuenta también, una vez más, de que su desconocido enemigo estaba estupefacto al verlos allí, porque no reaccionó con la suficiente rapidez. Al menos su brazo derecho fue lento, porque seguramente el tipo quería asegurarse de algo que Méndez no sabía. Fue Ceballos el primero que tuvo ocasión de disparar.

Y lo hizo como un maestro. Dos secas detonaciones atronaron el cementerio. Dos balas implacables fueron al encuentro de la cara de aquel hombre, justo por debajo del ala del sombrero.

Curiosamente, el sombrero no saltó. Fue todo el hombre el que dio un brinco y una vuelta completa en el aire. Luego se desplomó de bruces, quedando con los brazos bajo el cuerpo.

Todo había sucedido como una alucinación. Méndez iba atando algún cabo, pero estaba tan aturdido que aún le costaba trabajo pensar con rapidez. Lo único que le decía su instinto era que tenían que salir de allí, porque ahora, después de los disparos, sí que estaban metidos de verdad en un avispero. Podían quedarse en el cementerio… para siempre.

Dio media vuelta mientras le gritaba a Ceballos:

– ¡Corre!

Pero Ceballos no corrió. De pronto el que parecía inmovilizado por el estupor era él. Se quedó como una estatua a espaldas de Méndez.

Quizás era absurdo.

Pero Méndez no tuvo tiempo de pensarlo.

Empezó a volverse.

Barbotó:

– ¿No vienes o qué…?

Pero no estuvo ni siquiera seguro de haber pronunciado esas palabras.

Porque en aquel momento volvió a suceder.

El estampido.

La bala.

Ceballos salió disparado hacia arriba.

Durante unas décimas de segundo quedó como colgado en una posición absurda, levantando incluso una pierna. Luego se derrumbó.

Méndez, pese a toda su experiencia, sintió que se le cortaba la respiración.

Por la cara del muerto, como una mano que quisiese cubrirla, avanzaron los dedos de sangre.

De pronto era como si estuviese en otro planeta, en otra dimensión. No sólo era espectral aquel gigantesco cementerio en el centro de la ciudad, sino que era espectral todo lo que de repente estaba ocurriendo. Méndez sintió que temblaban sus rodillas, como si hubiesen vuelto todas las artrosis, todos los dolores ocultos y todas las humedades de su vieja calle Nueva.

De pronto su instinto funcionó. Y su instinto le dijo que tenía que salir de allí o acabaría tan muerto como aquellos tipos. Tomó la maleta y echó a correr hacia las ruinas del acueducto.

Su cerebro, aunque de forma entrecortada, volvía a funcionar, y empezaba a trazar una primera cronología de los hechos. Primero, el hombre que debía cobrar el dinero no se había fiado de hacerlo en un lugar exterior al cementerio, como era las Tumbas de los Mamelucos. Había preferido hacerlo dentro, aunque a corta distancia de la salida, porque así Méndez, en aquel laberinto, no vería por dónde escapaba, Y había enviado a un mensajero pagado para que guiase al policía.

Segundo: pero Ceballos, que seguía a Méndez, había podido dar un rodeo, cazando a aquel hombre por la espalda y liquidándolo en silencio. ¿Razones de que no le hubiese dado el alto reglamentario?. Dos: estaba en situación ilegal y además no podía exponerse a un tiroteo allí.

El cerebro de Méndez seguía funcionando mientras sus ojos buscaban desesperadamente un taxi.

Tercer factor: en apariencia, con la muerte del primer tipo, todo estaba solucionado, y su única preocupación consistía en salir para dirigirse a la embajada española. Pero posiblemente Ceballos ignoraba -como el propio Méndez- que el hombre que debía cobrar tenía las espaldas guardadas por un compinche. Aquel compinche debía protegerle y acompañarle a la salida del cementerio. Al no verle llegar a él, sino a Méndez y un desconocido, había salido desconcertado de su escondite. Seguro que no entendía nada, y eso explicaba su pregunta: «¿Dónde está el…?».

Hasta aquí Méndez veía las cosas claras. Incluso le parecía lógico, dentro de las circunstancias, que Ceballos hubiera disparado contra aquel tipo, sin hacerle ninguna pregunta, porque nadie hace preguntas a un hombre armado en el más siniestro cementerio de Egipto.

Pero a partir de aquí algo se rompía en el cerebro de Méndez. ¿Por qué Ceballos se había quedado un poco atrás? ¿Qué era lo que veía? ¿O qué era lo que temía? ¿O qué pensaba? Y sobre todo: ¿quién había acabado con él?

A esta última pregunta quizás hubiera podido contestar Méndez.

Quizá.

Pero lo demás era una espesa bruma.

Vio un taxi al llegar a la avenida y le hizo señas desesperadamente, temiendo que una auténtica pandilla de mamelucos vinieran tras él. Y si venían para matarle, es decir con buenas intenciones, aún sería lo de menos. Méndez pensaba que aún podían ocurrir cosas peores para la poca honra que le quedaba.

El taxi se detuvo.

Méndez se dejó caer de cabeza dentro.

– Where? -preguntó el conductor.

Méndez, dispuesto a presumir de idiomas como fuera, murmuró:

– To the Marriott Hotel, carallo.