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Eran casi las diez de la noche cuando me adentré en los terrenos costeros que hay detrás del club náutico de Santa Teresa. Al salir de casa de Dana Jaffe cogí la 101 en dirección norte y conduje paralela a la playa hasta llegar a mi domicilio, donde me probé a toda prisa los trapos de segunda mano que me había dado Vera. Según su opinión imparcial, en lo tocante a las modas soy una palurda y se desvive por inculcarme los rudimentos del buen gusto. La especialidad de Vera son esos conjuntos al estilo de Annie Hall con los que parece que vaya una a pasarse la vida durmiendo en las cloacas. Chaquetas, chalecos, tejanos y camisas por fuera. Lo único que me faltaba era el típico carrito de la compra que llevan las mendigas.
Miré las prendas una por una mientras me preguntaba cuáles me convenían para mis fines. Cada vez que me enfrento a esta clase de dilemas necesito un asesor de imagen, una persona a quien explicar lo que me propongo. Puesto que Vera pesa diez kilos más que yo y es doce centímetros más alta, hice caso omiso de los pantalones, ya que no quería parecer un enanito de Blancanieves. Me había dado dos maxifaldas de cintura elástica y jurado que cualquiera de las dos me iría fenomenal con las botas negras de cuero. También me había dado un vestido estampado de rayón de cintura baja, que llegaba hasta los tobillos y que parecía de los años cuarenta. Me lo puse por la cabeza y me miré en el espejo. Había visto a Vera con él y la verdad es que le daba aspecto de vampiresa. A mí me quedaba como a una niña de seis años que jugara a disfrazarse con los trapos viejos de su tía.
Volví a las maxifaldas y me probé una de seda artificial negra. Vera me había aconsejado subirle el dobladillo, pero me limité a enrollármelo un poco por encima de la cadera, como si tuviera una cintura rolliza de tela. Me había dado asimismo una blusa suelta de un color que ella llamaba caquiapizarrado (una mezcla de gris y colilla de puro) y una chaqueta blanca para ponérmela encima de ambas prendas. Vera me había dicho que adornase el conjunto con complementos. Una sugerencia genial. Como si yo tuviese idea de cómo se hacían estas cosas. Busqué inútilmente algo de bisutería en los cajones y al final resolví aprovechar el tapete que mi tía me había bordado para que lo pusiera en el tocador. Lo sacudí para quitarle el polvo y los pelos acumulados y me lo enrollé en el cuello, dejando que los extremos me colgaran por delante. Qué garbo. Qué señorío. Era una aventurera, otra Isadora Duncan, otra Amelia Earhart.
El club náutico se alza sobre pilotes de cara a la playa y está cerca de la jefatura del puerto y del largo brazo de hormigón del rompeolas que se curva hacia la izquierda. El oleaje hacía un ruido atronador aquella noche, como si una columna interminable de coches circulara por un puente de madera. El océano estaba extrañamente agitado a causa de alguna lejana tormenta que seguramente no nos afectaría de lleno. En el aire pendía una niebla densa, semejante a una cortina de cretona a través de la cual entreveía retazos del horizonte bañado por la luna. La arena de la playa parecía blanca y las rocas amontonadas alrededor de los cimientos del edificio estaban cubiertas de mechones de algas.
Las sonoras carcajadas de los bebedores del club se oían incluso desde la acera de abajo. Subí los anchos peldaños de madera que conducían a la entrada y crucé la puerta de cristales. A la derecha ascendía otro tramo de escalones y fui al encuentro del humo y la música del bar del primer piso. Éste tenía forma de L, los que cenaban ocupaban el brazo mayor mientras que los bebedores estaban confinados en el brazo más corto, cosa que me pareció justa. El ruido era ensordecedor a pesar de que el comedor estaba casi vacío y el bar sólo lleno hasta la mitad. El suelo estaba enmoquetado y el recinto de todo el primer piso era una sucesión de ventanas que daban al océano. De día se invitaba a los miembros del club a contemplar las vistas panorámicas; de noche, los vidrios ahumados arrojaban unos reflejos tan sucios que pedían a gritos la inmediata intervención de la brigada limpiacristales. Me detuve al llegar a los dominios del jefe de camareros y vi que éste cruzaba el local y avanzaba hacia mí.
