173690.fb2 Incidente en la Bah?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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5 DE ABRIL, LUNES

A las ocho y media de la mañana, Bernal se dedicaba a leer la edición provincial de la Hoja del Lunes en tanto terminaba de desayunar. El doctor Peláez había salido hacia el hospital Mora a las ocho, para efectuar la segunda autopsia del submarinista muerto, secundado por patólogos locales que no habían conseguido sentar las causas del fallecimiento. Navarro por su parte había acompañado a Fragela, a fin de organizar en jefatura la sala provisional de operaciones, y Bernal se había ofrecido a esperar a Lista y Miranda, sus otros dos inspectores, que no tardarían en llegar en el expreso nocturno de Madrid. Seguía sin noticia alguna de Ángel Gallardo, el benjamín de su equipo, a quien había cursado un telegrama al hotel de Benidorm donde estaba pasando la Semana Santa, y tampoco las tenía de Elena Fernández, la única mujer del grupo, a quien suponía con sus padres en su lujoso chalet de Sotogrande. Como, por desgracia, no disponían de teléfono allí, la comisaría de Algeciras iba a cuidar de transmitirle el mensaje de la DSE madrileña.

Vio Bernal en el periódico que sólo en Cádiz había cuatro procesiones previstas para el día. Aunque partirían de iglesias distintas siguiendo itinerarios diferentes, todas ellas atravesarían el Palillero, en el casco antiguo de la ciudad, donde iba a celebrarse una competición de saetas en el balcón del cine Municipal a cargo de cantantes profesionales.

Bernal empezaba a dudar de la oportunidad de tener la sala de operaciones en la parte vieja de la ciudad en plena Semana Santa: sus estrechas callejas se veían interceptadas con frecuencia por los pasos, cada uno de los cuales agrupaba entre veinte y treinta penitentes descalzos, vestidos con el hábito de las respectivas cofradías, de colores que variaban de una a otra, con la cabeza y los hombros ocultos por los altos capirotes, sin más aberturas que las rendijas para los ojos, y amenazadores en su aspecto inquisitorial. Precedía a los penitentes un maestro de ceremonias portador de un largo báculo con el cual golpeaba el suelo para marcar el lento ritmo de la marcha, seguido por un ayudante, que, armado con un corto bazán o maza, golpeaba a trechos la plataforma, conforme a una clave que indicaba a los costaleros (invisibles debajo del paso) cuándo alzar su enorme carga y seguir el avance y cuándo torcer a derecha o izquierda. Aunque no hubiese ninguna procesión a la vista, las callejuelas aparecían atestadas de espectadores, algunos ocupando las hileras de sillas plegables instaladas por el Ayuntamiento. Bernal se dio cuenta de que la vida normal de la ciudad había quedado paralizada por ocho días, en un bache que no concluiría hasta el Domingo de Pascua, después de la Gran Procesión, de dieciséis pasos, restablecida en fechas recientes.

El comisario vio por la ventana del hotel un taxi que desembarcaba a Lista y Miranda bajo la anaranjada marquesina del hotel, y salió a recibirles.

– Siento haberos aguado los planes de Semana Santa -dijo a sus colegas después de haberles estrechado la mano.

– Teníamos mal tiempo en Madrid, jefe -repuso Lista jovialmente-. Será estupendo dejarlo atrás y ver algo de las procesiones de aquí.

– Son precisamente las procesiones lo que me preocupa, Lista -replicó Bernal-. Hacen que los desplazamientos resulten casi imposibles. En cuanto os hayáis inscrito en el hotel, nos vamos en busca de Fragela, el comisario de aquí, a ver si puede conseguirnos una oficina mejor, cerca de la carretera principal.

Tan pronto como el coche oficial les hubo llevado a la central de la Policía Judicial de la avenida de Andalucía, situada justo detrás de la Puerta de Tierra, comprendieron que no había allí dificultades de tráfico, estando el problema en los desplazamientos de ida y vuelta al hotel.

– Lista y yo podríamos trasladarnos al hotel de la Renfe, jefe; queda más cerca de la oficina y sería menos gravoso para los presupuestos…

– No son los gastos lo que me preocupa, Miranda. Cuento con que la Presidencia o el Ministerio de Defensa corran con el coste de la investigación. Lo que ocurre es que no será fácil cambiar de hotel en plena Semana Santa. Veremos si Fragela puede presionar un poco.

Al llegar a los despachos que habían puesto a su disposición, encontraron al contraalmirante Soto esperándoles.

– Pensé que convendría informarle sobre esas actividades nocturnas, comisario -dijo el contraalmirante, antes de volverse hacia el gran mapa mural y tomar unas cuantas chinchetas amarillas-. Nuestros guardacostas advirtieron señales luminosas que partían del mar. El primer informe de Vigilancia de Costas del cabo Roche llegó a las once cuarenta y dos. Hay en el cabo un antiguo fuerte situado sobre un pequeño puerto que están convirtiendo en caladero de yates. En la pineda que bordea el litoral entre Chiclana y el cabo Roche, han construido una elegante urbanización donde han comprado chalets algunos políticos destacados. La Guardia Civil, que patrulla regularmente la zona, tiene una caseta al extremo del acantilado que domina la cala Roche.

– ¿A qué distancia de la costa se hicieron las señales, contraalmirante? -preguntó Bernal.

– Los guardias civiles calcularon que a un poco más de dos millas marítimas hacia el sur, entre su puesto de observación y el cabo Trafalgar. Al principio pensaron que el faro de Trafalgar tenía una avería, pero luego repararon en unos destellos más débiles, emitidos desde un barco. Avisaron por radio a su unidad de San Fernando, para que enviasen una patrullera que lo investigara.

– ¿No vio nada el farero del cabo Trafalgar?

– Ese faro es automático, comisario. Su funcionamiento se comprueba a diario, como es natural, pero nadie vive allí -explicó Soto. Y clavando al noroeste del cabo de Trafalgar la primera banderita amarilla donde antes había escrito la fecha y la hora de lo observado, añadió-: El segundo informe lo recibimos poco después de la medianoche de Torre Bermeja, que está cerca de La Barrosa, una playa muy popular, próxima a Chiclana. Los guardias civiles que montan guardia allí dieron cuenta de haber visto señales luminosas dirigidas desde el sur a un punto de la costa situado aproximadamente a una milla marítima de donde estaban ellos. Aunque conocen algo de Morse, ninguno de los dos consiguió interpretar el mensaje. Y estuvieron observando atentamente la costa, pero no distinguieron señales de respuesta. Claro está que si las hubieran emitido desde una cala abrigada o desde un escondrijo entre los acantilados, tampoco las hubieran visto… Eso sin contar con que pueden utilizarse lámparas de infrarrojos. He dado instrucciones de que a partir de hoy se les procuren prismáticos para infrarrojos a los guardias costeros, que tienen orden de observar cuidadosamente esta noche.

– ¿Y los guardias del cabo Roche? -preguntó Bernal-. ¿Vieron alguna señal luminosa en la costa?

– No, ninguna, comisario.

– ¿Qué me dice de la patrullera? Desde el mar tendrían mayores posibilidades de divisarlas.

– Es que, como tienen la base en Torre Gorda, tardaron algún tiempo en llegar a destino -explicó el contraalmirante-. El último informe se recibió a las doce de la noche, de un sargento retirado de la sección de Vigilancia de Costas. Ahora vigila el viejo muelle del puerto de Sancti Petri, próximo a la boca del canal de ese mismo nombre, al sudoeste de San Fernando. Aunque no estaba de servicio, dice que algo le molestó y al levantarse y acercarse a la ventana de su caseta, vio hacia el sudoeste, más allá de la isla de Sancti Petri, que queda en frente de la embocadura del canal, una serie de destellos. Se dio cuenta de que se trataba de una señal en Morse, pero no pudo descifrarla.

