173744.fb2
Vi luces en la parte trasera. Pasé por alto la ceremonia de llamar al timbre y rodeé la vivienda para acceder al patio, no sin echar un vistazo por todas las ventanas que encontraba. En la cocina no vi más que encimeras llenas de platos sucios. Las cajas de cartón del traslado seguían acaparando el volumen mayoritario del mobiliario; el papel arrugado estaba amontonado en un rincón. Cuando llegué al dormitorio principal, comprobé que Juliet, en un arrebato, había seguido los consejos decorativos de las revistas y confeccionado cortinas con toallas que había colgado de barras extensibles que impedían ver el interior. Volví a la puerta principal, preguntándome si no iba a tener más remedio que llamar al timbre como si fuera una simple vecina. Giré el pomo y comprobé con alegría que la puerta no estaba cerrada con llave.
El televisor de la salita se había estropeado. En vez de imágenes en color emitía un bombardeo de lucecitas que bailoteaban como en una aurora boreal. El ruido que acompañaba a tan singular fenómeno parecía corresponder a una persecución automovilística protagonizada por personal armado. Miré hacia donde estaban los dormitorios, pero era poco lo que podía oír por encima del chirrido de los frenos y las ráfagas de las metralletas. Empuñé el revólver de Renata y enfocándolo como si fuera una linterna avancé con cuidado hacia la parte posterior de la casa.
El dormitorio del niño estaba a oscuras, pero la puerta del principal estaba entornada y por el resquicio salía una lámina de luz que cortaba al sesgo el pasillo. Empujé la puerta con el cañón del revólver. La hoja de madera se movió hacia atrás y rechinaron los pernos de las bisagras. Ante mí estaba Wendell Jaffe, sentado en una mecedora y con su nieto en las rodillas. Emitió una exclamación de sobresalto.
– ¡No dispare al niño!
– No tengo intención de disparar al niño. ¿Se ha vuelto loco?
Brendan sonrió de oreja a oreja al verme y sacudió los brazos para dirigirme un enérgico saludo ajeno a la comunicación verbal. Llevaba pantalones de algodón y zapatitos azules, y los pañales desechables que le habían puesto le abultaban el trasero. Por lo visto acababan de bañarlo porque tenía el pelo húmedo. Juliet se lo había peinado dibujándole una especie de signo de interrogación en lo alto del cráneo. Desde donde estaba percibía el olor a polvos de talco que inundaba la habitación. Bajé el arma y volví a metérmela en los riñones. No es el sitio más indicado para guardar un revólver, ya que siempre se corre el peligro de abrir otro agujero en las nalgas. Pero tampoco quería guardarla en el bolso, ya que era un sitio menos accesible que la espalda.
Era una reunión familiar, pero no de las que desbordan alegría. Brendan era el único que parecía contento. Michael estaba a un lado, apoyado en la cómoda, cabizbajo y meditabundo. Observaba el anillo estudiantil de Wendell, al que no dejaba de dar vueltas como si fuera un rosario. He visto cosas parecidas en tenistas profesionales que se quedan mirando las cuerdas de la raqueta para concentrarse. Su camiseta, los tejanos sucios y las botas salpicadas de barro me indicaron que no había pasado por la ducha al volver del trabajo. Todavía se le notaba en el pelo la huella circular que le había dejado el casco. Lo más seguro es que Wendell hubiera estado esperando hasta que lo había visto llegar.
Juliet estaba en la cabecera de la cama y, enfundada en los tejanos de pernera recortada y la camiseta de tirantes, parecía encogida y en tensión. Iba descalza y se abrazaba las piernas. Se mantenía al margen de la situación, para que ésta se desarrollara por sí sola. No había más luz que una lámpara de mesa que parecía haber sido importada del cuarto donde Juliet había dormido de pequeña. La pantalla era de tela con frunces, de color púrpura. En la base había una muñeca de falda almidonada de color rosa, brazos extendidos y tórax conectado a la lámpara mediante un cable. En vez de boca tenía un capullo y las pestañas formaban una espesa cortinilla encima de unos ojos que se abrían y cerraban automáticamente. La bombilla no tendría más de cuarenta vatios, pero la habitación parecía caldeada con su luz ambiental.