– ¿En qué puedo servirle, señora? -dijo. Deduje que le habían ascendido a jefe de camareros en fecha reciente porque aún se movía con el brazo izquierdo flexionado, como si aún llevara colgada la típica servilleta.
– Busco a Carl Eckert. ¿Está aquí esta noche?
Vi que bajaba la mirada con rapidez para inspeccionar mis sucias botas, la maxifalda, la chaqueta, el bolso en bandolera y el trasquilado pelo que el viento había despeinado y moldeado según el fascinante look del estropajo.
– ¿Espera a la señora? -Por su tono de voz inferí que le habría sorprendido menos si estuviese esperando a los invasores de Marte.
Le alargué con discreción un billetito de cinco dólares.
– Ahora, sí -dije.
El individuo se guardó el billete en el bolsillo sin comprobar su cuantía y lamenté no haberle dado otro inferior. Me señaló a un caballero que estaba sentado solo junto a una ventana. Tuve tiempo para observarlo mientras cruzaba la sala. Le eché cincuenta y tantos años, aunque conservaba un aire que podía llamarse «juvenil» con toda legitimidad. Era corpulento y tenía el pelo canoso. La cara, antaño atractiva, se le había ablandado a lo largo de la mandíbula, aunque el efecto seguía siendo agradable. Mientras que todos los hombres que había en el bar vestían informalmente, Carl Eckert llevaba un traje tradicional gris oscuro, camisa gris claro y corbata de lana de fondo azul con cuadros gris claro. Seguí andando hacia él sorteando las mesas y preguntándome qué diantres iba a decirle. Advirtió mi avance y se concentró en mí cuando llegué a su altura.
– ¿Carl?
Me sonrió con educación.
– Sí.
– Kinsey Millhone. ¿Puedo sentarme?
Le tendí la mano. Para estrechármela, se medio levantó de la silla al tiempo que se inclinaba con cortesía. Me dio un apretón enérgico, tenía la piel fría como el hielo a causa del contacto con el vaso que tenía sobre la mesa.
– Como guste -dijo. Tenía los ojos azules y la mirada tenaz. Me señaló una silla.
Dejé el bolso en el suelo y tomé asiento en la silla que tenía al lado.
– No quisiera molestarle.
– Depende de lo que quiera. -Su sonrisa era agradable pero huidiza y en ningún momento se le contagiaba a los ojos.
– Todo parece indicar que Wendell Jaffe está vivo.
La expresión se le neutralizó de pronto y se puso rígido, suspendiendo la animación como si hubiera sufrido un repentino corte de energía. Durante una fracción de segundo me pasó por la cabeza la posibilidad de que hubiese estado en contacto con Jaffe desde la desaparición de este último. Al parecer no dudaba de mi palabra, lo cual me ahorraba en principio toda la retórica que había tenido que emplear con Dana. Engulló y asimiló la información sin emitir ninguna exclamación de consternación o sorpresa. Tampoco manifestó el menor asomo de incredulidad. Volvió a ponerse en movimiento. Introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una cajetilla de cigarrillos con objeto de contemporizar hasta hacerse una idea de mis intenciones. Sacudió el paquete de tabaco, el filtro de varios cigarrillos asomó a la vez y me alargó la cajetilla. Negué con la cabeza. Se puso un cigarrillo entre los labios.
– ¿Le molesta si fumo?
– De ningún modo. -La verdad es que detesto el tabaco, pero quería que me proporcionase información y no me pareció el momento más indicado para ponerle al tanto de mis alergias.
Encendió una cerilla y ahuecó las manos para proteger la llama. La apagó agitando la mano, dejó el fósforo en el cenicero y se guardó la caja en el bolsillo. Percibí el olor del azufre y ese primer tufo del tabaco chamuscado que no tiene parangón en este mundo. Todas las mañanas, cuando me pongo al volante y me dirijo al trabajo, percibo las ráfagas cargadas con ese mismo olor que salen de los conductos del aire acondicionado de los hoteles donde se permite injustamente que los fumadores se mezclen con el resto de la humanidad.
– ¿Le apetece tomar algo? -preguntó-. Iba a pedir otra bebida para mí.
