173697.fb2 Indicio de culpa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 33

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Capítulo 32

El lunes por la mañana, a las ocho y media, me dispuse a esperar a la puerta del despacho de Christian Kilander. Era mi día libre y me había vestido con ropa cómoda, unos Levi's viejos y una camisa ancha de color crema que era de Shiloh. Al verme allí tan temprano, Kilander arqueó una ceja.

– ¿A qué se debe este honor? -preguntó.

– Soy yo la que ya te debe un favor -dije-, pero necesito que me hagas otro. Tú estudiaste Derecho y tu primer empleo fue en la administración en Illinois, ¿verdad?

– Sabía que no era una buena idea hacer público mi curriculum -respondió, sujetando la cartera y el café con una mano mientras abría la puerta con la otra.

– Y todavía tienes contactos allí, ¿verdad? -insistí y entré detrás de él. Kilander era un maestro de las relaciones profesionales. Yo dudaba de que dejara perder cualquier contacto útil.

Puso la cartera en el armario bajo y el café sobre la mesa.

– Ya veo adonde quieres ir a parar -comentó-. ¿ Qué necesitas y de quién?

– Registros del censo de Rockford -respondí.

– Ya sabes que esos datos son públicos -señaló Kilander-. No tienes por qué pedir ningún favor. Si llamas y preguntas, te los darán.

– Eso, con mucha suerte.

Las bases del datos del gobierno: partidas de nacimiento y de defunción, actas de matrimonio y sentencias de divorcio, registros de la propiedad, matriculaciones en las escuelas, etcétera, son documentos de dominio público. Pero a menudo se archivan incorrectamente, o los apellidos están mal escritos. O el sistema informático está caído. Es preferible que una busque lo que necesita en persona, tomándose todo el tiempo necesario tiempo y recurriendo a toda su paciencia.

Pero si no puedes presentarte allí, necesitas a alguien que pueda echarte una mano, alguien que reconozca tu voz al teléfono. De otro modo, estarás condenada a escuchar una sucesión de voces incorpóreas: «Lo siento, señor. Lo siento, señora. No disponemos de esta información. No puedo hacer nada».

En resumen: si te vale con decir que al menos lo has intentado, ponte a llamar a esos funcionarios anónimos. Si realmente quieres obtener la información, busca un contacto personal.

– Muy bien, jovencita -concedió Kilander-. ¿Qué buscas, exactamente?

– Partidas de nacimiento, matriculaciones en escuelas, cambios de nombre. No sé qué necesito exactamente.

– O sea que lo tuyo es más la pesca de arrastre que con arpón -dijo-. De acuerdo, rescataré un par de números de teléfono. En realidad, voy a hacer algunas llamadas para facilitarte las gestiones. -Se sentó al escritorio y consultó su agenda-.¿Una jornada monótona, la de hoy, en la división de detectives? -preguntó sin alzar los ojos de la libreta.

– No -repliqué-. Tengo el día libre.

Ocupé una sala de reuniones vacía y dediqué todo el día a hacer y devolver llamadas telefónicas a Rockford. Cuando sonó el móvil a las cuatro y veinticinco de la tarde, esperaba otra llamada de Illinois. Precisamente por eso, no reconocí la voz masculina al otro lado del hilo.

– ¿Detective Pribek?

– Al habla -dije.

– Soy Gray Diaz. Ya sé que es su día libre, pero me preguntaba si podría dedicarme unos minutos. Necesito que venga al centro.

El Gabinete de Investigación Criminal. Ya tenían los resultados.

– Muy bien -asentí despacio-. ¿Dónde está? Yo, ahora mismo, estoy en la central.

Diaz se había instalado cómodamente en el despacho de la fiscal Jane O'Malley, que estaba de vacaciones. Había cubierto la mesa de papeles, de modo que las fotos de los dos hijos y los sobrinos de la mujer presidían el caso de Roy ce Stewart.

– Gracias por venir -dijo-. Siéntese, por favor.

O'Malley tenía unos amplios sillones, bajos y mullidos, que había pagado de su bolsillo y en los que se hundían sus visitas. Yo los conocía bien y sabía que eran demasiado cómodos para resultarlo de verdad, sobre todo si Diaz continuaba de pie, cerniéndose sobre mí. Por eso preferí apoyar el trasero en el brazo de uno de ellos, en una postura a medio camino entre estar sentada y de pie.