– ¿No le fue posible leer ninguna letra? -preguntó Bernal.

– Sólo una M, una L, una K y una T, seguidas por una rápida serie de otras, que se le escaparon. He pedido al Departamento de Codificación que lo investiguen.

– De modo que la embarcación misteriosa -comentó Bernal, que estaba estudiando atentamente las banderillas del mapa mural- navegaba a un par de millas de la costa rumbo a Cádiz, procedente del sudeste. ¿La captó el radar costero?

– Sí, nuestros hombres siguieron su trayectoria hasta detrás de la isla de Sancti Petri, y luego desapareció de las pantallas.

– ¿Que desapareció? -repuso Bernal-. Entonces, era un submarino?

– Eso es lo que nos intriga, comisario. La señal era demasiado débil para tratarse de un submarino emergido de los que empleamos tanto nosotros como la OTAN, y tampoco tenemos noticia de que hubiera ninguno en los alrededores en ese momento. El monitor del radar, que tiene mucha experiencia en la interpretación de señales, opina que era o un yate o una lancha grande.

– De ser así, ¿cómo pudo desaparecer? -se extrañó Bernal-. Creo que debemos ir a Sancti Petri y entrevistar a ese sargento retirado. Parece un tipo despierto. Más vale que nos acompañe usted, Lista, mientras Miranda ayuda a Navarro a instalar aquí la sala de operaciones.

Habiendo dejado sin dificultad el Cádiz moderno, siguieron velozmente la vía Augusta Julia hasta San Fernando, donde el chófer, para evitar las procesiones, utilizó calles secundarias. Al dejar atrás las salinas, que a la blanca y viva luz filtrada por un fino celaje aparecían como desnudas, se unieron a la lenta caravana que de ordinario se forma en la Nacional 340 camino de Chiclana. Bernal ofreció en ronda su paquete de Káiser. Todos seguían con impaciencia las maniobras del chófer, que salvando las tortuosas calles de la pequeña ciudad, de próspero aspecto, tomó la comarcal que llevaba hacia El Molino de Almaza y Sancti Petri.

– Yo hice aquí mi servicio militar, jefe -comentó Lista-. En el campamento de Sancti Petri.

– ¡Hombre, que casualidad! -se sorprendió Bernal-. Tus conocimientos de la zona pueden resultarnos útiles.

– El campamento fue clausurado -informó el contraalmirante-, y los barracones están en ruinas. El guardia civil retirado vigila las instalaciones, y a los lugareños que pescan en el muelle.

– ¿Existe aún, contraalmirante, la antigua Almadrabera Española que estaba en la otra orilla del canal, aguas arriba? -preguntó Lista.

– No, también la cerraron. ¿No es increíble que, por lo visto a causa del auge industrial y de la prosperidad reciente, hayan desaparecido en los últimos veinte años esas viejas industrias que venían funcionando hacía siglos, quizá milenios? Eso después de haber sobrevivido al siglo diecisiete y al dieciocho, cuando Cádiz recibía plata del Nuevo Mundo por miles de toneladas todos los años. En aquel entonces era el puerto más rico de Europa.

– Sería por eso, ¿no?, que le llamaban la Tacita de Plata -apuntó Bernal.

– Lo malo es que se nos ha convertido, más bien, en la Tasita de Surrapa -seseó el contraalmirante.

Aunque él no hubiese tolerado que un forastero diese semejante calificativo a su ciudad natal, quizá fuera cierto que la que fue patena de Occidente había perdido parte de su antigua pulcritud.

En El Molino de Almaza torcieron a la derecha por el camino que, cruzando las antiguas salinas, llevaba al abandonado pueblo de Sancti Petri, y pronto alcanzaron los vacíos cuarteles, donde las rotas contraventanas golpeteaban desoladamente a impulsos de la viva brisa marina, y apenas se leían ya en las agrietadas paredes las «pintadas» que habían dejado largo tiempo atrás los últimos reclutas.

Estacionando el coche junto al destartalado embarcadero, salieron en busca del guardia civil retirado. El levante soplaba en desagradables ráfagas desde Chiclana, al otro lado del canal. Bernal distinguió entre el celaje las ruinas del castillo de Sancti Petri, visibles en mitad de la alargada isla en forma de cucharón, a cosa de media milla marítima al oeste de donde estaban ellos.

El contraalmirante aporreó la puerta de la caseta, pero no hubo respuesta del guardia civil. Entre las barcas de pesca y las redes puestas a secar en el embarcadero, divisaron a un chiquillo de ocho o nueve años, que estaba tallando un pito con un cortaplumas.

– ¿Has visto al guarda, pequeño? -preguntó Soto.

– No, señor; esta mañana, no. Creí que don Pedro estaba durmiendo todavía, pero a lo mejor ha ido de compras a Chiclana. Desde que llegué, a las diez, no le he visto.

– ¿Y tú de dónde eres, muchacho? -le preguntó Bernal amablemente.

El chiquillo señaló hacia El Molino de Almaza.

– Mi padre tiene una finquilla ahí, pero cuando no he de ir a la escuela, me deja venir a hablar con don Pedro, que me enseña a hacer nudos marineros y a tallar cosas en madera -explicó, mostrando, orgulloso, el silbato casi terminado.

– Gracias, pequeño -le dijo el contraalmirante-. Le esperaremos aquí.

Cuando llevaban más de media hora aguardando el regreso del guardacostas, Bernal propuso al inspector Fragela que llamase por la radio del coche a la Guardia Civil de Chiclana, para ver si podían localizar a su hombre.

Bernal había estado mirando pensativo la boca del canal de Sancti Petri, que en aquel punto tenía más de cien metros de anchura. Le preguntó a Soto qué profundidad alcanzaba.

– No es navegable para los barcos modernos, comisario. Aquí, en su parte más ancha, sólo tiene dos metros y medio de calado en el mismo centro, pero además, según se adentra uno en tierra hacia San Fernando, hay mucho cieno. Y en la entrada, a la altura de la isla, tiene un arrecife de conchas fósiles. Sólo lo pueden transitar las embarcaciones de muy poca quilla, en su mayor parte, como ve, las de recreo y las pesqueras pequeñas.

– ¿Hay en la boca del canal alguna instalación de sonar pasivo? -quiso saber Bernal.

– ¡Qué va, por Dios! No hay calado bastante para los submarinos, se atascarían en el cieno.

– Pero el canal rodea todo San Fernando, hasta los talleres de reparación naval de La Carraca, ¿no?

– Así es, y de allí pasa a la bahía. No se trata de un verdadero canal, ¿sabe?, sino de lo que llamamos un «cañón»: un brazo de mar, que forma la isla de León. Durante el siglo diecisiete lo ensancharon en varios puntos, y en aquella época lo utilizaban mucho los veleros de la Armada, porque, gracias a la dirección del viento, o por razones tácticas, permitía a nuestras carabelas navegar hacia Trafalgar y sorprender a una flota extranjera, apareciendo de pronto por detrás de la isla de Sancti Petri, y no en la bahía, como fuera de esperar. En todo caso, y para salvar la barra, tendrían que hacerse al agua con la marea alta.

– ¿Y los barcos de hoy no podrían hacer eso?

– Ni en sueños. Se quedarían atascados en el limo, o tropezarían con uno de los modernos puentes de carretera, mucho antes de llegar hasta aquí. Como es natural, dragamos el corto tramo que va de Bazán y La Carraca a la bahía, de modo que hasta un navío de desembarco del tamaño del Velasco puede atracar allí. Y precisamente ahora se encuentra en los astilleros, en reparación.

– ¿Qué otros buques hay en el puerto? -preguntó Bernal.