– Sí, gracias.
– ¿Qué quiere tomar?
– Me conformo con un vaso de Chardonnay.
Llamó con la mano al camarero, que se acercó y tomó nota del pedido. Eckert bebía whisky escocés.
Cuando se alejó el camarero, volvió a concentrar en mí la mirada y la atención.
– ¿Quién es usted? ¿Policía de tráfico? ¿De la Brigada de Estupefacientes? ¿De Hacienda?
– Detective privada. Investigo reclamaciones para la compañía de seguros La Fidelidad de California.
– Dana ha conseguido cobrar, ¿eh?
– Hace dos meses.
Un grupo de bebedores que había junto a la barra estalló en carcajadas estrepitosas y Eckert tuvo que adelantar la cabeza para que yo le oyese.
– ¿Por qué se ha cuestionado todo este asunto?
– Un agente de LFC, jubilado ya, lo vio en México la semana pasada. A mí me contrataron al día siguiente para comprobar la información.
– ¿Y verificó que se trataba realmente de Wendell?
– Más o menos -dije-. No conocía en persona al señor Jaffe, de modo que no me atrevería a jurar que era él.
– Pero lo vio -dijo.
– A él o a un hombre que se le parecía muchísimo. Se ha hecho un poco de cirugía plástica. Seguramente fue lo primero que se le ocurrió.
Se me quedó mirando con los ojos fijos en el vacío y cabeceó. Esbozó una ligera sonrisa.
– Se lo ha contado ya a Dana, ¿verdad?
– He hablado con ella hace un rato. No le entusiasmó la noticia.
– La creo. -Me escrutó las facciones-. ¿Podría repetirme su nombre?
Saqué una tarjeta y se la alargué.
– ¿Sabía usted que el hijo de Jaffe estaba metido en líos? -pregunté.
A nuestras espaldas estalló otra descarga de hilaridad, más ruidosa que la anterior. Los muchachos, por lo visto, se habían enzarzado en una aburrida competición de chistes verdes. Eckert leyó mi nombre en la tarjeta y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
– Leí lo de Brian en el periódico -dijo-. No deja de ser curioso.
– ¿El qué?
– Wendell. Precisamente estaba pensando en él. Como no se encontró el cadáver, supongo que nunca he dejado de tener ciertas dudas sobre su muerte. Me figuro que muchos pensaron que no me atrevía a afrontar los hechos. «Se niega a declarar», decían. ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
– No tuve ocasión de preguntárselo.
– ¿Sigue allí?
– Pidió la cuenta del hotel a las tantas de la noche y no volví a verle el pelo. Puede que quiera volver.
– Por Brian -dijo, relacionando las dos circunstancias al instante.
– Eso imagino. En cualquier caso, es la única pista que tenemos. Bueno, en realidad no es una pista, sino un punto de partida.
– ¿Por qué me lo cuenta?
– Por si se pone en contacto con usted.
Volvió el camarero con las bebidas y Carl levantó los ojos.
– Gracias, Jimmy. Cárgalo en mi cuenta, por favor. -Cogió la factura, la sujetó por un extremo, garabateó su nombre al pie y se la devolvió al camarero.
– Gracias, señor Eckert -murmuró el camarero-. ¿Desean alguna otra cosa los señores?
– Nada, Jimmy.
– En ese caso, buenas noches.
Carl asintió sin hacerle mucho caso y se puso a mirarme con atención.
Rebusqué en el bolso y saqué una copia del retrato robot de Valbusa.
– Tengo un retrato robot, por si le interesa. -Dejé el papel sobre la mesa, ante él.
Se puso el cigarrillo en la comisura de la boca y observó la cara de Wendell con los ojos un poco entornados a causa del humo. Cabeceó y esbozó una sonrisa irónica.
– Estamos apañados.
– Creí que se alegraría de saber que estaba vivo -dije.
– Oiga usted. Fui a la cárcel por su culpa. Muchas personas querían repartirse mi pellejo. Cuando se pierde dinero, alguien ha de cargar con la responsabilidad. No me importó pagar mis deudas, pero no me hizo ninguna gracia pagar las suyas.
– Supongo que fue duro.
