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Como necesitaba una buena ración de pasta sugerí una cena en el restaurante Claudio's y Emma estuvo de acuerdo.
Claudio's está en Greenpoint, que, como ya he mencionado, tiene una población de unos dos mil habitantes, menos que el edificio donde yo vivo.
Nos dirigimos al este por la carretera principal. Eran alrededor de las siete de la tarde cuando entramos en el pueblo y empezaba a oscurecer.
El pueblo en sí no es tan atractivo ni antiguo como las demás aldeas, era y sigue siendo un puerto comercial y de pesca. En los últimos años ha adquirido cierta distinción por sus tiendas de modas, restaurantes elegantes y cosas por el estilo, pero Claudio's es prácticamente igual que cuando era niño. Cuando en el norte de Long Island había muy pocos lugares donde comer, ahí estaba Claudio's, en el extremo de la calle mayor que da al mar, cerca del muelle, donde se encontraba desde el siglo pasado.
Aparqué el coche y nos apeamos en el largo atracadero. Había un gran barco antiguo de tres palos amarrado permanentemente al muelle, gente que paseaba cerca de una marisquería y varias lanchas atracadas, cuyos pasajeros estaban probablemente en Claudio's. Era una tarde agradable y mencioné lo benigno del clima.
– Se está formando una depresión tropical en el Caribe -dijo Emma.
– ¿Puede un Prozac serle de alguna ayuda?
– Es un pequeño huracán.
– Claro.
Como los pequeños leones. Es bonito contemplar los huracanes desde el piso de Manhattan, pero no tanto en esta pequeña masa de tierra, a quince metros escasos sobre el nivel del mar. Me acordé de un huracán aquí en el mes de agosto, cuando era niño. Al principio era divertido, pero luego empezó a dar miedo.
Dimos un paseo y charlamos. En la primera etapa de una relación hay un momento de pasión, que suele durar unos tres días. Luego, a veces, uno se da cuenta de que la otra persona no le gusta. Por regla general, es cuando la otra persona dice algo como «Confío en que te gusten los gatos».
Pero con Emma Whitestone, de momento, todo iba a pedir de boca. Incluso parecía disfrutar de mi compañía.
– Me gusta estar contigo. -Llegó a decir.
– ¿Por qué?
– Bueno, eres diferente de la mayoría de los hombres con los que salgo. Lo único que quieren es saber cosas sobre mí, hablar de arte, de política y de filosofía, y conocer todas mis opiniones. Tú eres diferente; lo único que quieres es sexo.
Me reí.
Me cogió del brazo, caminamos hasta el final del muelle y contemplamos los barcos.
– Estaba pensando -dijo Emma- que si Tom y Judy no hubieran muerto y hubieran anunciado que habían encontrado un fabuloso tesoro, un tesoro pirata, el tesoro del capitán Kidd, se habría llenado todo de periodistas, como ocurrió cuando fueron asesinados. Estaban por todas partes, hacían preguntas a la gente por las calles de Southold, filmaban en la calle mayor…
– En eso consiste su trabajo.
– Es paradójico que estuvieran aquí para informar sobre el asesinato de los Gordon, en lugar de anunciar su fortuna.
– Interesante observación -asentí.
– Me pregunto si los periodistas habrían visitado la Sociedad Histórica Peconic para informarse sobre la historia del tesoro.
– Probablemente.
– Antes te he comentado que la fiebre del tesoro ha estallado varias veces. En una época tan reciente como los años treinta, durante la Depresión, e incluso en los cincuenta, la fiebre por el tesoro de Kidd se apoderó repetidas veces de esta zona, generalmente iniciada por algún rumor estúpido o el hallazgo de algunas monedas en la playa. La gente llegaba de todas partes y empezaba a excavar en las playas, las colinas, los bosques… Ahora hace tiempo que no ocurre… Puede que los tiempos hayan cambiado. ¿Jugabas a piratas de niño?
– En eso estaba pensando… Ahora recuerdo haber oído hablar de piratas aquí, cuando era niño. Pero no demasiado. Mi tía era un poco más culta. Se interesaba por los indios antes de que se pusieran de moda.