Transcurrieron unos segundos hasta que Diaz aceptó que me quedara en aquella posición. Luego, se dirigió a la ventana y miró al exterior, aunque yo dudaba de que estuviera realmente observando algo.

– Permíteme que te tutee, Sarah -dijo-. No te he contado nada de mí. -Hizo una pausa-. Vine a trabajar a Blue Earth porque mi suegro está enfermo. Ha vivido en ese pueblo casi toda su vida y a su edad, mi mujer no quiere que tenga que trasladarse a otro sitio. Pensar en una mudanza y en marcharse de su granja le causaría tanto estrés que podría sufrir un ataque, ¿sabes?

– Sí -respondí.

– Yo preferiría estar aquí, en Hennepin, trabajando con vosotros. -Una nueva pausa-. Si trabajara aquí, tú y yo seríamos colegas, Sarah. Podríamos investigar casos juntos. -Se volvió hacia mí-. Me gustaría que las cosas fuesen así y no tener que encontrarme contigo en estas circunstancias.

– Lo mismo digo -murmuré.

– Por eso, porque somos colegas -prosiguió Diaz-, quiero darte una oportunidad. Estoy a punto de concluir mi trabajo en el caso.

Yo permanecí en silencio. Diaz se acercó y se detuvo entre el escritorio de O'Malley y yo.

– La primera vez que te entrevisté, Sarah, te pregunté si había alguna razón por la que hubieras podido estar en la puerta de la casa de Stewart la noche que murió. Contestaste que no.

– Lo recuerdo -asentí.

Diaz se sentó en el borde de la mesa, como un profesor que mantuviera una charla informal como una alumna después de la clase.

– Bien; ahora la pregunta es: ¿quieres modificar esa respuesta?

«Ahora no dudes», pensé.

– No -respondí-. No es necesario, no.

Diaz desvió los ojos hacia la ventana y luego me miró.

– Hemos encontrado sangre en la alfombrilla de tu coche -anunció-. También hay una muesca diagonal en el neumático trasero de la derecha, causado por algo sobre lo cual pasaste. Es tan característica como una huella dactilar.

Seguí callada, pero noté que los músculos de la garganta se me tensaban involuntariamente y tragué saliva.

– Sé lo que le hizo Roy ce Stewart a la hija de tu compañera, Sarah. Sé que, la noche en que murió Stewart, tú creías que tu marido había muerto y que Shorty había tenido la oportunidad de ayudarlo pero no lo había hecho. Se trata de unas circunstancias atenuantes en grado sumo. -Se inclinó hacia delante hasta que sus manos medio dobladas casi tocaron las mías-. Conozco tu historial, sé que eres una buena policía, Sarah, y deseo ayudarte. Pero, llegado este punto, deberías contarme qué ocurrió aquella noche. Si tú no das un paso y nos encontramos a mitad de camino, no podré ayudarte.

– Lo siento, Gray. -Carraspeé-. No tengo nada que añadir a lo que ya he dicho.

– Yo también lo siento, detective Pribek -dijo Diaz con un suspiro, al tiempo que se ponía en pie-. Seguiremos en contacto.

Al volver a la sala de reuniones, no podía recordar lo que estaba haciendo justo antes de marcharme. Consulté mis notas, pero no me proporcionaron ninguna pista.

– ¿Estás bien?

Era Christian Kilander. No lo había oído entrar.

– Estoy bien -respondí, alzando la cabeza.

No mentía. La calma se había apoderado de mí inesperadamente y enseguida comprendí por qué. Gray Diaz había dejado claro que aquélla era la última oportunidad que me brindaba para sincerarme con él. Tal vez debería haberla aceptado, pero a esas alturas ya era demasiado tarde. Los paracaidistas, cuando se tiran del avión por primera vez, pueden vacilar en el momento del salto pero, una vez están en el aire, ya no está en su mano hacer nada. Suceda lo que suceda, un aterrizaje seguro o un impacto con heridas, se han quitado de la espalda el peso de la decisión. Yo había tomado la mía, como ellos, y lo que ocurriera en adelante ya no dependía de mí.

– Ha llegado esto para ti -dijo Kilander, presentándome un fax-. De Rockford.

