173690.fb2 Incidente en la Bah?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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6 DE ABRIL, MARTES

A primera hora del Martes Santo, Bernal y Navarro se encontraban en la improvisada sala de operaciones, examinando las fotografías del tatuaje hallado en el brazo del hombre rana, a la espera de que llegase el arabista de la universidad.

– ¿A qué hora dijo que estaría aquí, Fragela? -preguntó Bernal al jefe de policía gaditano.

– A las nueve, comisario.

– Mientras aguardamos, ¿por qué no llama al comandante del puerto y al jefe de la aduana y les pide información sobre movimiento de navíos y mercantes del norte de África? Inténtelo también en el aeropuerto de Jerez, Fragela. Recuerdo haber visto allí un par de aviones con distintivos marroquíes.

En Inmigración tendrán las fichas cumplimentadas por los pasajeros que desembarcan en Cádiz, comisario observó Fragela-. ¿Le digo que desentierren las de todos los visitantes norteafricanos?

– ¿Pueden hacerlo fácilmente?

– Ahora funcionamos por ordenadores, y creo que las entradas estarán registradas en el banco de datos de aquí. A continuación el ordenador puede compararlas con los archivos centrales de Madrid, que nos darán la lista de los que desarrollan actividades ilegales.

– Sería inútil comprobar las entradas y salidas correspondientes, pongamos, a los últimos quince días, de visitantes marroquíes, argelinos y tunecinos.

– El aeropuerto de Jerez no presentará dificultades, comisario. Allí funciona todo por ordenador.

– Es extraordinario lo que ha avanzado en unos pocos años el Registro -comentó Bernal-. Cuando yo era joven, teníamos que revisar con mil penas los montones de fichas que recibíamos de los puertos, y que no conservábamos más de seis meses. Lo de ahora da un carácter enteramente distinto al trabajo de investigación, y vamos a necesitar hombres con una preparación distinta de la que recibían los de mi época. En realidad se trata de dar un nuevo planteamiento a nuestra forma de investigar, en especial a causa de la rapidez con que pueden cotejarse millares de fichas y de informes. Quizá tendría que solicitar el retiro anticipado.

– No diga eso, jefe -protestó Navarro-. De nada servirían todos los ordenadores del mundo si no hubiera alguien capaz de formular las preguntas apropiadas y de interpretar inteligentemente las respuestas obtenidas.

– Lo que usted quiera, pero yo sigo pensando que si pretendo continuar en la profesión, necesito formarme en las posibilidades aportadas por los ordenadores a la labor policiaca.

– Desde luego pueden ahorrar mucho trabajo de piernas, comisario -apuntó Fragela-, como me lo han demostrado aquí una serie de casos recientes.

– Sin embargo -objetó Bernal-, a la hora de captar la atmósfera de un caso, no hay nada como examinar el escenario del crimen y pasearse por las calles de una ciudad o por el campo. Así es como he trabajado yo siempre. La gente lo llama intuición, pero en realidad se trata de observación pasiva. Aunque uno no registra de forma consciente cada uno de los pequeños detalles que se ofrecen a la vista, ni todos los rostros que ve, ni todo conjunto de objetos que examina, no es extraño que más adelante la memoria pasiva reaccione con algún nuevo y urgente elemento informativo que le conduzca a la solución.

Sonó el teléfono, y Navarro descolgó.

– Es para ti, jefe. El doctor Peláez, que llama desde el depósito.

– ¿Qué tal va eso, Peláez? -quiso saber Bernal. Y escuchó durante un rato con expresión grave-. Ya. Algo así me esperaba. Demasiada coincidencia. Espero con interés el informe completo.

Colgó el auricular y se volvió hacia sus colegas con aire de creciente agitación.

– Fue asesinato, como sospechaba. Peláez dice que el sargento Ramos fue estrangulado con una delgada cuerda por un asaltante que le atacó por la espalda, y que luego, para simular que se había colgado él mismo, le ataron una soga al cuello. Cree que Varga y el equipo técnico podrán confirmar sus conclusiones basándose en el estado de la soga. En cuanto a la hora en que se produjo la muerte, dice que aunque es difícil precisarla, por el agua de mar que impregnó el cadáver al subir la marea, el reloj de pulsera que llevaba el difunto se había parado a las cinco y treinta y siete. ¿A qué hora fue la pleamar esta mañana en Sancti Petri, Fragela?

Éste consultó una tabla de mareas.

– A las siete y cincuenta y seis, comisario.

– Hmm. Varga tendrá que establecer la relación entre la crecida del agua y las posiciones relativas del cadáver y de su muñeca derecha. De todas formas, creo que podemos partir de la hipótesis de que mataron a Ramos en el curso de las cuatro horas posteriores a su último mensaje de la una y doce.

– Eso hace pensar que el barco autor de las señales que él había visto fondeó en el muelle de Sancti Petri -dijo Navarro-, puesto que desaparecería de las pantallas de radar poco después de cursar Ramos su aviso.

– Pero, de ser así -objetó Bernal-, ¿por qué no reapareció más tarde, después de que liquidaran a Ramos? Puede significar que esa misteriosa embarcación interceptó el mensaje del sargento al puesto de Chiclana y cursó otro a sus cómplices de tierra a fin de que fueran a Sancti Petri y diesen cuenta de él. Hecho lo cual la embarcación sale a alta mar, o quizá se sumerge incluso, si era un submarino. No olvidemos que sus tripulantes, con propósitos que todavía no conocemos, dirigían señales a una o varias personas situadas en la costa.

Justo en el momento en que les entraban el café, llegó de la facultad el arabista. Fragela hizo las presentaciones.

– El profesor Castro es famoso por sus conferencias sobre historia de Cádiz, comisario, y bisnieto del célebre historiador de nuestra ciudad.

– Tengo entendido que conoce usted el árabe, profesor -le dijo cortésmente Bernal.

– Mayormente el clásico, comisario, a mi pesar. Me gradué en Estudios Orientales por la Universidad de Granada.

– ¿Usa el árabe moderno una escritura distinta?

– No, pero pueden aparecer palabras que yo desconozca.

– Se trata sólo de unas pocas letras. ¿Tiene la bondad de examinar esta fotografía? Aunque no es muy clara, nuestro fotógrafo hizo cuanto pudo.

Castro examinó atentamente la ampliación que mostraba el tatuaje del submarinista muerto.

– Desde luego son caracteres árabes, pero están algo borrosos… Por el tono azulado, parecen parte de un tatuaje -alzó una inquisitiva mirada hacia el comisario Bernal.

– Es usted muy observador, profesor -dijo él-. Y bien, ¿qué significan?

– Nada que me resulte evidente, comisario. Son cinco consonantes sin puntos diacríticos, de modo que tendremos que deducir las vocales que faltan. La primera equivale a la m latina; sigue una l, y luego una kh gutural, o una q -siguió estudiando perplejo la desdibujada fotografía-. No se me ocurre ninguna raíz árabe, de las obvias y habituales, que contenga esas tres letras -añadió despacio-. Las dos últimas parecen una r y una t -volvió a levantar la mirada-. ¿Podría tratarse de un nombre propio? La gente suele tatuárselos a menudo. De todas formas, no se me ocurre nada, de momento. ¿Hay inconveniente en que me lleve la fotografía, para consultarlo en algunos diccionarios de árabe moderno?

– Ninguno, profesor. Celebraría mucho que pudiese desvelarnos algo de este misterio. Nos ayudaría a identificar a la persona de quien se trata. Guardará reserva sobre su investigación, ¿verdad? Sobre todo sería imprudente tratar el asunto con gente que tenga el árabe por lengua materna.

– Descuide. Y me gustaría poder ayudarles en alguna medida.