– No se lo puede usted imaginar. Cuando me declaré en bancarrota, todos los préstamos se convirtieron en deudas. Menudo lío. No quiero volver a pasar por aquello.
– ¿Me llamará si sabe algo de Wendell?
– Es probable -dijo-. No quiero hablar con él, eso lo tengo claro. Era un buen amigo. Por lo menos yo pensaba que lo era.
Hubo otra explosión de carcajadas. Eckert se removió con nerviosismo y apartó el vaso con la mano.
– Vamos al barco. Aquí hay demasiado ruido.
Se puso en pie sin esperar respuesta y se alejó. Cogida por sorpresa, me hice con el bolso y fui tras él.
El ruido disminuyó de una manera radical en cuanto cruzamos la puerta. El aire era frío y limpio. Volvía a soplar el viento y las olas se estrellaban contra la escollera en una serie de explosiones espumosas. ¡Bum! Y un encaje de plumas blancas coronaba la cima del rompeolas y lanzaba, chorros de agua que aterrizaban en el paseo como si Neptuno estuviera achicando el agua del océano con un cubo.
Cuando llegamos a la verja que daba acceso a la dársena 1, sacó una tarjeta, la introdujo en la cerradura y la verja se abrió. Con actitud raramente caballerosa, me cogió por el codo y me condujo por la resbaladiza rampa de madera. A mis oídos llegaban los crujidos y ocasionales tintineos metálicos que producían las embarcaciones que se bamboleaban en las aguas del puerto. Mientras avanzábamos por la pasarela, nuestros pasos sonaban con ritmo irregular.
Las cuatro dársenas tenían en total unos mil cien amarraderos y abarcaban una superficie de treinta y cinco hectáreas. A un lado del puerto se encontraba el muelle principal, que se curvaba hacia el interior, en busca del también curvo rompeolas, que se encontraba en el otro lado; en conjunto casi completaban una circunferencia en cuyo interior estaban amarradas las embarcaciones. Además de los visitantes ocasionales que ocupaban temporalmente algunos amarraderos, estaban los «residentes» habituales, no muy numerosos, que vivían principalmente en los yates. En las cerradas instalaciones donde estaban los servicios había duchas y lavabos y en el muelle del combustible había un surtidor siempre disponible. Al llegar al muelle J, doblamos a la izquierda y recorrimos otros treinta metros hasta llegar al barco.
El Captain Stanley Lord era una goleta Fuji de quince metros, derivada de un velero diseñado por John Alden que tenía el palo principal en el sector de proa. El casco estaba pintado de verde oscuro con una cenefa azul marino en la borda. Carl se aupó para subir a la estrecha cubierta y me tendió la mano para ayudarme a hacer lo propio. En la oscuridad distinguí la vela mayor y el palo de mesana, pero no mucho más. Metió la llave en la cerradura y empujó hacia delante la trampa de la escotilla.
– Cuidado con la cabeza -dijo mientras se sumergía en las profundidades de la cocina-. ¿Sabe usted algo de barcos?
– Muy poco -dije. Bajé con cuidado cuatro peldaños alfombrados y empinados y accedí a la cocina detrás de mi guía.
– Este tiene tres foques; el petifoque, la trinquetilla y el foque volante, además de la vela mayor y la mesana.
– ¿Por qué tiene el nombre que ostenta? ¿Quién es el capitán Stanley Lord?
– Historia marinera. A pesar de los pesares, Wendell tenía sentido del humor. Stanley Lord era el capitán del Californian, que al parecer fue el único barco que estuvo lo bastante cerca del Titanic para prestarle ayuda. Lord dijo que en ningún momento detectó señal alguna de socorro, pero investigaciones posteriores revelaron que hizo caso omiso del SOS. Se le acusó de responsabilidad en la catástrofe y el escándalo destrozó su vida profesional. Wendell empleó las iniciales del nombre del barco a la hora de bautizar la compañía: CSL Inversiones. Yo no acabé de entender el chiste, pero a él le parecía gracioso.
