173522.fb2 Historia de Dios en una esquina - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 36

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35 EL HOMBRE DE LA SILLA DE RUEDAS

A pesar de las dos detonaciones, al pasillo del lujoso hotel aún no había asomado ningún curioso. Una de las normas no escritas de la vida moderna es la indiferencia. Aunque, sin duda, desde varias habitaciones a la vez estaban telefoneando a los servicios del Marriott, de modo que aquello pronto se llenaría de camareros y quién sabe si de policías. Pero Galán no parecía pensar en eso cuando, a pesar de que él mismo apenas podía tenerse en pie, sacó de allí medio a rastras a Clara Alonso.

Sólo entonces oyó el ruido suave, casi elegante.

El armónico siseo de los muelles de la silla de ruedas.

Galán se volvió un momento.

Salomón estaba allí.

Tenía los ojos entrecerrados y en su fondo palpitaba algo así como un brillo de lágrimas.

– No se preocupe -musitó Salomón-, yo diré la verdad, o sea que lo ha matado para salvar la vida de una mujer ciega. No hay mejor caso de defensa justificada. Cualquiera le absolvería.

– Ésa es la verdad, pero sólo una parte de la verdad -bisbiseo Galán-. ¿Por qué no hablamos de la otra parte, ahora que aún estamos a tiempo? ¿Por qué me encargo matar a su hermano?¿Por qué?.

Los labios de Salomón apenas se abrieron para decir:

– Porque yo lo sabia todo.

– ¿Que estodo? ¿Que era lo que sabía?

– Su ruina. Sus manejos. Su falso papel de víctima. ¿Le parece poco? pero aun así no me importaba. El era mi hermano, ¿comprende, Galán? Era mi hermano. Hasta que dejó de serlo cuando le recriminé su conducta y me contestó que todo iba a cambiar y que saldría de apuros muy pronto. Que me iba a pagar todo el dinero que me debía y a taparme la boca y el culo con billetes. Eso dijo: la boca y el culo con billetes. Fue entonces cuando sospeché algo muy grave, cuando comprendí que Ismael ya no se iba a detener ante nada.

Su voz era baja, suave.

Sólo Galán podía oírla.

Y Galán musitó:

– ¿Qué fue lo que llegó a sospechar?

– Que iba a hacer algo repugnante, pero sin poder precisar mi idea. Como primera medida para tratar de evitarlo, contraté a un detective para que vigilase a Ismael día y noche. No fue mucho lo que me pudo decir, excepto que se había entrevistado muy discretamente con un policía que podía ser importante, un tipo llamado Marquina. Ésa, en realidad, parecía una buena noticia. Casi me alivió, pero el alivio duró muy poco.

– ¿Hasta cuándo?

– Hasta que supe que Marquina había sido asesinado. Y que muy cerca de su casa, en el Paralelo, había sido tiroteado un delincuente llamado Ángel Martín, el cual murió luego. Todo eso lo tuve que relacionar a la fuerza, porque siempre aparecía en escena el mismo policía, el maldito Méndez, con el secuestro y la muerte de una niña subnormal. Aún no sabía nada con certeza, pero mis sospechas eran tan angustiosas que acusé a Ismael del crimen. En el fondo aún estaba seguro de que me equivocaba, de que él me insultaría o se reiría de mí. Pero no hizo nada de eso.

– ¿Qué hizo?

– Me amenazó. Juró que me mataría si yo comunicaba a alguien mis sospechas. Entonces supe, mientras el mundo se hundía bajo mis pies, que él era un asqueroso asesino. Y eso no fue lo peor. Me prometió dinero para muy pronto. Supe entonces que quizás había fallado en su primer crimen, pero que intentaría otro.

Galán necesitó apoyarse en la pared.

Ya no se tenía en pie.

Con un hilo de voz preguntó:

– ¿Por qué no lo denunció?