Los rasgos de Juliet eran un mar de contrastes, una mejilla púrpura, la otra sumida en sombras. La cara de Wendell parecía un busto de madera esculpido a martillazos. Estaba ojeroso y las aletas de la nariz le brillaban allí donde se le había intervenido quirúrgicamente. Michael, por su lado, parecía un ángel de piedra, frío y sensual. Tenía los ojos brillantes y su complexión, alta y desgarbada, reflejaba la de su padre, aunque Wendell era más robusto y carecía de la gracia del hijo. Los tres parecían congelados en una especie de cuadro vivo, igual que esas imágenes que los psiquiatras ponen ante los pacientes para que éstos las interpreten a su aire.
– Qué tal, Wendell. Siento tener que interrumpir. ¿Me recuerda?
La mirada de Wendell se posó en la cara de Michael. Movió la cabeza en mi dirección.
– ¿Quién es ésta?
Michael contemplaba el suelo.
– Una detective privada -dijo-. Hace un par de noches habló con mamá acerca de ti.
Agité la mano ligeramente para saludar al interesado.
– La detective -añadí por mi cuenta- trabaja para la compañía de seguros a la que usted estafó medio millón de dólares.
– ¿Yo?
– Sí, Wendell -dije con voz afectada-. Por extraño que parezca, los seguros de vida son para eso. Para cuando uno muere. Y hasta ahora no ha cumplido usted la parte del trato que le toca.
Me miraba con una mezcla de cautela y confusión.
– ¿Nos conocemos?
– Nuestros caminos se cruzaron en el hotel de Viento Negro.
Me miró a los ojos y vi en sus pupilas una chispita de reconocimiento.
– ¿Fue usted quien registró nuestra habitación?
Negué con la cabeza, improvisando sobre la marcha.
– Yo no. Fue un antiguo policía que se llama Harris Brown. -Cabeceó al oír el nombre-. Es teniente de policía. Al menos lo era.
– No me suena el nombre.
– Pues a él sí le suena el suyo. Le encargaron el caso cuando desapareció usted hace cinco años. Luego lo apartaron del asunto por razones desconocidas. Puede que usted las conozca.
– ¿Está segura de que ese sujeto me buscaba a mí?
– No creo que estuviera en México por casualidad -dije-. Se hospedaba en la 314. Yo, en la 316.
– Oye, papá, ¿por qué no acabamos de una vez?
Brendan se puso a llorar y Wendell le dio unas palmadas, aunque sin resultado. Cogió un perro de goma y lo agitó delante de la cara de Brendan mientras seguía hablando. Brendan cogió el muñeco por las orejas y lo atrajo hacia sí. Tenían que estarle creciendo los dientes porque se puso a mordisquearle la cara de goma con todo el furioso entusiasmo que personalmente reservo para el pollo frito. No sé por qué, pero sus travesuras se me antojaron un curioso contrapunto de la charla que sostenían Wendell y Michael.
Éste, por lo visto, había querido reanudar un tema debatido antes de mi llegada.
– Tenía que desaparecer, hijo. No tuvo nada que ver con vosotros. Se trataba de mi vida. De mí. Estaba todo tan lleno de mierda que no había otra forma de solucionarlo. Espero que algún día lo comprendas. La justicia es un cachondeo en este país.
– Vamos, vamos. Ahórrate el mitin. No estamos en un curso de ciencias políticas. O sea que corta el rollo y no me jodas tú ahora con la justicia. No te quedaste el tiempo suficiente para comprobarlo.
– Michael, por favor, ya está bien. No quiero pelearme contigo. No hay tiempo para eso. Tampoco se trata de que estés de acuerdo con la decisión que tomé.
– No se trata de mí solamente, papá. ¿Qué me dices de Brian? Es él quien ha sufrido todo el daño.