– Tres fragatas, fondeadas en Los Puntales, justo a la salida del puente nuevo de la bahía, y un crucero ligero, en la dársena interior.

Mientras Bernal sopesaba esa información, llegó junto a ellos un jeep con dos guardias civiles, uno de ellos un capitán, que saltó del vehículo y saludó.

– ¿El contraalmirante Soto? -dijo-. Capitán Barba, a sus órdenes. Para informarle de que Pedro Ramos, el guardia civil retirado que está aquí de vigilante de costas, no ha sido visto hoy en Chiclana. Hemos preguntado en todos los sitios que suele frecuentar, y tampoco en la ciudad se ve estacionado por ninguna parte su velomotor.

– Y aquí, ¿Sabe usted dónde lo guardaba, capitán? -indagó Bernal.

– Ahí, fuera, junto a la caseta.

Fragela y los guardias civiles se pusieron a buscar el vehículo por el muelle, pero no encontraron ni rastro de él.

Bernal, cuyo malestar iba en aumento, escudriñó por la ventana el interior de la vivienda.

– Creo que habrá que forzar la puerta y ver qué hay dentro -le dijo a Fragela-. ¿Podemos abrir el candado? Es una pena que Varga no haya llegado todavía.

Sacando una ganzúa, Lista se ofreció a intentarlo. En ese momento oyeron la voz del niño con quien habían hablado antes, que estaba sentado al otro extremo del embarcadero, balanceando las piernas en el aire.

– ¡Señores, vengan a ver!

Bernal y Fragela salieron presurosos hacia allí, y al llegar junto al muchacho, miraron en la dirección que les señalaba con insistencia.

– Ha bajado la marea, ¡y la bici de don Pedro está ahí, en el agua!

Los guardias civiles saltaron a un bote amarrado en el fondeadero y remaron, contorneando el muelle, hacia el lugar que indicaba el chiquillo. Ayudándose con un garfio, consiguieron sacar el vehículo del cieno y arrastrarlo lentamente hacia la arena gris que se extendía más allá del muelle.

– Es la bicicleta de don Pedro, seguro -dijo excitado el muchacho-. A veces me lleva en ella a casa.

Reunido con Fragela y el contraalmirante donde los demás no pudieran oírles, Bernal dijo:

– Mejor será que haga registrar toda la zona, Fragela. Lista le echará una mano.

– ¿Pido refuerzos?

– Es preferible avisar a Miranda. Valen más tres investigadores expertos, que todo un ejército de guardias mal entrenados, que nos pisotearían todos los indicios -repuso Bernal. Y con creciente inquietud, añadió-: Temo que le haya ocurrido algo a Ramos. Las señales luminosas que vio anoche, ¿cómo las comunicaría? ¿Por teléfono o por radio?

– Tiene un pequeño receptor que le permite comunicarse con el puesto de la Guardia Civil de Chiclana. Desde que cerraron el campamento militar, no hay teléfono aquí, comisario. Como ve, el pueblo está desierto.

– Y habrá que registrar todos esos edificios vacíos -agregó Bernal-. ¿Interceptarían su mensaje los que emitían las señales? Puede que captaran la frecuencia de la guardia costera…

El doctor Peláez estaba efectuando la segunda autopsia del submarinista muerto. Lo hacía con su viveza habitual, hablando ante un micrófono que llevaba bajo la barbilla, y que más tarde permitiría a una fonomecanógrafa extender un borrador del informe. Peláez había detestado siempre el papeleo que llevaba aparejada la labor de los forenses. Los dos patólogos locales, entretanto, le observaban admirados.

– Incisión inicial realizada con gran destreza… órganos retirados en forma conveniente -dictó Peláez ante el micrófono, mientras el más joven de sus colegas se sonrojaba detrás de la máscara-. Vaya, ¿qué es esto…? -y tomó una lupa, para examinar más detenidamente la región cordial.

– Tuvimos que diseccionar una pequeña herida -dijo el mayor de los dos facultativos locales-. Encargué una diapositiva de la muestra. Al principio pensamos que era el orificio de entrada de una bala.

– Hmm, extraña herida -comentó Peláez ásperamente-. Es la primera que veo de esta clase. ¿A qué la atribuirían ustedes? ¿Electrocución? ¿Un electrodo insertado en la carne?

– Pero si hubiera sufrido una lesión semejante estando vivo todavía, habría indicios vitales, ¿no le parece? -objetó, muy cortés, el joven patólogo.

– ¿Encontraron una lesión correspondiente en el corazón, detrás de la herida?

– ¿Señales de electrocución? No, doctor; aunque fue en eso en lo primero que pensé. El corazón se veía perfectamente normal.

– Pero se paró, ¿no? -dijo Peláez-. ¿Qué le hizo pararse? ¿Tal vez una inhibición del nervio vago? Habrá que averiguarlo -dijo, antes de diseccionar ampliamente toda la zona del esternón y extraer a trechos regulares muestras destinadas a nuevas diapositivas-. Aquí, en los labios exteriores de la herida, hay indicios de intensa quemadura. ¿Qué coño la puede haber causado? -exclamó, olvidando momentáneamente el micrófono y la posterior reacción de la mecanógrafa-. ¿Y sería ésta la herida fatal?

– Nada indica que alcanzase el corazón, ¿verdad? -apuntó el forense local.

– Pero si anda usted en lo cierto y no hay otras causas evidentes de la muerte, esto tiene que guardar, por fuerza, alguna relación. ¿Qué provoca un colapso cardíaco? ¿La asfixia? Sin embargo, no hay indicios ni de anegamiento ni de ahogo ni de estrangulación ni de embolismo. Y tampoco se ven rastros de enfermedad cardíaca o arterial, ni de fallos renales o hepáticos, ni de abuso de drogas o de alcohol. Veo que comprobaron todas esas posibilidades y las descartaron. En breve, que hemos de considerar plausibles la inhibición vagal o la electrocución. Y ustedes diseccionaron cuidadosamente el corazón y no encontraron señal alguna de electrocución, ¿no es así? -preguntó Peláez incisivo.

– Así es -repuso el patólogo de más edad.

– Entonces hay que tomar en cuenta la inhibición del nervio vago en el cuello -determinó Peláez.

– Pensamos en eso como último recurso -expuso el médico joven-, pero no pudimos encontrar ningún indicio de constricción.

Peláez ponderó más detenidamente el problema.

– Me gustaría examinar a fondo el tejido cardíaco, y examinar los daños que tiene en el pecho el traje de inmersión. ¿Podría utilizar su laboratorio?

– Naturalmente, doctor Peláez. Para nosotros es un gran honor el que trabaje usted aquí.

– Gracias -respondió Peláez con la magnanimidad propia de quien está a la cabeza de una profesión-. Bernal también necesita datos acerca de las principales características del difunto: raza, edad aproximada, ocupación, etcétera. ¿Disponen de una buena instalación radiográfica? Como sabrán, he hecho un estudio de los tipos craneanos.

– Seguimos en las revistas sus artículos sobre el tema, doctor. Y sí: el equipo del hospital está muy al día. Pero si algo nos falta, probablemente podríamos conseguirlo en el Hospital Naval.

– ¿Mandaron analizar las muestras del agua encontrada en la tráquea? En caso de que contenga diatomeas, es posible, comparándolas con muestras tomadas en distintas zonas de la bahía, determinar la procedencia del cadáver.

– Encargamos el análisis, doctor, y esperamos tener los resultados durante el día de hoy.

Una hora más tarde, Peláez, que había estado utilizando el potente microscopio del laboratorio patológico del hospital, apartó de él la mirada, radiante de satisfacción, y salió en busca de sus dos colegas.

– ¡Ya lo tengo! Creo saber cómo murió el hombre rana. Tenía cocida la válvula principal del corazón.

