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Al llegar a Santa Teresa me fui derecha a la oficina, donde saqué la Smith-Corona portátil y me puse a pasar a máquina las notas que había tomado y que resumían los acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas, además de consignar nombres, direcciones y detalles secundarios. Calculé el tiempo invertido hasta entonces y añadí la gasolina y el kilometraje. Cuando pasase factura a LFC seguramente cobraría a la empresa la tarifa reducida de cincuenta dólares la hora, pero quería apuntarlo todo despacio y con buena letra por si Gordon Titus se ponía quisquilloso y autoritario. No se me escapaba, sin embargo, que, en el fondo, mi repentina preocupación por la burocracia laboral era sólo una forma mal disimulada de ocultar mi creciente nerviosismo. Wendell tenía que estar cerca, pero ¿qué hacía y qué le obligaría a asomar la nariz? Por lo menos, ver a Renata Huff había confirmado mi corazonada… a no ser que se hubieran separado, cosa que no me parecía probable. Wendell tenía familia en la zona. En cuanto a ella, ignoraba si estaba en el mismo caso. Movida por un impulso, miré en la guía telefónica, pero no vi a nadie que se apellidara Huff. Puede que su nombre fuese tan fingido como el que había utilizado Jaffe en México. Habría dado casi cualquier cosa por ver materialmente a Wendell, pero esta probabilidad empezaba a parecerme tan escurridiza como la de ver un ovni.
En esta etapa de la investigación suele reconcomerme la impaciencia. Las sensaciones que experimento no varían nunca; es como si el caso del que me ocupo en el momento presente fuera por fin el que va a hacerme famosa. Pero aún sigo buscando la mina de oro. No siempre sucede lo que preveo ni como lo preveo, pero hasta hoy no he dejado sin resolver un solo caso. El problema de ser detective es que no hay reglamento. No hay procedimientos fijos, ningún manual del usuario, ninguna estrategia previsible. Cada caso es distinto y cada detective, como decimos en California, ha de saber escurrirse con la culera del pantalón; en otras palabras: ha de arreglárselas como pueda. Cuando se investiga el pasado de una persona, siempre hay un margen para la rutina, se buscan escrituras, títulos, partidas de nacimiento y defunción, certificados de matrimonio y de divorcio, datos financieros, referencias laborales, fichas de la policía y antecedentes penales. Cualquier detective que se precie sabe inmediatamente cómo seguir el rastro de las migajas de papel que ha dejado el ciudadano en su recorrido por la selva oscura de la administración. Pero el hallazgo de una persona desaparecida depende del ingenio, la tenacidad y el viejo truco de la buena suerte. Los hilos que se siguen se apoyan en contactos personales y hay que conocer y saber interpretar la naturaleza humana mientras se está en ello. Me puse a pensar en lo que había aprendido hasta el momento. No era mucho y no me parecía que entonces estuviese más cerca que antes de dar con el paradero de Wendell Jaffe. Me puse a transcribir en fichas de cartulina la información acumulada. Si fallaba todo lo demás, puede que al final las barajase y me entretuviera haciendo un solitario.
Cuando volví a mirar el reloj eran las cinco menos veinticinco. Tenía clase de español los martes por la tarde de cinco a siete. Aún tenía quince minutos por delante, pero había agotado mi arsenal de habilidades burocráticas. Guardé todos los papeles en una carpeta y cerré el archivador. Cerré la puerta del despacho, salí por la puerta lateral y bajé las escaleras. Durante un minuto largo permanecí inmóvil en la esquina, tratando de recordar dónde había estacionado el coche. Me vino a la cabeza por fin y nada más ponerme en movimiento oí que Alison me lanzaba un grito de guerra desde la ventana.
– ¡Kinsey!
Apoyé la mano sobre la frente, como una visera, para protegerme los ojos del sol vespertino. Se encontraba en el balcón de la segunda planta, en el balcón del despacho de John Ives, con la rubia cabellera colgándole en sentido paralelo a los barrotes de la barandilla, como una Rapunzel de nuestros días.
– ¡El teniente Whiteside al teléfono! ¿Cojo el recado?
– Sí, por favor. O, si no, que llame a mi número y se lo cuente a mi contestador. Me voy a clase, pero estaré en casa a las siete y media. Si quiere que le llame, que te diga a qué número.
Asintió, me saludó con la mano y desapareció.
