173697.fb2 Indicio de culpa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

Indicio de culpa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

Capítulo 34

El aroma familiar del pegamento de cianocrilato me hizo recuperar el sentido, pero no se trataba del olor viejo y persistente del humo. Éste era intenso y reciente. Tenía los ojos cerrados pero noté que alguien me tocaba la frente con una suave caricia.

– Debería tener acciones de ese producto -dije, sin abrir los ojos.

– ¡Chist! -susurró una voz conocida-. No me muevas la mano.

Abrí los ojos y no me sorprendió ver a Cicero porque, un par de segundos antes, había reconocido su voz. Lo que no tenía tan claro era la secuencia de los acontecimientos que había llevado a que me encontrara de nuevo en su mesa de exploración.

Recordé el incendio en la casa de los Hennessy y, a partir de eso, retazos de sucesos. Recordé que Colm, a mi lado, me llevaba a una distancia segura de la casa en llamas y me animaba a apoyarme en él, y que yo lo hacía, agradeciendo su fuerza juvenil y de que hubiese desobedecido mi prohibición de que se acercara a buscarnos. Recordé la llegada de vehículos de emergencia a la casa y que yo intentaba ayudar porque no comprendía que estaba allí como paciente y no como miembro de los equipos de primeros auxilios. Recordé una atestada sala de urgencias, luego un lugar tranquilo, y que alguien me hablaba en voz baja y tranquila. La voz de Cicero.

– No puedo creer que estés encolando los trozos que han quedado de mí.

– Un truco de médico, sólo para uso de profesionales -dijo, recostándose en la silla.

– Pero creo que no me he hecho daño -aventuré. Recordaba la esquina afilada del panel de la ventana que me había arañado la frente, pero me había parecido un rasguño como el arañazo de un gato.

– Pues ha sido un corte importante. No te lo toques -advirtió al ver que me llevaba la mano a la frente-. Yo te lo enseñaré.

Retrocedió en la silla de ruedas y regresó con un espejo de mano que me puso delante de la cara.

– ¡Joder! -exclamé. Entonces recordé que había tenido que parpadear varias veces para quitarme la sangre de los ojos; una sangre que se me había secado en la nariz, en las mejillas e incluso en el mentón.

– Tiene peor aspecto de lo que en realidad es. -Cicero retrocedió de nuevo con la silla-. Y te hiciste un pequeño chichón en la coronilla, pero tampoco es nada grave -me aseguró-. Te di hielo para que lo pusieras sobre el golpe, ¿no te acuerdas?

– No -respondí.

– Por lo demás, estás bien. Voy a traerte un poco más de hielo. ¿Puedes tirarme esa toalla?

Miré alrededor y vi en la mesa de reconocimiento, justo a mi lado, una toalla verde claro mojada. La agarré y empecé a incorporarme pero Cicero, desde la cocina, levantó la mano. El lanzamiento salió un poco desviado, pero él rectificó su posición y consiguió cazarla al vuelo. Cuando volvió, trajo más hielo en una bolsa, así como una jofaina de acero inoxidable llena de agua jabonosa y un paño limpio. Cogí la bolsa y me la llevé a la cabeza. No me costó localizar la herida, por el dolor sordo que sentía y también por los cabellos mojados que la rodeaban. Cicero dejó la jofaina en la mesa y escurrió el paño. Comprendí lo que quería hacer.

– Puedo lavarme la cara yo sola, en el baño -aseguré.

– Ya sé que puedes -replicó-, pero quiero que te quedes sentada sujetando el hielo sobre la herida. De paso, te diré que estoy harto de sentir compasión innecesaria por ti; parece que hayas peleado diez asaltos contra Lennox Lewis cuando, en realidad, no es para tanto.

Como una niña, me entregué a sus cuidados y, mientras él me restregaba suavemente la cara para limpiar la sangre seca, cerré los ojos.

– Tengo que decirte una cosa -murmuró Cicero-. La última vez que estuviste aquí, mencionaste la muerte de mi hermano.

– No tenemos por qué hablar de eso. -Abrí los ojos.

– Sí -me contradijo-. Temías que te considerase como a los agentes que mataron a Ulises. -Su voz era serena y modulada, como siempre-. Pues no lo hago. Tú no tienes nada que ver con ellos.

– Nunca me has visto en el trabajo -objeté.

– Jamás hablé con esos tipos -explicó Cicero-. Nunca vinieron a verme para explicarme lo que había sucedido. Tú sí lo habrías hecho, ¿o me equivoco?

– Sí, habría venido a verte -respondí con toda sinceridad.

Cicero asintió y continuó su labor. Las sensaciones en la piel resultaban hipnóticas, como también lo era el sonido del paño empapándose y, luego, el del agua volviendo a la jofaina cuando Cicero aclaraba la tela y la escurría, una y otra vez.

– Lo que no me has contado con claridad es cómo te ha ocurrido esto -prosiguió-. Has dicho algo de un incendio en una casa y que te caíste desde una ventana durante un rescate, ¿es eso cierto?

– A grandes rasgos, sí -respondí-. ¿Por qué?

Cicero dejó el paño en el recipiente y me tendió una toalla para que me secase la cara.

– Siempre andas metida en situaciones peligrosas, Sarah -comentó-. Primero, sacaste a esos chicos del canal; ahora, esto.

– Sólo son dos veces -puntualicé.

– Dos veces desde que te conozco -me corrigió-, hace poco más de un mes.

– Forma parte de mi trabajo -aduje.

