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Partí en dirección a Perdido al anochecer, después de la cena. Fue un viaje agradable, la luz tenía un color acaramelado que envolvía en láminas de oro las faldas montañosas orientadas al sur. Aún alcancé a ver surfistas en el agua al pasar por Rincon Point. Casi todos estaban sentados a horcajadas sobre las tablas, meciéndose al ritmo de la mareta sorda y charlando mientras esperaban, siempre optimistas, la aparición de una buena ola. Aunque el mar estaba más bien tranquilo, en el mapa del tiempo del periódico de la mañana había visto la presencia de un ciclón frente a la Baja California y se decía que la borrasca subía por la costa. Advertí entonces que el horizonte estaba perfilado por nubes negras, semejantes a un seto, que arrastraba hacia nosotros una oscuridad prematura. Rincon Point, con su rocoso saliente y sus bancos arenosos, parecía atraer la turbulencia atmosférica como un imán.
El nombre de Rincon Point deriva del español, ya que el tramo de costa en que se encontraba la punta abundaba en calas muy pequeñas, semejantes a rincones, que en ocasiones se adentraban hasta la carretera. Durante la pleamar, las olas remontan el dique y saltan formando una muralla blanca de agua impotente. A mi izquierda había campos de flores cultivadas en terrazas construidas sobre un terreno que se deslizaba poco a poco hacia el mar. El rojo encendido, el oro y el púrpura de las zinnias resplandecía a la media luz dominante como si estuvieran iluminadas desde abajo.
Eran las siete pasadas cuando dejé la 101 en Perdido Street. Dejé detrás el semáforo del cruce y recorrí Main Street hacia el norte, siguiendo un trayecto que atravesaba perpendicularmente los bulevares. Giré a la izquierda al llegar a Median y aparqué junto a la acera unas seis viviendas más allá. El Escarabajo amarillo de Michael estaba estacionado en el sendero del garaje. Las ventanas de la parte delantera de la casa estaban a oscuras, pero vi luces encendidas en la parte posterior, donde suponía que se encontraban la cocina y uno de los dos dormitorios.
Llamé a la puerta y esperé en el pequeño porche hasta que me abrió Michael. En vez de ropa de faena, llevaba ahora un mono de algodón lavado a la piedra, el típico uniforme que se ponen los fontaneros cuando se meten en esos zulos que hay debajo de las casas. Como había visto a Brian hacía muy poco, me chocó el parecido de ambos. Uno era rubio, moreno el otro, pero los dos habían heredado la boca provocativa y los delicados rasgos de Dana. Parece que Michael me esperaba, porque no manifestó ninguna sorpresa al verme.
– ¿Puedo pasar?
– Desde luego. Pero la casa está patas arriba.
– No te preocupes -contesté.
Lo seguí hacia la parte trasera de la vivienda. La sala de estar y la cocina todavía estaban amuebladas con cajas de cartón abiertas pero prácticamente sin vaciar y de las que salían nubes de periódicos arrugados que llegaban hasta el suelo.
Michael y Juliet se habían refugiado en el mayor de los dos pequeños dormitorios, una estancia de tres metros por cuatro en que destacaba la cama de matrimonio y el gigantesco televisor en color que estaba encendido y transmitía un partido de béisbol, que colegí se jugaba en Los Angeles. Sobre la cómoda y el tocador se amontonaban cajas de pizzas, envases de comida preparada y latas de refrescos. Daba la sensación de que un grupo de terroristas retenía en calidad de rehenes a unos cuantos ciudadanos y de que la policía no hacía más que enviar comida preparada para satisfacer las peticiones de aquéllos. Todo estaba en desorden, olía a toallas húmedas, patatas fritas, tabaco y calcetines de deporte. Había pañales usados en la basura, un cubo de plástico con tapa de muelles y rebosante de pañales.
