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– No veo que podamos llevar este asunto ante un juez -dijo Kilander.
Era la mañana siguiente a que Marlinchen y yo habláramos junto al lago y, en aquel momento, procedía a lo que ya había hecho un buen número de veces desde la mañana en que anuncié a Kenny Olson que quería ser policía: a discutir con un fiscal si había posibilidades de llevar con garantías un caso al tribunal.
Sin embargo, la conversación no tenía carácter oficial. Kilander y yo nos habíamos encerrado en su despacho para dar cuenta del almuerzo de comida rápida que yo me había encargado de llevar: ensalada de pollo al curry con lechuga, un bollo redondo y té helado. Acababa de contarle lo que sabía de los Hennessy: las palizas de Hugh, el exilio de Aidan y la inexplicable ojeriza de Hugh por su hijo mayor.
– Es una historia horrible, no cabe duda -dijo Kilander-. Pero el propósito de la ley de menores y de familia no es el castigo, sino la mediación. Ninguna agencia de protección de menores pretendería llevar a juicio a un padre por malos tratos si los hechos han tenido lugar hace tiempo y no han producido lesiones permanentes.
– Eso ya lo sé -respondí mientras abría por la mitad el panecillo, que no había tocado hasta aquel momento, y lo untaba con mantequilla. Más que nada, me proponía ganar algo de tiempo. Lo que me disponía a revelar a Christian Kilander ni siquiera lo había compartido con Marlinchen, todavía-. Lo que te he contado hasta ahora son, sobre todo, antecedentes. La historia no termina aquí.
– ¡Ah! -murmuró Kilander-. ¿Quieres que anule mi comparecencia de la una y media?
Pretendía burlarse de mí, como yo ya sabía que haría. También sabía que adoptaría la posición de abogado del diablo, pero no me importaba. Aquella agudeza típica en él, su mente penetrante, era en parte la razón de que hubiera recurrido a él.
– ¿Sarah? -me instó a responder.
– Creo que Aidan se disparó con un arma de su padre -declaré mientras dejaba el panecillo sobre la mesa, intacto-. Y creo que Hugh encubrió lo sucedido.
Por primera vez, Kilander esbozó una sonrisa.
– Siempre me vienes con las teorías más peregrinas -comentó-. Cuéntame cómo has llegado a esta conclusión.
Le hablé del dedo que le faltaba a Aidan y de la explicación que me había ofrecido Marlinchen al respecto: que el feroz perro del vecino había mordido al pequeño cuando tenía tres años y que, a consecuencia de ello, Aidan había estado ausente de casa «mucho tiempo», según la apreciación de la muchacha, y había vuelto sin el meñique de la mano izquierda.
– ¿Por qué no la crees? -preguntó él.
– He visto la zona donde viven -respondí-. Tienen vecinos, pero no están cerca. El niño, que apenas contaba tres años, debería haber hecho una caminata larguísima para topar con ese hipotético perro.
Kilander no intervino.
– Por otra parte -continué-, Hugh Hennessy coleccionaba pistolas antiguas. Las guardaba en su estudio y las mostraba a los periodistas; las he visto en varias fotos de revistas. Sin embargo, tiempo después, cambió de actitud y empezó a demostrar aversión por las armas. Ya no quería tener ninguna en la casa. -Pensé en Cicero y reprimí el incómodo recuerdo-. Entretanto, decidió sustituir la moqueta del estudio. Tenía dinero suficiente para contratar a un profesional y no era un hombre mañoso, pero se empeñó en llevar a cabo el trabajo él mismo. Lo hizo fatal. Se nota que lo hizo sin ayuda. Los gemelos calculan que fue hace unos catorce años, cuando ellos tenían tres o cuatro.