– ¿Cocida? -exclamó el forense gaditano-. Le aseguro que nosotros no aplicamos ningún tipo de calor.

Peláez rechazó con impaciencia esa justificación.

– El tejido cardíaco sufrió una irradiación súbita y muy intensa, como las que emiten las microondas o un haz luminoso de altísima frecuencia, bastante para inmovilizar la válvula.

– ¿Un haz luminoso? -se extrañó el médico joven-. ¿Qué clase de haz podría conseguir eso?

– Aunque no estoy completamente seguro, uno de tipo láser. No he visto ningún caso mortal producido por ese medio, pero sí he conocido un par de lesionados por quemaduras de láser ocurridas en el laboratorio de ingeniería de la Ciudad Universitaria de Madrid. ¡No me extraña que estuvieran ustedes desconcertados! Que yo sepa, es la primera muerte que se da en España por irradiación de láser. ¡Ni que decir tiene, esto ha de salir en mis memorias!

– Pero ¿cómo pudieron aplicarlo? -quiso saber el joven patólogo-. ¿Y por qué no se fundió completamente el traje de inmersión en ese punto?

– Los rayos láser son de una gran precisión direccional -explicó Peláez-. Sólo una ínfima región queda afectada por su contacto. Mi hipótesis es que el submarinista estaba parcialmente sumergido cuando le dirigieron la pistola láser al pecho. De tal forma, consiguió alcanzar el corazón penetrando en un haz muy delgado, mientras que el agua del mar enfriaría rápidamente los bordes del orificio de entrada. La muerte debió de sobrevenir muy de prisa, porque no se aprecia reacción vital en torno a la herida.

– ¿Quién puede disponer de una pistola de ésas? -preguntó el patólogo de más edad.

– Eso tendrá que descubrirlo Bernal.

En ese preciso momento entró una auxiliar de laboratorio con un sobre amarillo de gran tamaño, que el veterano de los forenses rasgó.

– Los resultados del análisis del agua encontrada en la tráquea -le dijo a Peláez, antes de pasar a la última página del informe-. Han comparado las diatomeas con las de muestras obtenidas en distintos puntos de la bahía. La conclusión es que coincide mayormente con la muestra extraída en Punta Candor, no lejos de la desembocadura del Guadalete.

– ¿Dónde queda eso, exactamente?

– Un poco al oeste de Rota.

– Ah, eso le resultará muy útil a Bernal. Echemos ahora un vistazo a las radiografías del cráneo. El comisario quiere conocer las características raciales del cadáver. Veo que comprobaron ustedes las placas craneanas. ¿Situarían su edad entre los veinticinco y los veintiocho años?

– Eso pensamos.

– Estoy de acuerdo con ustedes. Ahora compararemos el perfil del cráneo con mi muestrario básico de tipos raciales -y sacando de un abultado maletín una serie de placas radiográficas, las prendió en una pantalla luminosa de observación.

Sus colegas siguieron la operación con el mayor interés.

– Naturalmente -dijo Peláez-, es de vital importancia disponer de auténticas radiografías. Como verán, tengo doce muestras de los principales tipos craneanos: varios europeos, asiáticos, negros, norteafricanos, etcétera; y tres hombres y otras tantas mujeres de cada grupo de edad de los distintos tipos, con tomas frontales y de perfil para cada individuo.

Cuando hubo expuesto la radiografía correspondiente al submarinista muerto, pidió a sus colegas gaditanos que estableciesen comparaciones.

– Mientras ustedes sacan una impresión visual, yo voy a medir la cabeza de nuestro hombre. Es importante conocer la longitud, anchura y altura del cráneo y los ángulos de los planos occipital y frontal.

Peláez estuvo haciendo cálculos en una libreta por espacio de unos minutos, transcurridos los cuales preguntó:

– ¿Y bien? ¿Alguna conclusión?

– Desde luego no es ni europeo ni negro -respondió el forense local-, pero podría ser eslavo o norteafricano.

– Yo creo que lo último -dijo el patólogo joven-. Aunque el cráneo se parece al del segundo asiático que tiene usted aquí, la nariz es bastante más ancha.

– Vaya, creo que ha dado usted con la solución -declaró Peláez-. Según mis cálculos, se trata de un norteafricano. Veamos, pues, algunos de los subtipos de esta carpeta -y sacó de su maletín otro sobre pardo de grandes dimensiones-. Tengo aquí una gama que va de egipcios y sudaneses a árabes y bereberes.

– ¿Cómo consiguió todo ese material? -quiso saber el médico veterano-. No puede proceder únicamente de su Instituto de Madrid.

– La mayor parte me la procuró un buen amigo que trabaja en el Departamento de Cobaltoterapia del Gran Hospital. Es especialista en tumores cerebrales y, por supuesto, saca muchísimas radiografías con su nuevo escáner. Otra procede de discípulos míos que ahora ejercen en Ceuta, Melilla, El Aiún y El Cairo. En Madrid tengo una enorme colección, pero sólo he traído los tipos básicos, para la identificación inicial.

Peláez retiró la primera serie de placas y expuso la segunda, correspondiente a los subtipos norteafricanos.

Los patólogos gaditanos compararon las nuevas placas con la radiografía craneal del cadáver por identificar. Se les veía muy interesados.

– Parece de tipo bereber -dijo el mayor.

– Lo mismo opino -convino su joven compañero-. Su sistema resulta impresionante, doctor.

– Las tablas de cálculo son útiles -comenzó Peláez-, pero nada ofrece la exactitud del comparar con prototipos reales. Creo que podemos decir con bastante seguridad que nuestro hombre es un bereber del norte de África. Lástima que falte toda la dentadura. Como verán, le extrajeron todas las piezas, exceptuando un tercer molar sin salir y los raigones de dos segundos molares. Es curioso que no llevara prótesis cuando lo encontraron. Es seguro que usaba dentadura postiza, porque observé indicios de fricción en las encías, que aparecían aplanadas. ¿Con qué fin se tomarían la molestia de quitarle las prótesis al cadáver? ¿Quizá para evitar una posible identificación?

– Y en cuanto a la profesión -apuntó el médico joven-, ¿podemos determinar algo?

– Examinemos las radiografías de las tibias -dijo Peláez, en tanto colocaba otras dos placas en la pantalla-. ¿Ven esas señales de presión en la parte inferior? Significan que tenía costumbre de acuclillarse, que es como suelen sentarse en el norte de África. Y me parece que poco más podemos deducir, salvo que estaba en excelente forma física, con una musculatura bien desarrollada. No hay duda de que era un individuo activo, que hacía vida al aire libre… ¿ven el curtido de la piel en los hombros?

– ¿Un militar? -aventuró el médico veterano.

– Muy bien podría ser -repuso Peláez-. ¿Repararon en el aplanamiento de los pies? Probablemente debido a las marchas o a las guardias. Y también lleva muy corto el pelo, cosa que respalda la hipótesis.

– ¿Y ese tatuaje en la parte de arriba del brazo izquierdo? -preguntó el patólogo joven-. A causa del contacto con el agua y de la putrefacción, que lo desdibujaban, no pudimos sacar nada en claro.

– Bien, pues lo probaremos de nuevo -dijo Peláez-. ¿Pueden llamar otra vez al fotógrafo? Supongo que dominará la fotografía de infrarrojos y ultravioleta. Inyectando glicerina bajo la piel, haré que resalte el dibujo.

A las doce menos cuarto de aquella mañana, Peláez y los dos patólogos gaditanos se dedicaban a examinar perplejos las fotografías de infrarrojos recién reveladas.

– Un dibujo que no dice nada, ¿verdad? -comentó el médico joven, con la mirada fija en la foto del tatuaje que el cadáver exhibía en el brazo izquierdo.

– No -reconoció su paisano-. Y no se trata ni de una frase ni de una palabra…, sólo hay unos cuantos palotes.