Lo agarré. «Partida de nacimiento», rezaba el encabezamiento.

– No había nada más, lo lamento -añadió Kilander.

– No, está bien -aseguré, sin dejar de leer el texto-. A veces, sólo necesitas una cosa.

Vistas las cosas en retrospectiva, tal vez habría sido mejor que me hubiese tomado un tiempo para pensar en lo que había averiguado y que hubiera dejado reposar la información mientras dormía, pero no lo hice. Aquella tarde, a las cinco y media, monté en el coche y me dirigí al lago.

El tiempo era espléndido, un día soleado sin el menor asomo del lienzo gris de humedad que tan a menudo empaña las jornadas estivales de Minnesota. No me sorprendió encontrar a los hermanos Hennessy en el jardín, disfrutando de la magnífica tarde.

Los cuatro chicos se habían dividido en dos equipos y jugaban a fútbol junto al lago. Las parejas resultantes no estaban muy igualadas pero, probablemente, era la mejor solución: Aidan y Liam contra Colm y Donal. Más arriba, en el porche, Marlinchen se dedicaba a untar con salsa unas pechugas y unas alas de pollo antes de ponerlas en la barbacoa. Llevaba una camiseta blanca sin mangas, un pantalón corto, unas gafas de sol con la montura metálica y cristales de espejo verde plateado y un lector de cedés en la cadera. Al verme, se quitó los auriculares y se los dejó colgados del cuello.

– ¡Sarah! -exclamó, contenta-. Estamos preparando una barbacoa para celebrar que se han terminado las clases. Habrá comida de sobra, si quieres quedarte.

Estaba de un humor excelente, pero aquello iba a cambiar.

– Me temo que he venido por motivos de trabajo -le dije.

– ¿Qué trabajo? -preguntó.

– Tu padre ya ha recuperado cierta capacidad para responder «sí» o «no» a las preguntas, ¿no es cierto? Me contaste que cuando te nombraron administradora lo hicisteis de ese modo.

– Papá está descansando -se apresuró a replicar Marlinchen, mirando hacia el ventanal-. ¿De qué se trata?

– He de formularle unas preguntas que sólo él puede contestar -dije-. Sobre tu primo, Jacob Candeleur.

– Yo no tengo ningún primo llamado Jacob -señaló-. No tenemos primos, y punto.

Saqué la partida de nacimiento de la bolsa y se la tendí. Vi que leía los nombres: Jacob, Paul, Brigitte.

– ¿Ves la fecha? -pregunté-. Jacob, Aidan y tú nacisteis con pocos meses de diferencia.

– ¡Qué extraño! -dijo. La ansiedad cortés en su voz había dado paso al asombro-. No lo he visto nunca.

– A tu padre, la tía Brigitte no le caía bien y la mantuvo a distancia de sus hijos -expliqué-. Pero no es cierto que no hayas visto nunca a tu primo Jacob. Te has criado con él y se ha convertido en tu mejor amigo.

– ¿Pero qué estás diciendo? -exclamó Marlinchen, aunque ya estaba empezando a comprenderlo. Sus ojos se volvieron hacia el chico alto y rubio que teníamos detrás y que, en aquel momento, dejaba que Donal le marcara un gol.

– Ése de ahí no es tu hermano Aidan -dije-, sino tu primo Jacob. Tu padre no lo mandó a vivir con la tía Brigitte cuando cumplió doce años. Lo que hizo fue devolvérselo. Aidan…, es decir, Jacob, comentó que a veces la tía Brigitte era un poco pesada, como si siempre hubiera querido ser su madre. Lo trataba como a su propio hijo…, ¡porque lo era!

– ¿Qué es esto? ¿Una broma de mal gusto? -Marlinchen se quitó las gafas para mirarme a los ojos y pronunció las palabras como si hablara con un niño pequeño-. Lo siento, pero en tu teoría hay un enorme agujero, ¿sabes? Si ése es Jacob, ¿dónde está el verdadero Aidan?

– Si tuviera que arriesgarme a dar una respuesta -murmuré, sabiendo que aquélla era la parte más dura-, diría que está enterrado bajo el magnolio. Creo que se hirió accidentalmente con la pistola de tu padre, hace catorce años, y que tu padre lo llevó corriendo al hospital pero, como murió antes de llegar, lo trajo de vuelta a casa y lo enterró bajo el árbol favorito de tu madre. La elección del lugar fue seguramente una manera equivocada de darle consuelo.

