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Camino del despacho me detuve en el Registro Civil, que está en un ala del Palacio de Justicia de Santa Teresa. Los tribunales fueron reconstruidos a fines de los años veinte, ya que el terremoto de 1925 destruyó el palacio de justicia anterior, junto con varios edificios comerciales del centro. En las puertas del Registro Civil hay unas placas de bronce que ilustran alegóricamente la historia del estado de California. Crucé la puerta y accedí a un espacio amplio, partido por un mostrador. A la derecha había una minisala o rincón de espera, dos pesadas mesas de roble con sillas de cuero a juego. Los suelos eran de baldosas de color bermejo y los techos estaban decorados con dibujos oro y azul, muy descoloridos. Gruesas vigas interrumpían la repetición de los motivos. A intervalos podían verse graciosas columnas de madera, de capitel jónico, también pintadas con matices apagados. Las ventanas eran de arco y en los vidrios emplomados había filas de círculos entrelazados. La tecnología contribuía a mejorar la eficacia del departamento: áreas de actividad, teléfonos, ordenadores, proyectores de microfilmes. A modo de concesión a las últimas exigencias del presente, había tramos de pared cubiertos con paneles perforados, a prueba de ruido.
Dejé la mente en blanco para contrarrestar la extraña resistencia que sentía ante la actividad exhumadora que estaba a punto de emprender. Había varias personas ante el mostrador y durante unos segundos acaricié la idea de posponer la iniciativa. Pero entonces apareció otro funcionario, un sujeto alto y delgado, vestido con pantalón informal y camisa de manga corta, y con gafas de lentes oscuras.
– ¿La atienden ya?
– Quisiera comprobar una licencia de matrimonio expedida en noviembre de 1935.
– ¿Nombre? -preguntó.
– Millhone, Terrence Randall. ¿Necesita también el nombre de la esposa?
– No, es suficiente -dijo mientras tomaba nota.
Me entregó un formulario y rellené las casillas para tranquilizar al funcionario acerca del objetivo de mi pesquisa. Era una formalidad absurda, puesto que la información sobre nacimientos, defunciones, bodas y propiedades es pública. El sistema vigente para rellenar formularios se denominaba Soundex y era un raro procedimiento que eliminaba las vocales de los apellidos y otorgaba valores numéricos a las consonantes. El funcionario me ayudó a traducir el apellido Millhone en idioma Soundex y a continuación me remitió a un anticuado fichero donde encontré el nombre de mis padres, junto con la fecha de su boda y el volumen y número de página donde la licencia había sido registrada. Volví al mostrador con aquella información. El funcionario llamó por teléfono a alguna criatura de pies palmeados que estaba en la sentina del edificio y cuya misión consistía en localizar los archivos microfilmados.
El funcionario me hizo tomar asiento ante la máquina de visionar microfilmes y me recitó una rápida serie de instrucciones de las que sólo entendí la mitad. La cosa no tuvo mayor importancia porque él mismo conectó la máquina e introdujo el carrete mientras me explicaba cómo funcionaba. Al final me dejó sola y pasé a toda velocidad el grueso del carrete hasta que llegué al documento que me interesaba. Bueno, allí estaban, los nombres y demás datos personales en un documento que tenía casi cincuenta años de antigüedad. Terrence Randall Millhone? de Santa Teresa, California, y Rita Cynthia Kinsey, de Lompoc, California, se habían casado el 18 de noviembre de 1935. El tenía treinta y tres años en el momento de la boda y según el documento trabajaba de cartero; su padre se llamaba Quillen Millhone y el apellido de soltera de su madre era Dace. Rita Kinsey tenía dieciocho años en el momento de la boda, no se consignaba ningún trabajo y era hija de Burton Kinsey y Cornelia Straith LaGrand. Los había casado un juez apellidado Stone, de la sala de apelaciones de Perdido, en una ceremonia celebrada en Santa Teresa a las cuatro de la tarde. Virginia Kinsey, mi tía Gin, había firmado como testigo. Así que habían estado juntos, los tres, en una sala de los juzgados y sin saber que veinte años más tarde marido y mujer habrían muerto. Que yo supiese, no había fotografías de la boda ni recuerdos de ninguna clase. Yo sólo había visto un par de fotos que habían sido tomadas años después. En alguna parte tenía un puñado de instantáneas de mi primera infancia, pero ninguna de las familias respectivas de mis padres. Comprendí entonces el vacío en que había vivido. Mientras que los demás tenían anécdotas, álbumes de fotos, cartas, objetos, regalos, toda la parafernalia de la tradición familiar, yo tenía poco menos que nada para enseñar. La idea de que la familia de mi madre, los Burton Kinsey, vivían aún en Lompoc, me producía curiosos sentimientos encontrados. ¿Y la familia de mi padre? En ningún momento había oído hablar de nadie que se apellidara Millhone.