Peláez le dio la vuelta a la instantánea.

– Creo que lo estamos mirando boca abajo. Comparemos la posición con el original -y, tirando del cajón del refrigerador, levantó, a la altura del torso, la sábana que cubría el cadáver-. ¿Ven la mancha hipostática que tiene debajo del codo? Pues la foto hay que mirarla por este lado.

– Yo sigo sin verle significado alguno -declaró el patólogo joven.

– Me parece que está en árabe -exclamó Peláez-. Se diría que hay cinco caracteres. Aunque no he estudiado esa lengua, la he visto escrita a menudo. Vamos a necesitar los servicios de un arabista. ¿Hay alguno en la ciudad?

– En la universidad, sin duda -dijo el gaditano de más edad-. Por lo menos, esto confirma su opinión de que el muerto es bereber.

– Le pasaré estas fotos a Bernal tan pronto como la mecanógrafa haya terminado el informe -manifestó Peláez-, y que él estudie con el arabista el significado del tatuaje. Nosotros hemos hecho cuanto podíamos.

A mediodía el levante soplaba con renovada fuerza, barriendo el embarcadero de tablas de Sancti Petri y levantando desagradables remolinos de polvo en las callejas del pueblo, envueltas en una neblina trémula y caliginosa.

Interrumpiendo su registro un tanto desordenado de la zona del embarcadero, Bernal fue a reunirse con el contraalmirante Soto, que esperaba, abatido, en el asiento trasero del coche oficial.

– En cuanto llegue Miranda, le pondré al frente de las pesquisas y, camino de Cádiz, le dejaré a usted en San Fernando, contraalmirante. Tengo que averiguar a qué hora llega Varga, porque necesitamos un profesional experimentado y un técnico en huellas que examine la caseta.

– Si es preciso, comisario, puedo mandarle unos cuantos hombres de la Segunda Bis de San Carlos.

– Muy amable por su parte, pero confío que no nos hagan falta. Lo que no entiendo es por qué se retrasa nuestro equipo técnico. Salieron de Madrid ayer, en coche.

En tanto decía eso, vieron un furgón color castaño que se acercaba, precedido por un Seat 131 negro, por el polvoriento camino que venía de El Molino de Almaza.

– Vaya, si parece que ahí llegan -exclamó Bernal animadamente-. Y les acompaña Miranda. Al recibir el mensaje radiofónico que enviamos, habrá comprendido que necesitamos inmediatamente el equipo técnico.

Varga saltó del furgón en el momento en que éste se detenía junto al fondeadero y se acercó a Bernal.

– El vehículo se nos averió en las afueras de Jaén, jefe, pero con ayuda de un mecánico de la zona, conseguimos arreglarlo para salir del paso. ¿Qué ocurre por aquí?

– Estamos buscando a un guardia civil retirado, un sargento de Vigilancia de Costas que se llama Pedro Ramos y ha desaparecido. Vive en esa caseta. Fragela, que está al frente de la jefatura de Cádiz, el capitán Barba, Lista y yo hemos hecho un primer registro de esos barracones vacíos. Lo que ve ahí es el velomotor del desaparecido; lo hemos sacado del canal, por el lado este del muelle. Pero de él, ni rastro. Y este condenado viento está levantando una polvareda del demonio y es imposible dar con ninguna huella.

– ¿Han mirado debajo del embarcadero, jefe?

– Todavía no, Varga. La marea está muy alta aún, y el contraalmirante dice que tardará cuatro horas y media en bajar. La moto estaba hundida en el cieno de la orilla.

– ¿Quiere que le saque huellas en la caseta, jefe?

– Sí, por favor. Y regístrala a fondo. Seguramente la Guardia Civil tendrá las huellas de Ramos en sus archivos de Chiclana.

A continuación fue Miranda quien se acercó, procedente del Seat oficial, a cuyo chófer había estado dando instrucciones.

– Ya que ahora tenemos un coche más, jefe, usted puede volverse en él a Cádiz y dejarnos a nosotros este furgón. Navarro me manda decirle que espera en breve la llegada de Elena y de Ángel.

– Estupendo, Miranda. Tengo interesantes planes para los dos. ¿Quieres quedarte a dirigir las pesquisas en colaboración con Fragela y el capitán Barba? Yo entretanto regresaré para organizar las cosas con Navarro. Nos cuidaremos de que os envíen provisiones y bebida. No anochece hasta las siete y media.

– Por las provisiones no se preocupe, jefe. En Cádiz, en jefatura, nos han cargado de comida, más que nada pescado frito, y han añadido dos cajas de cerveza Cruzcampo.

– Pues aprovéchala tú, Miranda. Yo sigo un poco indispuesto por las ostras gigantes de ayer. Y además, conviene que llegue a tiempo de hablar con el obispo sufragáneo.

– ¿El obispo? -preguntó Miranda con cierto estupor-. ¿Anda la Iglesia metida en esto?

– Espero que no, pero nunca se sabe.

Al llegar a los modernos locales que tenía la Policía Judicial a la salida de la Puerta de Tierra, Bernal comprobó que Navarro había organizado espléndidamente la oficina y montado una mesa de trabajo y un sistema de archivo para lo referente al submarinista muerto.

– A lo mejor tendrás que abrir otro archivo para el guardia civil retirado, Paco. Temo que le haya ocurrido algo malo. Encontramos su velomotor hundido en el canal de Sancti Petri.

– Ya he pedido una copia de su ficha al puesto de Chiclana, jefe. ¿Han empezado Miranda y Varga la búsqueda?

– Sí, pero con la polvareda que está organizando allí el levante, lo tienen muy difícil. ¿Ha traído ya Peláez su informe de la autopsia?

– No, jefe, pero la ha prometido para la tarde.

En ese momento entró briosamente Ángel Gallardo, vestido muy a su aire -safari, camiseta y tejanos- y portando una bolsa de viaje. El más joven de los colaboradores masculinos de Bernal tenía todo el desenfado del típico madrileño.

– No me importa nada que me haya llamado para trabajar, jefe. Las dos niñas que me llevé de vacaciones a Benidorm se me enzarzaron en una pelea en el autocar antes de que llegásemos a Albacete, y luego resultó que el hotel estaba a medio construir, en un solar lleno de barro y en la otra punta de la bahía, a tres kilómetros largos de los locales nocturnos. Un plan fatal, se lo aseguro.

– ¿Pero cómo se te ocurrió llevarte a dos chicas, Ángel? -preguntó estupefacto Paco Navarro, a quien, tímido por naturaleza, le había costado dos años de noviazgo pedirle a Remedios que se casara con él, y que, claro, no dejaba de admirarse de la audacia de la joven generación.

– Otras veces me había salido la mar de bien -respondió Ángel animadamente-. Si hay un poco de competencia, se andan con más cuidado.

– Hablando de cuidado, Ángel -intervino Bernal en tono severo-, tengo para ti una misión encubierta que lo requiere, y quiero que salgas zumbando en cuanto Navarro te haya puesto al corriente de este caso del submarinista no identificado.

– ¿Tomo habitación en un hotel de aquí?

– No, de eso se trata precisamente. Quiero que sigas con esa ropa y des la imagen de un turista con poco dinero. Te vas a Rota, al otro lado de la bahía, en el coche de línea, y te hospedas en una pensión barata. Luego, tratas de buscar conversación con los pescadores de allí y con la gente que está de servicio en la base, y te mantienes alerta. A ver qué descubres acerca de operaciones navales sospechosas, o barcos extraños o señales luminosas que se hayan podido ver, particularmente de noche. Y no te me líes con ninguna roteña, por más seductoras que puedan ser.

Bernal sabía bien que todo el éxito de Ángel Gallardo en la Brigada Criminal procedía de su habilidad para introducirse en los ambientes sociales de clase media y baja y obtener información sin suscitar sospechas.