– No -espetó Marlinchen.

– Tú tienes recuerdos del incidente: un ruido muy fuerte y que tu madre, muy alterada, durmió contigo esa noche. Para tranquilizarse.

– Fue una tormenta lo que la asustó -se obstinó Marlinchen.

– No -repliqué-. Todos decís que a tu padre no le interesaban los coches ni las reparaciones domésticas. Y, sin embargo, fue él quien puso la moqueta nueva y ha conservado ese coche catorce años diciendo que tal vez algún día lo arregle. Catorce años, Marlinchen.

– No te entiendo.

– Cuando Aidan se hirió, tu padre lo llevó al hospital en ese coche. La moqueta del estudio la cambió porque quedó empapada de sangre. Las salpicaduras más pequeñas del pasillo las quitó con lejía. Pero, ¿y el coche, donde Aidan perdió mucha sangre? No podía limpiarlo y por eso le daba miedo venderlo, porque temía que el comprador pudiese encontrar restos de sangre debajo de los asientos y en las alfombrillas. Tirar el BMW por un barranco y denunciarlo como robado no habría hecho más que empeorar las cosas. Si por casualidad el coche aparecía, despertaría la curiosidad de la policía. No, lo más seguro era limpiarlo cuanto pudiera y esconderlo en su propiedad.

Marlinchen lanzó una rápida mirada al garaje.

– No era un método de ocultamiento especialmente ingenioso -continué-, pero de todas formas no tenía por qué serlo. Mientras Hugh no vendiera la casa o el coche, nadie podía echar un vistazo siquiera a los indicios que pudieran quedar. -«Hasta ahora», pensé, y añadí-: Hugh sustituyó a Aidan por el hijo de su cuñada, aunque ignoro cómo la convenció. Tal vez se aprovechó de la preocupación de Brigitte por su apesadumbrada hermana, o también es posible que le diera dinero. Brigitte era pobre y madre soltera. Quizá pensó que el chico gozaría de una vida mejor con su hermana mayor y con Hugh. Pero imagina las consecuencias, si Brigitte no hubiese accedido. La carrera literaria de Hugh se habría visto terriblemente comprometida y a tus padres tal vez les habrían quitado la custodia de los hijos, lo cual os habría dejado en manos de los servicios sociales a saber cuánto tiempo.

– Muy bien, muy bien -dijo Marlinchen y levantó las manos para que me callara-. Ya veo adónde conduce tu teoría, pero es imposible. Yo tenía cuatro años y si alguien hubiera cambiado a mi hermano, yo lo habría notado.

– Todavía no tenías cuatro años y, a esa edad, los niños son muy impresionables. Lo que dicen sus padres es como la palabra de Dios -repliqué-. Hugh te sometió a un auténtico lavado de cerebro. Te dijo que Aidan estaba fuera. Se anduvo con rodeos varias semanas. Luego trajo a Jacob a casa y dijo, «éste es Aidan», hasta que Jacob y tú lo aceptasteis.

– Pero mi madre… -añadió en voz baja.

– Tu madre estaba al corriente -dije-. Imagino que no fue idea suya, pero al final acabó aceptando.

Aquélla también había sido para mí la parte más difícil: admitir la complicidad de la mujer que reposaba bajo el ángel de mármol del cementerio. Elisabeth tenía su parte de responsabilidad en el destino de Jacob pero, mientras que la culpa había envenenado a Hugh, había ablandado a Elisabeth. La mujer había desarrollado una auténtica veneración por el hijo de su hermana, estableciendo con él un vínculo entre dos almas heridas.

– De no ser porque ni Aidan ni tú ibais todavía a la escuela, el plan no habría funcionado -dije-. Aidan no tenía maestros ni compañeros de clase que vinieran a jugar a casa, ni tampoco hermanos mayores. No había nadie más a quien engañar. Salvo ellos, J. D. Campion era la única persona que 374 había visto a Aidan Hennessy y a Jacob Candeleur. Más tarde, ese mismo año, tu padre se negó en redondo a dejarlo entrar en la casa, sin dar ninguna explicación de ese rechazo.