Cogí el coche y me dirigí al centro de enseñanza para adultos, que estaba a unos tres kilómetros. Vera Lipton llegó inmediatamente después y se introdujo por la primera calle del aparcamiento que tenía a la derecha y que estaba medio vacía. Yo me introduje por la segunda calle a la izquierda, que quedaba más cerca del aula. Nos entreteníamos formulando hipótesis y ensayando la manera más rápida de salir del centro cuando terminaba la clase de español. Casi todas las aulas disponibles habían sido habilitadas y cuando llegaba la hora salían disparados hacia el aparcamiento entre ciento cincuenta y doscientos alumnos.
Cogí el cuaderno de apuntes, el montón de papeles y el ejemplar de 501 verbos españoles. Cerré el coche a toda velocidad y crucé el aparcamiento en diagonal para interceptar a Vera. Nos habíamos conocido cuando aún me dedicaba a investigar periódicamente para La Fidelidad de California, donde Vera trabajaba calculando el importe de las pólizas que se hacían efectivas, aunque más tarde la habían ascendido a directora de reclamaciones. Creo que es la mejor amiga que he tenido y tendré en mi vida, aunque en el fondo no conozco muy bien el alcance de nuestra relación. Como ya no trabajábamos en las mismas oficinas, nuestra amistad había adquirido una cualidad oportunista, en el mejor sentido de la palabra. Era éste uno de los motivos por el que asistir al mismo cursillo resultaba interesante. Durante el descanso nos poníamos al corriente acerca de nuestros asuntos personales. A veces me invitaba a cenar después de clase y se nos hacía tardísimo contando chismes y riéndonos. Después de ser una entusiasta de la soltería durante treinta y siete años, Vera había contraído matrimonio con un médico de cabecera que se llamaba Neil Hess, pieza que ella misma había tratado de endosarme el año anterior. Lo gracioso es que me había dado cuenta de que estaba colada por aquel hombre, si bien alegaba que no le convenía por motivos que se me antojaron más falsos que Judas. Le parecía objetable en concreto que fuese quince centímetros más bajo que ella. Al final triunfó el amor. O Neil se había comprado unos zapatos especiales.
Llevaban ya nueve meses casados -desde la última fiesta de Halloween- y en mi vida la había visto con mejor aspecto. Porque, puestos a hablar de aspectos, el de Vera era impresionante: medía alrededor de uno setenta y cinco, pesaba sesenta y cinco kilos y tenía un cuerpo escultural. Nunca ha tenido que pedir perdón por lo generoso de sus proporciones. La verdad es que los hombres parecían considerarla una especie de diosa y se lanzaban al abordaje en cuanto hacía acto de presencia. Como hacía deporte con Neil -footing y tenis-, había adelgazado siete kilos. Su cabello, antaño rojizo, había recuperado el color natural, un matiz castaño tirando a miel que llevaba hasta los hombros. Aún vestía como una instructora de vuelo: trajes pantalón con hombreras y gafas de aviador, a veces llevaba zapatos de tacón alto, aquella noche calzaba botas.
Cuando me vio se levantó las gafas y se las encajó en la parte superior de la cabeza, como si fuese una diadema. Agitó la mano con entusiasmo.
– ¡Hola! -exclamó con entonación alegre. *
Hasta el momento era la única palabra que dominábamos con propiedad y nos la espetábamos siempre que podíamos. Un individuo que podaba los setos alzó la cabeza en actitud expectante, pensando quizá que Vera se había dirigido a él.
– ¡Hola! -le contesté-. ¿Dónde están los gatos? -Todavía en busca de aquellos escurridizos animalejos.
– En los árboles.
– Muy bien -dije.
– ¿Verdad que es fantástico?
– Y tanto. Seguro que aquel sujeto cree que somos hispanas.
Vera sonrió de oreja a oreja e hizo al hombre un ademán de asentimiento antes de volverse hacia mí.
– Llegas pronto, para variar. Lo normal es que aparezcas con quince minutos de retraso.
– Estaba ordenando papeles y no tenía ganas de continuar. ¿Qué tal te va la vida? Tienes un aspecto fabuloso.
Entramos en clase y estuvimos charlando hasta que llegó la profesora. Patty Abkin-Quiroga es bajita, irradia entusiasmo y tiene una paciencia asombrosa con nuestra recalcitrante torpeza lingüística. Lo más humillante de este mundo es ser una patosa en un idioma extranjero y de no ser por su generosidad, nos habríamos rendido al cabo de dos semanas. Como de costumbre, empezó la clase contándonos una larga anécdota en español, relacionada con los ejercicios de aquel día. Que había tomado tostadas para desayunar o que su hijo pequeño, Eduardo, había tirado el biberón a la taza del retrete y ella había tenido que llamar al fontanero para que echara un vistazo.