Sufrí un repentino cambio de perspectiva. Comprendí de súbito el raro placer experimentado por no estar emparentada con nadie. En el fondo me las había ingeniado para sentirme superior a causa de mi aislamiento. No me lo había confesado abiertamente, pero saltaba a la vista que había convertido esta vicisitud en una forma de autosatisfacción. Yo no era el producto común y corriente de la clase media; no era un personaje de ningún complicado drama familiar, disputas, alianzas en la sombra, pactos secretos, tiranías mezquinas. Tampoco era un personaje de un cuento de hadas, naturalmente, pero nadie se preocupaba por eso. Yo era diferente. Especial. En el mejor de los casos era mi propia hechura; en el peor, el desventurado fruto de las peculiares ideas de mi tía sobre la educación de las niñas. En cualquier caso, me consideraba una marginada, una solitaria, que era lo que me convenía. Pero ahora tenía que afrontar las consecuencias de que existiese aquella célula familiar que me era del todo desconocida… si yo reclamaba la célula o si la célula me reclamaba a mí.
Rebobiné el carrete, lo saqué del chasis y lo dejé en el mostrador. Salí del edificio y crucé la calle rumbo al aparcamiento de tres plantas donde había dejado el coche. A la derecha tenía la biblioteca municipal, donde sabía que podía consultar la guía telefónica de Lompoc cuando quisiera. Pero ¿quería en el fondo? Me detuve a regañadientes y debatiéndome entre ambos extremos. Sólo es información, me dije. No tienes que tomar decisiones, sólo quieres saber.
Giré a la derecha, subí la escalinata y entré en el edificio. Volví a girar a la derecha y crucé los torniquetes que detectaban los libros robados. Los directorios de la ciudad y las guías telefónicas de las poblaciones de todo el estado se encontraban en la planta baja, a la izquierda de información. Cogí la guía de Lompoc y la hojeé sin moverme. No quería sentarme para no parecer interesada ante mí misma.
Sólo figuraba una persona apellidada Kinsey, pero no era Burton, sino Cornelia, la madre de mi madre, y se consignaba el número pero no la dirección. Cogí el Directorio Polk de Lompoc y de la base aérea Vandenberg y consulté la sección donde vienen los teléfonos ordenados según el prefijo. Cornelia vivía en Willow Avenue. Consulté el Directorio Polk del año anterior y vi junto a su nombre el de Burton. Era lógico deducir que entre un censo y otro se había quedado viuda. Vaya plan. Averiguaba que tenía abuelo y resulta que había fallecido. Tomé nota de la dirección en un cheque del final de mi talonario. La mitad de las personas que conozco utiliza cheques en vez de tarjetas. ¿Por qué las entidades bancarias no añadirán unas cuantas páginas en blanco para tomar notas? Guardé el talonario en el bolso y me olvidé de él. Ya decidiría más tarde.
Volví al bufete y entré por la puerta lateral. Al entrar en el despacho vi que parpadeaba el piloto del contestador automático. Apreté el botón de retroceso y me puse a abrir una ventana.