»De esa época, entre sus primeros recuerdos, Marlinchen guarda uno bastante extraño. Cuenta que cayó un rayo en la casa, que el suceso trastornó a su madre hasta el punto de hacerla llorar y que a ella le provocó un pánico a las tormentas que aún le dura. A las tormentas y a los ruidos fuertes -añadí, haciendo hincapié en las dos últimas palabras.
– ¿Y no podría tratarse realmente de la caída de un rayo? -inquirió Kilander.
– He visto la casa por fuera -expliqué-. No se aprecia el menor daño.
– Tal vez lo repararon -apuntó él.
– Eso pensé yo, pero Marlinchen ni siquiera fue capaz de indicarme dónde había caído. ¿ Cómo es posible que se acuerde tan bien de la noche en que sucedió, pero no recuerde en absoluto haber visto los daños, ni la presencia de obreros que se encaramaran al techo para repararlo, ni nada por el estilo?
Kilander asintió.
– Hablando de reparaciones domésticas -proseguí-, además del cambio de moqueta, en la alfombra del pasillo del piso de arriba se aprecian tres círculos descoloridos de lejía, como si alguien hubiera quitado unas manchas. Cabe pensar que Hugh intentara limpiar unas manchas de sangre, con su conocida torpeza.
Kilander asintió, pensativo.
– Así, crees que el chico se hirió de un disparo con un arma de su padre y que no pudo salvar el dedo…
– A esa edad, ya debía de haber visto pistolas en la tele. Si era un niño curioso y desobediente…
– Y Hugh mintió para ocultar lo sucedido -continuó Kilander.
– Profesionalmente, habría sido desastroso para él que se divulgara -asentí-. Imagina lo que habría dicho la prensa: «Padre negligente deja un arma cargada en un cajón abierto; su hijo de tres años se pega un tiro con ella». En esa época, Hugh era bastante más popular; los medios se interesaban por él. Habría sido una publicidad nefasta para cualquier escritor, pero peor aún para él, que había escrito dos libros bastante difundidos sobre la familia y sobre el amor y la lealtad. Ser un hombre de familia era su…, ¿cómo lo decían sus publicistas? «Su marca de fábrica».
Kilander se echó en el plato el resto de la ensalada de pollo. Era más de lo que le correspondía, pero no protesté. Su desenfadada glotonería tenía cierto encanto.
– Así pues, Hugh intentó tapar lo sucedido -continué-. Los gemelos eran tan pequeños que no le costó reprogramar sus recuerdos. Si tus padres te cuentan algo machaconamente, acabas creyéndotelo. Pero al hablar con los chicos, resulta que sus recuerdos no encajan. Marlinchen recuerda lo del rayo. Aidan, no. Marlinchen dice que su hermano estuvo en el hospital una larga temporada. Aidan no lo cree. Aquí hay algo que no cuadra.
Kilander tomó un sorbo de té con expresión pensativa. Me puse en pie, me acerqué a la ventana y eché un vistazo antes de proseguir:
– Eso explica el maltrato -continué-. Hugh limpió la casa lo mejor que supo, pero quedaba Aidan. Era lo único que no podía barrer bajo la alfombra; su presencia constante, con la mano tullida, debía de exasperarlo. Creo que todo habría terminado bien si la madre no hubiera muerto y si Hugh no hubiera tenido la espalda fastidiada y una úlcera.
Me parece que estaba sometido a demasiada presión y que Aidan se convirtió en su cabeza de turco. La culpabilidad…
– ¿Tienes alguna prueba material de todo esto?
– No -respondí-. Todavía no.
– ¿Y si miras en los archivos del hospital? -apuntó Kilander-. Yo diría que el niño tuvo que recibir tratamiento de algún tipo, si la amputación fue limpia…
– ¿Historiales médicos de hace catorce años? -moví la cabeza-. Seguro que están dentro una caja, en un almacén, quién sabe dónde. Pero necesitaría una autorización judicial para buscarlos y, con los indicios de que dispongo, no me la concederán. -Hice una pausa-. Por eso he preferido no contar nada de todo esto a los dos hermanos. Hasta que tenga una prueba sólida, no quiero trastornarlos.
