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Méndez tenía los ojos cerrados cuando el taxi se detuvo ante el hotel. En realidad los había tenido así durante todo el viaje.
Y es que lo necesitaba. Se sentía absolutamente incapaz de mirar nada, de ver nada, como si todos sus sentidos se hubieran atrofiado, como si sólo viviera en él un oscuro pensamiento secreto. Al abrir de nuevo los ojos miró desorientado en torno suyo, como si no supiera dónde estaba.
Pero era aquel pensamiento secreto el que le daba fuerzas. Era aquel pensamiento secreto el que guiaba sus pasos. Sujetó con fuerza la maleta y entró en el hotel.
Ahora tenía los ojos muy abiertos. Su mirada era fija e hipnótica.
No se detuvo ante conserjería. Fue directamente a los ascensores, que estaban más allá de la espléndida galería comercial. Uno de los empleados, que hablaba un correcto castellano, le llamó:
– Eh, señor Méndez.
– ¿Qué hay?
– La señorita Alonso ha preguntado por usted. Ha dicho que, por favor, cuando volviese la viera enseguida.
– Gracias. Lo haré… más tarde.
– Perdone, pero es que me ha dicho que era urgente.
– Comprendo que sienta impaciencia -susurró Méndez-. Y enseguida iré. Pero antes necesito pasar… por otro sitio.
– Bien, señor.
Méndez no le miró. En realidad tenía la mirada perdida. Siguió andando.
Tomó el ascensor. Sujetando fuertemente el asa de la maleta, anduvo un trecho del pasillo. Se detuvo ante una de las puertas y llamó con los nudillos mientras preguntaba:
– Soy Méndez. ¿Me puede abrir, señor Gandaria?
El propio Gandaria le abrió. Iba perfectamente vestido, como si se dispusiera a salir. Miró a Méndez de arriba abajo, sorprendido, sin acertar al principio a decir una sola palabra.
– ¿Usted…? -musitó finalmente.
– Siento molestarle. ¿Me permite pasar?
– Pues claro, Méndez… Pase. La verdad es que no esperaba su visita… ¿A qué ha venido?
Méndez tomó asiento en una de las butacas de la habitación sin que el otro le invitase. Su mirada era plácida. Su sonrisa era decadente y un poco amanerada. Susurró:
– ¿Me pregunta a qué he venido…? Pues he venido a traerle su dinero, señor Gandaria.
Y señaló la maleta, que acababa de depositar en el suelo. Gandaria se dejó caer en la otra butaca, frente a él, y por unos instantes le miró como si no comprendiese.
– ¿Mi dinero…? -balbució finalmente.
– Sí, señor Gandaria. En billetes de mil dólares, que pesan y abultan poco.
– Pero ¿qué dice…? ¿A mí ha venido a traerme eso? ¿Y ese dinero qué es?
– La cantidad exigida para que no le pase nada a la hija de Clara Alonso, señor Gandaria.
El empresario le volvió a mirar de arriba abajo. Daba la impresión de no entender nada. Al final hizo un gesto de desprecio y musitó:
– ¿Está loco?
– Necesitaría estarlo, señor Gandaria, porque así no sentiría tanta repugnancia ante lo que tengo que ver.
– ¿Y qué es lo que le produce tanta repugnancia, Méndez, si puede saberse?
– Los negocios, amigo, los negocios.
– No me extraña, Méndez. Usted ha sido siempre un muerto de hambre. Y ahora le recuerdo que estoy de vacaciones. Dígame por qué demonios ha venido a molestarme. Y luego váyase.
– Ya se lo he dicho: he venido a traerle este dinero que usted esperaba. Y a hablar.
– ¿A hablar de qué?
– Por ejemplo, de los negocios que se arruinan en el País Vasco.
– Eso no le importa. Ni siquiera ha estado usted allí.
– Por desgracia, es cierto -dijo Méndez en tono plañidero-. Nunca he estado en el País Vasco, una de las tierras más bonitas que existen.