– ¿Sí? ¿Y hundir nuestro apellido? ¿Y a nuestra familia? ¿Y exponerme además a la venganza de un verdadero asesino? No. Era mejor emplear su táctica. Pagar a un verdadero profesional. Puesto que Ismael siempre decía que iban a matarle, a nadie le extrañaría que lo matasen de verdad. Por eso lo busqué a usted, Galán. Terminaría con el problema sin vergüenza para la familia. Pero fue usted quien me dijo que otro asesino al que conocía, Fernando Torres, ya iba detrás de mi hermano.

– Claro. Creí que era mi deber decírselo.

– No niego que sentí alivio. Pensé que otro se encargaría de lo que odiaba tener que encargarme yo. Pero entonces Ismael me visitó para reiterar sus amenazas y para pedirme más dinero. Todo iba a salir bien, me dijo, pero de momento tenía muchos gastos al haber contratado a un hombre llamado Fernando Torres. Hasta me concretó la cifra que le había ofrecido por un «trabajo», sin decirme qué trabajo era. Naturalmente, él pensaba que me dejaba en blanco. Que yo no podía imaginar quién era Fernando Torres. Que no podía deducir nada. Pero con lo que usted me había dicho, Galán, sobre la profesión de aquel tipo, supe de qué se trataba. O lo sospeché. No era tan difícil, conociendo a Ismael. Me lo callé todo, por supuesto, ante usted, y en especial la circunstancia de que yo era hermano del hombre al que usted tenía que matar. Como es normal en estos casos, no le di ningún dato ni facilidades para que lo averiguase. Pero pensando en la cifra que me había pedido mi hermano, quizá le comenté lo que solía cobrar un hombre como Torres. ¿Usted pensó que él tenía que matar realmente a Ismael?

– Sí -susurró Galán-, y hasta pensé que lo pagaba también usted para asegurarse el resultado.

– No era eso. Yo sólo quería que… Sólo quería…

No pudo seguir hablando. Todo su cuerpo se arqueo mientras quedaba dramáticamente doblado sobre la silla, a punto de vomitar, La angustia le impedía decir una palabra más, pero de todos modos tampoco hubiera podido pronunciarla. Ni le convenía hacerlo, so pena de declararse culpable ante todo el mundo. En el pasillo, de pronto, habían aparecido dos policías con uniformes azules. I tetras de ellos, l n misión de rigurosa retaguardia, venía un tipo gordo que debía di li I uno de los gerentes del hotel.

Fue él quien en correcto castellano barbotó, mientras las primeras puertas empezaban a abrirse:

– Pero ¿qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién se atreve a ensuciar el honor del Marriott?

Salomón tuvo una arcada. Pero con un terrible esfuerzo fue él quien balbució:

– Yo he sido testigo… Este hombre ha matado a mi hermano, pero lo ha hecho para salvar la vida de una mujer ciega, la señorita Alonso. Ella lo confirmará también. Mi hermano estaba… sometido a tratamiento… Creo que había acabado de volverse loco.

– Quizá lo que ustedes digan no baste… -gimió el gerente del hotel-. ¡Hace falta que lo confirme alguien más, que todo quede bien claro…! ¡No consentiré dudas sobre algo que ha ocurrido en el Marriott!

El Marriott parecía ser la única cosa que le importaba en la vida.

Méndez, que acababa de salir tambaleándose de la habitación, mostró su placa con los dedos todavía manchados de sangre. La placa no tenía ningún valor oficial allí, pero la palabra «policía» la entiende todo el mundo, aunque la esgrima un tipo como Méndez.

El gerente, por supuesto, la entendió. Preguntó con voz tensa:

– ¿Qué va a declarar usted?

– Lo mismo que dice Salomón Gandaria. Su hermano Ismael me ha atacado a mí por… por sorpresa antes que a la mujer. Si no llega a ser por sorpresa, qué coño va a tumbarme. Y oiga una cosa, amigo.

– ¿Qué…?