– Señorita Millhone, soy Harris Brown. Ahora estoy retirado, pero antes era teniente de la policía de Santa Teresa y acabo de recibir una llamada del teniente Whiteside, quien me ha dicho que busca usted a Wendell Jaffe. Creo que ya sabe usted que fue uno de los últimos casos en que trabajé antes de dejar el departamento y, si tiene usted la bondad de llamarme, me gustaría comentarle algunos detalles del asunto. Esta tarde estaré poco por casa, pero entre las dos y las tres y cuarto podrá usted localizarme en…
Cogí papel y bolígrafo y anoté el número. Consulté el reloj. Estupendo. Sólo era la una menos cuarto. Llamé a su casa por si estuviera allí casualmente. No hubo suerte. Volví a llamar a Renata Huff, pero tampoco ella estaba en casa. Aún tenía la mano en el teléfono cuando se puso a sonar.
– Investigaciones Kinsey Millhone -dije.
– ¿La señorita Millhome? -preguntó una mujer con voz cantarina.
– Yo misma -contesté con cautela. Seguro que querían venderme algo.
– Señorita Millhome, soy Patty Kravitz, de Telemarketing Sociedad Anónima. ¿Qué tal está? -Le habían enseñado que tenía que sonreír en aquel punto y por eso sonaba su voz tan cálida y cordial. Me recorrí las encías con la lengua.
– Estupendamente. ¿Y usted?
– Muy bien, gracias. Señorita Millhome, sabemos que es usted una persona muy ocupada, pero estamos haciendo una encuesta en relación con un producto nuevo y muy interesante, y nos gustaría que respondiera usted a unas preguntas. Por si le sirve de estímulo, le tenemos reservado ya un bonito premio. ¿Podemos contar con usted?
Distinguía rumor de voces en la animada estancia en que se encontrase aquella mujer.
– ¿De qué producto se trata?
– Lo siento, pero no nos permiten dar esa información. Estoy autorizada a decirle que es un servicio relacionado con los viajes aéreos y que dentro de unos meses se introducirá una idea nueva y revolucionaria en los viajes de placer y de negocios. ¿Nos permitiría usted robarle unos minutos a su apretada agenda?
– Bueno, adelante.
– Muchas gracias. Vamos a ver, señorita Millhome, ¿es usted soltera, casada, divorciada o viuda?
Me gustaba la sincera espontaneidad con que mi interlocutora leía el cuestionario que tenía ante sí.
– Viuda.
– Cuánto lo siento -dijo con talante práctico mientras pasaba a la siguiente pregunta-. La casa en que usted vive ¿es propia o la tiene en alquiler?
– Bueno, antes tenía dos casas -dije con indiferencia-. Una en Santa Teresa y otra en Fort Myers, Florida, pero al morir John tuve que vender la de Florida. Lo único que tengo en alquiler es un piso en Nueva York.
– Vaya.
– Sí, viajo mucho. Por eso respondo con mucho gusto a su encuesta. -Casi alcanzaba a oír las frenéticas señas que hacía con la mano a su jefe. Acababa de pescar un pez mediano de la jet set y podía necesitar ayuda.
Pasamos a continuación al tema de mis ingresos anuales, que no estarían mal, dado que había ganado fortuitamente un millón de la manera más tonta. Seguí revelándole verdades como puños para agilizar mis reflejos tergiversadores. Hasta que llegamos al punto en que sólo me hacía falta remitir un cheque por valor de treinta y nueve dólares con noventa y nueve para reclamar el premio que me había tocado: un equipaje completo consistente en nueve unidades de diseño y a juego, valorado en el mercado en más de seiscientos dólares. Llegó el turno de ponerme escéptica.
– ¿Bromea? -dije-. ¿No es un engaño? ¿Sólo he de abonar treinta y nueve con noventa y nueve? No me lo creo.
Me confirmó que la oferta era auténtica. El equipaje era gratis. Lo único que me pedían era que pagase los portes, que por lo demás podía abonar con la tarjeta de crédito si lo estimaba conveniente. Dijo que en menos de una hora podía mandar a mi casa a una persona para recoger el talón, pero me pareció más sencillo pagar con tarjeta. Le di un número inventado, que me repitió a continuación. Por su tono de voz era evidente que no salía de su asombro. Lo más probable es que yo fuera la única persona que no había herido sus sentimientos aquel día colgándole con brusquedad. Antes de que acabara la jornada laboral, la solícita encuestadora y sus compinches habrían cargado a mi cuenta todo lo que les diera la gana.