Michael, concentrado en el partido que televisaban, se sentó en el borde de la cama, donde estaba recostada Juliet con un ejemplar de Cosmopolitan. A su lado, encima del edredón, había un cenicero medio lleno de colillas. Juliet estaba descalza y vestía unos pantalones cortos cortísimos y una camiseta de tirantes de color púrpura. No tendría más de dieciocho o diecinueve años y había eliminado hasta el último gramo de gordura que hubiera adquirido durante el embarazo. Llevaba el pelo corto, siguiendo el perfil de las orejas, y dentro de un estilo que el varón medio no frecuentaba desde hacía años. Si no hubiera sabido nada de ella, habría supuesto inmediatamente que era militar y acababa de volver del campamento. Tenía la cara pecosa, unos ojos azules perfilados en negro y pestañas cargadas de rímel. Se había maquillado los párpados superiores de dos tonos, azul y verde. De los lóbulos le colgaban unos aros grandes y chillones de plástico rosa que seguramente había comprado para que hicieran juego con el top de tirantes. Dejó a un lado la revista, visiblemente enfadada por el volumen del televisor. En la pantalla apareció de pronto un anuncio barato que promocionaba los productos de un concesionario local de coches. La cancioncilla parecía especialmente escrita por la mujer del presidente de la empresa.
– Por el amor de Dios, Michael, baja eso. ¿Qué te pasa? ¿Estás sordo o qué?
Michael apretó un botón del mando a distancia y el volumen se situó unas centésimas por debajo de los niveles necesarios para practicar una operación cerebral ultrasónica. Ninguno de los dos parecía darse por enterado de mi llegada. Seguro que si me hubiera apoltronado en la cama con ellos para pasar el resto de la velada nocturna ni se habrían dado cuenta. Juliet acabó por mirarme de soslayo y Michael hizo las presentaciones con mucha formalidad pero poco entusiasmo.
– Kinsey Millhone. Es la detective que busca a mi padre. -Y tras señalar con la cabeza a su media naranja-: Juliet, mi mujer.
– Hola, qué tal -dije a Juliet.
– Mucho gusto -respondió con los ojos puestos otra vez en la revista. No pude dejar de advertir que competía por su atención con un artículo sobre el arte de escuchar al prójimo. Buscó tanteando con la mano el paquete de tabaco que tenía junto a sí. Adelantó el índice, cogió el paquete y miró el interior. Hizo una mueca de enfado al comprobar que estaba vacío. Me traspasó con la mirada. Con aquel corte de pelo a lo marine americano parecía uno de esos punkies que se pintan los ojos y se ponen pendientes. Le dio con el pie a Michael.
– ¿No dijiste que ibas a ir a la esquina para ahorrarme el viaje? Me he quedado sin tabaco y el niño necesita pañales. ¿Por qué no vas y vuelves enseguida? ¿Por favor, por favor, por favor?
El partido se había reanudado en la pantalla. Por lo visto, la única función conyugal de Michael consistía en comprar tabaco y pañales. Di a aquel matrimonio un plazo máximo de diez meses, siempre que las cosas fueran bien. Para entonces, Juliet estaría ya hasta las narices de pasar todas las noches en casa. Lo extraño es que aunque Michael era muy joven, me dio la impresión de que era muy capaz de exorcizar los fantasmas del fracaso matrimonial. Era Juliet la destinada a ser picajosa y cizañera y eludiría sus responsabilidades hasta que la relación se hiciese añicos. Era muy probable que Dana acabase encargándose de la criatura.
Michael, sin dejar de mirar la pantalla, formuló una respuesta abstracta que no se tradujo en ningún movimiento tendente a incorporarse, detalle que no pasó desapercibido a la mujer. Jugueteaba con el anillo escolar del Instituto Cottonwood que le había regalado su madre, dándole vueltas sin parar.
– Máicaaal, ¿qué hago si Brendan vuelve a mearse encima? Acabo de ponerle el último pañal que quedaba.
– Sí, cariño, ya voy, ya voy. Es sólo un momento, ¿vale?
Juliet se llenó la boca de aire y volvió los ojos al cielo.
Michael, intuyendo la irritación femenina, se volvió para mirarla.
– No tardo ni un minuto. ¿Se ha dormido el niño? Mi madre quería que ella lo viese.
Me di cuenta con un sobresalto de que «ella» era yo.
Juliet se volvió y puso los pies en el suelo.
– No lo sé. Voy a comprobarlo. Lo acosté hace un rato. Nunca se queda dormido con la tele tan alta. -Se incorporó, salió de la habitación y se internó en el estrecho pasillo que separaba los dos dormitorios. Fui tras ella mientras pensaba a toda velocidad algún inconcreto piropo infantil por si acaso no fuera a ser que tuviese la criatura cabeza de pepino.
– Será mejor que me mantenga a distancia, no sea que le pegue el resfriado. -Porque hay madres que insisten y todo para que una coja en brazos al mocoso de marras.