– Ya lo sé, ya lo sé y hago lo que puedo -dijo Wendell.
– Brian te necesitaba cuando tenía doce años. Ahora ya es tarde.
– No pienso lo mismo. En absoluto. Te equivocas, confía en mí.
Michael hizo una mueca y volvió los ojos al cielo.
– ¿Que confíe en ti? Papá, estás pringado hasta las cejas. ¿Por qué tendría que hacerlo? Nunca confiaría en ti.
Wendell parecía desorientado por la rudeza del tono de Michael. No le gustaba que le llevasen la contraria. No estaba acostumbrado a que pusiesen sus opiniones en tela de juicio y menos a que lo hiciera un mozalbete que tenía diecisiete años en el momento de su desaparición. Michael se había convertido en adulto durante su ausencia y había demostrado su capacidad para llenar el vacío dejado por Wendell. Puede que éste imaginara que había vuelto para reparar el daño, para arreglar los asuntos pendientes, para ponerlo todo en el orden debido. Puede que pensase que una explicación serena y razonada sería suficiente para compensar de alguna forma su abandono.
– Parece que no hay forma de entendernos -dijo.
– ¿Por qué no volviste para dar la cara?
– No podía volver. No habría solucionado nada.
– Lo que quiere decir que no te interesaba. Que no querías hacer ningún sacrificio por nosotros. Muchas, muchas gracias. Nos hacemos cargo de tu dedicación. Muy típico de ti.
– No, hijo, eso no es verdad.
– Sí lo es. Te habrías quedado si hubieras querido, si hubiéramos significado algo para ti. Pero la verdad es que no te importábamos y por lo tanto había que fastidiarse, ¿no?
– Claro que me importabais. ¿De qué crees que estoy hablando todo el rato?
– No lo sé, papá. Que yo sepa, lo único que haces es justificar tu comportamiento.
– Eso no tiene sentido. No puedo volver atrás y deshacer el pasado. No puedo cambiar lo que ocurrió entonces. Brian y yo vamos a entregarnos a la policía. Es lo mejor que podría hacer y si eso no basta, no sé qué más decir.
Michael desvió la mirada y cabeceó contrariado. Me di cuenta de que acariciaba la posibilidad de replicar y la desechaba. Wendell carraspeó para aclararse la garganta.
– Tengo que irme. Le dije a Brian que estaría allí.
Se puso en pie, izando al niño sobre el hombro. Juliet sacó las piernas de la cama y se levantó, preparada para coger a Brendan de brazos del abuelo. Saltaba a la vista que la discusión la había afectado. Tenía la nariz rojiza y la boca hinchada a causa de la tensión. Michael se metió las manos en los bolsillos.
– Con esa falsa liberación carcelaria no le has hecho ningún favor a Brian.
– Es verdad, las cosas como son, pero no había forma de saberlo. He cambiado de opinión acerca de muchas cosas. En cualquier caso, es algo que tenemos que solucionar entre tu hermano y yo.
– No has hecho más que empeorar la situación de Brian. Si no te das prisa, la policía le cogerá, lo meterá en prisión y no volverá a ver la luz del sol hasta que cumpla cien años. ¿Y dónde estarás tú entonces? Navegando en un barco de mierda y sin preocupación alguna en este mundo. Que te vaya bien.
– ¿No te has parado a pensar que también yo tendré que pagar un precio?
– Sobre ti, por lo menos, no pesa ninguna acusación de asesinato.
– Creo que así no vamos a ninguna parte -dijo Wendell, pasando por alto el verdadero contenido de la observación de Michael. Parecían hablar idiomas diferentes. Wendell trataba de recuperar la autoridad paterna, mientras que a Michael le traía sin cuidado este aspecto; tenía un hijo propio y sabía hasta qué punto se había reducido la figura paterna.
Wendell se dirigió a la puerta.
– Me voy -dijo, tendiendo una mano a Juliet-. Me alegro de haberte conocido. Lástima que no haya sido en circunstancias mejores.
