173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

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34 «YO TENGO MI LEY»

Hay una lógica del horror. Hay una lógica de la desdicha. Incluso mu cierta lógica del absurdo. Pero Méndez supo en aquel momento que no hay una lógica del asco.

Sus rodillas parecieron doblarse.

Nunca le había ocurrido nada igual.

Su cuerpo vaciló.

Oyó el suave taconeo a su espalda.

Méndez quiso volverse.

Ni eso pudo hacer.

La voz de Clara Alonso dijo entonces suavemente:

– Soy yo la que tiene su revólver, Méndez. Ya sabe que se lo hicimos dejar en el hotel. Y sabe también que un Phyton no perdona.

Méndez sabía eso. Claro que lo sabía. Sus sesos -o lo que quedara de ellos después de tanto alimentarlos con vino barato- quedarían clavados hasta en el techo. Pero no era miedo lo que sentía. Era otra cosa. Logró encontrar un resto de voz para decir:

– Usted es una ciega de verdad, Clara Alonso. Una ciega. No puede apuntar a ninguna parte.

Ella siguió avanzando. En el silencio espantoso de la habitación, su taconeo era como el sonido de un tambor.

– Se equivoca, Méndez -susurró.

– Sé que es una ciega, Clara. Lo he comprobado mas de una ve/. Al principio sospeché que no lo era, que estaba fingiendo miserablemente. Por eso anoté todos los detalles. Y ahora sé que no puede verme Que no puede apuntarme… ni me puede matar.

– Vuelve a equivocarse, Méndez. Usted no puede entenderlo porque no ha nacido ciego. No puede darse cuenta de que capto una respiración por leve que sea. De que huelo como los perros. De que oigo hasta el sonido que produce al moverse la tela de un traje. -Avanzó un paso más-. Ahora mismo sé que está a mi izquierda.

Si no hubiese sentido tanta turbación, tanto asco, tanta náusea, Méndez hubiese lanzado una carcajada de burla.

Porque no estaba a su izquierda, sino a su derecha.

¡Menuda ciega!

Por lo tanto no se movió ni habló.

Mejor que ella estuviera confundida.

Y entonces volvió a ocurrir.

A Méndez le hubiese parecido increíble.

Pero no pudo darse cuenta.

Ella había alzado repentinamente la mano armada con el revólver. Lo había hecho con una rabiosa decisión. El pesado Phyton era como una maza.

Y golpeó… ¡pero no hacia la izquierda!

¡Golpeó hacia la derecha!

Méndez no se había movido.

Recibió el impacto de lleno. Su cabeza pareció abrirse en dos.

Durante una fracción de segundo, como un chispazo, pensó que aquella ciega había sido más lista que él. Mucho más lista. Sabía desde el primer momento dónde estaba, pero con su treta lo había mantenido inmóvil.

Empezó a barbotar:

– ¡Maldi…!

O creyó que lo había dicho.

Luego todo terminó.

Méndez se derrumbó como un saco vacío.

Y entonces Clara Alonso giró un poco. Su derecha seguía sosteniendo el revólver. Su cara era una máscara rígida, glacial, era una cara que hubiese admirado Méndez porque en ella parecía palpitar un retrato de serpiente.

Gandaria se pasó un instante una mano por el pelo. En sus ojos hubo un tic nervioso.

– No sabía… no sabía que estuvieras en el cuarto de baño -susurró.

– Lo estaba desde hacía pocos minutos.

– ¿Y cómo pudiste entrar?

– ¿En tu habitación? Con la llave, naturalmente.

– ¿Con qué llave?

– Con la del camarero de esta planta, por supuesto. No hay en iodo Egipto un camarero que no tenga una «distracción» a cambio de una propina de doscientos dólares.

Gandaria pestañeó.

– Pero podías haberme encontrado aquí…

– Sabía que no estabas.

– ¿Cómo lo sabías?

– Te llamé antes por teléfono.

– ¿Por qué?

– Para eso, para asegurarme de que no estabas y así ocultarme en tu habitación. Realmente llamé a todos los viajeros de nuestro grupo. Y a esta hora todos estaban en sus camas excepto tú. Según me dijeron en conserjería, habías salido unos minutos antes.

– ¿Y eso qué tiene que ver…?