Marlinchen entreabrió la boca y pensé que aquel último detalle, que confirmaba algo que ella conocía de la vida de sus padres, la había convencido. Entonces se irguió, como aliviada.

– El dedo que Aidan perdió… -dijo, pronunciando las palabras como si fueran un silogismo-. Si el ataque del perro no existió, ¿cómo explicas lo demás?

– Sí hubo un perro y un ataque -respondí-. Los vecinos de Brigitte en Illinois criaban pitbulls, y entre las dos propiedades había una valla en muy mal estado. Jacob perdió el dedo porque un pitbull se lo arrancó de un mordisco; precisamente por eso, los perros le dan tanto miedo.

Junto al lago, Colm le quitó la pelota a Liam con una fuerte entrada. Marlinchen parecía contemplar el juego, pero dudé de que realmente estuviera viéndolo.

– Ese chico de ahí es zurdo -señalé-. Le falta un dedo en la mano izquierda.

– ¿Qué estás diciendo? -Marlinchen dejó de prestar atención al partido.

– El dominio con una u otra mano empieza cuando el niño es muy pequeño -expliqué-. Si alguien alarga la mano para acariciar a un perro, es probable que para ello utilice la mano dominante y que el perro le muerda ésa, precisamente.

– ¿Éstas son tus pruebas? -Marlinchen soltó una carcajada, pero no sólo para poner de relieve su incredulidad-. ¿Teorías sobre la mano que utilizará alguien para hacer según qué cosa? ¿Y en eso lo basas todo?

– No. Hay más. Esta partida de nacimiento es el único documento de Jacob que aparece. Nunca estuvo matriculado en ninguna escuela. No existe certificado de defunción, ni papeles de adopción. Simplemente, desapareció del mapa… porque estaba en Minnesota, claro.

– ¿Así que tienes un documento? Eso no demuestra nada -replicó Marlinchen. Luego, sus ojos se iluminaron con el brillo de otra idea-. ¿Y no se te ha ocurrido pensar que quizá fue Jacob el que murió de pequeño? Tal vez a la tía Gitte se le ahogó en un descuido. Andaba siempre borracha o drogada…

– No hagas eso -la reconvine, sacudiendo la cabeza-. No permitas que tu padre piense por ti toda la vida. A pesar de que no llegaste a conocer a la tía Brigitte, nunca has puesto en tela de juicio lo que tu padre te ha contado de ella. Prefieres pensar mal de una desconocida que de tu padre, y eso a pesar de que has sido testigo de los maltratos físicos y psicológicos que ha infligido a Aidan.

Pese a su negativa a aceptar los hechos, la verdad de aquellas palabras surtieron efecto y Marlinchen no replicó.

– No estoy diciendo que tu padre sea un monstruo -continué-. Probablemente, con las prisas, cometió algún error en el aparcamiento del hospital y ese error se le escapó de las manos y le arruinó la vida. Cuando quiso darse cuenta de que la culpa y la pena estaban destruyendo a tu madre, era demasiado tarde para arreglarlo. Imagina qué habría pensado la gente, meses o años más tarde, de alguien que ha enterrado a escondidas a su propio hijo en el jardín de casa y que se ha apropiado del hijo de otra persona, borrándole la identidad. La estima y la carrera profesional de Hugh habrían podido sobrevivir a la muerte accidental de un hijo, pero su conducta posterior transgredía todos los límites morales y legales.

Me pregunté si no le habría hablado con demasiada franqueza, pero era urgente reintroducir la sinceridad en el mundo de los Hennessy, del que había estado ausente tanto tiempo.

Los niños seguían jugando junto al lago. Si habían advertido mi presencia, no habían sabido interpretar el lenguaje corporal. Probablemente pensaban que Marlinchen y yo manteníamos una educada conversación.

– El sentimiento de culpa de tu padre, primero por Aidan y después por tu madre, lo carcomió por dentro. En cierto sentido, lo hizo literalmente -no tuve que recordarle a Marlinchen la úlcera de Hugh-. ¿Nunca te has preguntado por qué la foto de tu madre con Aidan alteraba tanto a tu padre? -le pregunté-. Era el verdadero Aidan, a los dos años. Jacob no lo sabía, pero tu padre, sí. Cada vez que lo veía en el dormitorio de Aidan se ponía furioso. Le recordaba lo bien que había funcionado su plan. Tu madre nunca se recuperó de esa culpa. Murió como consecuencia de ella, ya fuera accidentalmente o… -me interrumpí.