– Mi familia se interesaba por los primeros colonos y por la revolución. Recuerdo conversaciones sobre piratas… Tengo un hermano mayor y recuerdo haberle visto jugar a piratas un par de veces con sus amigos. Supongo que era cosa de niños, como jugar a policías y ladrones o a indios y vaqueros.
– Supongo. Ahora juegan a agentes de antinarcóticos y traficantes. Pero me he encontrado con un muchacho en la Hacienda del Capitán Kidd… -añadí y le hablé a Emma de Billy, el cazador de tesoros.
– Es una cuestión cíclica -comentó Emma-. Puede que los piratas se hayan puesto nuevamente de moda. ¿Has leído La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson?
– Por supuesto. Y El escarabajo de oro de Poe. ¿Recuerdas la pista falsa con el dibujo de una cabra, de una cría de cabra?
– Sí, claro. ¿Has leído Wolfert Webber de Washington Irving?
– Primera noticia.
– Es una historia de piratas maravillosa. -Sonrió y me preguntó-: ¿Has visto alguna de esas películas de malvados de los años treinta y cuarenta?
– Me encantaban.
– Hay pocas palabras que evoquen tanta intriga y romanticismo como pirata, tesoro escondido, galeón…
– Héroe de capa y espada. Ésa me gusta.
– ¿Qué me dices de «los mares españoles»?
– Desde luego. Aunque a saber lo que significa.
De pie en el muelle, junto a aquel antiguo velero de tres palos, cuando se estaba poniendo el sol, jugamos a aquel tonto juego de palabras con términos como bucaneros, doblones, sables, tuertos, pata de palo, loros, arrojar por la borda, islas desiertas, botín, despojos, pillaje, calaveras, mapa del tesoro, baúles escondidos, señales con cruces y, ya al final, expresiones como «¡Temblad, bellacos!» y «¡A mí, mis valientes!».
Ambos nos reímos.
– Me gustas -dije.
– Naturalmente -respondió Emma.
Regresamos por el muelle en dirección a Claudio's, cogidos de la mano, algo que no había hecho desde hacía mucho tiempo.
Claudio's estaba muy concurrido para ser un día entre semana y nos instalamos en la barra a tomar una copa, esperando una mesa.
Ya he comentado que se trataba de un lugar antiguo, construido en 1.830, y se le supone el restaurante más antiguo de Estados Unidos, dirigido por la misma familia, los Claudio, desde 1.870. Mi familia tenía problemas para compartir la cocina y el baño todas las mañanas; era inconcebible para mí que lo hubieran hecho durante ciento treinta años.
En todo caso, según me contó el camarero, el edificio había sido una posada cuando Greenport era un puerto ballenero y la barra junto a la que Emma y yo estábamos sentados había sido transportada en una barcaza desde Manhattan en mil ochocientos ochenta y pico.
La barra y los estantes detrás de ella, todos de caoba, cristal grabado al aguafuerte y mármol italiano, tienen un aspecto exótico y vagamente extranjero, sin ninguno de los antiguos elementos coloniales más comunes en esa zona. Ahí puedo imaginar que me encuentro en Manhattan, sobre todo cuando huelo la comida italiana del restaurante. A veces echo de menos Manhattan y lugares como Little Italy, donde, por ejemplo, actualmente se celebra la fiesta de San Gennaro. Si hubiera estado en esos momentos en la ciudad de Nueva York, esa misma noche habría ido con Dom Fanelli a Mulberry Street, donde nos habríamos hartado de comida en los tenderetes al aire libre y habríamos acabado la velada en algún café. Evidentemente debía tomar ciertas decisiones respecto a mi futuro.
Emma pidió un vino blanco.
– Tenemos seis blancos locales diferentes, que servimos en copas. ¿Alguna preferencia? -preguntó el camarero.
– Sí, Pindar -respondió Emma.
Ésa es mi chica. Fiel y leal. No estaba dispuesta a tomar el vino de su ex amante en presencia de su nuevo novio. Permítanme que les diga que cuantos más años tiene uno, mayor es su bagaje y más difícil de transportar.
Pedí una Budweiser y brindamos.