– ¿Y cuándo la tendrás, exactamente?
Touché.
– Bien -continuó-. Y ahora viene la pregunta del millón: ¿Y qué? -No esperó a mi respuesta-. Aunque encontraras pruebas incontrovertibles que respaldaran tu teoría sobre la pistola, seguiría siendo un simple accidente. Que Hugh mintiera a sus hijos no constituye un delito. Y esto es sólo una parte de la cuestión.
– ¿Qué más hay? -quise saber.
– Has dicho que el tipo tiene afasia como consecuencia de un ataque cerebral, ¿no?
Asentí.
– Probablemente, es la peor discapacidad que podía sufrir, desde el punto de vista legal. Si es incapaz de comunicarse, no puede participar plenamente en su propia defensa. Incluso el juez más severo descartaría sin vacilaciones encausarlo.
– Yo no hablaba de presentar la acusación este mes, ni siquiera este año -comenté-. Pero empieza a reponerse. Es posible que acabe recuperándose por completo.
– O no -replicó Kilander.
Era hora de prepararse para la disertación de la una y media. Introdujo el plato y la servilleta en la bolsa de plástico en la que venía la comida. Yo también metí el mío y cerré la bolsa con un nudo, con la intención de echarla a una papelera de la oficina.
– Estás tomándote este asunto demasiado a pecho, Pribek -me advirtió Kilander-. Si con ello te sientes mejor, te diré que te creo cuando sostienes que aquí hay gato encerrado. Pero aunque tengas razón hasta en el menor detalle, no preveo un futuro ante tribunales para esta familia.
Por la tarde me llamó John Vang, mi antiguo compañero de patrulla. Investigaba un caso de violación, pero la víctima, una chica de dieciséis años, apenas había respondido con 324 cuatro monosílabos al interrogatorio de un policía hombre. Vang opinaba que sería de gran ayuda que el segundo interrogatorio lo llevara a cabo una mujer, y me pidió si podría encargarme.
Me costó casi treinta minutos derribar el muro que la chica había levantado frente a Vang. Cuando lo conseguí, casi hubiera preferido no hacerlo. Tres agresores, todos ellos conocidos de la chica, la habían atacado en la lavandería de un complejo de aparcamientos. Cinco violaciones distintas, tres vaginales, dos anales. Cuando salí, me sentía helada a pesar del brillante sol de media tarde.
Tampoco se me borraba de la cabeza la conversación con Kilander. Sabía que Chris tenía razón, pero era en ocasiones como ésta cuando el sistema me dejaba perpleja. No estaba segura de cómo habría podido cada cual cambiar su comportamiento, pero estaba muy claro que a Aidan le había fallado todo el mundo. Sabía que existían muchos programas de ayuda a niños y familias que aportaban una gran cantidad de dinero y de tiempo a la protección de los menores, pero a veces parecía que lloviera directamente encima del océano y que ni una sola gota cayera donde más se necesitaba.
Sonó mi móvil y respondí, con una mano en el volante.
– ¿Detective Pribek? Soy Lou Vignale, del distrito uno.
– Hola, Lou. ¿En qué puedo ayudarlo?
– Tengo aquí una chica que dice ser una de sus confidentes. Se llama Ghislaine Morris.
– ¿Ghislaine? -Llevaba mucho tiempo sin acordarme de ella-. Sí, la conozco. ¿Qué ha hecho para que la detengan?
Vignale no había mencionado que estuviera arrestada, pero yo intuía que así era. Por lo visto aquel día no había de suceder nada propicio ni alentador.
– Ha robado en una tienda -explicó Vignale-. La sorprendieron en los almacenes Marshall Field's, disimulando unos objetos de regalo bajo la colcha de su carrito de niño. Pero asegura que colabora con usted en un caso y que probablemente querrá ponerla en la calle enseguida.