– ¿Volveremos a verle? -dijo Juliet. Tenía las mejillas arrasadas de lágrimas. El rímel se le había corrido y formado un mapamundi de maquillaje bajo los ojos. Michael tenía una actitud vigilante y expresión atormentada, mientras que el dolor brotaba de Juliet como el agua de una cañería rota. Hasta Wendell parecía afectado por la franqueza con que la joven manifestaba sus sentimientos.
– Desde luego que sí. Os lo prometo.
Volvió los ojos a Michael, esperando quizás algún signo de emoción.
– Siento mucho el dolor que te he causado. Te lo digo con toda sinceridad.
La espalda del joven se arqueó ligeramente a causa de los esfuerzos que hacía por mantenerse distante.
– Sí, claro. Lo que tú digas -dijo.
Wendell abrazó a Brendan y enterró la cara en su cuello, aspirando el aroma dulzón y lácteo que emanaba la criatura.
– Mi pequeño -dijo con voz trémula. Brendan miraba fascinado el pelo de Wendell y le cogió un mechón. Con ademán ceremonioso, quiso introducirse el puño en la boca. Wendell hizo una mueca y apartó los dedos infantiles con delicadeza. Juliet fue a coger al niño. Michael contemplaba la escena con ojos luminosos y acabó por desviar la mirada. El sufrimiento le brotaba de la piel como si fuese vapor.
Wendell entregó el niño a Juliet, besó a ésta en la frente y se volvió hacia Michael. Se dieron un abrazo muy fuerte que no pareció tener fin.
– Te quiero, hijo.
Se mecían y balanceaban como en una danza antiquísima. Del fondo de la garganta de Michael brotó un leve ruido y sus ojos se cerraron con fuerza. Durante aquel momento la comunicación fluyó entre ambos sin ningún impedimento. Tuve que apartar la mirada. No podía imaginar lo que era encontrarse de repente ante el propio padre, al que todos daban por muerto. Michael se echó atrás. Wendell sacó un pañuelo y se enjugó las lágrimas.
– Te llamaré -murmuró y dio un suspiro.
Se dio la vuelta y salió de la habitación sin mirarles. La culpa le oprimía, seguramente, como si tuviera encima del pecho una piedra de una tonelada. Recorrió la casa y se dirigió a la puerta de la calle; yo le pisaba los talones; no sé si se dio cuenta de mi presencia, por lo menos no puso objeciones.
El aire exterior se había cargado con un punto de humedad y el viento silbaba entre los árboles. Las ramas casi ocultaban por completo las farolas de la calle por donde correteaban y se agitaban sombras que parecían montones de hojas secas. Mi plan era despedirme del individuo, subir al coche, darle cierta ventaja y seguirle a distancia prudencial para que me condujera hasta Brian. En cuanto conociera el paradero del muchacho, llamaría a la policía. Le dije adiós y me alejé en dirección contraria. No supe si me había oído o no.
Wendell sacó abstraído las llaves del coche, cruzó el césped y se dirigió al pequeño Maserati rojo que estaba estacionado junto a la acera. Renata, por lo visto, tenía toda una escudería de coches caros. Abrió la portezuela, subió al vehículo y se puso rápidamente ante el volante. Cerró con violencia. Abrí la portezuela de mi VW e introduje la llave de contacto al mismo tiempo que Wendell. El revólver de Renata me apretó los riñones. Doblé el brazo y lo empuñé. Me volví hacia el asiento trasero, cogí el bolso y guardé el arma. Oí carraspear el motor del vehículo de Wendell. Encendí el mío y esperé con las luces apagadas a que se encendieran las traseras y delanteras del deportivo.
Los carraspeos continuaron, pero el motor no acababa de encenderse. Era una sucesión de patinazos agudos e inútiles. Poco después vi que abría la portezuela y bajaba. Se puso a mirar debajo del capó con nerviosismo. Hizo no sé qué en los cables, volvió al interior del vehículo y reanudó los carraspeos. Estos perdieron entusiasmo, seguramente porque la batería ya no daba más de sí. Puse la primera, encendí las luces y avancé despacio hasta llegar a su altura. Bajé la ventanilla y Wendell hizo lo propio con la más cercana a mi vehículo.