Juliet se asomó por la puerta del dormitorio más pequeño. En el interior de la estancia había una serie de cajas de cartón para embalar ropa y todas estaban llenas de perchas cargadísimas que colgaban de las barras metálicas que cruzaban de un extremo a otro de la parte superior. La cuna del niño se encontraba en el centro de esta fortaleza de algodón arrugado y ropa de invierno. No sé por qué, pero sospechaba que al cabo de unos meses la habitación se encontraría en el mismo estado. Había más silencio en aquella selva de chaquetas y abrigos pasados de moda y supuse que Brendan, con el tiempo, acabaría acostumbrándose al olor de las bolas de naftalina y la lana con pelusa. Un tufillo pescado al vuelo treinta años después y el chico se sentiría como Marcel Proust. Me puse de puntillas para mirar por encima del hombro de Juliet.
Brendan estaba sentado, con el tórax muy recto y los ojos clavados en la puerta, como si supiese que su madre iba a cogerlo en brazos. Era uno de esos críos maravillosos que se ven en los anuncios de las revistas: regordete, grandes ojos azules, dos dientes de leche asomándole en la encía inferior, hoyuelos en las mejillas. Llevaba unos pololos de franela azul con la parte de los pies reforzada con suelas de caucho y tenía los brazos abiertos para mantener el equilibrio. Movía las manos al azar como si fueran antenas en busca de señales del mundo exterior. En cuanto vio a Juliet, se deshizo en sonrisas y se puso a agitar los brazos para decir que no cabía en sí de alegría. De la cara de Juliet desapareció la expresión malhumorada y saludó al pequeño en algún idioma maternal generado en secreto. De la boca infantil surgieron exclamaciones de coqueteo y burbujas de saliva. Cuando lo cogió la madre, enterró la cara en el hombro de ésta y encogió las piernas mientras se retorcía de placer. Fue el único momento que conoce la historia del mundo en que quise tener un pequeñajo así.
Juliet estaba radiante.
– ¿Verdad que es una monada?
– Es guapísimo -dije.
– Michael ni siquiera quiere cogerlo ahora -comentó-. A esta edad son muy posesivos y de pronto me quiere sólo para él. Te lo juro, le sucede desde hace apenas una semana. Antes lo cogía su padre y ni rechistaba. Ahora tendrías que ver la cara que pone si quiero dejárselo a otra persona. Se deshace en llantos y la barbilla le tiembla. Y cómo llora, Dios mío. Da tanta lástima que le rompería el corazón a cualquiera. Ed tontito quiede a du mamá. -Brendan adelantó una mano gordezuela e introdujo varios dedos en la boca de su madre. Ésta fingió morderle, lo que despertó una contenida carcajada gutural en la garganta del niño. Juliet arrugó la nariz y cambió de cara-. ¡No, no! ¿Otra vez ha ensuciado los pañales? -Introdujo el índice en el elástico de la parte trasera del pañal y miró el interior-. ¿Máicaaal?
– ¿Qué?
Juliet entró en el otro dormitorio.
– ¿Querrías hacer lo que te digo, aunque sólo sea una vez? El niño se ha ensuciado encima y ya no quedan pañales. Te lo he dicho dos veces.
Michael se levantó obedientemente sin apartar la mirada de la pantalla del televisor. Llegó otra tanda de anuncios y la mutación pareció romper el hechizo.
– Que sea esta noche por lo menos, ¿no? -dijo Juliet, poniéndose al niño en la cadera.
Michael fue a coger el anorak, que estaba en el suelo, con un montón de ropa.
– Enseguida vuelvo -dijo, a nadie en concreto. Mientras se ponía el anorak me di cuenta de que era la ocasión ideal para hablar con él.
– ¿Te acompaño? -dije.
– Por mí, de acuerdo -dijo mirando a Juliet-. ¿Quieres algo más?
La interpelada negó con la cabeza mientras se quedaba mirando un tropel de bichos de dibujos animados que acababa con la grasa de un plato sucio. Habría apostado cualquier cosa a que aún no le había cogido el truco a lo de fregar los cacharros.