– Gracias por todo.
– ¿Qué lección de historia ha sido la que más te ha gustado?
– La del colchón de plumas.
– A mí también.
Y así sucesivamente.
De las paredes colgaban montones de recuerdos, fotografías en blanco y negro de los antepasados de Claudio, viejas fotos de regatas de veleros antiguos, paisajes de Greenport en otra época, etcétera. Me gustan los restaurantes antiguos, son como museos vivientes donde uno puede tomar cerveza.
Había sido también en Claudio's, en el mes de junio, donde había conocido a los Gordon, y ésa era una de las razones por las que me apetecía visitarlo, además de que mi estómago me pedía salsa de tomate. A veces es útil regresar físicamente a un lugar determinado cuando se desea recordar algo sucedido allí.
Comprobé que recordaba a mis padres, a mi hermano y a mi hermana sentados en esas mesas, hablando de las actividades del día y planeando las del día siguiente. Hacía años que no me paraba a pensar en eso.
Alejé de mi mente los recuerdos de mi infancia, más aptos para el diván de un psiquiatra, y me concentré en el pasado mes de junio.
Había ido a ese bar porque era uno de los pocos lugares que conocía. Recuerdo que me sentía todavía un poco frágil, pero no hay nada como un bar y una cerveza para recuperar las fuerzas.
Pedí mi cóctel habitual, una Budweiser, y me llamó inmediatamente la atención una mujer muy atractiva, a pocos taburetes de distancia. Era una tarde entre semana, cuando todavía no había empezado la temporada turística, estaba lloviendo y no había mucha gente en la barra. Se cruzaron nuestras miradas, me brindó una especie de sonrisa y me lancé.
– Hola.
– Hola -respondió.
– Me llamo John Corey.
– Judy Gordon.
– ¿Estás sola?
– Sí, salvo por mi marido, que está en el lavabo.
– Ah… -exclamé, dándome cuenta de que llevaba una alianza de matrimonio.
¿Por qué me olvido siempre de mirar los dedos? Claro que aunque estuviera casada, si estaba sola… Me iba por los cerros de Úbeda.
– Iré en su busca -dije.
– No es preciso que huyas. -Sonrió.
– Encantado de conocerte -dije con toda galantería.
Aunque acababa de enamorarme, me disponía a regresar a mi taburete original cuando llegó Tom y Judy me lo presentó.
– Toma otra cerveza -dijo Tom después de haberme disculpado para retirarme.
Me percaté de que ambos hablaban con acento de fuera y supuse que eran turistas tempranos o algo por el estilo. Estaban completamente desprovistos de la brusquedad neoyorquina a la que yo estaba acostumbrado. Como dice el chiste del tipo del Medio Oeste, que se acerca a un neoyorquino en la calle y le dice: «Disculpe, caballero, ¿puede indicarme dónde está el Empire State Building o me voy directamente a la porra?»En todo caso, me sentía incómodo y no quería tomar una copa con ellos, supongo que por intentar ligarme a Judy, pero, por alguna razón que nunca comprenderé plenamente, decidí aceptar.
Puedo ser taciturno, pero eran unas personas tan abiertas que no tardé en contarles mi reciente desventura y ambos recordaron haberlo visto por televisión. Para ellos era una celebridad.
Mencionaron que trabajaban en Plum Island, lo que me pareció interesante, y que habían llegado directamente del trabajo en barco, que también me pareció interesante. Tom me invitó a ver el barco, pero me disculpé porque no sentía mucho interés por las embarcaciones.
Salió a relucir que yo vivía en una casa junto a la orilla y Tom me pidió que describiera su aspecto desde el mar para ir a visitarme. Lo hice y me sorprendió comprobar que él y Judy aparecieron al cabo de una semana.
En todo caso, nos llevamos todos muy bien en Claudio's y, al cabo de una hora, cenábamos juntos. Eso había ocurrido hacía unos tres meses, no mucho tiempo, pero tenía la sensación de conocerlos bastante bien. Sin embargo, ahora descubría que había cosas sobre ellos que desconocía.
– ¡Hola! ¡John! -exclamó Emma.