Una vez se hubo retirado el profesor Castro, de encorvada figura y aspecto de erudito, Bernal encendió un Káiser. Se le veía serenamente satisfecho. Al cabo de un momento, se volvió hacia Navarro y Fragela y les dijo:

– Creo que estamos avanzando.

– ¿De veras, jefe? -repuso Navarro, un tanto perplejo.

– Por lo menos tenemos una neta relación entre ambas muertes, ¿no se da cuenta? Ese pequeño eslabón, aunque no sepamos todavía qué significa, dará forma a toda la investigación.

Sentada en el borde del incómodo catre, en su celda del piso alto de la Casa de la Palma, la inspectora Elena Fernández pensaba en lo extraño de los lugares a que le conducía su trabajo. Le cabía por lo menos el consuelo de que la ventanita enrejada diese a la calle a que abría sus puertas el convento. De lo dicho por la amable sor Encarnación mientras le mostraba el camino hacia la celda, deducía que aquel piso estaba reservado a las ejercitantes seglares.

Mirando el austero hábito de lana color castaño que colgaba de la puerta del armario, Elena hizo una mueca: no iba a resultar muy adecuado para una persona con sus ideas de la moda. Sin embargo, en el curso de la corta entrevista que había mantenido con él a su llegada, el padre Sanandrés había dado a entender la conveniencia de que durante su estancia, y mientras realizaban sus ejercicios espirituales, las seglares adoptasen el humilde vestido de novicia.

Después de aceptar sin reparos su carta de presentación, y pese a que Elena estaba segura de que no se conocían, Sanandrés se había interesado cortésmente por la salud de su padre. Sería simplemente, pensó Elena, porque en vista de las referencias procuradas por Bernal en el sentido de que se trataba de un magnate de la industria de la construcción, el padre Sanandrés abrigaba la esperanza de obtener algún sustancioso donativo para su curiosa orden.

Aquel prior por nombramiento propio y extrañamente vestido de obispo, le había dado la impresión de un fanático de mucho cuidado. Luego de despotricar contra el Vaticano II y las nuevas reformas introducidas en la Iglesia, había criticado con encono los peligros de la moderna vida secular. Elena llegó a la conclusión de que, en lo religioso, era un seguidor del cardenal Lefèvre y, en política, le situaba bastante a la derecha del desaparecido general Franco. Al preguntarle ella por la Orden de la Palma, declaró que no pasaba de ser una nueva fundación que había existido antaño en el mismo lugar, y que su rito se basaba en el de los premonstratenses.

Se dedicó, en el recogimiento de la celda, a estudiar el folleto de orientaciones destinado a los ejercitantes laicos, por el cual supo que contaban con que asistiese siete veces al día, en la capilla, en compañía de los hermanos y hermanas del convento, a la celebración de las horas canónicas. Las comidas se servirían en el refectorio después de prima, sexta y completas, y no habría platos de carne durante la Semana Santa, hasta el Domingo de Pascua. Podía intervenir a diario, si así era su deseo y se consideraba en el debido estado de contrición, a las procesiones penitenciales. El propio padre Sanandrés la confesaría, igualmente si así lo deseaba. El resto de sus horas libres podía dedicarlo a la contemplación, aunque quizá le gustara ayudar de vez en cuando a las hermanas en sus labores domésticas y otras tareas.

Elena se puso en pie y, asomándose a la ventanita enrejada, miró hacia la estrecha calle de la Concepción. Se preguntaba si encontraría la manera de establecer un medio de comunicación seguro con la sala policial de operaciones de la avenida de Andalucía. El comisario Bernal le había pedido que cuidase de estar disponible cuando llegaran por las tardes las mujeres de la Adoración Diurna: trataría de organizarle un contacto por medio de una de ellas. Su única alternativa era participar en las procesiones como penitente descalza cuando los pasos salieran del convento y, una vez en la calle, buscar un teléfono.

Despojándose de su costoso vestido de Courrèges, lo colgó con pesar en el minúsculo armario. El hábito castaño tenía un tacto áspero y desagradable -más próximo, pensó, a la arpillera que a la lana de merino-, pero se lo puso rápidamente y se lo ajustó con el cinturón de cáñamo, tras lo cual se calzó las alpargatas, de color azul. Viendo que disponía de una hora hasta la tercia, salió silenciosamente al corredor, cuyas ventanas daban al mayor de los dos patios rectangulares. Abajo, a considerable distancia, vio al padre Sanandrés, vestido como antes con sus galas de obispo, hablando muy serio con dos oficiales del ejército: un coronel y un capitán, le pareció, por las estrellas que lucían en sus gorras caqui. Aunque sus voces resonaban en la quietud del claustro lleno de palmas, la altura era mucha para poder oír lo que decían. Decidió trasladarse a la planta baja, a fin de estar más cerca de ellos.

El inspector Ángel Gallardo, que ya había encontrado alojamiento en una limpia pensión próxima al puerto de pescadores de Rota, se encontraba en su ambiente favorito: un café de los muelles, lleno de humo. El largo mostrador cubierto de cristal exhibía una enorme variedad de mariscos y pescados de la zona, así como de tapas a base de carne y hortalizas. El suelo aparecía sembrado, casi hasta la altura de los tobillos, de pieles de gamba, huesos de aceituna, mojadas colillas de puros y de cigarrillos, manchadas y rotas servilletas de papel y rasgados «cromos» o boletos fallidos. El ruido de las ásperas voces de los pescadores era ensordecedor.

Radiante de satisfacción, Ángel había invitado a una ronda de copitas de manzanilla a un grupo de cinco pescadores, que aceptaron gustosos la hospitalidad del locuaz turista madrileño y daban suelta a su descontento por los métodos de las autoridades marroquíes y a su desdén por la falta de redaños que mostraba el gabinete de Calvo Sotelo en la negociación de un acuerdo pesquero que les permitiese faenar en condiciones más ventajosas en la costa africana. Llevaban cuatro días sin hacerse a la mar, debido al apresamiento en Tánger de una de las embarcaciones de sus amigos.

Mientras les alentaba en su parloteo, Ángel encargó una ración de ostras rebozadas y empezó a desviar lentamente la conversación hacia el tema de los arrastreros soviéticos. Uno de sus interlocutores menos jóvenes y más curtidos, cuya musculatura realzaba un ajustado niqui a rayas azules y blancas, acogió con sonora risa la pregunta del simpático madrileño.

Los vemos casi todas las noches, por lo regular en parejas, y le aseguro a usted que, de pescar, nada. Ésos no nos hacen la competencia. Con todas las antenas que llevan montadas en las jarcias, es otra pesca la que persiguen. Muy simpáticos, cuando nos acercamos: a veces nos echan una botella de vodka ruso, del mejor. Pero si ellos se acercan demasiado, los americanos les envían una corbeta y los echan.

– ¿Y qué me dices, Eusebio, del submarino que estuvo a punto de volcar al Estrella del Mar? ¿Te acuerdas de eso? -intervino uno de los jóvenes.

Ángel aguzó el oído.

– Un asunto raro, aquél. Hace unas semanas, un sábado por la noche era, estábamos pescando con el Estrella frente al cabo Espartel, al oeste de Tánger. Los dos habíamos hecho buenas capturas. Nos alejamos de la costa marroquí antes de que sus patrulleras nos localizaran y salimos zumbando hacia casa. Fuera ya de las aguas africanas, encendimos las luces, y cuando nos acercábamos a la bahía de aquí, el Estrella, que iba a trescientos metros detrás de nosotros, de pronto se vio levantado del agua por lo que creyeron una ballena. Fue una suerte del demonio que no llevaran tendidas las redes, porque se les hubieran enganchado de mala manera.

– ¿Y qué era? -preguntó el más joven de los marineros-. El submarino ese, quiero decir.