Engullí para comer un envase gigante de yogur desnatado e hice la siesta retrepada en la silla giratoria. Entre las persecuciones automovilísticas y los tiroteos, los detectives teníamos días así. Me incorporé a las dos y cogí el teléfono para llamar otra vez a Harris Brown.
Descolgaron al cuarto timbrazo.
– Harris Brown -dijo una voz masculina, malhumorada y jadeante.
Bajé los pies de la mesa y me presenté. Hubo un cambio en su tono y habló con normalidad.
– Le agradezco que haya llamado. Fue una sorpresa enterarme de que el sujeto había reaparecido.
– Bueno, aún no lo sabemos con seguridad matemática, pero yo estoy convencida. ¿Durante cuánto tiempo trabajó usted en el caso?
– Pues no sé, quizá siete meses. En ningún momento creí que hubiera muerto, pero me costaba Dios y ayuda convencer a los demás. De hecho no convencí a nadie. Satisface comprobar que se confirma una antigua corazonada. En fin, dígame en qué puedo serle útil.
– Aún no lo sé con exactitud. Supongo que espero a que me ilumine el Espíritu Santo -dije-. He localizado a la mujer que viajaba con él, una tipa llamada Renata Huff, que tiene una casa en Perdido Keys.
La información pareció asombrarle.
– ¿Cómo lo ha conseguido?
– Verá, preferiría no detallárselo. Digamos que tengo mis propios métodos -dije.
– Usted sabe lo que hace, no hay duda.
– En ello estamos -dije-. El problema es que esta Renata Huff es la única pista que tengo y no se me ocurre a qué otra persona podría recurrir Wendell Jaffe.
– ¿Para obtener qué?
Tuve que pisar el freno y esbozarle mi teoría sobre Jaffe, aunque a regañadientes.
– Bueno, no estoy segura, pero creo que el padre se enteró de lo del hijo…
– La fuga y el tiroteo…
– Exactamente. Creo que ha vuelto para ayudar a su hijo.
Se produjo una pausa de varios segundos.
– ¿De qué manera podría ayudarla?
– Aún no lo sé. Pero no se me ocurre ningún otro motivo por el que se arriesgase a volver.
– Parece lógico y convincente -dijo tras unos momentos de reflexión-. Supone usted, pues, que se pondrá en comunicación con su familia o con los amigos de antaño.
– Exactamente. Conozco a su ex mujer y he hablado con ella, no parece saber nada.
– Y usted se lo cree.
– Pues sí, por lo menos no me tienta la idea de ponerlo en duda. Creo que es sincera.
– Prosiga. Y perdone por la interrupción.
– El caso es que he estado esperando a que Wendell diera señales de vida, pero hasta ahora no lo ha hecho. Y pensaba que si tenía unas palabras con usted, quizá pudiéramos dar entre los dos con otras posibilidades. ¿Puedo robarle un poco de tiempo?
– Estoy jubilado, señorita Millhone. Dispongo de todo el tiempo del mundo. Por desgracia, tengo un compromiso esta tarde. ¿Le parece que lo dejemos para mañana, si le viene bien a usted?
– Por mí, estupendo. ¿Comemos juntos? ¿O ha quedado con alguien?
– Puede hacerse -dijo-. ¿Dónde está usted?
Le di la dirección del bufete.
– Yo estoy ahora en Colgate -dijo-, pero tengo que hacer un encargo en Santa Teresa. Dígame un sitio donde podamos encontrarnos.
– El que a usted le venga mejor.
Me indicó una cafetería de la parte norte de State Street, que no era el mejor sitio para comer, pero en el que por lo menos no hacía falta reservar mesa. Lo anoté en la agenda después de colgar. Movida por un impulso, volví a llamar a Renata.
Descolgó al segundo timbrazo.
Mierda, me dije, vaya contrariedad.
– ¿Podría hablar con el señor Huff?
– No está en este momento. ¿Quiere que le dé algún recado?