Demasiado tarde. Marlinchen tenía las mejillas enrojecidas de ira.

– ¿O qué? ¿A qué te refieres? ¿Sugieres que tal vez se suicidó?

Sí, de eso se trataba precisamente, pero en ese momento comprendí que aquello era demasiado para Marlinchen.

– No, no quiero decir eso -me apresuré a tranquilizarla-. Claro que no.

Demasiado tarde otra vez. No sirvió de nada.

– Creo que deberías marcharte -me dijo.

– Recuerda lo que me pediste la primera vez que nos vimos -repliqué. Empezaba a ponerme nerviosa-. Me pediste que encontrara a tu hermano. Precisamente eso es lo que intento hacer. Ahora eres la cabeza de familia legal de esta casa. Si no me dejas hablar con tu padre, al menos dame permiso para cavar bajo el árbol y encontrar a tu hermano. ¿No era eso lo que querías?

– Mis hermanos se encuentran todos en casa -dijo, señalando hacia el lago-. Mi padre también está en casa, cada vez más recuperado. Nos estamos acercando unos a otros e intentamos curar nuestras heridas. Para alguien como tú, eso es difícil de aceptar.

– ¿Para alguien como yo? -repetí.

– Tu padre te echó de casa y te criaste con una desconocida. No puedes comprender lo que significa formar parte de una verdadera familia.

– ¿Cómo dices? -pregunté, aunque lo había oído perfectamente. Sin embargo, si Marlinchen notaba que me había herido, no cejaría.

– Por eso ahora no puedes aceptar que seamos felices -prosiguió-. Preferirías que mi hermano hubiese muerto, que mi madre se hubiera suicidado y que mi padre acabara en la cárcel.

– Eso no es cierto -protesté.

– Lárgate -me espetó-. Estoy harta de tu mente morbosa y de tus teorías retorcidas.

Ya no tenía nada que hacer allí. Marlinchen no iba a calmarse, así que me encaminé a las escaleras.

– Y no vuelvas -me gritó Marlinchen-. Si apareces otra vez por aquí, llamaré a la policía.

Quise decirle que podía regresar con una orden judicial, pero probablemente no era cierto, ya que no disponía de pruebas sólidas. Además, en ocasiones hay que renunciar a decir la última palabra. Comprendí la causa del enfado de Marlinchen. Era miedo. Si no hubiera captado un brillo de verdad en mis palabras, éstas no habrían vertido ácido en un punto vulnerable de su mente. Con los músculos en tensión, monté en el coche y enfilé la amplia calzada de acceso.

La pequeña elevación de terreno en la que terminaba la calzada me permitió echar un vistazo al campo donde jugaban los chicos. Antes de salir a la carretera, me detuve unos momentos allí y volví la cabeza.

Aidan, en quien no podía dejar de pensar, hablaba con Liam, que agarraba la pelota. Una fina capa de sudor le cubría la cara y el pecho desnudo. Los chicos ocuparon su posición y Liam lanzó el balón a Aidan, que lo controló con facilidad y echó a correr. Su coleta rubia se balanceaba con entusiasmo bajo el sol de la tarde. Colm corrió, decidido a interceptarlo, pero Aidan lo regateó con facilidad e incrementó la velocidad, dejando atrás a su hermano y lanzándose directamente a la línea de gol.

El gran ventanal estaba vacío; Hugh no miraba al jardín y, por unos instantes, deseé que lo hiciera. Tal vez reconocería por primera vez algo que se había negado a ver desde hacía mucho tiempo.

Hugh creía firmemente en la familia. En sus novelas, así como en su vida, perseguía los ideales del clan: vínculos fuertes, lealtad y cariño. Había sido incapaz de verlo, pero Jacob Candeleur, sin llevar una gota de sangre Hennessy, representaba lo mejor de esos ideales. Desde su más tierna edad, había hecho gala de instinto de protección de sus seres queridos. Había sacado a Marlinchen del lago cuando ésta cayó en sus aguas heladas al romperse la capa de hielo. Se había enfrentado a los pendencieros que la habían tomado con Liam. Había renunciado a su nueva vida en California para estar con su hermana y sus hermanos.