– No pudimos enterarnos. Una cosa negra, de entre cuatro y cinco metros de largo y uno y medio de ancho, que salió a la superficie justo debajo del Estrella y a punto de ponerlo culo arriba. Se alejó aguas adentro a toda máquina… treinta nudos, calculó Joselito que llevaría. Era tan pequeño, que no podía tener más de cuatro o cinco tripulantes. Pero la potencia del cacharro aquel era una cosa fantástica. Los americanos han debido estar probándolo en la bahía, aunque yo nunca he visto un trasto de ésos en superficie con luz del día.

La conversación pasó de forma natural a la base norteamericana y a lo mucho que la vida había cambiado en Rota desde la llegada de los yanquis en 1953.

– Hay que reconocer que ha traído mucho dinero a la ciudad -apuntó uno de los jóvenes.

– Pero la pesca no ha vuelto a ser lo que era -objetó Eusebio, el de más edad-. La mejor época fue en los años cuarenta y cincuenta, cuando escaseaba la comida y sacábamos buenos precios por las capturas. Ahora, con todos esos aparatos de sonar y todas esas redes antisubmarino, los peces se asustan, y a nosotros nos complican el entrar y salir del puerto, por no decir nada, cuando por fin hemos salido, de los condenados marroquíes.

Ese comentario les hizo volver a sus preocupaciones cotidianas. No obstante, Ángel consideró que se había hecho con una información muy interesante para Bernal.

Escudada por una talluda datilera, al lado norte del claustro principal de la Casa de la Palma, Elena Fernández se había sentado en un banco de mármol y, con un rosario entre los dedos, fingía leer un misalito de tapas de pergamino blanco. Iba acostumbrándose ya a la aspereza del hábito, e incluso apreciaba la protección que le ofrecía frente al helado asiento, donde quedaba oculta por una serie de grandes macetas de azucenas y amarilis carmesí cuyo intenso perfume la tenía algo mareada.

Rompía únicamente el silencio el argentino murmullo de una fuente en la que la estatua de un ángel sostenía ante la boca una trompeta de la cual brotaba el fino chorrillo intermitente. El suave eco del agua apenas permitía a Elena captar la atenuada voz del padre Sanandrés y de los dos oficiales, que mantenían una conversación ambulante, de modo que confió en que orientasen sus pasos hacia donde ella estaba. Distinguía claramente ambos extremos de la arcada norte del claustro, al parecer menos frecuentada por los religiosos de la casa que su lado sur, el que unía el vestíbulo principal con la capilla.

A medida que se acercaban las voces masculinas, se acurrucó en un rincón del banco, fingiéndose todavía más absorta en sus devociones. Alcanzó entonces a oír unas cuantas palabras: «… castillo de Santa Catalina… operación nocturna… lugar seguro…», y más tarde frases completas, que atribuyó al oficial de más edad, el coronel:

– Desde luego, todo ese asunto ha sido un escándalo. El jefe de la JUJEM no tendría que haberse inmiscuido. Y la actitud de la policía fue una pura traición.

Elena captó los murmullos desaprobadores del padre Sanandrés.

– Bien, padre, encontramos que el mejor momento sería el sábado por la noche, cuando la guarnición estará menos protegida, a causa de los permisos de fin de semana.

– ¿Pero no bloquearán en seguida las carreteras? -oyó Elena que preguntaba el oficial joven.

– Naturalmente, por eso hay que engañarles permaneciendo en la ciudad por lo menos durante una semana. ¿Qué me dice, padre?

– ¿Se refiere a quedarse aquí? ¡Pero eso sería peligrosísimo! -el prior le pareció a Elena muy alarmado-. Recibimos frecuentes visitas, y tenemos hospedados a algunos seglares hasta por lo menos el próximo lunes. Entre ellos, la esposa de un comisario de Madrid.

– Pero nuestros chicos pasarían por otros dos visitantes seglares, como los demás -arguyó zalamero el coronel-. No habría problema alguno.

– Desde lo del juicio, son caras conocidas -objetó el padre Sanandrés-. Se les ha visto en la televisión, y los periódicos han publicado fotografías suyas.

– Podrían encerrarse en sus celdas durante esa semana, y luego los sacaríamos por mar.

La secreta conversación, tan fascinante para los oídos de Elena, empezó a desvanecerse cuando los tres contertulios se volvieron de espaldas al punto donde ella se encontraba medio agazapada y, para gran desencanto suyo, abandonaron el claustro en dirección al cuarto del prior. Después de consultar el reloj, decidió que disponía de tiempo para subir a su celda y redactar un breve y urgente informe para el comisario Bernal, antes de que la llamasen a la capilla para nona.

Sin que nadie lo advirtiera en apariencia, Elena llegó hasta su cuartito, entró y echó el cerrojo a la puerta tras de sí. Al abrir el armario, para sacar su maleta, tuvo la vaga impresión de que sus ropas no estaban colgadas como las había dejado. Acercándose a la cómoda, examinó los cajones donde antes había distribuido sus prendas interiores. Nuevos indicios de desorden. ¿Habrían registrado sus cosas mientras estaba en el claustro? Regresando inquieta al armario, sacó su equipaje y lo puso encima del catre. Abierta la maleta, a primera vista vacía, inspeccionó cuidadosamente el forro. Insertando una segunda llave en la base del asa, tiró entonces de las cinchas de seda cosidas al forro, y la parte central del fondo se abrió con un chasquido. Suspiró aliviada: el intruso no había dado con aquel compartimento secreto de la maleta proporcionada por Bernal, que contenía sobres y papel de cartas, una pequeña pistola Derringer, una potente linterna, un dispositivo electrónico que permitía escuchar a través de las paredes, unos prismáticos para uso nocturno, un magnetófono en miniatura y una cámara Rolleiflex tan pequeña que cabía en un puño.

Después de extraer una cuartilla y un sobre, Elena cerró el falso fondo, echó la llave y devolvió la maleta al armario. Sentada a la mesita dispuesta bajo la ventana, se sintió animada por el bullicio que llegaba de la calle a medida que las tiendas abrían sus puertas a las cinco y media, después de la siesta. Absorta en seguida en la redacción del informe, no oyó la bien engrasada mirilla que se abría por el lado del corredor ni percibió la fría observación de que era objeto.

El comisario Bernal y el inspector Lista estaban sentados en el interior del Renault 4, de color verde y sin distintivos, que habían estacionado en la parte alta y más ancha de la calle de Jesús Nazareno, desde donde podían observar el Convento de la Palma. Bernal suspiró impaciente:

– Ya no pueden tardar, Lista. El sábado las vi aquí a esta hora. Es urgente que le organicemos un contacto a Elena. La mujer en que vengo pensando, si puedo localizarla antes de que llegue a la puerta del convento, pasará inadvertida para todos.

– ¿La considera de fiar, jefe?

– Espero que lo sea. Durante el rato que hablé con ella el otro día, me dio la impresión de una mujer juiciosa, que lo será más si le ofrecemos pagarle sus servicios.

En ese mismo momento apareció a lo lejos una alta figura femenina de recia osamenta, que caminaba en dirección a ellos, procedente de la parte baja de la ciudad, y también la más humilde.

– Es ella, Lista. Baja y háblale. Le enseñas la placa y te la traes hacia el coche. Seguro que me reconocerá.

Bernal vio a Lista conversando animadamente con la corpulenta mujer, que le mostraba la botella vacía que tenía en la mano. Luego, acercándose al coche con manifiesto recelo, la mujer miró a Bernal por la abierta ventanilla.

– ¡Vaya, es usted! ¿De qué va todo esto? -vibraba en su voz el acento de la clase trabajadora barcelonesa-. Yo no he hecho nada. Porque usted es un policía, ¿eh? Ya le preguntaré a sor Serena, que nos dice quiénes son todas esas visitas de fuera. Aquella señora grande que nos mangonea a todas debe ser su esposa, ¿oi?