Ya en la calle, Michael echó a andar con rapidez, la cabeza gacha y las manos en los bolsillos del anorak. Seguramente era treinta centímetros más alto que yo y caminaba como si fuera a caerse, con los miembros desincronizados. La inminente tormenta había oscurecido el cielo y una brisa tropical arrastraba las hojas por los sumideros que estaban junto al bordillo de las aceras. La prensa había dicho que el frente se debilitaba y que seguramente tendríamos poco más que una llovizna. El aire se notaba ya caprichoso, turbulento y húmedo, y el cielo era de un azul carbonífero cuando habría tenido que ser claro. Michael alzó la cara y la lluvia en ciernes pareció abofetearle las mejillas. Tuve que corretear para no quedarme rezagada.
– ¿Te importaría ir un poco más despacio?
– Perdona -dijo y redujo la velocidad un tercio.
El Stop 'N' Go estaba al final de la calle, a unas dos manzanas de distancia. Veía las luces al fondo, aunque la calle estaba a oscuras. Cada tres o cuatro casas había un porche con las luces encendidas. Eran bombillas de escasa potencia que iluminaban el sendero de entrada o algún arbusto de adorno. Los olores de las cenas que estaban siendo preparadas flotaban en al aire frío del anochecer: patatas cocidas, ternera en salsa, pollo asado, carne de cerdo agridulce. Yo había cenado ya, pero aun así tenía hambre.
– Supongo que sabes ya que tu padre puede estar en los alrededores de Santa Teresa -dije a Michael para no pensar en la comida.
– Eso dice mi madre.
– ¿Qué harás si se pone en contacto contigo?
– Supongo que hablar con él. ¿Por qué? ¿Tendría que hacer otra cosa quizá?
– Todavía sigue en vigor una orden de busca y captura contra él -dije.
Lanzó un bufido.
– Genial. Delata a tu propio padre. No lo ves desde hace un montón de años y lo primero que debes hacer es avisar a la policía.
– Sí, parece una cerdada, ¿verdad?
– No parece una cerdada. Lo es.
– ¿Te acuerdas mucho de él?
Encogió un hombro.
– Yo tenía diecisiete años cuando desapareció. Recuerdo que mi madre lloró mucho y durante dos días tuvimos que quedarnos en casa, no fuimos ni a clase. No me gusta pensar en lo demás. Mira, antes me decía a mí mismo: «¿El viejo se ha suicidado? Pues que acarree con las consecuencias». Lo comprendes, ¿no? Pero años después tuve un hijo y el hecho hizo que mi actitud cambiara. No podía abandonar al pequeño, no podía hacerle una cosa así; ahora me pregunto por qué me lo hizo mi padre. Es un mierda. Sabes lo que quiero decir, ¿no? Yo y Brian, los dos. Antes éramos gente legal, te lo juro.
– Parece que a Brian le afectó mucho.
– Sí, es cierto. Brian se ha comportado siempre como si no le importara, pero sé que le dolió en lo más vivo. Yo tuve que cargar con casi toda la responsabilidad.
– Tenía doce años, ¿verdad?
– Sí, yo estaba ya terminando el bachillerato, mientras que él acababa de ingresar en el instituto. Los chicos son egoístas a esa edad.
– Los chicos son egoístas a cualquier edad -dije-. Dice tu madre que Brian empezó a meterse en líos por entonces.
– Sí, creo que sí.
– ¿Sabes qué hacía exactamente?
– No sé, tonterías… faltar a clase, garabatear en las paredes con spray, pelearse, pero todo era fruto de su confusión. No lo hacía con ningún objetivo. No digo que estuviera bien, pero todo el mundo lo exageraba. Ahora lo tratan como si fuera un criminal, cuando sólo es un crío. Muchos chicos de su edad se meten en líos, ¿es verdad o no? Hacía gamberradas y lo cogieron. Ésa es la única diferencia. Yo hacía lo mismo cuando tenía su edad y nadie me llamaba delincuente juvenil. Y no me vengas con el cuento ese del «grito de socorro».
– Yo no he dicho nada. Me limito a escucharte.
– Bueno, la verdad es que lo siento por él. Una vez que te catalogan como mala persona, ya puedes dedicarte a ello profesionalmente. Es más divertido que ser honrado.
– No creo que Brian se divierta donde está.
– No conozco los detalles del asunto. A Brian lo convenció un sujeto que no sé cómo se llamaba, Guevara o algo así. Mala persona donde las haya. Coincidieron en el mismo pabellón una temporada; Brian decía que no hacía más que pincharle para crearle problemas con los funcionarios. Fue este individuo quien le convenció de lo de la fuga.
– Me han dicho que murió ayer.