Y he perdido lastimosamente la oportunidad de fisgar en sus restaurantes, tabernas, figones y sociedades gastronómicas. Nunca le he tocado el pandero a una tía de buen ver y que encima se llamara Nicolasa. Nunca una cocinera de las que valen la pena me ha invitado a mesa y cama mientras su marido estaba en un levantamiento de piedra. Ni he oído a los orfeones. Ni he ido de copas, en horas rigurosamente nocturnas, por calles que olían a puerto y a vino de segunda boca. Son muchos los que opinan que me he perdido lo mejor de la vida, y yo pienso que tienen razón. Ya ve.
Gandaria hizo un gesto de asco.
– No me explique ahora las desgracias de su estómago, Méndez. O las de su membrillo viril, si es que lo conserva. Me hablaba de negocios que se hunden. Por ejemplo, ¿qué negocios?
– El suyo, señor Gandaria. Los suyos, mejor dicho -afirmó dulcemente Méndez, mientras movía las manos como si fuese a darle la bendición.
– Mis negocios van bien, Méndez. No tiene derecho ni a mencionarlos.
– No, amigo, no van bien. Hasta el momento ha logrado mantener usted una apariencia de solidez, porque es cierto que entran grandes cantidades de dinero. Pero las cantidades que salen son mayores toda vía. ¿Sabe que leí y releí muchos periódicos antes de venir a Egipto? Y no precisamente elFinancial Times, sino las páginas de noticias cortas en La Vanguardia, o el suplemento de Economía de El País. Y me tragué todas esas aburridísimas revistas que hablan del dinero de los otros. Y desde El Cairo he hecho algunas llamadas telefónicas. He hablado con Joaquín Estefanía. Y con Hernández Puértolas. Y con Feliciano Baratech. Y con Enric Tintoré. Y con Jesús Cacho. Y con Enric González. Y con Carlos Bey. Todos alimentaban la misma sospecha, aunque no se atrevían a publicarla porque hay que confirmar muy bien las noticias dañinas y porque usted es una especie de símbolo al que no se debe perjudicar. Pero todos pensaban lo mismo, maldita sea, lo mismo: usted no tiene más que fachada, usted ya no tiene de sus negocios más que la cáscara.
Los labios de Gandaria temblaron un momento. Estaba tenso no a causa del miedo, sino de la indignación. Poco faltó para que tratase se abofetear a Méndez.
Pero éste dijo, con la voz helada que hubiese podido tener un reptil:
– Deje los cojones donde los tiene. No se mueva, Gandaria.
– Pero ¿usted se ha creído que…?
– No sé de qué se queja. Le estoy hablando educadamente, con voz plañidera, suave y hasta ligeramente amariconada. No sé qué más quiere.
Gandaria barbotó:
– Quiero que me diga de qué está hablando.
– Pues de dinero, amigo. De dinero… ¿No le gusta a usted el tema? Estoy hablando de sus negocios que se han descapitalizado, ¿se dice así?, hasta el extremo de que ya no pueden competir. Pero ¿por qué se han descapitalizado? Pues porque usted se ha llevado enormes cantidades de dinero. Porque usted ha pagado enormes cantidades de dinero a ETA.
Gandaria se mordió el labio inferior.
Sus dedos temblaron y estuvo a punto de levantarse otra vez, pero al fin reconoció de mala gana:
– Sí. He tenido que pagar enormes cantidades de dinero a ETA. ¿Y qué? ¿Me lo va a devolver usted?
– Qué más quisiera… De todos modos celebro que lo confiese, señor Gandaria, porque eso ya lo sospechaban, más bien lo sabían, algunos policías de altura, como por ejemplo el comisario Besteiro, que otea las finanzas del país desde un puesto falso en el Banco de Crédito Industrial.
– Siento que… que lo sepan. Pero en el fondo ya imaginaba que una cosa así no podría mantenerse en secreto siempre. De todos modos, ¿qué iba a hacer?
– Aun así, yo me pregunto una cosa, señor Gandaria.
– ¿Qué?
– Me pregunto por qué se quiso convertir en un símbolo de la resistencia y jurar que nunca pagaría nada a ETA.
– ¿Y por qué no?
– ¿Y por qué sí, señor Gandaria?