– Yo soy un policía español, aunque España, en beneficio de su decoro, trate de ocultarlo por todos los medios. Éstos son ciudadanos españoles. Ya sé que la policía egipcia tiene que intervenir, pero será mucho mejor que me dejen a mí el asunto. No saben ustedes la cantidad de molestias que se van a ahorrar.

– Es un asunto a considerar, claro… -dijo el gerente pensativamente-. Supongo que será lo mejor para el buen nombre del hotel. De todos modos deberán quedarse aquí durante las formalidades, en especial usted, señor… ¿Cómo ha dicho que se llamaba…?

– Méndez.

– Bien, señor Méndez. La señorita Alonso será atendida, y en cuanto al señor Salomón Gandaria, ¿se llama así, verdad?, será mejor que se retire a su habitación. Usted debe quedarse porque es otro hombre -señaló a Galán- también, porque podría ser el culpable.

Todo aquello pareció absolutamente lógico a Méndez. Hizo una seña a Galán y entraron los dos de nuevo en la habitación, junto con los dos policías egipcios. Uno de ellos se hizo cargo de la pistola de Galán.

Éste encendió un cigarrillo, sin querer mirar el cadáver de Gandaria. Los dedos le temblaban quizá por primera vez en su vida.

Méndez dejó cuidadosamente a un lado la maleta con el dinero y se apartó, porque siempre había sustentado la creencia de que toda cantidad superior a mil euros puede desprender radiaciones maléficas.

– ¿Por qué se escapó del hospital, Galán? -musitó, sabiendo que los dos policías egipcios no podían entenderle-. ¿No se dio cuenta deque era una locura?

– Toda la vida he hecho locuras.

– Como la de intentar matar a Gandaria, por ejemplo.

– Para eso me pagaban. Pero no me pude dar cuenta de cuál era la verdadera situación. Cometí más errores que en todo el resto de mi vida.

– ¿No se dio cuenta de que, al ver que estaba vivo, Ismael Gandaria extremaba las atenciones hacia usted? ¿No comprendió que esto formaba parte de un plan para aparecer como el hombre más inocente del mundo?

Galán se derrumbó sobre una butaca. No podía tenerse en pie.

– Claro que lo pensé -murmuró-. Fue eso lo que me hizo comprender que sucedería algo más grave aún, y que tenía que estar en El Cairo si quería proteger a la niña.

– ¿Protegerla por qué? -preguntó Méndez tensando el cuello-. ¿Por qué?

Los ojos de Galán se cerraron un momento. No era solo la herida, no era sólo el cansancio, pensó Méndez. Había algo más. Méndez, que siempre había flotado entre viejas historias, se dio cuenta de que allí flotaba otra vieja historia. Y encontró un terrible vacío en los ojos de Galán, cuando Galán abrió los ojos.

– No lo entenderá, Méndez -dijo con voz muerta

– ¿Por qué no?

– Porque usted nunca ha querido cambiar.

– Bueno, no lo sé -susurró Méndez-. Tal vez es que la calle no me ha dejado. Algún día se escribirá la historia de por qué las calles no dejan cambiar a la gente.

– Yo quise hacerlo -bisbiseó Galán-. A pesar de las calles y a pesar de todo.

– ¿Usted?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Quizá sentía asco de mí mismo.

– ¿Y qué trató de hacer?

– Lo que suele hacer todo el mundo: me casé. Usted sabe que todo hombre piensa que necesita encontrar a una mujer o dejar a una mujer para poder cambiar de vida. Yo fui de los que la encuentran. Acepté un empleo rutinario y honorable, un piso tranquilo y honorable. Vivíamos en Madrid, cerca del Campo del Moro y la carretera de Extremadura. Pensé que también tenía una mujer honesta y honorable. Bueno, es verdad, la tenía.

Se pasó una mano por los ojos. Cada vez parecía ser más intensa en él la sensación de vértigo.

– Por supuesto -dijo al cabo de unos instantes, con voz débil-, hasta las mujeres honorables sueñan. Y suelen soñar con maridos emprendedores, poderosos y ricos, aunque no sean honorables. Me di cuenta demasiado tarde de que ése no es el requisito más imprescindible que existe. Llegó un momento en que ella me dijo: «Quédate con tu abono para el autobús. Vete a la mierda».