– Sí, todo muy exacto. Y que yo sepa no ha hecho usted nada malo. Se trata de un pequeño trabajo que quería encargarle, que es del todo legal y le será bien pagado.

La catalana mostró mayor interés, y su actitud cambió al momento.

– Bueno, ¿y por qué no empezaba por eso? ¿Qué tengo que hasert?

– En primer lugar, guardar silencio sobre esto. Ni una palabra a nadie, ¿entendido?

– Vale, se lo prometo. ¿Qué hago yo?

– Sacar del convento, sin que nadie lo vea, una carta que le entregarán de vez en cuando.

– ¿Eso es todo? ¿Cuánto me pagará?

Bernal calculó una suma ni tan alta que despertara las sospechas de la mujer, ni tan baja que la indujera a traicionarle.

– Mil pesetas por entrega.

¿A dónde hay que llevarla? Las suelas están caras, ¿sabe?

– ¿Dónde vive usted? -preguntó Bernal.

– Allí abajo, en La Viña, en la calle San Félix.

– ¿Tiene teléfono en casa?

– ¡Debe estar de broma! -rió ella estrepitosamente-. ¿De dónde va a sacar la mujer de un pescador pobre para pagar teléfono?

– Calle San Félix, ¿dice? -reflexionó Bernal en voz alta-. ¿No queda por allí el restaurante El Faro?

– Y tan: un poco más abajo, en la misma calle.

– Estupendo. Cuando tenga alguna carta para mí, vuelva a su barrio como si tal cosa al salir del convento y telefonéenos a este número desde una cabina o desde un bar del contorno -le anotó el número en un pedazo de papel-. Pregunte por el inspector Navarro. Él le dirá a qué hora debe ir al restaurante El Faro, donde le entregará la carta al inspector Lista, mi acompañante. Él le pagará entonces las mil pesetas.

– Vale, trato hecho. La carta me la dará su mujer, supongo.

– No, no lo creo. Será una joven, la señorita Fernández -le mostró una fotografía de Elena-. Cuide de que nadie la vea hablando con ella o recogiendo la nota que le dé.

– ¿Y en qué anda metida esa gente ahí dentro, eh? -preguntó a Bernal hincándole sugerentemente el codo-. No tendrán montada una casa de citas, ¿verdad? Siempre me ha parecido raro ese revoltijo de curas, monjas y obispos. Pero mi marido dice: «¿Qué se pierde por probar? Tú siempre quisiste tener chiquillos». Mi hermana quedó en estado después de beber el agua del viejo manantial, cuando aún no habían abierto el convento de ahora. O sea que, ¿por qué no intentarlo? Aunque, no crea -se encogió, resignada, de hombros-, poco bien me ha hecho hasta ahora. Claro que, con el marido en el mar todo el tiempo, mal podía hacerlo, ¿oi? -y largándole a Bernal un nuevo codazo, rió estrepitosamente-. En fin, si me da a ganar mil pesetillas de vez en cuando, yo sigo con el agua de los monjes, tenga lo que tenga -dijo. Y recordando algo, agregó-: ¿Cómo sabrá esa señorita que yo soy su cartero?

– Le pedí que esta tarde estuviera pendiente de usted -repuso Bernal.

– Conque sabía que iba a decirle que sí, ¿eh? Debí pedirle el doble.

Mientras ella se alejaba calle arriba con andar hombruno, Lista la contempló con cierto recelo.

– ¿Está seguro, jefe, de que no nos hará un pan como unas hostias yéndose de la lengua con las otras mujeres o con las monjas?

– ¿Ésa? ¡Ni hablar! -repuso Bernal con convencimiento-. Tendría que ser que el padre Sanandrés le ofreciese más, y con un poco de suerte, no se enterará de lo que nos traemos entre manos. Habiendo dinero de por medio, los catalanes no sueltan prenda. Saldrá que ni bordado, ya verás.

Al salir del bar de pescadores que daba frente al puerto de Rota, el inspector Ángel Gallardo se dirigió hacia una cabina telefónica, a fin de comunicarse con su colega Paco Navarro. Estaba todavía en eso cuando, vuelto hacia los cristales, vio un voluminoso Cadillac de matrícula árabe que se detenía a la puerta de un elegante hotel del otro lado de la plaza. Cuatro hombres de chilaba se apearon del automóvil y se encaminaron a la alfombrada escalinata que daba acceso al establecimiento.

– ¿No quería el jefe, Paco, que se siguiesen los movimientos de todos los árabes? -preguntó-. Pues bien, cuatro de ellos acaban de bajar de un cochazo delante de un hotel de cuatro estrellas de la plaza principal de aquí.

– No estará de más que te enteres de quiénes son, Ángel, y qué están haciendo ahí.

– Lástima que no disponga de un coche sin distintivo. Podría ser que se trasladasen a otro sitio.

– Si necesitas respaldo, vuelve a llamarme. Yo voy a hablar con Fragela, el inspector de aquí, a ver cómo están de coches K en Cádiz.

Ángel entró con naturalidad en el vestíbulo del hotel y se encaminó al casi desierto bar situado a la derecha de la recepción. Resolviendo que convenía mantener despejada la cabeza, pidió un San Francisco y se puso a charlar con el joven camarero. De los cuatro árabes no se veía ni rastro; probablemente habían subido a sus habitaciones.

Después de intercambiar unas cuantas bromas, en particular concernientes a las dos chicas de la recepción, Ángel se interesó, como quien no quiere la cosa, por el número de huéspedes que recibía el hotel durante la Semana Santa.

– Ya no es lo de antes -dijo el mozo-, aunque se hospedan algunos oficiales norteamericanos cuando les llega de visita la mujer. Dan unas propinas fenomenales. Para mí, que no acaban de aclararse con nuestro dinero. Casi siempre pagan en dólares.

– ¿Y los árabes? -indagó Ángel-. ¿Sueltan buenas propinas?

– Qué va, ni por equivocación. No pisan el bar. Se dice que no toman bebidas alcohólicas en público, pero que en el transbordador las compran, libres de impuestos, para su consumo -dijo el camarero, algo escandalizado-. A mí no me dan ni un duro, y a las camareras, tampoco.

– ¿Y qué hacen aquí? Porque no parecen turistas, ¿verdad? ¿Son hombres de negocios?

– Según Marifé, la de recepción, no. Marifé es la bonitilla, la que llena las fichas; y como los pasaportes vienen en árabe y ella no lo entiende, como tampoco el francés, puestos a eso, les tiene que preguntar la profesión. Dice que son peces gordos de Rabat.

– ¿Y siempre se hospedan aquí los mismos?

– No sabría decirle. A mí, con esas barbas y esos albornoces, me parecen todos iguales. Dios sabe qué harán, todo el día encerrados en la habitación.

– ¿No salen mucho?

– Sólo al casino del Puerto. Según los chóferes, son grandes jugadores, aunque por aquí no se les pierden los dirhams.

Dándose cuenta de que no podría inspeccionar ni las fichas de registro ni los pasaportes de los árabes del hotel sin romper el incógnito de que se beneficiaba, mientras que la policía local sí podía llevar a cabo una verificación de rutina, Gallardo decidió telefonear de nuevo a Navarro desde la cabina de antes, por si acaso la recepcionista del hotel intervenía la llamada.

El comisario Bernal estaba leyendo con vivo interés el informe que Ángel Gallardo había cursado por teléfono acerca de su conversación con los pescadores.