– Suba -dije-. Le llevaré a casa de Renata. Desde allí podrá avisar a la grúa.
Dudó unos instantes y miró de soslayo hacia la casa de Michael. No tenía elección. Lo que menos deseaba en el mundo era volver con una necesidad tan vulgar como una llamada a la triple A [Asociación Automovilística Americana]. Bajó del coche, lo cerró con llave, rodeó la delantera del mío y subió por el lado del copiloto. Giré a la derecha, por Perdido Street, y doblé a la izquierda antes de llegar al parque de atracciones, con la intención de llegar a la avenida periférica que discurría en sentido paralelo a la playa. Habría podido coger también la autopista. No había mucho tráfico. La calle que desembocaba en el barrio de las caletas estaba sólo a un acceso de la autopista de distancia y se podía llegar allí igualmente por aquella ruta.
Giré a la izquierda al llegar a la playa. El viento soplaba ahora con gran fuerza y sobre el abismo negro del océano pendían voluminosas nubes del color del carbón.
– El lunes por la noche tuve una interesante charla con Carl -dije-. ¿Ha hablado ya con él?
– Me había citado con él más tarde, pero ha tenido que salir de la ciudad -dijo con la cabeza en otra parte.
– No me diga. Creía que ardía en deseos de hablar con usted.
– Tenemos cosas que aclarar. Y tiene algo que es mío.
– ¿Se refiere al barco?
– Bueno, eso también, pero se trata de otra cosa.
El cielo era de color gris marengo y podía ver los fucilazos que estallaban en alta mar, señales inequívocas de la tormenta eléctrica que tenía lugar a unos ochenta o noventa kilómetros de distancia. Los fogonazos se reflejaban con violencia súbita en los bancos de nubes de oscuridad creciente, creando la ilusión de una batalla naval demasiado lejana para oírse. La atmósfera estaba cargada de electricidad. Miré a Wendell.
– ¿No siente curiosidad por saber cómo hemos encontrado su pista? Me sorprende que no lo haya preguntado aún.
Tenía la vista fija en el horizonte, que se iluminaba de manera intermitente conforme proseguía la tormenta.
– Para mí carece ya de importancia. Tarde o temprano tenía que ocurrir.
– ¿Tiene inconveniente en decirme dónde ha estado todos estos años?
Se volvió a mirar por la ventanilla de su lado.
– No muy lejos. Se llevaría una sorpresa si le enumerara los poquísimos lugares en que he estado.
– Renunciando a muchísimas cosas.
Por sus facciones pasó un ramalazo de dolor.
– Es verdad.
– ¿Estuvo siempre con Renata?
– Oh, sí. Sí -murmuró con un dejo de amargura. Se produjo una breve pausa y se removió con inquietud-. ¿Cree usted que he cometido un error al volver?
– Eso depende de la intención con que lo haya hecho.
– Me gustaría ayudar a mi familia.
– ¿A qué? Brian sabe ya lo que le espera y lo mismo cabe decir de Michael. Dana salió adelante como pudo y se ha terminado el dinero. Usted no puede volver al momento en que se marchó y modificar la trayectoria que ha seguido la vida de cada cual. Su familia está pagando las consecuencias de la decisión que usted tomó. Es otra de las cosas que tendrá que afrontar.
– Supongo que es absurdo querer reparar en unos días todo lo que he hecho.
– Sí, supongo que sí -dije-. Mientras tanto, no pienso perderle de vista. Ya se me escapó una vez. No volverá a ocurrir.
– Necesito tiempo. Tengo asuntos de los que ocuparme.
– ¡También los tenía hace cinco años!
– Esto es distinto.
– ¿Dónde está Brian?
– A salvo.
– No le he preguntado cómo está, sino dónde. -El coche empezó a perder velocidad. Bajé los ojos con asombro mientras pisaba inútilmente el acelerador-. Pero ¿qué pasa aquí?