– Siempre he aconsejado que se acuda a los sitios a pie -susurró Méndez-. Los autobuses son una lata.

– Lo que no sabía -dijo Galán como si no le hubiese oído- era lo que pasaría con la hija que iba a nacer. En fin, ni siquiera sabía que ella estaba embarazada cuando me abandonó por inútil, por miserable, por mierda y por pobre. Usted ha dicho que algún día se escribirá la historia de las calles que no dejan cambiar a la gente, ¿verdad? Pues yo le voy a decir otra cosa, Méndez: algún día se escribirá la historia de las mujeres a las que sus maridos nunca les dieron lo que ellas habían soñado. Y la mía es ésa.

– Está escrita -dijo rápidamente Méndez-. La historia está escrita.

– ¿Dónde?

– En los merecidos cuernos de los maridos y en las casas de pulas. Pero usted me estaba hablando de su hija.

– Sí.

– ¿Qué pasó con ella?

Galán volvió la cabeza para no mirarle. Un sudor helado empezaba a cubrir su cara.

– La abandonó viva en una bolsa de basura.

Méndez sólo fue capaz de decir con voz opaca:

– La muy cabrona.

– Hay palabras peores, Méndez.

– La muy maricona.

– La he buscado por todas partes para matarla. Y algún día daré con ella, se lo juro. Algún día daré con ella.

– Pero ¿por qué una madre abandonó a su hija de ese modo? ¿Por qué? ¿Por qué?

– Tuvo miedo.

– ¿De qué?

– La niña era mongólica.

Todo el cuerpo de Méndez se inclinó hacia adelante. De pronto pareció más cansado, más viejo, más carcomido por el peso de todas las noches que se le habían ido metiendo dentro. Con un hilo de voz farfulló:

– ¿Mongólica… como Olga?

– Sí, Méndez.

– Dios santo…

– ¿Se da cuenta, Méndez?

– No quiero darme cuenta.

– Olga podría ser mi hija.

Una mueca que hubiera podido ser una sonrisa flotó durante un solo segundo en la cara de Galán. Luego hizo un esfuerzo supremo, un esfuerzo en el que parecieron crujir no sólo sus músculos, sino también sus pensamientos, y se puso en pie. Fue tambaleándose hacia la puerta, aunque sabía que no podía salir. Como si fuera a derrumbarse apoyó la cabeza en la pared, junto a uno de los policías egipcios.

Añadió con voz casi inaudible:

– Por eso hubiera muerto para defenderla.

– Lo… lo entiendo.

– Usted no entiende nada, Méndez. Nunca ha tenido hijos. Usted no se da cuenta de que ésta es una cochina historia.

– Galán…

– ¿Qué?

Méndez se retorcía los dedos nerviosamente. -Es usted el que no se da cuenta de que también es una hermosa historia.

Y guardaron silencio los dos. En la habitación parecía flotar de pronto una luz mortecina, un aire irreal, con los dos policías silenciosos y el cadáver de Gandaria cruzado sobre la moqueta. Fue ahora Méndez el que tuvo que cerrar los ojos. Se dio cuenta de que Galán, un asesino profesional, estaba llorando.

– Quisiera enseñarle cosas a Olga… -dijo con voz entrecortada-. Quisiera…

– Se equivoca, Galán.

– ¿En qué?

– Olga le enseñará cosas a usted.

La habitación amplia y lujosa, la luz tamizada, la ventana que daba a la noche de El Cairo, el silencio discreto y acogedor de los sitios bien nacidos. La mueca de Galán, las lágrimas de Galán, los años puestos de pronto en sus ojos, en las mil arrugas de su frente, en las comisuras de la boca. El carraspeo de un policía egipcio, un crujido en la pared, la mirada errabunda de Méndez que sabe que hay algo que se ha detenido en el tiempo.