– Lo siento. Estaba pensando en la primera vez que hablé con los Gordon. Fue aquí, en esta barra.
– ¿En serio? ¿Estás muy afectado por…?
– No me había percatado de lo mucho que disfrutaba de su compañía -respondí-. Me lo estoy tomando de una forma un poco más personal de lo que suponía.
Emma asintió. Charlamos de esto y lo otro. Se me ocurrió que si estaba confabulada con el asesino o formaba de algún modo parte de la intriga, podía intentar sonsacarme algo de información. Pero parecía que prefería evitar el tema por completo, lo que coincidía con mis deseos.
Nuestra mesa estaba libre y nos dirigimos a una especie de patio cubierto que daba a la bahía. Empezaba a sentirse el frío y yo lamentaba que acabara el verano. Había probado mi propia mortalidad, literalmente, cuando mi propia sangre me brotaba por la boca y supongo que los cortos días y los fríos vientos me recordaban que mi verano había concluido, que el pequeño Johnny, fascinado por el hallazgo de una bala de mosquetón, había crecido definitivamente cuando yacía en una alcantarilla de la calle Ciento Dos Oeste, con tres orificios de bala en el cuerpo.
Estados Unidos es un país de segundas y terceras oportunidades, un lugar de múltiples resurrecciones, de modo que, dadas las suficientes oportunidades, sólo un imbécil rematado no acaba por acertar.
– Pareces distraído -dijo Emma.
– Intentaba decidir si empezar por los calamares fritos o los berberechos.
– La comida frita no es sana.
– ¿No echas de menos la ciudad? -pregunté.
– De vez en cuando. Echo de menos el anonimato. Aquí todo el mundo sabe con quién te acuestas.
– No me sorprende, si exhibes a todos tus novios ante tus empleados.
– ¿Tú echas de menos la ciudad? -preguntó Emma.
– No lo sé… No lo sabré hasta que regrese -respondí-. Discúlpame -añadí después de levantarme-, necesito un orinal.
Fui hasta mi coche, regresé con la bolsa de regalo y la coloqué delante de Emma.
– ¿Es para mí? -preguntó.
– Sí.
– No era necesario, John… ¿Lo abro ahora?
– Te lo ruego.
Sacó el orinal, que estaba envuelto en papel de seda, de la bolsa.
– ¿Qué es…?
De pronto tuve un ataque de pánico. ¿Y si el vejestorio de la tienda de antigüedades se había equivocado? ¿Y si había confundido a Emma Whitestone con otra persona?
– Espera -dije-, tal vez no deberías abrirlo…
Otros comensales miraban ahora curiosos, entrometidos, sonrientes.
Emma retiró el papel de seda y descubrió el orinal blanco con flores rosas. Lo levantó por el asa.
Emergió un suspiro de la muchedumbre. O por lo menos eso parecía. Alguien se rió.
– ¡Es precioso, John! ¿Cómo lo has sabido?
– Soy detective -respondí.
Admiró el orinal por todos lados, examinó la marca del ceramista…
– Hay lavabos en la parte posterior si lo prefiere -dijo el camarero después de acercarse.
Soltamos todos unas buenas carcajadas. Emma declaró que lo utilizaría para plantar rosales enanos, yo respondí que eso impediría definitivamente que alguien se sentara en él y así sucesivamente. Cuando se nos agotaron las bromas sobre orinales pedimos la cena.
Comimos a gusto, mientras charlábamos y contemplábamos el puerto. Emma me preguntó si me apetecía que pasara de nuevo la noche en mi casa y respondí que lo deseaba. Abrió el bolso para mostrarme un cepillo de dientes y unas bragas.
– Estoy preparada -dijo.
– ¿Les apetece más café o tienen prisa por llegar a su casa? -preguntó el camarero gracioso, que en aquel momento pasaba casualmente junto a nuestra mesa.
De regreso a mis aposentos de Mattituck, tuve de nuevo esa extraña sensación de que nada tendría un final feliz, ni el caso, ni mi relación con Emma, ni con Beth, fuera la que fuese, ni tampoco mi carrera. Era como ese silencio aterrador y ese cielo perfectamente claro que preceden al huracán.