Con Colm siguiéndole los talones, Jacob llegó a la línea invisible y determinada de antemano de la portería y marcó gol. Colm, que se dio por vencido con elegancia, extendió la mano para entrechocarla con Jacob, recogió la pelota y fue a reunirse con Donal.

Jacob no lo siguió. Se quedó quieto unos instantes, jadeando. Luego, cayó de rodillas y al momento se desplomó al suelo.

La escena tuvo un efecto evocador. Despertó en mí un recuerdo reciente.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamé.

Puse marcha atrás, retrocedí por la calzada a setenta kilómetros por hora y me detuve derrapando a tres metros de la terraza. Marlinchen me miró desde donde se había quedado, junto a la barbacoa.

– ¡Llama a urgencias! -le grité, al tiempo que saltaba del coche.

No me habría extrañado encontrar en ella cierta resistencia, pero cuando volvió la mirada hacia el lago y vio que Jacob seguía sin moverse, rodeado de sus hermanos que lo observaban, me creyó.

– ¿Y qué les digo? -preguntó Marlinchen.

– Parada cardiaca -respondí, mientras echaba a correr colina abajo.

Tal vez Brigitte nunca sospechó que la lesión de corazón que había acabado con la vida de Paul, su amante y padre de su hijo, podía ser hereditaria. O tal vez nunca había encontrado la manera de advertírselo al chico, que, a ojos de todo el mundo, no era hijo suyo. Probablemente tenía intención de decírselo algún día, pero su propia muerte se lo había impedido.

Cuando llegué junto a Aidan, Liam, que estaba arrodillado a su lado, me informó:

– Creo que no respira.

El chiquillo parecía asombrado, como si esperase que alguien lo contradijera, como si anhelara que alguien le dijese que un chico saludable de dieciocho años no deja de respirar así sin más.

– Aparta -le ordené.

Me arrodillé y moví a Jacob hasta ponerlo boca arriba. Retiré el collar de ojo de tigre y apliqué las yemas de los dedos a ambos lados de la nuez. Las arterias no respondieron al tacto. Eché la cabeza del chico hacia atrás y exploré las vías respiratorias. No estaban obstruidas. Le tapé la nariz y le practiqué la respiración artificial presionándole el pecho con tanta fuerza que le provoqué una contusión. Repetí la maniobra.

Cuando llegó el equipo de urgencias, los sanitarios preguntaron quién acompañaría al hospital a Aidan, que fue el nombre que dieron los chicos. Abrí la boca para decir que lo haría Marlinchen, pero ella se me adelantó:

– Ve tú, Sarah -dijo, muy nerviosa-. Ve con él, por favor.

La ardiente defensora de la familia Hennessy, la que me había echado de su propiedad, había desaparecido. Marlinchen volvía a ser una adolescente asustada y, para ella, yo era la autoridad. Todavía creía que yo podía ayudar a su hermano mucho más que ella misma. Aturdida, monté en la ambulancia.

Me quedé con Jacob Candeleur todo el tiempo que estuvo en el servicio de urgencias. Nadie se percató de que me colaba en la sala entre el revuelo de médicos y enfermeras en febril actividad. Me quedé de pie, apoyada en la pared, y fui testigo de sus vanos esfuerzos. Allí estaba cuando certificaron la muerte, a las 19.11 horas, y abandonaron la sala, consternados.

El último en salir, un enfermero, al llegar a la puerta se volvió a mirarme.

– ¿Lo notificará usted a la familia? -preguntó.

– Ahora mismo -asentí.

Hugh Hennessy había pasado una temporada escondido tras el muro de su enfermedad, amparado en su derecho a la intimidad, ocultándose de la gente a la que tanto daño había causado. Ese círculo de gente no hacía más que crecer. Aidan, cuya muerte había sido fruto de su negligencia hacía ya tiempo. Elisabeth, cuyo suicidio había contribuido a gestar. Brigitte, a quien le había arrebatado el hijo. Jacob, cuya pérdida de identidad, en última instancia, había resultado fatal. En cierto modo, incluso Paul Candeleur. Paul, el leal y dispuesto luchador, que le había transmitido esos valores a su hijo sólo mediante la sangre, que no había vivido para ver cómo iba a torcerse la vida del muchacho. Sentí que aquella nueva muerte también dolería a Paul, dondequiera que estuviese.