– Tiene su lógica. Si aceptaba el robo, no tenía por qué aceptar la humillación. Y al mismo tiempo era mi pequeña venganza. Elevaba la moral de los demás. Muchos empresarios esquilmados habrán recobrado la hombría gracias a mis palabras.
– Admirable apostolado, señor Gandaria.
– Maldita sea la leche que ha mamado, Méndez. ¿Se está burlando de mí?
– Acepto su maldición, señor Gandaria. Algunas de las cosas que he mamado merecen eso y más. Pero yo quería hablarle más bien de dos circunstancias.
– ¿Cuáles?
– Circunstancia primera: ese fortunón que usted se fue llevando a Francia, ante la pasividad más o menos tolerante y ante el despiste, ¿por qué no?, de la policía, no se lo pagó usted ni a ETA ni a la madre que la parió. No se lo pagó a nadie. Se lo quedó usted.
– ¿Qué…?
– Circunstancia número dos: su papel de Gran Resistente estaba perfectamente calculado. Le era muy útil. Y hasta pienso que, de hecho, era el único papel que podía interpretar. Porque si ETA no cobraba, le parecía muy lógico que usted dijera que no iba a cobrar nunca. Todo era coherente. Si, por el contrario, hubiese estado cobrando, las carcajadas se hubiesen oído desde las mesas del restaurante La Merced hasta las mesas del restaurante Las Pocholas, desde las cocinas del Hispania hasta los asadores del Hotel Boix. Y hablo de restaurantes, señor Gandaria, porque sé que así me entiende, porque sé que usted domina la geografía del guiso como domina la geografía del coño. Pero perdone la vulgaridad. Uno ha comido como máximo en Casa Leopoldo, v eso se nota. En fin, que ETA no le dejaba a usted en ridículo poique no tenía motivo para hacerlo. Ante sus jefes, la madre que los parió, USted estaba diciendo la verdad. ¿Y la policía qué? La policía no sabía nada con certeza, no tenía ninguna prueba, y sólo en sus alturas, las de los que comen a costa del contribuyente en Zalacaín y El Cenador del Prado, se sospechaba algo. Pero tampoco iban a ponerle en evidencia a usted, ¿sabe, señor Gandaria? Tampoco. Primero porque no tenían ninguna prueba, insisto. Segundo, porque la actitud de usted les parecía encomiable y útil. Un tío que mantiene alta la bandera de la dignidad. ¡Estupendo! ¿Por qué iban a ser ellos mismos quienes la derribaran…?
Hubo entonces un brusco silencio.
Méndez alzó un dedo delgado y sinuoso.
Apuntó con él a Gandaria.
Se oía la respiración silbante de éste.
Méndez susurró:
– Quedamos en que ese dinero se lo ha ido quedando usted. ¿Qué tiene que decir?
– Sólo tres palabras.
– ¿Cuáles?
– Hijo de puta.
Méndez ni se inmutó.
Su dedo largo y sinuoso seguía apuntando a Gandaria.
– Pero el resultado era que los negocios se descapitalizaban, ¿sigue diciéndose así?, e iban quedando en una situación cada vez más difícil – murmuró-. Eso a usted no le importaba, claro. Usted estaba haciendo un negocio fabuloso llevándose la pasta. Y con su aureola de dignidad podía permitirse el lujo de no dar demasiadas explicaciones a los otros amos del dinero, o sea los socios y los bancos. Claro que alguna explicación hay que acabar dando. En esta vida hay que acabar dando explicaciones a todos, incluso a la mujer cuando estrena un body con medias negras y tú nada. Ni con grúa. Esas explicaciones, por ejemplo, digo yo, acostumbran ser peligrosísimas.
Los dientes de Gandaria rechinaron.
Ahora sí que se puso en pie.
Con los brazos tensos masculló:
– Le voy a echar, Méndez. Llamaré al detective del hotel. O lo en viaré fuera a patadas yo mismo. Sus palabras me darían asco si no mi dieran antes una cosa más importante: risa.
– Pues ríase.
Con una mueca de desprecio, Gandaria fue hacia la puerta.
Pero la voz de Méndez sonó como un trallazo.
– Le conviene quedarse, Gandaria. Le conviene seguir tronchándose.