– Vale, jefe; cuente con ello. ¿Cómo me comunico con ustedes?

– Telefonea a Navarro a este número una vez por día, digamos a las doce, o inmediatamente si descubres algo de interés. Y no te pases de las dietas normales. En un puerto pesquero como Rota, basta y sobra.

Mientras Navarro informaba a Gallardo de lo referente al hombre rana y al sargento desaparecido de Sancti Petri, Bernal echó mano de la guía telefónica de Madrid y abrió el tomo correspondiente a las calles. Habiendo dado con el número que le interesaba, en la de Lagasca, un momento más tarde estaba al habla con el padre Anselmo, el confesor de su mujer, el cual le prometió enviarle aquella misma tarde, por correo urgente, lo que le pedía.

Miranda y Lista, los dos restantes inspectores del equipo de Bernal, estaban con el inspector Fragela y con el capitán Barba de la Guardia Civil comiendo en la parte trasera del furgón bocadillos de calamares y de tortilla de gambas, regados con generosos tragos de vino del país, procedente de una bota. Con sus torbellinos de polvo, el levante había eliminado toda posibilidad de encontrar huella alguna en las calles del abandonado campamento, llenas de rodadas, y no había ni el menor rastro del desaparecido sargento. La marea baja no se produciría hasta las 19.34, hora en que tenían prevista una búsqueda bajo la tablazón del muelle; con ese fin, el capitán Barba había mandado a Chiclana por cinco pares de botas de goma.

Varga, entretanto, estaba terminando su examen técnico de la caseta del sargento retirado, y su ayudante había fotografiado las huellas descubiertas en los escasos muebles, que en ese momento aparecían cubiertos del polvillo gris que previamente les habían aplicado con un pequeño fuelle.

Con la mirada puesta en las ruinas del castillo de la isla de Sancti Petri, Miranda interrogó a Fragela sobre la torre visible en el extremo sur.

– Es un faro, inspector; uno de los muchos que jalonan la costa desde el cabo de San Vicente hasta Tarifa. Emite, a intervalos de dieciséis segundos, una luz blanca con un alcance de hasta doce millas marítimas. Lo revisa periódicamente un equipo que los guardafaros envían en lancha.

– ¿Sabe usted si vive alguien en la isla? -preguntó Miranda.

– No; actualmente, nadie. El castillo lo construyeron, al parecer, en el siglo dieciocho, para proteger la entrada del canal. Según dicen por aquí, se edificó sobre las ruinas del templo de Hércules Tirio, donde se levantaba una de las grandes columnas. La antigua historia oficial de Cádiz asegura que la otra estaba al oeste de la ciudad, cerca de La Caleta, donde hoy se encuentra el fuerte de Santa Catalina. Según los historiadores romanos y árabes, la columna de aquí estaba coronada por una enorme estatua de oro que representaba a Hércules con una maza en una mano y un manojo de llaves en la otra y, a sus pies, la inscripción Non plus ultra. La isla se llamaba, por aquel entonces, Heracleum.

– ¿Y cómo acabó con el nombre de Sancti Petri? -quiso saber Miranda.

– Dicen que por las llaves que la estatua de Hércules tenía en la mano. Una orden religiosa que se estableció en las ruinas del templo pagano le identificó con San Pedro.

– ¿Y cuándo derruyeron las columnas? -preguntó Lista.

– Aseguran que en el tiempo de las incursiones vikingas por estas costas. Habían servido de hitos por los que se orientaban sus naves.

– Veo que es usted un erudito en historia local, Fragela -comentó Miranda.

– Mi esposa -sonrió él-, que este invierno me llevó a rastras a una serie de conferencias que daban en la universidad.

Varga, que acababa de llegar, rechazó cortésmente el bocadillo que quedaba, consistente en una gran cuña de tortilla apresada en un cuarto de barra de las llamadas «pistolas».

– Creo que la marea ha bajado ya lo bastante para ponernos en marcha -le dijo a Miranda-. El barro de la orilla ya no tiene agua.

Después de calzarse las altas botas de goma, que les llegaban a los muslos, inspectores de policía y guardias civiles se encaminaron a la playita de arena gris que se extendía al este del embarcadero, dispuestos a alcanzar la tablazón inferior. El sol parecía ponerse tras las veloces nubes de un blanco sucio, y Varga marchó en cabeza empuñando una potente linterna cuyo haz enfocó hacia la primera fila de pilares, los más próximos al agua barrosa del canal.

– En éstos no hay nada -gritó a los otros según avanzaba hacia la segunda hilera, donde la luz natural penetraba en proporción mucho menor.

La concienzuda búsqueda se revelaba, una vez más, infructuosa, hasta que al internarse en la tercera y última fila de podridos postes de madera, festoneados de algas y cubiertos de lapas y de bígaros, el pequeño equipo tropezó con un macabro espectáculo. De uno de los altos travesaños pendía un cadáver cuyos pies, enfundados en recias botas, aparecían recogidos hacia atrás a más de un metro del arenoso fondo, y con la ropa rezumando agua en un lento chorreo. Como la soga ascendía desde el cuello hasta una elevada viga, donde invertía su trayectoria hasta los tobillos del muerto, que amarraba fuertemente, el cuerpo se balanceaba hacia delante en un agudo ángulo. Torcida grotescamente a la izquierda, la cabeza tapaba en parte el nudo del grueso lazo ceñido al cuello, y los ojos, desorbitados, contribuían a formar una mueca espantosa en el rostro del cadáver.

Mientras el pequeño grupo de policías contemplaba aterrado el cuadro, Varga tendió un brazo para palpar la muñeca derecha del ahorcado.

– Lleva muchas horas muerto -dijo-. Inspector, ¿quiere pedirle a mi ayudante que traiga la cámara de trípode? Propongo seguir el procedimiento habitual y dejarlo como está, a la espera de que lleguen el jefe y el doctor Peláez.

– ¿Le reconoce usted? -preguntó Miranda al capitán Barba, a todas luces muy impresionado por lo que estaba viendo.

– Sí: es Ramos, seguro. Era un excelente sargento, inspector. Mi padre sirvió a sus órdenes en Conil, allá por los años treinta. Espero que consigamos echarles el guante a los mal nacidos que le han hecho esto.

– Entonces, ¿no cree que pueda tratarse de un suicidio? -le preguntó Lista.

– ¿Suicidio? ¿Ramos? ¡De ningún modo! Era un tipo demasiado duro y bregado para ceder a esas cosas.

– Aun así, debía sentirse muy solo aquí, en Sancti Petri -apuntó Lista.

– Pero si era eso lo que le gustaba -dijo Barba-. Al morir su mujer, pidió este destino. Se dedicaba a estudiar los movimientos de las aves migratorias que se detienen en estas salinas camino de África y al regreso.

– Vi unos cuantos libros de ornitología en el estante de la caseta -confirmó Miranda.

– Decía que este lugar es ideal para observar a las aves marinas -continuó el capitán-. Era la persona menos indicada para deprimirse por el hecho de pasar en soledad la mayor parte del tiempo. Era independiente a más no poder, pero iba a Chiclana tres veces semanalmente, para jugar al tute con sus amiguetes en la parte trasera del bar Alameda. ¿No tendríamos que descolgarlo antes de que vuelva a subir la marea?

– Lo haremos a su tiempo -dijo Miranda-. Lista ha ido a cursar un mensaje al comisario Bernal por la radio del coche, y él querrá verlo todo exactamente como lo encontramos. ¿Cuánto tardará la marea alta? -le preguntó a Fragela.

Hasta llegar aquí, más de cuatro horas; y al comisario le costará unos treinta minutos el camino.