Y Méndez susurra:

– Olga le enseñará que aún existe la inocencia. Usted y yo lo hemos olvidado, Galán, y quizá necesitamos que alguien nos lo enseñe de nuevo. Usted y yo hemos dejado que cada año nos marque por dentro con una manchita negra, y hemos estado dispuestos a presenciar cómo las manchitas negras también se van marcando en el interior de nuestros hijos. A usted, Galán, le será ahorrado ese espectáculo al que dedicamos nuestra vida.

Avanzó pesadamente hacia la maleta, la tomó, se dirigió a la puerta. Ninguno de los dos policías egipcios hizo el menor ademán para detenerle. Cuando ya Méndez hacía girar el pomo, Galán alzó la cabeza para susurrar:

– Méndez…

– ¿Qué?

– ¿Adónde va?

– A hacer la única cosa buena de esta noche. Este dinero es de Clara Alonso y ya no hace falta pagar nada con él, ¿sabe? Voy a de volvérselo.

Salió. El pasillo volvía a estar vacío, como si jamás hubiese ocurrido nada en él. Méndez avanzó en silencio, con las facciones levemente contraídas. Todas las puertas estaban cerradas. Todas menos la que se abrió bruscamente a su paso.

Y una voz dijo suavemente, saliendo de la oscuridad de la habitación:

– Le estoy apuntando. Entre, Méndez.

Méndez conocía aquella voz. Claro que la conocía. La había oído en una época que ya parecía infinitamente lejana, hundida en el pasado, en un despacho desde el que se veía el viejo Madrid, se oía el rumor del tráfico neocapitalista de la plaza de Neptuno, se veían los leones de las Cortes y se distinguían las tiendas dedicadas al tiempo antiguo.

Méndez entró sin soltar la maleta.

No se le había movido ni un músculo de su rostro. Sus ojos se habían empequeñecido y trataban de habituarse a la oscuridad. Tuvo que pestañear de pronto, casi con un sobresalto, cuando las luces se encendieron bruscamente.

Y entonces lo vio. Era verdad que le estaba apuntando, aunque no parecía dispuesto a disparar. Más bien descansaba en sus labios una sonrisa negligente, casi compasiva, ligeramente cínica.

– Hacía tiempo que no nos veíamos, Méndez -dijo con voz opaca el comisario Besteiro-. Cierre la puerta.

– Bastante tiempo, comisario. Es verdad…, bastante tiempo desde aquel despacho en el que usted ocupaba, junto con su ayudante,el subcomisario Ceballos, un alto cargo bancario que era de tapadillo

– No había nada de tapadillo, Méndez. en eso se equivoca. Era mi alto cargo para poder vigilar desde las alturas. Solo eso.

– Claro, comisario. Claro que sí. Pero también ha investigado usted en las bajuras. También ha investigado al nivel del Nilo.

– Era necesario, Méndez. Quería convencerme de que no se hacía nada ilegal.

– ¿Ilegal? ¿Por ejemplo qué?

Besteiro señaló la maleta negligentemente.

– Por ejemplo -musitó-, pagar un rescate.

– ¿Eso es ilegal? ¿Lo dice en serio, comisario? ¿Qué quería que hiciera la familia?

– No soy yo quien debe decidirlo, Méndez, y usted lo sabe. Por lo tanto, a mí no me lo pregunte. Pero si una familia tiene sus problemas, el Estado también los tiene. El Estado tiene el problema, que usted parece no haber entendido, de lograr que se cumpla la ley.

– ¿La ley? ¿Qué ley?

– Impedir el movimiento de capitales no autorizados, si quiere un ejemplo.

– Y esto lo es, ¿verdad?

– Claro que lo es. ¿Necesito decírselo? Mire, Méndez, yo no quiero amargarle la vida, pero usted ha incurrido en dos responsabilidades gravísimas. En primer lugar, ha sido cómplice de una infracción económica. Sólo por eso ya podría detenerle y privarle de su arma reglamentaria.