Con la mano en el pomo, Gandaria se detuvo. La mueca de desprecio se hizo más amplia cuando hasta él llegó nuevamente la voz de Méndez.
– No me extraña que usted necesitara pasta gansa, amigo mío. Ni siquiera hace falta ir preguntando por ahí para saber que le gustan los manteles de Arzak cuando está en España, los de Maxim's cuando está en Francia y los de Laurent cuando está en Nueva York. Que le gustan los Vega-Sicilia, los Marqués de Riscal y los Chateau d'Iquem. Pero eso no significaría gran cosa para una fortuna como la suya si no le gustaran también los Montecristo del uno. Aunque eso ¿en qué puede dañarle? Tampoco significaría nada si no le gustaran, como complemento, los culos de las pocas vedettes que aún están en buen uso, o sea las pocas que aún tienen culo. Precisamente por eso, porque hay pocas, resultan carísimas, al margen de que buena parte de ellas se dedican a la vida hogareña, la castidad y las obras pías. ¿Qué se ha hecho, señor Gandaria, de aquellas grandes vedettes que yo había conocido, que tenían un querido para cada día de la semana, y el domingo lo dedicaban a los gobernadores civiles y los prelados domésticos? El caso es que sus gastos en hímenes y otros desperfectos desequilibrarían el Manhattan Chase Bank, ¿se dice también así?, y han desequilibrado las empresas. Como además usted no se ocupa de trabajar, y como encima quiere tener un porvenir asegurado con más hímenes y más desperfectos, no me extraña que todo el dinero que se ha guardado aún le parezca poco.
– Eso no es verdad, Méndez. Pero en todo caso sería asunto mío, de mis banqueros y de mis socios.
– ¡Justo! -Méndez volvió a señalarle con el dedo y a adoptar una voz meliflua-. Justo, señor Gandaria, usted me acaba de reconducir a la verdadera situación. Los banqueros y los socios ya empezaban a no explicarse muchos fallos. Pedían cuentas. Y usted comprendió que necesitaba dinero, un último golpe de dinero para dos cosas.
– ¿Qué dos cosas?
– Me he explicado mal: una de dos. O bien dinero para tapar sus agujeros y restablecer la confianza y la situación inicial o bien dinero para darse el piro con todo atado y bien atado, como se decía en los buenos tiempos. En todo caso le hacía falta una última entrada de pasta.
– ¿Qué está tratando de decir, Méndez?
– Pues mire, ya que me lo pregunta, estoy tratando de decir dos cosas -murmuró Méndez, encogiéndose de hombros con desenvoltura.
Y añadió, mirando de soslayo a Gandaria:
– La primera era casi obligada. Usted, para asumir bien su papel, para aparecer siempre como una víctima, para alejar de sí las sospechas, necesitaba demostrar que corría un gran peligro, de muerte. Que ETA iba a acabar con usted. Que necesitaba incluso protección.
– ¿Y qué? Mucha gente la tiene. Hoy día la tienen hasta las criadas de los ministros, no sea que alguien les contagie el sida.
– Eso es verdad, señor Gandaria. ¡Qué gran verdad! Mucha gente contrata a su guardaespaldas, pero nadie contrata a su propio asesino.
La derecha de Gandaria tembló un momento en el aire.
Barbotó:
– ¿Qué dice…?
– Lo que está oyendo, pedazo de cabrón, y perdone que no emplee otras palabras más circunspectas ni me meta, por ejemplo, con la dilatación de su esfínter. Usted contrató a Fernando Torres para que le matara. Le pagó algún dinero, pero prometió pagarle mucho más si hacía bien su trabajo. Por supuesto no lo contrató usted, ya que eso hubiera sido estúpido. El trato lo hizo por teléfono uno de sus propios guardaespaldas.
Gandaria lanzó una risita.
– Está loco, Méndez -susurró-. ¿Iba yo a pagar dinero para correr peligro de muerte?
– No lo corría.
– ¿Cómo que no?