Si bien, al regresar de su entrevista con el obispo sufragáneo, Bernal se sentía un poco mejor informado acerca de la Casa de la Palma y de las extrañas actividades que allí se desarrollaban, su interlocutor no había podido aclararle nada acerca del pozo escondido en la Santa Cueva ni de las curiosas propiedades del agua que manaba de él periódicamente. El prelado le facilitó, por si le interesara consultar sobre el particular, las señas de un arqueólogo de la localidad.

En la sala de operaciones se encontró a la inspectora Elena Fernández, recién llegada. Vestía, como de costumbre con un gusto exquisito, un modelo de Courrèges de lana de tono pastel.

– Mi padre me ha traído en coche desde Sotogrande, jefe -explicó al saludarle-. Resulta agradable volver al trabajo. Allí el tiempo estaba frío y desapacible, y mi madre se pasa el día y la noche jugando al bingo con sus amigas ricas en el hotel de lujo que hay en la carretera, al pie de nuestro chalet. Demasiado aburrido para mí.

– Navarro te hará una síntesis de este caso, Elena, pero yo tengo un trabajillo para ti. ¿Te gustaría meterte en un convento por unos pocos días, la Semana Santa nada más, y averiguar qué ocurre allí?

Pese a su expresión de asombro, Elena dijo que le atraía esa nueva experiencia.

– ¿Te conoce mi mujer?

– Personalmente, no, jefe; pero hablamos una vez por teléfono, hace meses. Como conversación, no fue gran cosa -estaba claro que aquella pregunta le intrigaba.

– Te pondré al tanto de lo que hay: mi esposa está haciendo ejercidos espirituales en un convento raro que se llama la Casa de la Palma, en la calle de la Concepción, que queda en la parte vieja, y han ocurrido allí cosas extrañas. Creo que podríamos arriesgarnos a que te presentases con tu nombre, junto con una carta de recomendación del padre Anselmo, de Madrid. La carta la espero con el primer correo de mañana. Aunque no debes revelar tu ocupación a nadie en el convento, no hay inconveniente en que hables de tus padres y de tu ambiente familiar. En caso de emergencia, podrías recurrir a mi esposa, si bien confío en conseguirte un contacto entre las mujeres que visitan a diario el convento para la vigilia.

– De acuerdo, jefe, lo haré. ¿Voy a necesitar otra ropa?

– No: así das perfectamente el tipo. Esperarán que vistas bien. Te daré nuevas instrucciones mañana, antes de que te persones allí.

En ese momento llegó del hospital Mora el doctor Peláez, que traía su informe sobre la autopsia del submarinista y las fotografías de infrarrojos del tatuaje descubierto en el brazo derecho del cadáver.

– Se trata, sin duda alguna, de un bereber, Luis; y el tatuaje está en árabe, y no sé qué significa. Lo más singular son las causas de la muerte -Bernal aguzó el oído-. El paro cardíaco fue ocasionado por un haz luminoso de alta frecuencia, probablemente láser. He leído un artículo sobre lesiones producidas en laboratorios por irradiación de láser; se consideraba que el principal efecto era de sobrecalentamiento, pero ahora se ha comprobado que pueden darse cambios biológicos de otros tres tipos: fotoquímico, termoacústico y eléctrico. La lesión que nos ocupa recuerda las de tipo termoacústico, causadas por ondas de choque procedentes de un concentradísimo punto luminoso capaz de romper el tejido. Os dejo a ti y a Varga la tarea de averiguar quién dispone de armas de esa naturaleza.

– Supongo que los americanos de Rota -dijo Bernal-. Me di perfecta cuenta de que el comandante de la base callaba algo durante la entrevista que celebramos.

Navarro entró corriendo, procedente del despacho exterior.

– Un mensaje de Lista, jefe. Han encontrado al guardia civil retirado. Estaba bajo el embarcadero de Sancti Petri. Ahorcado.

– Salimos inmediatamente hacia allí -repuso Bernal-. Recoge el maletín de tus trastos, Peláez.

Los focos que habían instalado Varga y los guardias civiles sirviéndose del pequeño generador existente en el furgón de los técnicos hicieron que a su llegada, avanzado ya el crepúsculo, Bernal y Peláez encontraran el fondeadero de Sancti Petri y su tablazón inferior iluminados por una cruda luz blanca. Después de una concienzuda inspección, el comisario convocó a los demás en la caseta del sargento muerto, de modo que el patólogo y el técnico dispusieran de amplio espacio para realizar su trabajo.

– Si necesitan ayuda, nos avisarán -dijo Bernal a Miranda-. Habrá que retirar pronto el cadáver, antes de que empiece a subir la marea.

Bernal interrogó detalladamente al capitán Barba acerca de las costumbres del difunto y de su posible estado de ánimo.

– A tenor de lo que usted dice, Barba, parece muy poco probable que se quitase la vida, aunque la mayor parte de estos casos terminan resultando de suicidio. ¿Ha notado que existe un travesaño más bajo donde pudo encaramarse para lanzar la soga sobre la viga superior antes de atársela a los tobillos?

– Pero ésa parece una forma muy rara y complicada de colgarse, comisario -objetó el capitán-. Admito que son pocos los casos de ahorcamiento que he visto aquí, pero ninguno se le parecía.

– Quizá tenga razón. Sin embargo, la viga superior, la que sirvió de soporte a la soga, está demasiado alta para que pudiese alcanzarla sin ayuda de una escalera, y no he visto ninguna por aquí. No hubiera tenido más remedio para subir al travesaño, lanzar la cuerda por encima de la viga y recuperarla por el otro extremo. Hecho eso, ¿dónde podía sujetar el cabo contrario, como no fuera en sus propios tobillos?

– Quizá en el travesaño, donde se había encaramado -apuntó Lista-. Aunque puede que con eso corriera el riesgo de que la cuerda quedara floja.

– Ahí está la cosa precisamente -intervino Miranda-. O bien la caída sería demasiado poca, con lo cual no conseguía el fin deseado, o bien sería demasiada, y los pies le tocarían el suelo.

– El caso está muy en función de si la muerte se produjo por estrangulamiento, con lo cual pudo durar horas -dijo Bernal, que advirtió al momento la desazonada expresión del capitán ante sus palabras-, o fue por una rápida fractura de las vértebras cervicales y de la espina dorsal.

Volviéndose hacia Barba, le propuso que fuera a llamar a Chiclana, para saber si el juez de instrucción estaba ya en camino.

– Tendremos que darnos prisa en descolgarle, jefe -dijo Miranda.

– Será interesante ver qué descubre Varga en cuanto a las fibras de la soga -comentó Bernal-. Al menos podrá decimos en qué longitud se deslizó sobre la viga al caer el cuerpo. ¿Qué peso le darías tú?

– Era muy robusto y con una gran panza… -reflexionó Lista-. Alrededor de noventa kilos.

– ¿Y en cuánto calcularías la caída?

– Algo más de dos metros, jefe.

Bernal sacó un pequeño bolígrafo chapado en oro e hizo unos cálculos en su cuaderno. Al cabo de un momento alzó una mirada perpleja.

– Si aciertas en cuanto al peso de Ramos y la distancia de la caída -dijo-, tendría que haberse arrancado la cabeza. Me da una fuerza de golpe formidable: casi mil ochocientos kilos. Varga y Peláez comprobarán más tarde peso y distancia, claro, y buscarán la equivalencia en la tabla de caídas. Peláez nos podrá decir también si hubo fractura de vértebras por dislocación, como me parece inevitable en este caso.

Varga, que en ese momento regresaba del lugar de los hechos, preguntó a Bernal si, en vista de la inminente marea, podían descolgar el cadáver.

– He puesto señales en distintos puntos de la soga, jefe, y hemos fotografiado los nudos, que dejaremos como están. La cuerda es de cáñamo y nailon, y muy gruesa, de modo que voy a necesitar la cizalla que tengo en la furgoneta.