– ¿Eso ha dicho? -Me pasé la mano libre por la cabeza. ¡Lo que faltaba! Tal vez Shiloh tenía razón y no debería haber conservado el número de teléfono de la chica-. Ghislaine se confunde -respondí-. En estos momentos no colabora conmigo en nada.
– Ya me ha advertido que quizás diría eso -adujo Vignale-. Y ha pedido que le recordara lo de ese tipo del distrito tres. Habló de no sé qué médico…
Abrí la boca para decir algo y volví a cerrarla. ¡Joder! Ghislaine era una manipuladora y desde luego nada estúpida. Si seguía por aquel camino, iba a fastidiarme el trabajo.
– Los vigilantes de Field's la atraparon en la tienda, ¿verdad? -pregunté-. Entonces, supongo que recuperaron sus objetos intactos, ¿no?
– Sí, pero de todas formas quieren presentar cargos.
Era un procedimiento bastante corriente, pues a los grandes almacenes les gusta desanimar a los ladrones. Barrunté que no sería fácil disuadir al gerente de presentar la denuncia, pero igualmente tendría que ir a pedírselo.
– Pasaré a llevarme a Ghislaine tan pronto como haya hablado con el gerente -respondí a Vignale-. Dígale que espere ahí, ¿de acuerdo?
– Bien -asintió él. En su tono de voz se advertía una desaprobación más que notable, pero no añadió nada más, salvo un escueto-: Se lo diré.
Tres cuartos de hora después, aguardaba junto a una puerta auxiliar mientras el agente Vignale iba a buscar a Ghislaine.
La puerta reforzada se abrió y apareció la muchacha. A pesar de su ropa corriente -camiseta, unos vaqueros cortados y unas brillantes zapatillas de plástico sin tacón- olía a perfume nocturno; había estado probándose colonias en la sección de perfumería.
– ¡Adiós! -dijo en tono alegre a Vignale, que no respondió. Ghislaine se volvió hacia mí-. Gracias por venir tan deprisa, Sarah.
– De nada -respondí cortésmente-. ¿Dónde está Shadrick? -pregunté, pues lo único que Ghislaine llevaba consigo era una bolsa de compras.
– ¡Ah! Mi amiga Flora vive cerca. Le he pedido que se encargara de recogerlo y de llevarlo a casa.
– ¿Has venido al centro en autobús?
– Sí -contestó.
– Entonces, necesitarás que te lleve a casa.
Ghislaine me dirigió una mirada de soslayo. Se daba cuenta de que mi generosidad estaba fuera de lugar, en aquellas circunstancias.
– ¿Lo harías? -inquirió.
– Voy en esa dirección, de todos modos -mentí.
– Encantada, pues -murmuró, e hizo gala nuevamente de su contagioso buen humor. Cuando salíamos de la comisaría, señaló la bolsa y comentó-: No te preocupes, esto es legal.
– Ya lo sé -respondí-. Por lo general, los que hurtan en tiendas no se molestan en robar la bolsa.
– No es para tanto -adujo ella con una mueca burlona, mientras abría la puerta y subía al coche-. Lo que me llevaba era una tontería. En dinero, no debía de llegar ni a los cien pavos. De lo contrario, no habrías podido arreglarlo.
Salimos a la calle y empezamos a circular por las calles de una sola dirección del centro de Mineápolis. Me dirigí hacia el barrio de Ghislaine, que también era el de Cicero, pero lo hice por calles secundarias, evitando el núcleo urbano y las calles con tráfico de autobuses.
– No es el camino más directo para ir a mi casa -observó ella, y bajó la visera de su lado, buscando un espejo.
– Ya lo sé -respondí-. He pensado que podríamos dedicar un par de minutos más a charlar.
Bajé el volumen de la radio y Ghislaine me miró fijamente.
– ¿Charlar de qué? -inquirió.