– Nunca se corre peligro cuando uno sabe quién es el que le viene detrás, y cuando dos guardaespaldas que conocen perfectamente sus costumbres lo controlan minuto a minuto. El único resultado lógico fue justamente el resultado que se produjo: todos ustedes dieron una oportunidad a Fernando Torres. Y como la oportunidad estaba perfectamente controlada, uno de los guardaespaldas lo acabó matando. Y además en público y de una manera espectacular, que era lo que le convenía.
– Sigue estando loco. ¿Qué ganaba yo con eso?
– Demostrar que, efectivamente, corría un enorme peligro. Una vez muerto Fernando Torres, se estudiarían todos sus antecedentes y se sabría que había sido un asesino profesional de primera clase. Usted, Gandaria, podría seguir, entre toda clase de aplausos, su carrera de gran hombre. Ninguno de sus socios se atrevería a atacarle, aunque sólo fuera por temor a la opinión pública. Y ninguno de los bancos. No se ataca a un símbolo.
Méndez añadió:
– Pero le estaba hablando del dinero, amigo Gandaria. Del gran dinero. Era el que necesitaba para una de esas dos cosas que le he dicho antes. Y pensó obtenerlo de la forma más sencilla: haciendo secuestrar a una pobre niña.
Hubo un brusco silencio. Se pudo oír en la habitación el jadear de los dos. Sobre todo el de Méndez, cuya garganta arrastraba licores de baja crianza, vinos de economato militar y todo un museo de nicotinas.
– Parecía sencillo -añadió-, pero le salió mal. El encargado de llevar adelante el asunto, Ángel Martín, lo estropeó por completo. Claro que usted reaccionó inmediatamente y cortó todos los hilos y todos los contactos que podían unirle a él, incluso el del policía Marquina. Me maravilla la limpieza de su ejecución, ¿sabe?, por medio de aquella chica a la que me gustaría conocer por simple curiosidad de colega, pero a la que me he resignado a no encontrar nunca. Y no crea que me importa. No puedo sentir odio hacia el que mata a un bicho como Marquina.
– Está divagando, Méndez. Usted mismo sabe que no tiene idea de lo que dice.
Como si no le hubiera oído, Méndez continuó:
– Bueno, el caso es que el asunto salió mal, aunque usted seguía libre de toda sospecha. Y yo me pregunto ahora si, caso de salir el negocio bien, hubiera necesitado usted toda la comedia del Hotel Palace. No, yo pienso que no. Usted, con el dinero, o hubiese restablecido la situación de sus empresas o, cosa más probable, se hubiera largado con el botín sin prisa alguna y en el momento más favorable. Pero la cosa había salido mal y usted necesitaba repetir el golpe. La víctima, eso lo había comprobado, era extraordinariamente vulnerable. Y estaba en el Hotel Palace. Y usted podía perfectamente alojarse allí. Y ganarse su entera confianza. Y ser el hombre menos sospechoso del mundo. Y aparecer más que nunca como un símbolo. Usted le apretó hasta el tope las tuercas a una pobre ciega porque supo que ella cedería.
– ¿Sí? ¿Y cómo le apreté las tuercas, Méndez?
Méndez escupió antes de pronunciar un solo nombre:
– Rosendo Valle.
– ¿Quién es Rosendo Valle?
Con una mala educación absoluta, Méndez volvió a escupir ostensiblemente antes de decir:
– «Era.» Usted sabe que está muerto. Lo debió leer en los periódicos. En el Hotel Palace los sirven con el café.
Gandaria se encogió de hombros.
– Si apareció en la sección de sucesos, yo no la leo nunca. Eso lo dejo para la gentuza como usted, que es la que busca allí su nombre.
– Me parece una sana costumbre, amigo Gandaria, pero de todos modos usted sabía quién era ese tipejo antes de que su apellido chorreante no ya de sangre, sino de mierda, apareciese en las páginas de sucesos. Usted -por medio de uno de sus guardaespaldas, naturalmente- lo contrató para violar a Clara Alonso, una pobre mujer ciega.
Ahora Méndez se puso en pie. Su mandíbula tembló un momento, sus dientes, donde estaba toda la historia de Tabacalera S.A., rechinaron con suavidad.