Cuando llegué a casa, después de la clase, y crucé la puerta, vi que parpadeaba la señal luminosa del contestador automático. Pulsé el botón y escuché mientras recorría la diminuta sala de estar para encender las luces.
– Hola, Kinsey. Soy el teniente Whiteside de la Jefatura de Santa Teresa. Los chicos de Pasaportes de Los Angeles me han enviado un fax esta tarde. No tienen nada sobre Dean DeWitt Huff, pero hay una ficha a nombre de una tal Renata Huff, domiciliada en Perdido, en la dirección que detallo a continuación. -Cogí un bolígrafo y apunté en una servilleta de papel los pormenores que me recitó seguidamente-. O mucho me equivoco o esa calle está en Perdido Keys. Cuénteme lo que averigüe. Mañana estaré fuera, pero volveré el jueves.
– ¡Bravoooo! -exclamé con los brazos en alto y agitando los puños. Di unos pasos de baile, que rematé con una culada al aire, y di gracias al orden cósmico por aquellos pequeños favores. Renuncié a los planes que me había trazado sobre cenar en el bar de Rosie. Me preparé un bocadillo de pan integral con mantequilla de cacahuete y pepinillos, lo envolví con papel encerado y lo metí en una bolsa de plástico, que cerré de un modo especial que me había enseñado mi tía. Además de saber conservar tiernos los bocadillos, el otro truco doméstico digno de nota que me había enseñado mi ilustre pariente consistía en saber envolver y atar paquetes de cualquier tamaño sin recurrir a la cinta adhesiva. Según ella, era básico en el aprendizaje de la existencia.
Eran las ocho y diez y aún había claridad en el cielo cuando volví a la 101. Devoré el menú portátil, conduciendo con una mano, sosteniendo el bocadillo con la otra y emitiendo interjecciones mientras se me mezclaban los sabores en la lengua. Hacía días que la radio del coche guardaba un funesto silencio y sospechaba que algún insidioso cruce de cables había dejado afónica a la viejecita que suelen meter en estos aparatos. De todos modos le di al botón por si por una casualidad se había arreglado durante mi ausencia. No hubo suerte. Apagué la radio y me entretuve recordando la celebración anual de la historia de Perdido/Olvidado; había un desfile sosísimo, se instalaban muchas casetas de comida y todos los lugareños salían a pasear sin más objeto que comer perritos calientes y mancharse de tomate y mostaza la camiseta estampada con el emblema de P/O.
Fray Junípero Serra, que fue el primer presidente de los misioneros de la Alta California, fundó nueve misiones en una franja costera que, a lo largo de más de mil kilómetros, se extendía desde San Diego hasta Sonoma. El padre Fermín Lasuén, que le sustituyó en el cargo en 1785, un año después de morir Serra, fundó otras nueve misiones. Hubo otros presidentes menos señalados, incontables padres y hermanos cuyo nombre ha desaparecido de la conciencia pública. Uno de éstos, fray Próspero Olivares, solicitó permiso en 1781 para construir dos pequeñas misiones gemelas junto al río Santa Clara. El padre Olivares arguyó que la instalación de sendas plazas fuertes no sólo protegería la misión que se había proyectado levantar en Santa Teresa, sino que al mismo tiempo convertiría, daría cobijo y adiestraría a docenas de indios californianos que trabajarían como mano de obra especializada en el planeado proceso edificador. Fray Junípero Serra había apoyado la idea y garantizado su autorización. Se levantaron muchos planos y se consagró el lugar. No obstante, por culpa de una serie de demoras inexplicables, el inicio de las obras se pospuso hasta el fallecimiento de Serra, momento en que se canceló el plan. Las iglesias gemelas de Olivares no se construyeron. Algunos historiadores han descrito a éste como hombre mundano y ambicioso, postulando que la frustración de sus planes tenía por objeto el sojuzgamiento de sus inconvenientes aspiraciones seculares. Documentos eclesiásticos recuperados en fecha reciente permiten apuntar otra hipótesis; que el padre Lasuén, que defendía la fundación de misiones en Soledad, San José, San Juan Bautista y San Miguel, tenía a Olivares por un rival que ponía en peligro el cumplimiento de sus propios fines; y que saboteó todas sus intentonas deliberadamente hasta el fallecimiento de fray Junípero. Su nombramiento, inmediatamente posterior, firmó la sentencia de muerte de los proyectos de Olivares. Fuera cual fuese la verdad, observadores escépticos rebautizaron los enclaves gemelos como Perdido y Olvidado, fruto del cruce del nombre y el apellido de Próspero Olivares.