– Hemos de hablar de lo que le contaste al agente Vignale, eso de que eres confidente mía y de que me estás ayudando en el asunto del «médico» del distrito tres.
– Bueno, no le dije ninguna mentira -puntualizó.
– De acuerdo: yo te pregunté por él, tú me contaste lo que sabías y yo te compensé. Pero ésta fue toda la colaboración. Salvo esto, no me has ayudado en nada más.
Ghislaine volvió la mirada al frente, como si el tráfico resultara fascinante.
– Así pues -proseguí-, a menos que me equivoque, cuando le has pedido al agente Vignale que me lo «recordara», en realidad me estabas amenazando con delatar a Cisco a menos que me presentara enseguida y pagara tu fianza.
Parpadeó y leí en sus ojos una mezcla de emociones contradictorias. Enseguida, su inseguridad se convirtió en determinación y se lanzó al contraataque.
– Bueno, es que me pareció interesante que no me llegara ninguna noticia de su detención -replicó, alzando la voz en un tono de inocente conjetura que se advertía falso-. Me decía: «Pero si yo se lo conté a Sarah… Me pregunto qué habrá sucedido». Entonces pensé que tal vez debía contárselo a alguien más. -Ghislaine sonrió, toda inocencia-. O sea, ¿qué mejor lugar para un agorafóbico que una celda? No tendría que salir a ninguna parte durante años.
– Cicero no es agorafóbico.
– ¿Cicero? -repitió Ghislaine, y en aquella sola palabra había todo un mundo de especulaciones. «¡Mierda!», pensé. Sin querer, había empleado su nombre auténtico-. Vaya, ese tipo… -continuó con tono descarado e insinuante-, ¿no será tu nuevo novio, verdad?
Ghislaine me había visto por el barrio; nuestro encuentro en el autobús lo confirmaba. Y sabía prestar atención a todo lo que oía, lo que la convertía en una buena confidente. Me pregunté cuánto sabría, realmente, de mis repetidas visitas al piso de Cicero. Estaba claro que estaba bastante al corriente. Había adivinado que amenazándolo a él conseguiría lo que deseaba y yo, sin pretenderlo, se lo había confirmado al evitar su arresto.
Detuve el coche junto al bordillo.
– ¿Qué haces? -preguntó ella, echando un vistazo a la calle secundaria en la que estábamos, con edificios de viviendas de ladrillo pardo en las dos aceras.
– Te bajas aquí -espeté.
– ¡Pero si estamos a más de un kilómetro de donde vivo! -protestó Ghislaine.
– Sí, ya lo sé -respondí y me volví a mirarla, apoyando el codo en el volante-. El paseo te sentará bien. Necesitas estar un rato a solas para ordenar tus ideas y para pensar si es muy inteligente por tu parte intentar fastidiarme.
Ghislaine, sobresaltada, abrió ligeramente sus labios de coral.
– Te lo voy a decir alto y muy clarito para que lo entiendas bien: yo no te explico cómo hago mi trabajo, y tú no haces preguntas -continué-. No vuelvas a citar mi nombre para librarte de las detenciones por pequeños delitos, ni a mencionar el nombre de Cicero Ruiz. No se lo digas ni siquiera a un vigilante de aparcamiento. Si lo olvidas, me encargaré de que termines en el paraíso del agorafóbico. -Llevé la mano al cambio de marchas y añadí-: Ahora, ya puedes ir bajando.
Ghislaine apretó los labios, pero se apeó del coche sin soltar la bolsa de plástico. Tardó un momento en cerrar la puerta.
– No sabía que fueses tan dura, agente Pribek -comentó con acritud.
Alargué la mano, tiré de la puerta hasta cerrarla y arranqué. Mientras me alejaba, la oí gritar:
– ¡Si te gustan los tullidos, Sarah, las Ciudades Gemelas están llenas de blancos que lo son! ¿Por qué no te acercas por el hospital de veteranos de guerra y escoges uno?