– Rosendo Valle era la rata de alcantarilla más asquerosa y sifilítica que ha corrido jamás por las calles de Madrid -dijo-. Bien muerto está. Que le den. Su trabajo consistía en hundir para siempre a Clara Alonso. En demostrar que estaba absolutamente indefensa. Que no podía hacer nada. Sólo con aquella terrible prueba, ella ya pagana lo que le pidiesen. Pero también le salió mal, Gandaria. Hay que ver. A Rosendo Valle se lo cepillaron con chilaba y todo. Y usted no tuvo más remedio que seguir con su plan. Qué lástima.
Apuntó de nuevo a Gandaria.
– Naturalmente que tenía que seguir con su plan -mascullo-. Por eso vino al Nilo en el mismo barco que la niña. Sus dos guardaespaldas o sus dos compinches, como prefiera llamarlos, viajaban en otro buque que tenía que encontrarse con elNile Dream en unos cuantos lugares básicos. Y por supuesto, lo primero que tuvieron que hacer fue liquidar a Quílez, que había sido contratado para proteger a la pequeña Olga. De ese modo quedaba completamente indefensa. Ah… Celebro que no diese la orden de que se me cargaran también a mí.
– Uno no tiene que entretenerse demasiado aplastando gusanos -dijo ambiguamente Gandaria-. No molestan.
Méndez lanzó una risita seca.
– Usted no cree ni una palabra de lo que he estado diciendo hasta ahora, ¿verdad, señor Gandaria? -preguntó, cambiando de pronto el tono de su voz y haciéndola tan respetuosa como si hablara con una persona inasequible, o sea una señora de al menos quinientos euros.
– ¿Cómo piensa que voy a creerle?
– ¿Entonces por qué me escucha tan amablemente, señor Gandaria?
– Por una sencilla razón.
– ¿Cuál?
– Las historias de locos y las historias de maricones siempre me han divertido.
– Tiene razón. Ésta es una historia de locos y de maricones -dijo Méndez con la misma amabilidad cortesana-, o sea que es una historia civilizada y culta. Pero no sé si me permitirá hacerle una pregunta, señor Gandaria. No sé si será abusar de su cortesía.
– Después de tantas barbaridades, no importa una más. Hasta puede ser divertido.
– Hay algo que no entiendo, señor Gandaria: ¿por qué quiere matarle su hermano Salomón?
– ¿Qué dice? ¿Hasta qué extremos va a llegar? ¿Supone que Salomón piensa acabar conmigo?
– No lo piensa, lo hace. Pero es algo que no entiendo, ¿sabe, respetado señor Gandaria? No entiendo por qué quiere matarle, aunque supongo que lo averiguaré. De todos modos, ¿qué importa ahora ese detalle. Lo cierto es que usted sabe, lo misino que yo, que Galán no es un ayuda de cámara, sino un guardaespaldas, o mas exactamente un asesino profesional. Y digo que lo sabe lo mismo que yo porque estuvo siempre preparado para evitar el ataque de Galán. Hasta que comprendió que la noche en el templo de Karnak era la última oportunidad que Galán tenía. Y decidió aprovecharla en beneficio propio.
– ¿En mi beneficio? ¿Cómo?
– A usted le seguía interesando jugar el papel de irreprochable ciudadano que corre peligro en todas partes.
– ¿Sí? Pero ¿qué está diciendo? ¿Usted sabe la oscuridad que imperaba en Karnak? ¿Cómo coño lo hice?
– De oscuridad estoy hablando, amigo Gandaria -dijo calmosamente Méndez-. De oscuridad. Usted no sólo alertó a sus guardaespaldas para que estuvieran atentos y vigilaran obsesivamente a Galán, sino que utilizó dos elementos que hasta entonces no había utilizado.
– ¿Sí? ¿Cuáles?
– Uno era un traje claro, perfectamente visible incluso en la penumbra más espesa. Aparentemente era una imprudencia, porque así Galán podía seguirle mejor. Pero en realidad era su mejor defensa, porque de ese modo sus guardaespaldas podían conocer perfectamente sus movimientos y situación. No olvidemos que ellos también estaban mezclados con la multitud y muy cerca. Y no olvidemos tampoco, Dios nos libre, una maravilla de la técnica que hoy día ya no es tan maravillosa. Me refiero al pequeño audífono para sordera que usted ha estrenado en este viaje a Egipto. Por cierto, ¿por qué no lo lleva aquí, en su habitación, señor Gandaria? ¿Ya oye bien?