El interior tenía el aire irreal de las casas de muñecas, esa distribución del espacio que más me gusta, todo de una pieza, empotrado y ordenado con sentido de la economía y la eficacia. A mi izquierda tenía una cocina eléctrica y a mi derecha una serie de cacharros imprescindibles para la navegación: una radio, una brújula, un extintor de incendios, contadores para la velocidad del viento y los sistemas eléctricos, la calefacción, el conmutador general y la batería del motor. Percibí un ligero olor a barniz y advertí que uno de los cojines de la litera ostentaba aún la etiqueta del precio. Todo se había tapizado en lona de color verde oscuro y las costuras estaban cosidas con cordoncillo blanco.
– Es precioso -dije.
Se ruborizó de placer.
– ¿Le gusta?
– Me parece estupendo -dije. Me acerqué a una litera, dejé el bolso encima y tomé asiento. Estiré la mano y palpé el cojín-. Es cómoda -observé-. ¿Cuánto hace que lo tiene?
– Un año aproximadamente -dijo-. Hacienda lo embargó poco después de la desaparición de Wendell. Viví a costa de la Dirección General de Prisiones durante dieciocho meses, me soltaron, reuní algo de dinero y busqué al individuo que lo había comprado en una subasta de la Administración pública. Me costó lo indecible convencerlo. Apenas lo utilizaba, pero tardó mucho tiempo en acceder. No sé por qué la gente ha de ser tan obstinada. -Se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se desabrochó el botón del cuello de la camisa-. ¿Le apetece más vino blanco? Tengo una botella en el frigorífico.
– Medio vaso -dije. Estuvo hablando un rato sobre asuntos de marinería hasta que volví a sacar a colación el tema de Wendell-. ¿Dónde encontraron el barco?
Abrió un frigorífico en miniatura y sacó una botella de Chardonnay.
– Frente a la costa de la Baja California. Hay por allí bancos de arena que se adentran hasta diez kilómetros en el mar. Al parecer había encallado y gracias a la marea había vuelto a navegar a la deriva. -Quitó el precinto metálico del gollete de la botella y la abrió con un sacacorchos.
– ¿No tenía tripulación?
– Wendell prefería manejarlo solo. Le vi partir aquel día. Cielo naranja, agua naranja y el acoso constante de la mareta. Producía una sensación extraña. Como El poema del viejo marinero de Coleridge. ¿No se lo hicieron aprender de memoria en el instituto?
– Lo único que aprendí de memoria en el instituto fue una lista de tacos y a fumar marihuana.
Sonrió.
– Cuando se aleja uno de las Channel Islands, * hay que salir por alguno de los espacios que dejan libres las torres de los pozos petrolíferos. Se volvió para despedirse con la mano mientras se alejaba. Lo estuve contemplando hasta que salió del puerto. Fue la última vez que le vi. -Hablaba con voz monótona, como hipnotizado, con una mezcla de envidia tibia y tibio pesar. Me sirvió el vino en una copa y me la tendió.
– ¿Sabía usted lo que se proponía Wendell?
– Pero ¿qué se proponía? Porque yo sigo sin saberlo en la actualidad.
– Por lo visto, largarse sin pagar -dije.
Se encogió de hombros.
– Sabía que se sentía con el agua al cuello. No creí que tuviera intención de jugar sucio. Por entonces, y en particular cuando se hizo pública la última carta que escribió a Dana, me esforzaba por aceptar la idea de que se había suicidado. No pegaba con su carácter, pero todo el mundo estaba convencido, ¿quién era yo para ponerlo en duda? -Se sirvió media copa de vino, apartó la botella y se sentó en el banco que había delante del mío.
– Todo el mundo no -le corregí-. A la policía no le salían las cuentas y a la compañía de seguros tampoco.
– ¿Será usted una heroína al final?
– Sólo si se recupera el dinero.
– Eso no parece probable. Lo más seguro es que Dana se lo haya gastado ya todo.
No quería pensar en aquello.
– ¿Y qué pensó usted de la «muerte» de Wendell entonces?
– Me pareció terrible, como es lógico. A decir verdad, le eché de menos a pesar de lo que me dejó en herencia. Y parecerá extraño, pero me dijo algo en ese sentido. No le creí, pero se esforzó por hacérmelo comprender.
– ¿Le dijo que iba a largarse?