– Mucho, Gandaria. Justo a esa hora tenías que salir… ¿Por qué? Pues porque tenías que entrar en contacto con alguien, pero te era imposible hacerlo en el hotel. No iban a traerte aquí la maleta con el dinero. Eso era imposible. Necesitabas recogerla fuera del hotel y ponerla a buen recaudo. ¿Dónde? Eso es algo que ahora carece de importancia. Pero sólo después de haber hecho eso volverías al hotel.

Hizo una pequeña pausa.

Su respiración era silbante.

El tic nervioso se repitió dos veces en un ojo de Gandaria.

– Eso hizo que sospechara de ti -continuó Clara Alonso con voz opaca-. Y como no tenía ninguna prueba, decidí buscarla. ¿Dónde, sino en tu habitación? Por lo tanto soborné a un camarero para entrar y me oculté. No le extrañó demasiado, ¿sabes? Quizá pensó que yo quería tener una aventura contigo. ¿Sabes qué esperaba? Oírte telefonear, oírte recibir algún recado… Pero en lugar de eso ha entrado Méndez, y Méndez lo ha explicado todo. Tengo bastante.

– Todo esto es absurdo, Clara Alonso… No hay nada que tenga sentido. ¿Qué hubieras hecho si yo llego a entrar antes en el cuarto de baño?

– Una cosa muy sencilla.

– ¿Cuál?

– Matarte.

Gandaria se estremeció.

– Pero ¿qué estás diciendo? -barbotó-. ¿Entonces por qué has atacado a Méndez?

– Porque en España está suprimida la pena de muerte. Y porque dentro de diez años saldrías en libertad. Ésa es la razón de que yo tenga una ley, ¿sabes? Una ley.

Gandaria jadeó.

Pero sabía que no tenía nada perdido.

Al contrario.

Contaba con todas las ventajas.

Clara Alonso no podía verle. Él sí. Fue a llevar la derecha hacia el interior de la americana.

Entonces se oyó un chasquido.

Fue instantáneo.

Gandaria no había contado con eso.

Lanzó un gruñido gutural.

Clara Alonso acababa de oprimir el conmutador de la luz, dejando la habitación a oscuras.

Las tinieblas rodearon a Gandaria y a la mujer. Unas tinieblas donde… ¡donde ella era la reina!

¡Clara Alonso podía saber dónde estaba!

¡Él no!

La voz sonó silbante a un lado de la habitación. Gandaria hubiese jurado que ella acababa de cambiar de sitio.

Aquella voz helada llegó hasta él.

– Lo único que siento es no poder matarte poco a poco.

Y entonces el fogonazo.

Y la bala.

Era el fin.

Pero Gandaria se había movido en la última fracción de segundo. El miedo daba a sus músculos una agilidad que no habían tenido nunca. Oyó el crujido de la bala al empotrarse en la pared, junto a su cabeza.

Fue él quien saltó.

Con desesperación.

Con rabia.

Sintiendo en su piel la viscosidad de las tinieblas y el frío de la muerte.

El fogonazo le había indicado el sitio donde estaba Clara Alonso, y no le dio la oportunidad de disparar otra vez.

Cayó sobre ella. De un manotazo a ciegas le pudo arrancar el revólver, que se deslizó por la moqueta. Mientras sus dientes chirriaban sujetó a Clara Alonso por el cuello.

Y apretó. Apretó rabiosamente… ¡Apretó!

No se dio cuenta de nada.

Sólo de que quería matar.

Ni siquiera vio que la puerta se abría de golpe a su espalda.

Que un rectángulo de luz caía sobre él.

No vio tampoco la figura recortada en el marco.

El hombre que estaba allí dijo:

– Adiós, Gandaria.

Hubo un solo disparo.

El hombre no falló.

Realmente no había fallado nunca.

La bala le penetró por la nuca a Gandaria. Era plana y de poca potencia, de modo que quedó empotrada entre los huesos del cráneo. Gandaria dio en el primer instante un terrible salto, como si todo su cuerpo se fuese a izar en el aire, y luego cayó de costado, al lado de Clara Alonso.

Galán, todavía tambaleándose por el dolor de las heridas, sosteniendo la pistola humeante en la derecha, ayudó a levantarse a la ciega.