– Oigo como me da la gana.
– Claro, por supuesto. Ha oído como le da la gana ahora y siempre. En realidad usted oye muy bien. Pero necesitaba un micro para recibir las advertencias de sus guardaespaldas, quienes le protegían viendo lo que usted no podía ver. Y esa mágica noche de Karnak llevó el micro, por supuesto, ya que era una pieza esencial. Sus gorilas tenían que avisarle del momento exacto en que Galán actuaría, para que pudiese flexionar su cuerpo hacia el lado que le indicaran y esquivar el golpe. Claro que esa noche hubo en el micro un detalle adicional y lleno de delicadeza: usted lo rodeó con un pequeño hilo fosforescente. Todos los testigos me han hablado de ese leve detalle de luz. ¿Y para qué servía? Pues, con toda probabilidad, para que sus gorilas supieran perfectamente, si la oscuridad llegaba a ser excesiva, dónde estaba usted. Con un leve movimiento no sólo se libraría de Galán, sino que ellos podrían matarlo. Galán está vivo por verdadero milagro, amigo mío. Las balas tenían que haberlo dejado seco allí mismo.
Méndez hizo un gesto de indiferencia y añadió:
– Pero usted sigue sin creer una palabra, ¿verdad?
– Sigo riéndome de todo lo que dice.
– Está completamente seguro de que todo esto son suposiciones y de que nunca se podrá probar nada.
– Estoy seguro de eso porque lo que usted dice, Méndez, es una delirante fantasía. Pero aunque fuera verdad, la situación seguiría siendo la misma: nunca se podría probar nada.
– Excepto por un detalle. O por dos. Pero permítame que como yo soy un hombre de mente ordenada y que merecería haber estudiado en los jesuitas, empiece por el primero de esos detalles.
– ¿De veras? ¿Quiere que me siga riendo? ¿Cuál es?
– Una cosa que estuvo en el aire.
– ¿Pero de qué leches me habla?
– De una canción.
Gandaria le miró como una persona inteligente miraría a un verdadero loco.
– No sabía que las canciones fuesen pruebas, Méndez -dijo al fin con desprecio.
– Esta, sí.
– ¿Por qué?
– Usted grabó la última amenaza contra Clara Alonso en un pequeño sector de una casete musical. No quiso correr ningún peligro inútil, y para eso disfrazó muy bien la voz y además la dotó de un fondo musical muy bien estudiado, que contribuía a distorsionar las palabras. Todo eso lo tuvo que hacer lógicamente en su camarote delNile Dream.
Méndez fue hasta la pared de la habitación, se volvió de pronto, y ante el silencio del otro siguió:
– No era difícil, puesto que le bastaba con obtener el fondo musical de otra casete que haría sonar al lado, de tal modo que la música se grabase también mientras usted hablaba. Pero había un pequeño detalle, claro. Un pequeñísimo detalle. Cualquier sonido un poco fuerte que llegara a la habitación lo recogía también la cinta que estaba grabando.
– ¿Y qué?
– No parecía importante al principio, claro. Nada importante. Me costó darme cuenta de que una canción que se oía muy poco, por debajo de la música de fondo, era una canción en árabe muy mal entonada. ¿Y si procedía de un camarero? ¿O de un cocinero? ¿Qué se podía oír desde su camarote, señor Gandaria? Por eso me he molestado en volar otra vez a Luxor, antes de que elNile Dream iniciara el regreso a Asuán, y en permanecer unos momentos en todos los camarotes de su cubierta. Sólo desde el que usted ocupó se puede oír una canción procedente de las cocinas, amigo Gandaria. Y he localizado al hombre que canta en la cinta. Está dispuesto a testificar.
– No me haga reír. Puede causarme molestias, pero usted sabe perfectamente que una cosa así no le serviría de nada.
– Es que hay otro detalle, amigo.
– ¿Otro detalle? ¿Cuál?
– Sus guardaespaldas.
– ¿Qué pasa con ellos?