– No -replicó Cicero, sacudiendo la cabeza como un maestro que escucha un pretexto inaceptable de un alumno que no ha hecho los deberes-. Conozco el trabajo policial lo suficiente para saber que las cosas que tú haces no son las típicas.

– Pero es que yo no quiero ser típica.

– Cuando la gente se lesiona o se hace daño con frecuencia, es que le ocurre algo -prosiguió Cicero-. Con tales accidentes, en realidad lo que se pretende es llamar la atención sobre otra cosa, algo que no se puede mostrar directamente a los demás.

– No te entiendo.

– Sarah -dijo con cautela-, cuando tu marido y tú vivíais juntos, ¿te pegó alguna vez?

– No, Dios mío -respondí-. Shiloh también era policía.

– Eso no significa nada -observó Cicero-. La vuestra es una profesión muy física que atrae a personas agresivas que…

– Todo eso ya lo sé, pero Shiloh nunca me ha puesto la mano encima -insistí.

– Es que tengo la sensación de que alguien te ha hecho daño. -Cicero hizo una pausa, como midiendo las palabras-. ¿Algo relacionado con el sexo?

Seguramente fue por lo tarde que era, o tal vez por la herida de la cabeza; el caso es que estuve a punto de negarlo y, en vez de eso, me oí decir:

– Pero eso fue hace mucho tiempo.

– ¿Tu padre? -Cicero tenía los ojos clavados en los míos y me miraba con intensidad.

– Mi hermano -respondí-. Nunca se lo he contado a nadie -añadí-. Ni siquiera a Shiloh.

– Lo siento -dijo Cicero.

– Y no quiero hablar de esto nunca más.

– De acuerdo.

– Lo digo en serio.

– Muy bien.

– ¿Te doy lástima?

– No.

– De acuerdo. No quiero hablar del tema nunca más.

Advertí que estaba sujetando un paño mojado en el que ya no había nada. Me lo aparté de la cabeza, lo desdoblé y en su interior encontré un trozo de hielo del tamaño de un diente. Era todo lo que quedaba de un cubito.

– Si en el trabajo hago cosas extremas -añadí-› es porque quiero…, quiero…

Me interrumpí: no encontraba palabras con las que explicarme.

– Hace poco conocí a un chico que trabaja en urgencias médicas -continué por fin, al tiempo que evocaba la imagen de Nate Shigawa- y sentí envidia de él. Su trabajo consiste en detener las hemorragias, pero el mío es distinto. Cuando yo llego, la hemorragia ya se ha terminado. A veces, hace mucho.

Pensaba en el Aidan Hennessy auténtico, que había muerto tan joven, y en su madre, a la que habían sacado de las aguas del lago.

– Pero que la hemorragia se haya detenido no significa que el dolor haya desaparecido -comentó Cicero-. Supongo que, en eso, sí que puedes ayudar.

– Sí, cuando me lo permiten -repliqué-. A veces, mucho más a menudo de lo que crees, las personas dicen que necesitan ayuda pero, en realidad, no la quieren.

El día, que había comenzado en la puerta del despacho de Kilander, empezaba a pasarme factura. Me sentía cansada, y no sólo físicamente. No sabía cómo se encontraba Marlinchen, ni tan siquiera dónde estaban sus hermanos y ella. Pensé que debía averiguarlo, asegurarme de que se hallaban bien y de que había alguien con ellos, pero aquella noche ya no podía hacer nada más. Me ocuparía del asunto al día siguiente.

– ¿Qué hora es? -pregunté, volviéndome hacia el reloj. Faltaban dos minutos para las dos de la mañana-. Dios mío, lo siento -murmuré, al tiempo que me levantaba de la mesa de exploración-. Deberías estar acostado. Me marcho.

Cicero empezó a hablar pero lo interrumpí:

– Me encuentro bien, estoy en condiciones de conducir… -Me detuve al advertir algo-. Pero no he venido hasta aquí en coche, ¿verdad?

– ¿No te acuerdas? -preguntó Cicero, sacudiendo la cabeza.

Cerré los ojos e intenté acceder a unas tenues imágenes mentales, pero era incapaz de verlas con claridad. Entonces me asaltó una idea imposible.

– ¿Me has traído tú?

– Sí -dijo.

– Pero…

– Ya te dije que, si no había más remedio, podía tomar el ascensor -comentó-. No me asombra tanto haber podido bajar en el ascensor como que mi furgoneta arrancara.

Debió de verme muy sorprendida porque me miró divertido.

– Me llamaste desde un teléfono público próximo a Urgencias. Fuiste un tanto inconcreta con los detalles pero, al parecer, acababas de escapar de la sala de espera. Yo te dije que me esperaras allí. Iba a llevarte de regreso al hospital si era necesario pero, como te habían declarado paciente ambulatoria y no tenías heridas importantes, respeté tus deseos de venir aquí.

Cicero había salido de su guarida para ir a buscarme. Quería decirle que estaba orgullosa de él, pero advertí de inmediato que aquello lo haría sentir inferior, que sería como una palmadita en la cabeza.

– Estoy en deuda contigo -susurré.

– Me debes ciento veinte dólares, para ser exactos -replicó Cicero-. Ochenta por los cuidados médicos y cuarenta por haberme hecho bajar en el condenado ascensor.

Casi sonreí, aliviada ante su habilidad para traernos de regreso a la tierra.

– ¿Sabes una cosa? -le dije.

– No llevas tanto encima. -Cicero acabó la frase por mí.

– Te lo traeré mañana -prometí.

– No hay prisa -aseguró él-. Pero ve con cuidado, ¿de acuerdo? Lo que yo puedo arreglar tiene unos límites.