– No tengo arma reglamentaria.

– Eso nos evita un mal trago a los dos. Claro que tampoco voy a detenerle, ¿sabe? No hay ninguna necesidad de llevar las cosas tan lejos, aunque usted haya cometido dos infracciones de bulto. Una, la más grave, es la que ya le he dicho: intervenir en una operación ilegal. Y si me dice que en nuestro país hay altos cargos que realizan eso cada día, le contestaré que a mí no me afecta mientras no pueda probarlo. Pero hay una segunda cosa: usted no ha confiado en nosotros, en nuestros esfuerzos, en nuestro tesón. No ha querido creer precisamente usted, un policía, que con la ley en la mano también puede solucionarse todo.

– ¿Qué iba a solucionar usted, Besteiro?

– ¿Y lo pregunta? ¿Sabe lo que significa haberles seguido hasta aquí? ¿Las horas perdidas? ¿Y el dinero gastado? ¿Se da cuenta de lo que hay detrás de todo eso, Méndez?

Méndez no contestó.

Sus ojos se habían empequeñecido, pero su mirada no era ni siquiera la de la serpiente vieja. La suya era una mirada perdida.

Solamente al cabo de un tiempo que pareció hacerse interminable musitó:

– Sí. Detrás de todo eso, ¿qué hay?

La pregunta quedó flotando en el aire. Los que ahora se empequeñecieron fueron los ojos de Besteiro. Pero en ellos sí que brotó la luí acerada de los de una serpiente vieja.

– Deme esa maleta, Méndez -ordenó.

– ¿Dársela? ¿Por qué?

– Es el instrumento de un delito, y los instrumentos de un delito deben ser intervenidos por la autoridad. ¿Conoce usted la ley, Méndez?

– Yo no conozco la ley, pero hago otra cosa.

– ¿Qué?

– Me cago en ella.

– No abra más su sucia boca, Méndez. No se puede tratar con tipos como usted. Deme la maleta.

– ¿Qué va a hacer con ella?

– Entregarla a la autoridad.

– La autoridad es usted, ¿verdad?

Y Méndez empujó suavemente la maleta con el pie hacia el comisario Besteiro. No se opuso a que éste la tomara. El roce del cuero sobre la moqueta de la habitación fue suavísimo, pero para ellos dos produjo el efecto de un estruendo.

– De acuerdo, Méndez. Muy bien. Celebro que haya sido razonable.

– ¿Puedo hacerle una pregunta, Besteiro?

– ¿Es también una pregunta razonable?

– Pues claro que lo es. Y sensata. Y prudente.

– Entonces hágala.

– Ceballos tenía orden de seguirme hasta el cementerio, adelantarse y matar a los secuestradores, ¿verdad? De la forma que fuese con el pretexto que fuese pero tenía que hacerlo, ¿no es así?

Besteiro ni siquiera le miró.

Con perfecta indiferencia dijo:

– Era un acto de servicio, aunque fuese realizado en país extranjero Supongo que no verá nada malo en que se haya impedido el pago del rescate.

– Pues claro que no, Besteiro. Sólo que Ceballos no pudo cumplir del todo con su trabajo. No pudo terminar bien la última parte de la orden, que consistía en matarme a mí y llevarse la maleta. Nada tan fácil en aquel último rincón del mundo, donde ni siquiera los cadáveres aparecerían jamás. Pero fue una lástima, ¿sabe? Ceballos no pudo terminar porque alguien me salvó la vida. Ya ve: molestarse en salvarle la vida a un tipo como yo. Qué cosas.

Besteiro le miró ahora.

Unas venillas latían en sus sienes.

La cara se le había puesto roja.

«Debes de estar a treinta de tensión, cabrón», pensó Méndez.

Pero no dijo una palabra.

Fue Besteiro el que musitó, arrastrando las sílabas:

– Sé perfectamente quién le ha salvado, Méndez. Cuando ese tipo vuelva a España, nos ocuparemos de él.