– Han muerto.
En el rostro de Gandaria no hubo la más leve alteración. Habitualmente expresivo, el hombre no movió una ceja esta vez. Se limitó a preguntar con desprecio:
– ¿Dónde?
– En el mayor cementerio de El Cairo, donde usted los envió. Cerca de ese monumento tan singular que se llama la Tumba de los Mamelucos. Usted envió uno allí a cobrar el rescate y otro a cubrirle el camino hacia la salida del cementerio. Tal vez usted ha pensado, al verme llegar con esta maleta, que no contiene dólares. Pues sí, señor, los contiene. O tal vez ha pensado que no me presenté en el lugar de la cita. Pues sí, señor, me presenté. A partir de este detalle, ya puede adivinar que sus dos gorilas están muertos, porque de lo contrario tendrían ellos el dinero, no yo. Pero no piense que me los he cargado con mi propia mano, respetado señor Gandaria. Me valoraría en mucho si pensara eso. A mi edad yo ya sólo puedo matar, y eso tras un largo entrenamiento y si tengo el armamento adecuado, a uno de los que venden los cupones de la ONCE.
Se oyó el crujido de las mandíbulas de Gandaria.
– Si no los ha matado usted, Méndez -barbotó-, ¿quién…?
– Al primero lo mató la policía. Al segundo, el que tenía que cubrir la retirada, no sé con certeza quién se lo cargó, aunque lo supongo Pero, en fin, me basta con los dos cadáveres. Cuando se compruebe quiénes son y un juez pregunte qué leches hacían allí y por cuenta de quién obraban, va a ser todo una maravilla, señor Gandaria.
– ¿Sí? ¿Y quién va a contestar a esas preguntas? ¿Los dos muertos?
– No, señor Gandaria. Dos muertos no. Dos policías.
– ¿Quiénes?
– El que mató al primer guardaespaldas y yo. Comprendo que valga poco, pero ese día, cuando tenga que declarar, me cepillaré el traje para causarle buena impresión al juez.
Méndez sabía que estaba mintiendo, porque nada de aquello era posible. En primer lugar, no aparecerían los cadáveres de los dos guardaespaldas. Ni siquiera estaba seguro de que fuesen los guardaespaldas de Gandaria, puesto que no les había visto la cara. Tampoco aparecería, claro que no, el cuerpo del subcomisario Ceballos. El inmenso cementerio, más lleno de vivos que de muertos, se lo tragaría todo. Pero él necesitaba mentir, necesitaba demostrarle a Gandaria que disponía de pruebas contundentes. Sólo así hundiría a aquel hombre que contaba con todo y lo había previsto todo.
Se dio cuenta de que tenía razón.
Por primera vez, los párpados de Gandaria temblaron.
Su cuerpo se tensó.
Méndez contaba con eso.
Con la misma voz indiferente que hubiese podido tener en un bar de su distrito, murmuró:
– Puede que vaya armado, Gandaria, pero le aconsejo que lo olvide. Un tiroteo aquí, en el centro de uno de los mayores hoteles de la ciudad, no le servirá de nada. Y puestos a armar ruido, le aseguro que soy mas rápido y tengo más mala leche que usted.
Méndez volvía a mentir. Ahora no disponía de su revólver, sino solo de su navaja, pero Gandaria no lo sabía. Jamás se atrevería a resistir, sabiendo que podían dejarlo seco allí mismo.
Pero entonces ocurrió.
Méndez no esperaba aquello.
Era incapaz de imaginarlo siquiera.
En aquel momento estaba diciendo:
– Voy a detenerle, Gandaria. Apóyese en la pared con las manos en alto. Va a arrepentirse de haber nacido, aunque me cago en el día que en España suprimieron la pena de muerte.
No había terminado de decir esas palabras cuando una puerta se abrió a su espalda.
Era la del cuarto de baño.
Y una voz dijo:
– Me temo que ha perdido la partida. Deje en paz a Gandaria, Méndez.
Méndez tensó el cuello, sintiendo que se le cortaba la respiración.
Sintió frío en la columna vertebral.
Porque había reconocido muy bien aquella voz.
Era la voz de Clara Alonso.