– Habrá que entrevistarse de nuevo con el comandante de Seguridad de la base de Rota, Paco -comentó-. No sólo resulta que los norteamericanos disponen, al parecer, de un nuevo tipo de arma de neutralización de personas que funciona a base de rayos láser, sino que además, y por las trazas, ahora tienen un submarino enano del que no se ha informado a nuestra Armada. Mejor será que llames al contraalmirante Soto a San Fernando y le pidas que nos concierte una cita.

– De acuerdo, jefe; ahora le llamo. ¿Qué hago con los árabes de Ángel? Él cree que, si se desplazan de ese hotel de Rota, necesitará apoyo.

– Mira a ver qué puede conseguirnos Fragela en materia de coches K. Me temo que ese asunto resulte trabajo perdido. Según los primeros análisis de datos que ha traído Fragela, hay una apreciable afluencia de comerciantes norteafricanos que pasan por Algeciras, muchos de ellos hacia Cádiz y Jerez, en viaje de negocios, pero en su mayoría son gente de poca monta. Ese Cadillac de que habla Ángel, de matrícula marroquí, parece algo más prometedor. No perdemos nada dejando que los siga y prestándole un poco de ayuda. No se me ocurrió que pudiera tener que desplazarse. ¿Ha llegado ya algún mensaje de Elena?

– Nada todavía, jefe; pero Lista está al acecho, para establecer contacto cuando llame la catalana.

Elena Fernández se había escondido en la manga de su hábito de novicia el sobre cerrado que contenía su mensaje para Bernal, y cuando la campana llamó a vísperas, se encaminó al corredor que conducía a la capilla. Sabiendo que el comisario tenía previsto organizarle un contacto por mediación de una de las mujeres que visitaban el convento diariamente a la caída de la tarde, se rezagó, con no poca impaciencia, lejos de las puertas del oratorio.

El padre Sanandrés le dedicó una solemne inclinación de cabeza al pasar por el claustro precediendo a la pequeña asamblea de monjes, y las monjas le pidieron entre susurros que esperase con los demás seglares y se sentara a la derecha de la nave central, detrás de las religiosas. Reparando en una mujer de envarada espalda, que vestía un hábito idéntico al suyo y tenía la nariz aguileña y la expresión altanera parecidas a las de doña Carmen Polo, señora de Meirás, comprendió que debía tratarse de Eugenia Bernal, la mujer de su jefe.

Sor Serena fue a abrir el postigo de la puerta principal, para dar paso al grupo de ruidosas mujeres que aguardaban empuñando sus vacíos recipientes de cristal.

– Vamos, un poco de respeto -vituperó la monja-. No sabemos si el agua fluirá hoy, y como no tengáis más tiento, seguramente no lo hará.

Elena escrutó ansiosamente los rostros de las recién llegadas, preguntándose cuál de ellas intentaría establecer contacto. Le inquietaba el que la inexperta aficionada lo hiciese de forma tan ostensible que llamase la atención del padre Sanandrés o de alguna de las monjas. Pero como sor Serena la mandase entrar en la capilla por delante de las asiduas visitadoras, tuvo que situarse de mala gana a la misma espalda de la que creía esposa de Bernal.

Iniciado el oficio, Elena lanzó subrepticias miradas a las mujeres que tenía detrás, pero ninguna de ellas parecía interesarse en absoluto en su persona.

Elena siguió el oficio de vísperas maquinalmente, sin apenas mirar el misal, y a medida que el padre Sanandrés atacaba las palabras finales, fue invadiéndola una sensación de desesperanza, mientras que la carta destinada a Bernal parecía quemarle la carne bajo la manga. Concluido el servicio, las mujeres congregadas a su espalda se levantaron de golpe y se encaminaron al altar. Adelantándose, estiraban el cuello detrás del padre Sanandrés, y fijaban la atenta mirada en un panel de cristal engastado en el suelo, frente al altar. Por encima de ellas descollaba muy alta una majestuosa imagen de Nuestra Señora de la Palma, de tamaño mayor que el natural, de brazos acogedoramente abiertos, pero con esa fría expresión facial, ajena a lo humano, que los imagineros andaluces suelen imponer a sus creaciones. Las dos mujeres más próximas al ara forzaron el avance, mirando, ansiosas, al oficiante.

– ¿Mana el agua, padre? ¿Tendremos milagro?

El extraño personaje de purpúreas vestiduras episcopales permanecía frente a ellas estático, desplegados los brazos y ladeada la cabeza en actitud de oración. Parece un santo de El Greco, pensó Elena. La embargaba una extraña sensación, casi como de estar presenciando un misterio pagano, que se vio acrecentada cuando una de las seglares, una mujer alta, de huesos grandes y melena color castaño, exclamó con un grito tosco:

– ¡Ahí está, chicas! Empieza a manar.

Algunas de sus compañeras empezaron a proferir voces de aliento, hasta que el padre Sanandrés, abriendo por fin los ojos, bajó la mirada.

– ¡El milagro se ha operado una vez más! -exclamó con voz sepulcral-. ¡He aquí el agua de la vida, fluyendo de la roca viva!

A una señal suya, un acólito bajó los empinados peldaños que conducían a la cueva situada bajo el altar, de donde reapareció poco más tarde, portando un gran cáliz de plata. Apiñadas con avidez a su alrededor, las mujeres destaparon sus botellas. Luego de pronunciar una bendición sobre la copa, el prior procedió a verter porciones del cristalino líquido en los recipientes que le tendían.

Aprovechando que todas las miradas se hallaban pendientes de la insólita ceremonia, Elena se escabulló del bando y encaminóse hacia la salida. Al cabo de un instante, la mujer alta se separó del apiñamiento y enfiló el pasillo con andar desenvuelto. Al igualarse, dijo con voz susurrada pero muy audible:

– ¿O sea que es usted la señorita Fernández?

Elena asintió mudamente y la siguió a paso rápido hacia el claustro.

– Tiene algo para mí, ¿verdat?

Elena le deslizó el sobre y, al hacerlo, le apretó suavemente la mano, en expresión de gracias, tras lo cual, y con la mayor discreción posible, regresó a los bancos traseros de la capilla. Nadie parecía haberse percatado de su breve ausencia.

Después de su tercera llamada a Paco Navarro, para prevenirle de que los árabes podían trasladarse al nuevo casino instalado al norte del Puerto de Santa María, Ángel, sentado en un alto taburete de un modesto bar que daba frente al hotel de los árabes, permanecía al acecho, mientras esperaba el coche K que había de procurarle el inspector Fragela: un pequeño Seat 600 de color rojo.

Mientras Gallardo vigilaba la entrada del hotel, se había presentado en la recepción un sargento de paisano, de la comisaría de Rota, con el aparente fin de someter a una comprobación rutinaria las fichas de registro de los clientes llegados con motivo de la Semana Santa. La recepcionista, que le conocía de esas revisiones periódicas, le hizo pasar al despacho del gerente y le entregó un montoncito de tarjetas blancas y, con ellas, cuatro pasaportes.

– Las fichas correspondientes a éstos no las tengo llenas todavía -le dijo-. Con los pasaportes árabes, nunca me aclaro.

Como el sargento le pidiera permiso para utilizar la fotocopiadora, la muchacha conectó la máquina y le dejó aplicado a su tarea. Siguiendo las instrucciones recibidas de Fragela, fotocopió inmediatamente los pasaportes de los cuatros huéspedes marroquíes.

Ángel, que seguía instalado en un taburete junto a la ventana del bar de enfrente, apenas dirigió una mirada al sargento de paisano cuando abandonó éste el hotel, ignorante de que aquella discreta visita iba a procurarle en breve las señas personales de los africanos sospechosos. Transcurrido casi un cuarto de hora, vio detenerse en la calle secundaria que quedaba junto al bar, el coche K, el pequeño Seat rojo. Pagó los tres cafés que había tomado, dobló su ejemplar de El País, que acababa de llegar de Madrid en el tren de la tarde, y salió. Acercándose al conductor del coche K, le mostró por la abierta ventanilla su placa de la DSE, que sujetaba desdoblada dentro del periódico. El gaditano saludó a su colega madrileño y le abrió la portezuela del lado derecho.