– Bueno, lo insinuó. Quiero decir que en ningún momento lo expuso abiertamente. Fue una de esas afirmaciones que pueden interpretarse según la propia conveniencia. Un día, creo que de marzo, unas seis o siete semanas antes de que desapareciese, va y me dice: «Carl, compañero, abandono. Esta maldita historia se nos viene encima y ya no puedo más. Es demasiado». Me lo dijo con estas u otras palabras, pero con esta orientación. Pensé que hablaba por hablar, para desahogarse. Teníamos problemas tremendos, pero no era la primera vez que ocurría y hasta entonces siempre habíamos salido airosos. Desde mi punto de vista se trataba de otro emocionante episodio de «El show de Carl y Wendell». Antes de saber lo que pasaba ya habían encontrado su barco navegando a la deriva por el océano. Al mirar atrás, es lícito pensar… bueno, cuando dijo que «abandonaba», ¿quiso decir que iba a matarse o a largarse para desentenderse de todo?
– Pero a usted lo empapelaron, ¿no?, tanto si se trataba de una cosa como si se trataba de la otra.
– Pues sí. Lo primero que hicieron fue lanzarse como buitres sobre los libros de contabilidad. Supongo que habría podido largarme entonces, echar a correr con lo puesto, pero me pareció absurdo. No tenía a dónde ir. No tenía un centavo y no tuve más remedio que dar la cara. Por desgracia ignoraba la magnitud de lo que Wendell había hecho.
– ¿Hubo realmente estafa?
– ¿Que si la hubo? Y de las gordas. Pasaron los días y toda la mierda salió a relucir. Wendell había limpiado la compañía y no había dejado ni los bolígrafos. En la carta que dejó afirmaba que había devuelto hasta el último centavo, pero no vi ninguna prueba que lo corroborase. Todo me cogió por sorpresa. Cuando comprendí cómo estaban realmente las cosas, ya no había escapatoria. Ni siquiera tuve ocasión de resarcirme de las pérdidas personales. -Hizo una pausa y se encogió de hombros-. ¿Qué puedo decir? Wendell desapareció y quedamos sólo los tontos. Di todo lo que tenía. Me declaré culpable y acepté la condena para que acabara de una vez la pesadilla. Y ahora dice usted que está vivo. Vaya broma.
– ¿Está usted resentido?
– Naturalmente. -Apoyó el brazo en el respaldo del banco y se frotó la frente como si estuviese pensando en otra cosa-. Entiendo su necesidad de huir. Al principio no comprendí la magnitud de su traición. Sentí lástima por Dana y por los chicos, pero nada podía hacer si Wendell estaba muerto. -Volvió a encogerse de hombros y sonrió con melancolía al mismo tiempo que hacía un ademán lleno de vitalidad-. Qué narices. Todo ha pasado ya y usted tiene un trabajo que hacer.
– Agradezco su comprensión.
Pasó por alto mis palabras con un aspaviento. Consultó su reloj.
– Me temo que el día ha terminado para mí. He quedado para desayunar mañana a las siete en punto. Tengo que dormir un poco. ¿La acompaño?
Me levanté y dejé a un lado la copa vacía.
– No se preocupe, sé ir sola -dije-. Sólo hay un paso hasta la salida. -Nos dimos la mano-. Perdone por el tiempo que le he hecho perder. No le extrañe si volvemos a vernos. ¿Tiene todavía mi tarjeta?
Tiró de una esquina del rectángulo de cartulina y la tarjeta asomó por el bolsillo de su camisa.
– ¿Me avisará si sabe algo de Wendell?
– Desde luego -dijo.
Subí la escalera y encogí la cabeza al salir a cubierta. Sabía que Eckert no dejaba de mirarme con una sonrisa de confusión bailoteándole en los labios. Era extraño, pero, puestos a comparar, la reacción de Dana Jaffe me había parecido más sincera.
<a l:href="#_ftnref1">*</a> Archipiélago que comprende todas las islas (San Miguel, Santa Cruz, Santa Catalina, San Clemente, etc.) que hay ante la costa californiana entre San Diego (sur) y Santa Barbara (norte), la «Santa Teresa» de las novelas protagonizadas por Kinsey Millhone; el «canal» a que alude el nombre es el formado por el mismo archipiélago y la costa continental. (N. del T.)