– Bien merecido se lo tenía.
– Has hablado con Brian últimamente, ¿no? Tu madre fue a hacerle una visita y yo he hecho lo mismo.
– Sólo por teléfono, así que no pudo contarme gran cosa. Sobre todo decía que no me creyera nada mientras no me lo dijera él personalmente. Está quemadísimo.
– ¿En qué sentido?
– ¿Cómo? Ah. Que está furioso. El juez le acusó de fuga, hurto, robo y homicidio premeditado. ¿Te imaginas? Menuda mierda. Pero si ni siquiera lo de escaparse fue idea suya.
– ¿Por qué lo hizo entonces?
– ¡Porque le amenazaron de muerte! Le dijeron que si no les secundaba, lo joderían vivo. Era una especie de rehén, ¿no lo entiendes?
– No había caído -dije, procurando envolver en neutralidad mi tono de voz. Michael estaba tan absorto en la defensa de su hermano que no se dio cuenta de mi escepticismo.
– Es la verdad. Brian me lo ha jurado. Dice que fue Julio Rodríguez quien mató a la mujer de la carretera. Que él nunca ha matado a nadie. Que toda la historia le daba náuseas. Que no sabía que los «frijoleros» tenían esas intenciones. Homicidio premeditado. Por el amor de Dios.
– Michael, la mujer murió como resultado de la ejecución intencionada de un delito de sangre, lo que automáticamente se convierte en acusación de asesinato. Aunque tu hermano ni siquiera tocase el arma, se le considera cómplice.
– Pero eso no lo convierte en culpable. Estuvo tratando de escapar todo el tiempo.
Contuve el impulso de replicarle. Saltaba a la vista que se estaba sulfurando y sabía que no debía provocarle si quería contar con su cooperación.
– Supongo que su abogado tendrá que aclarar ese punto. -Consideré preferible abordar un tema menos comprometido y cambié de conversación-. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
– Trabajo en la construcción; y por fin gano algo de dinero. Mi madre quiere que vaya a la universidad, pero no veo el motivo. Brendan es muy pequeño y no quiero que Juliet tenga que trabajar. En cualquier caso, no sé qué empleo conseguiría. Terminó el bachillerato, pero no le darían más que el salario mínimo y con lo que cuesta tener a alguien que se ocupe de Brendan, no tiene sentido.
Llegamos al establecimiento del final de la calle, que estaba totalmente iluminado por tubos fluorescentes. Interrumpimos la charla mientras Michael recorría los pasillos y cogía los artículos que habían motivado nuestra salida. Yo me entretuve mientras tanto en el rincón de las revistas y hojeé los últimos números de diversas publicaciones «femeninas». A juzgar por los artículos que se mencionaban en las portadas, todas estábamos obsesionadas por adelgazar, joder y decorar la casa con chucherías baratas, en este orden. Cogí un número de La casa y el hogar y fui pasando las páginas hasta que llegué a uno de esos artículos que se titulan: «Veinticinco cosas que pueden hacerse por veinticinco dólares o menos». Una de las sugerencias consistía en aprovechar sábanas viejas para confeccionar asientos de sillas plegables.
Alcé los ojos y vi a Michael en la caja. Al parecer había abonado ya las compras, que el empleado metía en una bolsa en aquellos instantes. No sé por qué, pero tuve de pronto la sensación de que alguien nos espiaba. Me volví fingiendo indiferencia y recorrí el establecimiento con la mirada. Advertí a mi izquierda cierto movimiento, una cara borrosa reflejada en las puertas de vidrio de las cámaras frigoríficas que llenaban la pared del fondo. Me volví, pero la cara ya había desaparecido.
Me encaminé a la puerta y salí al frío aire nocturno. No vi a nadie en el aparcamiento. Por la calle no circulaba ningún vehículo. Ni peatones, ni perros extraviados, ni viento que agitara los arbustos. La sensación persistía, sin embargo, y noté que se me erizaban los pelos de la cabeza. No había ningún motivo legítimo para pensar que Michael o yo hubiéramos llamado la atención de nadie. A menos, claro está, que se tratase de Wendell o de Renata. Se desató una ráfaga de viento que arrastró por la acera una llovizna no más densa que las salpicaduras de una manguera.
– ¿Ocurre algo?
Me giré y vi a Michael en la puerta con la bolsa de la compra en los brazos.
– Me pareció ver a una persona en la puerta, observándote.