– Esperemos otros diez minutos, Varga. Si el juez no ha llegado entretanto, autorizaré el levantamiento.

Plantado en el umbral de la caseta, Bernal, estremecido por la fuerte brisa vespertina que soplaba del este, celebró haber llevado consigo su abrigo de pelo de camello. Formando una copa con las manos, encendió un Káiser y se puso a meditar en los dos casos que le ocupaban. Tenía la certeza de que estaban relacionados entre sí. El submarinista norteafricano no podía haber emprendido sin respaldo su desastrosa incursión en el puerto de Rota. Si en la noche del veintiuno de marzo, o en otra inmediata, penetró en la base naval por mar, como parecía lo más verosímil, forzosamente tuvo que hacerlo apoyado por un equipo. Con las defensas que hubiese llegado a nado, fuese de uno de los baños públicos de la playa de la Vieja, al oeste del puerto, fuese de la propia dársena de pescadores, pues ambas se encontraban demasiado distantes.

Ahora bien, según el contraalmirante Soto, el sonar pasivo instalado en la entrada del puerto de Rota habría detectado el paso de cualquier embarcación de casco metálico, fuese de superficie o submarina. Sólo una de madera o de fibra de vidrio tenía posibilidades de burlar aquella defensa electrónica. Aunque quizá el razonamiento de Soto fuese errado: si el submarinista formaba parte de un equipo especial de hombres rana de la Marina de un país norteafricano, sin duda habría llegado a bordo de alguna unidad naval -lo óptimo sería un pequeño submarino, pensó Bernal- que depositándole lo más cerca posible de la costa, esperase su regreso o tuviera previsto recogerle a una hora determinada. Pero el submarinista no había vuelto, lo cual podía significar que, detectada por los americanos la operación clandestina, éstos habían tomado las oportunas medidas defensivas.

¿Cuál de los tres países del Magreb podía tener interés en montar una operación semejante, y medios para realizarla? Recordó Bernal haber leído en la prensa que Marruecos, Argelia y Túnez habían celebrado en fechas recientes una cumbre con miras a una futura federación del Magreb, reunión destinada -consideraban los comentaristas- a molestar a sus vecinos, en particular a Libia, situada al este, y a Mauritania, que se encontraba al sur. En noviembre de 1975, estando Franco en su lecho de muerte, el Consejo de Regencia, enfrentado a la amenaza de la «Marcha Verde», se había apresurado a cederle el Sahara español a Marruecos, y desde entonces las relaciones existentes entre ambos países habían sido bastante cordiales a pesar de las periódicas reivindicaciones marroquíes sobre los enclaves de Ceuta y Melilla. Era notable la sincronización de esas demandas con momentos de inquietud interna de aquel país; de igual forma se había servido el Caudillo del tema de Gibraltar para distraer la atención pública cuando la situación política así lo requería.

Y bien, se preguntó Bernal, ¿qué interés podían tener los marroquíes en la base de Rota? La Unión Soviética y los países del Pacto de Varsovia sí lo tenían, y muy vivo, y el comandante norteamericano había hecho alusión a las frecuentes actividades de espionaje de aquellas potencias. Marruecos, en cambio, había firmado recientemente con los Estados Unidos un ventajoso pacto de defensa mutua: ¿qué razón, pues, podía moverle a espiar en la base conjunta que su nuevo aliado tenía al otro lado del Estrecho? Sería cuestión de tratar a fondo el asunto con Soto y con los asesores políticos de la base naval de San Fernando. Pese a todo, estaba convencido de que la muerte del submarinista significaba que las defensas de Rota habían sido vulneradas, aunque sin éxito, puesto que, por medios aún por aclarar, se había neutralizado la incursión. ¿Querría el Ministerio de Defensa español que descubriese él cuáles fueron esos medios?

Estaba luego la cuestión del guardia civil ahorcado que en esos momentos se balanceaba macabramente a corta distancia de allí. Habiendo visto ciertas enigmáticas señales luminosas cerca de la isla de Sancti Petri y reconocido parte de las letras del alfabeto Morse utilizadas, aquel hombre había transmitido el hecho a su puesto de mando. A la mañana siguiente desaparecía, y aquella tarde le encontraban ahorcado. Cuando Peláez terminase la autopsia y Varga hubiera examinado las pruebas forenses, conocería las causas de la muerte y aproximadamente a qué hora se había producido. El último contacto con Ramos se fijaba a la una y doce minutos de la madrugada anterior, hora de su comunicado. Algo le decía a Bernal que no era aquél un caso de suicidio: la hora de su observación de las misteriosas señales y la de su muerte estaban demasiado sincronizadas. ¿Habrían interceptado su mensaje de radio y tomado medidas inmediatas para silenciarle?

Consternado, Bernal se preguntaba qué habría ocurrido en aquel destartalado muelle de madera en medio de la desolada oscuridad y del fuerte viento de la noche. Miranda y sus acompañantes no habían encontrado indicio alguno de lucha ni en la caseta ni en sus alrededores. ¿Qué más habría visto Ramos que no tuviese tiempo de comunicar y que exigiera, quizá, su eliminación? Los intrusos no pensarían, claro está, que el puesto iba a quedar sin vigilancia una vez descubierta la desaparición o el aparente suicidio del guardia civil… ¿O sí lo creían posible? En tal caso, sus actividades tenían que estar relacionadas con Sancti Petri, que era, por así decirlo, la puerta trasera del arsenal de La Carraca. Sin embargo, el contraalmirante había dicho que el canal no era navegable para embarcaciones de más calado que una pequeña lancha. Y aun ese tipo de nave correría el riesgo de ser avistada canal adentro, en los puentes viarios, o por los marineros de guardia en los astilleros Bazán y en el propio arsenal de La Carraca. Por otra parte, ¿qué motivo podían tener los norteafricanos intrusos para penetrar clandestinamente en las bases españolas? ¿Comprobar sus defensas? Costaba imaginar que alguno de los países del Magreb buscase atacar las bases peninsulares españolas o dispusiera de recursos para ello.

Las meditaciones del comisario se vieron interrumpidas en ese punto por la llegada del coche oficial que traía al juez de instrucción del partido de Chiclana y del furgón del depósito de cadáveres. El capitán Barba presentó a Bernal el magistrado local, hombre de mirada viva, que habiendo escuchado un rápido resumen de lo ocurrido, leyó con gesto de solemne gravedad las credenciales libradas por el ministerio al comisario, hecho lo cual autorizó la retirada del cadáver y su traslado al depósito del hospital de Cádiz, a fin de que se procediese a la autopsia oficial.

Los guardias civiles ayudaron al equipo de Bernal a tender el cadáver en una camilla, todavía con el lazo ceñido al cuello y los tobillos amarrados, que seguidamente fue introducido en un cilindro de fibra de vidrio, que Peláez cerró.

Antes de salir hacia Cádiz, Bernal le dijo al capitán Barba:

– ¿Podría situar unos cuantos hombres que vigilen noche y día la caseta? Conviene que lleven suficiente armamento.

– Descuide, comisario. Organizaré turnos de cuatro horas. El primero pueden atenderlo los hombres que están aquí, y mandaré relevos a las once.

– Pídales que vigilen el canal y los accesos a la isla, por si apareciesen embarcaciones de cualquier tipo, y si disponen ustedes de ellos, procúreles prismáticos de infrarrojos. Que estén atentos a posibles señales desde el mar y a cualquier respuesta desde tierra. ¿Habría manera de establecer una línea de comunicación telefónica con Chiclana? Es preferible que no confíen los mensajes a la radio, por si los interceptan.

– Veré qué se puede hacer, comisario. Quizá puedan echarnos una mano los de Marina.