– No tiene esto mucha potencia, ¿no?, si tenemos que perseguir a un Cadillac -comentó Ángel al chófer de la policía gaditana, que como él, iba de niqui y vaqueros.

– Parecerá de poca potencia, pero lleva un motor trucado. Cuando nos metamos en autopista, tendrás que agarrarte a las gafas de sol -dijo, al tiempo que le tendía el sobre que le habían mandado recoger en la comisaría de Rota.

Ángel examinó las fotocopias de los pasaportes de los cuatro visitantes marroquíes, que por cierto no habían salido todavía del hotel, y se las tendió a su colega.

– Aunque las fotos han salido mal, son éstos los sospechosos. ¿Qué tal estás de francés?

– Sé un poco, porque pasé cuatro años destinado en Ceuta.

– Entonces también sabrás algo de árabe -exclamó Ángel-. Los pasaportes están en estos dos idiomas.

– Lo malo es que no lo leo -confesó el policía gaditano-: nunca conseguí descifrar esos garabatos. Pero a lo mejor me desenvuelvo con el francés.

– La profesión que dan estos dos, marchand de vins, ¿es «comerciante en vinos»?

– Sí, eso mismo.

– ¿Y no te parece una ocupación un poco rara, tratándose de musulmanes?

– Pues no sabría decirte… En Ceuta se importaba mucho vino, y los españoles de allí no se lo bebían todo.

– ¿Qué dices de éste? -preguntó Ángel, señalando la tercera fotocopia-. ¿No es piloto de las Fuerzas Aéreas marroquíes?

– Sí, exacto -confirmó el conductor-. A lo mejor es él quien ha traído a los otros en avión. Como verás, los sellos de entrada son del aeropuerto de Jerez y tienen fecha de hoy. No hay vuelos internacionales con Jerez, así que han venido en un aparato particular.

– Y el cuarto hombre comercia, al parecer, en artículos generales -comentó Ángel-. ¿Cómo se explica que un oficial de las Fuerzas Aéreas haga de piloto de dos comerciantes en vinos y un hombre de negocios?

– A lo mejor es pariente de uno de ellos -sugirió el gaditano-. Por los nombres, desde luego, no se puede saber, debido al curioso sistema de patronímicos que usa esa gente. Se llaman «hijo de fulano», sin más, o incluso «nieto de mengano». Cuando estaba allí, llegué a pensar que todos eran familia.

En ese preciso momento advirtieron que el portero del hotel hacía señas al chófer del voluminoso Cadillac estacionado en el aparcamiento, entre las palmeras que le daban sombra, y los cuatro árabes de chilaba aparecieron bajo la marquesina de la puerta.

– En marcha -dijo Ángel-. Ya puedes ir arrancando.

El comisario Luis Bernal leía con expresión grave el primer y breve mensaje de Elena Fernández, sacado subrepticiamente del convento.

– ¿Quieres llamar a Fragela, Paco? -pidió a Navarro-. Quizá pueda él aclarar un poco este asunto.

Mientras aguardaba la llegada del inspector local, y estudiando el gran plano mural de la ciudad, Bernal advirtió que el castillo de Santa Catalina formaba una estrella de cinco puntas, tres de las cuales sobresalían de un pequeño promontorio situado al oeste de la ciudad vieja, junto a los desiertos baños de La Caleta, y a no más de medio kilómetro, o entre siete y ocho travesías, del Convento de la Palma.

Cuando llegó Fragela, Bernal les invitó a él y a Navarro a acompañarle a su despachito interior, cuya puerta cerró.

– Vamos a ver, Fragela; cuéntenos lo que sepa sobre la guarnición del castillo de Santa Catalina. ¿Es numerosa?

– Ni mucho menos. Diez oficiales y treinta y cinco hombres, como máximo. La mayor parte de la guarnición militar se aloja en los antiguos cuarteles en la calle del Doctor Gómez Ulla, frente al Parque Genovés -y señaló en el mapa mural los edificios en cuestión.

– ¿Y quién está preso ahí, en el castillo, quiero decir? -preguntó Bernal.

– Dos de los oficiales convictos en el consejo de guerra por la abortada intentona militar del año pasado. Pero, como comprenderá, se trata de información reservada. El ministerio ha repartido a los sentenciados por las distintas regiones militares, y los va trasladando de una a otra periódicamente.

– Para impedir nuevas conjuras, supongo -comentó Bernal-. No estará de más, Fragela, que lea este informe que acabamos de recibir de la agente que tenemos situada en el Convento de la Palma. Como verá, sorprendió la conversación de dos oficiales, un coronel y un capitán, que al parecer proyectan un asalto al castillo de Santa Catalina el sábado por la noche. Los conspiradores, que se proponen liberar a esos prisioneros, le proponían al padre Sanandrés usar el convento como casa franca.

El inspector Fragela leyó con detenimiento el informe.

– No lo tendrían fácil -comentó escéptico-. El fuerte tiene una sola puerta de acceso, y las almenas están guardadas día y noche por centinelas armados. Y por mar no pueden intentarlo de ninguna manera: cualquier embarcación que usasen acabaría destrozada contra los escollos, que son formaciones de conchas fosilizadas y caliza.

– Pero cuentan con que el sábado por la noche, con el comienzo de los actos de Semana Santa, la guarnición estará ligera de hombres, y en todo caso pueden tener cómplices en el interior. Si consiguieran sacar a los presos, ¿cuál sería su mejor ruta de escape?

Bernal volvió frente al plano mural, acompañado por Fragela y Navarro.

– Si no se declarara la alarma inmediatamente -dijo Fragela-, tendrían buenas posibilidades, yendo en coche, de seguir el Campo del Sur hasta la Puerta de Tierra, y desde allí, por esta ancha avenida, hacia la vía Augusta Julia, o hacia el puente José León de Carranza, para cruzar la bahía. Pero si recibiéramos aviso rápidamente, podríamos poner en marcha el plan previsto para estos casos, consistente en interceptar los accesos a este lado de la Puerta de Tierra, con lo cual quedan virtualmente cerradas las salidas de la ciudad vieja, y situar otro control en este lado de La Cortadura, que equivale a aislar a Cádiz-2 de la bahía. Pero la operación nos llevaría probablemente unos cinco o diez minutos.

Conociendo la velocidad con que solían moverse los andaluces, se preguntó Bernal si los cálculos de Fragela no pecarían de cierto optimismo.

– Así pues, la idea de llevar a los excarcelados a una casa franca cercana no es tan mala, después de todo, ¿no? -tanteó-. En especial si mantienen allí a los evadidos durante cosa de una semana, a la espera de que se hayan aquietado los ánimos.

Fragela reconoció que el plan podía dar muy buenos resultados.

– El único riesgo está en que les viesen entrar en el convento.

– Pero los vecinos de esa calle están acostumbrados a las idas y venidas de los oficiales que lo visitan. Y la ciudad estará en fiestas esa noche -dijo Bernal. Tras un momento de reflexión, añadió-: Quiero que indague de forma discreta la identidad del coronel y el capitán que visitan al padre Sanandrés. Yo entretanto hablaré con el Ministerio de Defensa por el teléfono con selector de frecuencias.