Negó con la cabeza.
– Yo no he visto a nadie.
– Puede que haya sido mi calenturienta imaginación, aunque no soy propensa a las alucinaciones -dije. Aún sentía escalofríos por todo el cuerpo.
– ¿Crees que era mi padre?
– No sé quién más podría estar interesado.
Vi que levantaba la cabeza como un animal.
– Oigo el motor de un coche que arranca.
– ¿Sí? -Escuché con atención, pero no distinguí más que el rumor del viento entre los árboles-. ¿De dónde procede el ruido?
Negó con la cabeza.
– Ya no se oye. Creo que de allí.
Miré hacia el oscuro punto de la calle que me señalaba, pero no vi el menor signo de vida. Las farolas de la calle estaban muy separadas entre sí y los pálidos charcos de luz que creaban no servían más que para intensificar la oscuridad entre ellas. Las ramas de los árboles se combaron como una ola a causa de la brisa. El rumor que produjeron hacía pensar en algo misterioso y furtivo. Apenas oía el tamborileo de la llovizna sobre las hojas más altas. Con la misma vaguedad me pareció distinguir a lo lejos un ruido de pasos, el taconeo resuelto de una persona que quería adentrarse en la oscuridad. Me volví. La sonrisa de Michael casi se borró en el momento en que me vio la cara.
– Estás asustada.
– No soporto que me vigilen.
Vi que el empleado del autoservicio nos miraba con fijeza, intrigado sin duda por nuestro comportamiento. Miré de soslayo a Michael.
– Será mejor que regresemos. Juliet estará preguntándose por qué nos retrasamos.
Echamos a andar con rapidez. En esta ocasión no hice ningún comentario que aminorase la marcha de Michael. De vez en cuando miraba hacia atrás, pero la calle parecía estar totalmente desierta. Sé por experiencia que siempre es más sencillo internarse en la oscuridad que abandonarla. No me di permiso para relajarme hasta que la puerta se cerró a nuestras espaldas. Incluso entonces se me escapó un ruidoso suspiro involuntario. Michael se había internado en la cocina con la bolsa de las compras, pero asomó la cabeza.
– Que ya estamos a salvo, mujer.
Volvió con los pañales y un cartón de tabaco. Se dirigió al dormitorio y lo seguí con ligereza, poniéndome a su altura.
– Te agradecería que me llamaras si tu padre se pone en contacto contigo. Voy a darte mi tarjeta. Llámame a cualquier hora.
– De acuerdo.
– Díselo también a Juliet, si quieres -dije.
– Descuida.
Esperó mientras yo revolvía el bolso en busca de una tarjeta. Levanté la rodilla para apoyarme, apunté mi teléfono en el dorso de la cartulina y se la entregué. La miró sin especial interés y se la guardó en el bolsillo del anorak.
– Gracias.
Supe por su tono de voz que no pensaba llamarme por ningún concepto. Si Wendell comunicaba con él, lo más seguro es que saltase de alegría.
Entramos en el dormitorio, donde seguía jugándose el partido de béisbol. Juliet se había trasladado al cuarto de baño con el niño y la oía musitar tonterías a Brendan. La atención de Michael volvía a estar pendiente del partido en el televisor. Se había sentado en el suelo con la espalda apoyada en la cama y daba vueltas al anillo de Wendell, que llevaba en la mano derecha. Me pregunté si la piedra cambiaría de color según el estado de ánimo del usuario. Cogí el paquete de pañales y llamé a la puerta del cuarto de baño.
Juliet asomó la cabeza.
– Ah, estupendo. Ya están aquí los pañales. No sabes cuánto te lo agradezco. ¿Quieres echarme una mano? Al final lo he metido en la bañera, estaba de pasta marrón hasta el cuello.
– Tengo que irme -dije-. Parece que va a caer un chaparrón.
– ¿En serio? ¿Va a llover?
– Con un poco de suerte, sí.
La vi titubear.
– ¿Puedo preguntarte una cosa? En el caso de que aparezca el padre de Michael, ¿crees que querrá ver al niño? Brendan es su único nieto y a lo mejor no tiene otra oportunidad.
– No me sorprendería. Yo en tu lugar tendría cuidado.
Pareció estar a punto de decirme algo más, pero al final se lo pensó mejor. Cuando cerré la puerta del cuarto de baño, Brendan se estaba comiendo la toalla.