Esta vez pasé de largo al llegar al barrio comercial. La arquitectura de la población era una mezcla de prismáticos edificios a la moderna y estructuras victorianas. Entre la autopista y el océano había tramos totalmente cubiertos de alquitrán y que no eran sino aparcamientos que intercomunicaban los hipermercados, las gasolineras y restaurantes de comida preparada que salpicaban la zona. Se podía ir de un establecimiento a otro, recorriendo hectáreas de terreno asfaltado, sin desembocar en una calle urbana normal. Tomé la salida de Seacove y puse rumbo a Perdido Keys. Al acercarme al océano, la población pareció adoptar el aspecto de un típico pueblo costero: casas de madera con terrazas enormes, pintadas de azul marino y gris, y jardines llenos de flores inverosímiles de color morado intenso, amarillo y naranja. Pasé ante una casa con tantos trajes tendidos en la terraza del primer piso que me dio la sensación de que eran invitados a una fiesta que hubiesen salido a tomar el aire.
El cielo se había puesto añil y todas las luces de las casas del barrio empezaban a encenderse cuando encontré por fin la calle que buscaba. Las viviendas de ambos lados daban a los entrantes de mar largos dedos de agua que se extendían desde el océano. En la parte trasera de cada vivienda parecía haber una amplia terraza de madera, con una corta rampa del mismo material que bajaba hasta un embarcadero ya que los entrantes de mar tenían profundidad suficiente para admitir embarcaciones de buen tamaño. Olisqueé el perfume marino en medio de un silencio interrumpido por el oleaje y el canto de las ranas.
Avancé despacio, entornando los ojos para ver los números de las viviendas, hasta que encontré la dirección que me había dado Whiteside. La casa de Renata Huff era un edificio azul marino de dos plantas, con las molduras y marcos pintados de blanco. La techumbre era de madera y la sección posterior de la propiedad quedaba aislada de la calle mediante una valla blanca. La casa estaba a oscuras y un cartel que decía SE VENDE colgaba de un poste del jardín.
– Pues estamos buenos -murmuré.
Dejé el coche junto a la acera de enfrente y me encaminé hacia la casa por una larga rampa de madera que terminaba en la puerta principal. Llamé al timbre como si en efecto esperara que hubiese alguien. No vi sellos ni carteles de ninguna inmobiliaria, por lo que acaricié la esperanza de que Renata todavía viviese allí. Miré las casas contiguas. Una estaba a oscuras y en la otra sólo había luces en la parte trasera. Di la vuelta para inspeccionar las viviendas desde la acera de enfrente. Que yo supiera, no me vigilaba nadie ni parecía haber perros rabiosos en los alrededores. Por lo general, tomo estos síntomas por una invitación tácita a forzar la cerradura y colarme de rondón, pero por uno de los estrechos ventanucos que flanqueaban la puerta principal había detectado la delatora lucecita roja de una alarma antirrobo, conectada y preparada. Renata no era muy generosa que digamos.
¿Y ahora qué? Podía coger el coche y volver a Santa Teresa, pero me negaba a admitir que había hecho el viaje en vano. Me quedé mirando la casa que quedaba a la derecha de la de Renata. Por una ventana vi a una mujer en la cocina, con la cabeza inclinada sobre la tarea doméstica que el destino le hubiera encomendado. Volví a recorrer la rampa, crucé el jardín y procuré evitar los bancos de flores mientras me dirigía a la puerta. Llamé a la puerta sin apartar los ojos del porche delantero de Renata. Mientras miraba se encendieron las luces para ahuyentar a los ladrones. Ahora parecía una casa vacía llena de lámparas encendidas sin ningún objeto.
Se encendió la luz del porche en que me encontraba y se abrió la puerta hasta donde daba de sí la cadena de seguridad.
– ¿Sí?
Era una cuarentona. Lo único que pude ver fue su pelo largo, negro y rizado, que le rebasaba los hombros, en todo semejante a la peluca de un petimetre degenerado del siglo diecisiete. Olía a detergente antipulgas. Al principio pensé que era un perfume nuevo que estaba de moda, pero entonces me di cuenta de que llevaba en brazos un perrito envuelto en una toalla. Era uno de esos perros diminutos y blanquinegros que no miden más que una barra de pan de cuarto. Mimí, Fifí, Lulú.
– Buenas -dije-. Quería preguntarle si me podía dar usted alguna información sobre la casa que se vende aquí al lado. He visto la rampa del jardín. ¿Sabría usted por casualidad si la casa está en condiciones para que la habite un minusválido?