– No volverá, Besteiro. Galán todavía no es un hombre acabado, aunque a veces piense lo contrario. Cuando solucione su problema con la policía egipcia, encontrará trabajo en mil sitios. No necesitará volver.

– ¿Ni siquiera para ver a esa niña a la que tanto se ha ocupado de defender?

– Yo me ocuparé de que la vea.

– ¿Usted, Méndez?

– Ya ve. Hasta un tipo como yo puede verse influido por las cosas que se piensan en el Nilo.

Con la misma mirada vacía vio cómo Besteiro asía con más fuerza la maleta. Cómo encajaba las mandíbulas e iba hacia la puerta.

Antes de que llegara a sujetar el pomo, Méndez susurró:

– Mucha gente se ha movido para tener lo que hay en esa maleta, pero el único beneficiario ha sido usted, Besteiro.

– ¿Yo?

– ¿Qué va a hacer con tanto dinero?

Al ser encajadas con tanta fuerza, las mandíbulas de Besteiro produjeron una especie de chasquido antes de preguntar:

– ¿Me va a denunciar, Méndez? ¿Va a decir que me entrego ese dinero? ¿Y quién lo creería?

– Seguramente nadie.

– Entonces sea razonable, Méndez. Viva como hay que vivir.

– Supongamos que no soy razonable y que no vivo como hay que vivir. Supongamos que lo digo. ¿Qué pasaría?

– Dos cosas -susurró Besteiro sin inmutarse-. La primera ya se la he dicho: nadie le creería. La segunda se la voy a decir ahora: alguien podría matarle, Méndez. Un conductor borracho. Un choricete salido con permiso de la cárcel. Un atracador bien situado en un portal. No sé. Alguien.

Méndez tampoco pestañeó siquiera.

– Supongamos que mi vida no me importa -dijo-. Ni los conductores bebidos, ni los choricetes con permiso ni los atracadores que fuman en los portales. Supongámoslo.

– En este caso suponga usted otra cosa, Méndez.

– ¿Qué?

– Alguien podría matar a la niña.

Méndez recibió de lleno el golpe. Esta vez se le notó. Todo su cuerpo pareció tambalearse un instante, sólo un instante, mientras cerraba los ojos. Pero aun así llegó a ver la sonrisa de Besteiro, una sonrisa ancha, profunda, donde dos dientes de oro brillaban como una verdad oficial.

– Claro que no hay motivo para preocuparse -dijo Besteiro-. Un pacto es un pacto.

– Sí.

– Tranquilo, Méndez.

Abrió y se fue. Desapareció con el dinero, esfumándose por el largo pasillo. Méndez ni se movió.

Tenía la cabeza hundida, los ojos cerrados. De pronto, después de aquel silencio que se lo había tragado todo, oía los mil ruidos del hotel: puertas que se cerraban, pies que salían de los ascensores, coches que se detenían ante la gran entrada decimonónica. Incluso le parecía oír los susurros de los camareros. Oía también algo en el fondo de su cerebro, algo como una música ahogada en cuyas notas estaba Coda la inutilidad de su vida.

Al fin hizo un gesto de decisión, aunque en realidad fue una mueca, Salió de allí. El pasillo, a pesar de todos los rumores que acababa de oír, estaba vacío. Se dirigió a la habitación de Clara Alonso y su hija, la sencilla razón de que necesitaba verlas a las dos. Necesitaba, sobre todo, ver a Olga.

Encontró junto al ascensor a uno de los policías egipcios. Éste le dirigió una mirada indiferente, una mirada que ya parecía cargada de olvido.

– ¿Adonde va usted, señor Méndez? -preguntó.

– A aprender.

– ¿Qué dice? -preguntó el otro en un difícil castellano- ¿A aprender usted después de toda su experiencia? Me han dicho que se ha pasado la vida recorriendo las calles. Que conoce todas las esquinas. Me han dicho que lo sabe todo.

Méndez contestó con voz casi inaudible:

– Todo menos lo que me puede enseñar la mirada de una niña.