El sol poniente teñía de rojo sangre las aguas de la bahía de Cádiz en tanto Ángel Gallardo y el chófer de paisano, en su Seat 600 rojo, seguían a discreta distancia, por la comarcal que sale de Rota hacia el este, el Cadillac de matrícula marroquí. En las estrechas calles del Puerto de Santa María se vieron retenidos a causa de una procesión: la de la Cofradía de María Santísima del Desconsuelo, cuya Virgen, de cerosos rasgos e impasible mirada fija en el infinito, avanzaba cabeceante, bañada en el fulgor amarillo de sus cirios de talladas pantallas de cristal, sobre la plataforma espesamente alfombrada de claveles rojos y blancos, impelida su enorme carga por los costaleros penitentes bajo el rápido avance de las sombras.

Cuando el Cadillac, que había conseguido escabullirse por travesías secundarias, entró en la anchurosa Nacional VI, bordeada por las famosas bodegas de Terry y las de otros exportadores de vino, el chófer moro pisó el acelerador, con lo que el resplandeciente turismo casi se perdió de vista.

– Como no le des un poco de caña a tu famoso motor trucado -le dijo Ángel a su acompañante-, los perdemos.

En cuanto entraron en la serie de cerradas curvas que forma la Nacional VI entre las colinas, al este del Puerto, el pequeño Seat empezó a acortar distancias, y al cabo de cinco kilómetros alcanzaron la bien señalizada variante que da acceso al nuevo casino, producto, como todos los demás, de la liberalización posfranquista.

– Acorta un poco -pidió Ángel-; no es cuestión de entrar en el establecimiento pegados al trasero de ellos.

La pequeña carretera serpeaba un corto trecho entre altozanos con vistas a la bahía ya en sombras, hasta que repentinamente divisaron el iluminadísimo edificio de dos plantas que, metido en un hondón y con sus enjalbegados muros, era la viva estampa de un dar tetuaní. Sus sencillos arcos, de verdes celosías, que cubrían en ambas plantas su fachada desprovista de auténticas ventanas, le daban, en efecto, el aire de una mansión árabe.

Habiendo estacionado el coche K, los dos policías entraron en el vestíbulo, donde las arcadas se repetían en constante motivo decorativo de audaces colores primarios en tomo a una escalera central, de caracol, adornada en su hueco axial por lo que parecía ser un olivo seco.

– ¿Crees que nos dejarán entrar con este trapío? -le preguntó Ángel al gaditano.

– No siendo noche de gala, por supuesto. A los turistas no les exigen chaqueta y corbata. ¿Pero no sería mejor que hablases con el jefe de seguridad? Es un antiguo policía.

Ángel echó un vistazo a la cola de los que sacaban entrada. Ni rastro de los cuatro marroquíes. Reparó en los precios de los billetes: cuatrocientas pesetas por una sola visita; dos mil por el abono semanal, cuatro mil por el mensual y diez mil por todo el año. Pensando en lo rápidamente que habían entrado los moros, dedujo que tenían abonos.

El recepcionista dedicó a ambos policías una mirada de supremo desdén, a todas luces disconforme con su atuendo.

– El jefe de seguridad vendrá en seguida. ¿Quieren pasar por aquí, por favor? -y les mostró el camino hacia un cuarto situado a la derecha del acceso a la sala de juego.

Ángel se sentó en la mesa que había en mitad de la habitación y encendió un Marlboro. Un momento más tarde aparecía el responsable de la seguridad, de chaqueta negra y pantalones a rayas.

– ¿El inspector Gallardo? -preguntó con cierto titubeo.

– Soy yo -dijo Ángel, al tiempo que le mostraba la plateada placa, de grueso relieve y funda de cuero-. Éste es el sargento Pérez, de Cádiz.

– ¿En qué puedo servirle, inspector?

– Tenemos discretamente vigilados a cuatro marroquíes que acaban de entrar en el casino. Aquí tiene las fotocopias de sus pasaportes. ¿Querría consultar el archivo y decirme con qué frecuencia les visitan?

– Desde luego, inspector. Con el ordenador, tendremos la información en unos minutos. ¿Esperarán aquí?

– Preferiríamos esperar en la sala, para ver qué hacen.

– Síganme por aquí. En seguida les traeré los datos.

– Mejor será que nos veamos en el bar, dentro de diez minutos -repuso Ángel.

Le impresionaron el tamaño y la elegancia de la sala de juego principal, con sus hileras de mesas de ruleta francesa y americana y, a los extremos, las pequeñas consolas para el black-jack. También allí se insistía en los paneles de colores primarios y en el motivo decorativo de los arcos simples. Dado lo temprano de la hora, sólo cuatro mesas de ruleta estaban abiertas, pero la despierta mirada de Ángel reparó en una serie de señoras de aspecto acomodado, maduras pero bien conservadas, que jugando simultáneamente en dos o tres máquinas tragaperras, no prestaban atención alguna al juego de las danzantes ruedecillas ni se dignaban tan siquiera ocuparse de sus ganancias, más fija su atención en los jóvenes que más prometían de entre los presentes en la sala. Con su entrada, él y el sargento habían causado cierto revuelo entre aquellas aburridas frecuentadoras de la sala de juego.

Por cubrir las apariencias, Ángel se acercó a la más próxima mesa de ruleta y entregó al croupier un billete de cinco mil pesetas, para que se lo cambiase por fichas. Aunque vio a un par de árabes de albornoz blanco, al fondo de la sala, en las mesas donde las apuestas mínimas eran más altas, se daba cuenta de que no le convenía demostrar demasiado su interés. Él y su acompañante empezaron a apostar, el sargento a base de fichas de a cien pesetas, a rojo o a negro, y él, como la mayoría de los jugadores, a plenos elegidos al azar. Cuando, pasados cerca de diez minutos, Pérez había gastado ya todas sus fichas, Ángel le hizo una seña y, recogiendo sus considerables ganancias, lanzó una propina al croupier, que rastrillándola hábilmente, la metió en la caja de las gratificaciones, instalada en una esquina de la mesa.

Camino del bar, vieron que los dos árabes seguían junto a la mesa de boule.

– ¿Estás seguro de que son de los nuestros? -preguntó Ángel-. A mí todos me parecen iguales.

Pidió una cerveza Skol y pagó con dos fichas de sus ganancias. El jefe de seguridad apareció en una puerta lateral, y como le hiciera una seña, Ángel se le acercó con naturalidad, llevando consigo el vaso.

– Aquí están las fichas de asistencia de dos de sus marroquíes, que tienen abono anual. Como verá, son clientes muy estimados. El piloto y el otro no habían estado aquí con anterioridad. A los dos primeros el director suele invitarlos a la sala privada, donde no hay límite ni de apuestas ni de ganancias, y pueden jugar al chemin de fer, que es su juego favorito. Lo había en la sala principal, pero lo retiramos hace poco, porque traía más problemas que ganancias.

– ¿Y es ahí donde están ahora -quiso saber Ángel-, en la sala privada?

– Sí, y los otros dos se reunirán con ellos después de haber echado un vistazo por aquí abajo, aunque no creemos que sean jugadores serios.

– ¿Habría manera de que observásemos la sala privada sin ser vistos?

– Tendré que consultar con el director -respondió el jefe de seguridad, vacilando.

– A ver si me lo consigue -pidió Ángel-. Le espero en el bar.

Gallardo encontró allí al sargento Pérez, a quien puso al tanto de la situación. Minutos más tarde les invitaron, con una nueva seña, a cruzar la puerta de antes, donde encontraron a la impresionante persona del director, de chaqué y corbata blanca.

– Tengo entendido, inspector, que se trata de un asunto de la mayor importancia.

– Cuestión de seguridad estatal -repuso Ángel con firmeza.

– En tal caso le llevaré a un punto de observación, en la confianza de que no le dirá a nadie que existe ese lugar.

– Sólo a mi superior, el comisario Bernal.

– Perfectamente. Síganme.

Precedidos por su guía, Ángel y el sargento salvaron un corto tramo de escaleras y se internaron en un corredor de techo muy bajo, donde se percibía clarísimamente el zumbido de los climatizadores. El director les hizo entrar en un cuartito y se llevó un dedo a los labios.