– Sí.
No había esperado tanta locuacidad.
– ¿También por dentro?
– Sí. Su marido sufrió un grave accidente hará unos diez años… un mes antes de que empezaran a construir la casa. La dueña indicó al contratista que adaptara los planos a los movimientos de una silla de ruedas; incluso hizo construir un ascensor entre las dos plantas.
– Increíble -murmuré-. Mi hermana va en silla de ruedas y buscamos un sitio apto para su incapacidad. -Como no veía la cara de la señora, no tenía más remedio que dirigir aquellas observaciones al perro, que, la verdad sea dicha parecía prestarme toda su atención.
– ¿De verdad? ¿Y qué le pasa?
– Sufrió un accidente hace dos años mientras buceaba y ahora está paralítica de cintura para abajo.
– Cuánto lo siento -dijo con el típico tono de falsa preocupación que generan las anécdotas de los extraños. Seguro que su cabeza había empezado a llenarse de preguntas que no me formulaba por educación. Lo curioso es que caí en mi propia trampa y al cabo de un minuto ya estaba con el corazón destrozado por culpa de mi desdichada hermanita, aunque era una chica valiente.
– Lo lleva bastante bien. Quiero decir que se ha adaptado. Hoy quisimos dar una vuelta por aquí, para inspeccionar el barrio. Ya ni nos acordamos del tiempo que hace que buscamos una casa. Y como ésta es la primera que le gusta de verdad, le dije que no quería desaprovechar la ocasión. ¿Sabe cuánto piden?
– Creo que cuatrocientos noventa y cinco.
– ¿En serio? La verdad es que no está mal. Voy a decirle a nuestro agente que concierte una cita. ¿Sabe si la propietaria está en casa durante el día?
– No sabría contestarle. Últimamente permanece poco tiempo en el pueblo.
– ¿Le importaría repetirme su nombre?
– Renata Huff.
– ¿Y el marido? Lo digo porque si ella no está en casa, nuestro agente podría hablar con él por teléfono.
– Oh, disculpe. Dean, el señor Huff, está muerto. ¿No le he dicho antes que sufrió un ataque al corazón? -El perro empezó a moverse, cansado de aquel parloteo que no tenía nada que ver con él.
– Es terrible -dije-. ¿Cuánto hace de eso?
– No lo sé. Cinco o seis años.
– ¿Y la señora Huff no ha vuelto a casarse?
– Por lo visto, no le interesa, cosa que no deja de sorprenderme. Bueno, quiero decir que todavía es joven, cuarenta y tantos años, y tiene dinero de sobra. Por lo menos eso dicen. -El perro sacó la lengua y se puso a lamer a la mujer, buscándole la boca. Puede que fuese una señal perruna, pero no comprendí el significado. Besar, comer, dejar en el suelo, detenerse.
– Oiga, ¿y por qué quiere vender la casa? ¿Es que la señora Huff se va del pueblo?
– Pues no sabría decirle, pero si me deja su teléfono, cuando la vea le diré que ha estado usted aquí.
– Eso está bien. Se lo agradecería.
– Aguarde. Voy por un papel.
Se apartó de la puerta y se acercó a la mesa plegable que había en el vestíbulo. Cuando volvió, llevaba en la mano un lápiz y un sobre de propaganda. Le di un teléfono inventado. Al ir a decírselo, le adjunté el prefijo de Montebello, que es donde viven los ricos.
– ¿Podría darme usted el teléfono de la señora Huff, por si no lo tuviera nuestro agente?
– Es que no lo sé. Creo que no figura en la guía.
– Bueno, seguro que el agente lo tendrá. No hay que preocuparse por tan poca cosa -dije con indiferencia-. ¿Le importa si aprovecho la visita para echar un vistazo por las ventanas?
– Hágalo, hágalo. Es una casa muy bonita.
– Por lo menos eso parece -observé-. Y hay embarcadero y todo. ¿Tiene la señora Huff alguna embarcación?
– Sí, un velero grande, precioso… de quince metros de largo. Ahora que lo dice, hace tiempo que no lo veo. Puede que lo estén reparando. Sé que lo saca del agua de vez en cuando. Bueno, la dejo, no sea que el perro se resfríe.
– Gracias por todo. Ha sido usted muy amable.
– De nada, mujer -dijo.
<a l:href="#_ftnref2">*</a> Todas las palabras que aparecen en cursiva en este pasaje figuran en castellano en el original. (N. del T.)