– ¿Es usted la señora Huff?
– Sí.
Se me escapó la sonrisa.
– Señora Huff, soy Patty Kravitz, de Telemarketing Sociedad Anónima. ¿Qué tal está?
– ¿Quiere venderme algo?
– De ningún modo, señora Huff. Se lo aseguro. Se trata de una investigación de mercado. Nuestra empresa se dedica a computar el tiempo de ocio de los encuestados y lo que gastan por placer. Las fichas se clasifican numéricamente, lo que quiere decir que sus respuestas serán anónimas. A cambio de su cooperación, le tenemos reservado un premio estupendo.
– Seguro que sí.
¡Qué desconfiadaaa!
– ¿Me permite robarle cinco minutos de su precioso tiempo? -dije y mantuve la boca cerrada para que Renata reciclase la oferta.
– De acuerdo, pero que sea rápido y si finalmente resulta que me quieren vender algo, me darán un disgusto muy serio.
– Lo comprendemos. Veamos, señora Huff, ¿es usted soltera, casada, divorciada o viuda? -Cogí un lápiz y me puse a garabatear en un cuaderno, mientras ponía a cien la máquina de inventar. En realidad no sabía qué información esperaba.
– Casada.
– La casa en que vive, ¿es propiedad suya o la tiene en alquiler?
– ¿Qué tiene que ver eso con el turismo?
– Lo comprenderá usted enseguida. ¿Es vivienda habitual o de recreo?
Se calmó un poco.
– Ah, ya caigo. Habitual.
– ¿Y cuántos viajes ha hecho en los últimos seis meses? ¿Ninguno, de uno a tres, o más de tres?
– De uno a tres.
– De esos viajes efectuados en los últimos seis meses, ¿qué porcentaje corresponde al trabajo?
– Oiga, ¿le importaría ir al grano?
– Como quiera. No se apure. Pasaremos por alto estas preguntas. ¿Tienen intención, usted o su marido, de emprender algún viaje en las próximas semanas?
Silencio sepulcral.
– ¿Oiga?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Estamos llegando ya al final del cuestionario, señora Huff -dije con rapidez y amabilidad-. Para expresarle nuestro agradecimiento, nos gustaría entregarles, totalmente gratis, dos pasajes de ida y vuelta a San Francisco, donde podrán pasar dos noches, con todos los gastos pagados, en el Hotel Hyatt. ¿Volverá pronto su marido? La aceptación de los pasajes no les obliga a compromiso alguno, pero su marido tendrá que firmar los resguardos porque la encuesta estaba a su nombre. ¿Puedo especificar al jefe de mi sección cuándo les vendrá bien que pasemos a efectuar la entrega?
– Me temo que no va a poder ser -dijo con cierto dejo de irritación-. Saldremos de la ciudad en cualquier momento, en cuanto… Mire, no sé cuándo volverá mi marido y no nos interesa. -Y colgó.
¡Mierda! Colgué yo también con un zarpazo furioso. ¿Dónde estaba aquel hombre invisible y en qué asunto estaba metido para que «en cualquier momento» tuviera que marcharse de Perdido? Nadie sabía nada de él. Por lo menos nadie que yo conociera. No me parecía probable que hubiera hablado con Carl Eckert, a menos que lo hubiera hecho en las últimas doce horas. Que yo supiera, no se había puesto en comunicación con Dana o con Brian. Respecto de Michael, no estaba segura. Tendría que comprobar también esta posibilidad.
¿Qué diantres estaba haciendo Wendell? ¿Por qué se acercaba tanto a su familia y no se ponía en contacto con ella? Siempre cabía la posibilidad, naturalmente, de que hubiera hablado ya con los tres, pero si era éste el caso, es que sabían mentir mejor que yo. Puede que hubiera llegado el momento de notificar a la policía el paradero de Renata Huff. Tampoco saldría nadie lesionado si se publicaba la foto de Wendell en la prensa local. Ya que jugaba la carta del fugitivo, le podíamos echar los perros encima. En el ínterin no iba a tener más remedio que hacer otro viajecito a Perdido; pero sería después de cenar.