– Ahora, cuidado con hacer ruido.

Apretó un botón y en el suelo se descorrió un panel que permitía ver desde arriba a los croupiers y jugadores congregados en la salle privée. Vio Ángel que además de los dos marroquíes había otros tres jugadores, éstos con el uniforme blanco de la Marina estadounidense.

– ¿Quiénes son los otros tres? -le susurró al director.

– Oficiales de la base de Rota -bisbiseó aquél-. Haré que le traigan copias de sus documentos de identidad.

– ¿Puede oírse la conversación?

– Apretando este pulsador. Hay micrófonos debajo de la mesa de juego. Si le interesa grabar algo, el jefe de seguridad le indicará cómo.

– ¿Todo el casino tiene instalaciones como ésta? -preguntó Ángel, curioso.

– Sólo en la medida necesaria para garantizar nuestra seguridad y la de los clientes.

El comisario Bernal no consiguió dormir más que a ratos en su confortable cama del Hotel de Francia y París: no dejaba de darle vueltas a la decisión del Ministerio de Defensa de no intervenir en la conjura para la liberación de los tres militares recluidos en el castillo de Santa Catalina. Sus únicas medidas serían reforzar la guardia el sábado por la tarde y vigilar estrechamente a los conspiradores, una vez conocida su identidad. Aunque la decisión le parecía arriesgada, Bernal no dejaba de reconocer la conveniencia de dejar, antes de lanzarse sobre ellos, que los propios confabulados se comprometieran. Pero la causa de su preocupación y de su inquieto insomnio era la posibilidad de que existiese una relación entre aquel complot de política interna y la muerte del submarinista y del antiguo guardia civil ahorcado en Sancti Petri, aun cuando él no viera vinculaciones obvias. Por otra parte, ¿qué conexiones reales había conseguido establecer entre ambos asesinatos, prescindiendo de las enigmáticas señales luminosas y del submarino enano y las demás embarcaciones que habían desaparecido de la pantalla de radar? Una sola palabra: Melkart, o Melqart, o incluso Melkhart, presente en el tatuaje del submarinista muerto y en el mensaje en Morse de que diera cuenta el vigilante de costas poco antes de ser eliminado. Era indispensable que averiguara su significado, pues aquella palabra constituía su único punto de partida.

Estaba adormeciéndose por fin, cuando el teléfono de la mesilla sonó con agudo timbrazo. Se incorporó en la cama, encendió el aplique que había sobre ella en la pared y mientras se llevaba el auricular al oído, encendió un Káiser.

– Aquí Bernal. ¿Diga? ¿Soto? ¿Qué hora es? ¿Las dos menos veinte? ¿Qué ocurre? -y escuchó con creciente atención-. ¿Y luego desapareció de la pantalla de radar, como la última vez? ¿Qué decía el mensaje radiado? -tomando un cuaderno, anotó el texto que el contraalmirante le dictaba-. Melkart a Eritrea: Cita en bahía Ballena a las 23-30 horas del diez. Confirmen con señal luminosa previa al desembarco.

Tras consultar su agenda, Bernal comentó:

– El diez de abril es el próximo sábado, Soto. ¿Dónde está Bahía Ballena? ¿Que no aparece en el mapa ningún lugar con ese nombre? Pues será cosa de que sus chicos del Servicio Secreto rebusquen con paciencia en los índices geográficos. Muy bien, Soto. Nos veremos por la mañana, a eso de las ocho y media, y seguidamente nos iremos a visitar otra vez al comandante norteamericano. Hasta mañana.

Bernal se quedó despierto en la cama, dándole vueltas a aquel último texto interceptado. Echó mano de un mapa plegable de la Costa de la Luz. Aparecían en él numerosas bahías y calas, pero ninguna cuyo nombre tuviese que ver con ballenas. Consultó nuevamente su libreta. El diez, Sábado Santo, era precisamente la fecha prevista por los militares para sacar a los dos presos del fuerte de Santa Catalina. ¿Habría en definitiva entre ambos casos una relación que se le escapaba? Mientras lo cavilaba febrilmente, se despidió de dormir ya aquella noche. El remedio era sólo uno: echarse al coleto un libro tediosamente técnico, hasta que la pesadez del texto le rindiese. Siempre había encontrado en aquellos volúmenes, con su carga de información inútil, mejor cura contra el insomnio que en ningún somnífero, y tal era el efecto que normalmente conseguía con su colección de obras referentes a la antigua historia de Madrid. Tomó pues el abultado tomo de la Historia de Cádiz y su provincia, de Adolfo de Castro, publicada en 1858, y se lo asentó en el abdomen, distendido sobre el descompuesto estómago. Pronto se quedó atascado en una prolija disquisición a propósito de los distintos nombres que los clásicos habían dado a las tres islas principales que comprendieran antaño Cádiz y San Fernando, y en los intentos de don Adolfo, un tanto oscuros, de vincular las arcaicas referencias con la realidad geográfica actual.

A punto ya de adormecerse, se le vino a los ojos la palabra Eritrea, nombre en otro tiempo de Cádiz. ¿Dónde había oído aquello, y hacía poco? Su cansado cerebro se dio por vencido, y Bernal se abandonó por fin al sueño.

A las dos de la madrugada Ángel Gallardo salía no poco satisfecho del casino: llevaba en el bolsillo una cinta con la breve pero vehemente conversación que los visitantes marroquíes habían mantenido en inglés con los tres oficiales de Marina americanos. Junto al tapete verde de la salle privée, era poco lo que se había hablado: justo lo que el juego requería. Ángel observó que todos los presentes consumían generosas cantidades de Glenmorangie, un whisky de malta de diez años, y que las apuestas, a juzgar por los fajos de dólares que los jugadores canjeaban de vez en cuando por fichas, eran enormes. Pero cuando sirvieron la espléndida cena fría, se interrumpió el juego, y en ese momento se inició la conversación particular. Había sido una suerte que el sistema de vigilancia del casino fuese tan eficaz.

Provistos por los camareros de platos donde se amontonaban la langosta, los cangrejos y diversos mariscos, los componentes del grupito se retiraron a una espaciosa mesa de superficie de cristal, adornada con un haz de secas ramas de avellano en torno a una lámpara ultramoderna, que contenía un micrófono, y Ángel grabó cuanto allí se dijo. La única dificultad estaba en que ni él ni su acompañante, el sargento de paisano, sabían bastante inglés para seguir la conversación, pese a lo cual Ángel captó una serie de nombres y lugares: Alhucemas, Ceuta, Melilla y, aunque no estaba seguro, tal vez «Melkart». ¿No le había pedido Bernal que mantuviese atentos los oídos ante la posible aparición de esa misteriosa palabra o nombre en clave?

Al regresar los jugadores junto al tapete, el jefe de seguridad les había servido a él y a su compañero unos excelentes emparedados que regaron con cerveza, y así abordaron una nueva y tediosa espera.

Era más de la una y media cuando, habiendo cesado abajo, en el cabaret, los ecos de la voz extrañamente aguda de La Penca en su último chotis, los jugadores recogieron sus fichas y abandonaron la sala privada. Sentados en el interior del pequeño Seat junto a la salida del estacionamiento, Ángel y su acompañante vieron avanzar el resplandeciente Cadillac hasta el pie del pórtico del casino. También repararon en el automóvil de la Marina estadounidense, estacionado, con su chófer al volante, bajo una palmera. Ángel anotó el número de la matrícula, sin duda correspondiente a los transportes navales estadounidenses para la oficialidad. Afortunadamente había conseguido copias de las fichas de registro del casino. A buen seguro Bernal querría que los Servicios de Información de la Marina investigasen la identidad de los tres interesados.