– ¿Se ha quedado sin gasolina?
– He llenado el depósito no hace mucho.
Me acerqué a la acera de la derecha y el vehículo quedó inmóvil. Wendell echó un vistazo a la consola de mandos.
– El contador del combustible indica lleno.
– ¿Es que no me cree? ¡Acabo de decirle que he llenado el depósito hace poco! Pues claro que indica lleno. -Estábamos inmóviles y rodeados de un silencio sepulcral. El rumor de fondo del oleaje y el viento se abrieron paso lentamente hasta mi conciencia. Hasta con la luna oculta por las nubes de tormenta distinguía los rizos blancos y espumosos de las olas. Cogí el bolso del asiento trasero y busqué la linterna de bolsillo-. Voy a ver qué pasa -dije, como si se me hubiera ocurrido algo. Bajé del coche. Wendell me imitó y se dirigió a la parte trasera del vehículo. Interpreté su compañía como un golpe de suerte. Puede que supiera más que yo de coches, materia de la que yo sólo sabía que no sabía nada. En situaciones así, siempre opto por hacer algo. Abrí el capó y me quedé mirando el motor. Parecía estar como siempre, es decir, con el tamaño y la forma de una máquina de coser. Había esperado ver tripas fuera, cables rotos, los extremos deshilachados de la correa del ventilador, alguna prueba tangible de que tal o cual pícaro mecanismo se había salido de madre-. ¿A usted qué le parece?
Cogió la linterna y se inclinó con los ojos entornados. Los hombres siempre saben de estas cosas: armas, coches, cortadoras de césped, trituradoras de basura, enchufes eléctricos, estadísticas deportivas. A mí me da miedo incluso quitar la tapa de la cisterna del retrete porque la cosa esa redonda que hay flotando siempre me parece que va a explotar. Me incliné para echar un vistazo yo también.
– Parece una máquina de coser, ¿verdad? -comentó.
A nuestras espaldas se oyó el estampido de un tubo de escape y una piedra se estrelló contra el parachoques trasero del VW. Wendell ató cabos una décima de segundo antes que yo. Nos echamos cuerpo a tierra. Wendell me sujetó y reptamos hacia el lateral del vehículo. Se oyó otro disparo y el proyectil pasó silbando por el techo. Nos encogimos abrazados. Wendell me había rodeado con el brazo para protegerme. Apagó la linterna y la oscuridad fue absoluta. Me moría de ganas de asomar la cabeza por la ventanilla para ver qué se cocía al otro lado de la calzada. Sabía que no habría gran cosa que ver: oscuridad, algún banco de tierra y las luces centelleantes de los coches que circulaban por la autopista. El agresor había tenido que seguirnos desde la casa de Michael tras inutilizar primero el coche de Wendell y luego el mío.
– Ha tenido que ser algún compinche de usted -dije-. Yo no soy tan impopular en este barrio.
Sonó otro disparo. La ventanilla trasera de mi coche se resquebrajó, aunque sólo se desprendió un pequeño trozo.
– Dios Santo -dijo Wendell.
– Amén -dije yo. Pero ninguno habló con intención blasfema.
Se me quedó mirando. El letargo anterior le había desaparecido. La situación parecía haberle despertado y agudizado los sentidos.
– Me vienen siguiendo desde hace días.
– ¿Tiene alguna hipótesis?
Negó con la cabeza.
– He hecho unas llamadas. Necesitaba ayuda.
– ¿Quién sabía que iba usted a casa de Michael?
– Renata y nadie más.
Reflexioné al respecto. Me había llevado el arma de la mujer y la tenía en el bolso, según recordé de súbito. Dentro del coche.
– Tengo un revólver en el coche, vea si puede alcanzarlo -dije-. Dentro del bolso, en el asiento de atrás.
– ¿No se encenderá la luz interior si abro la puerta?
– ¿La luz interior de mi coche? Tendría que ocurrir un milagro.
Abrió la portezuela del copiloto. Como era de esperar, ocurrió el milagro y se encendió la luz. El siguiente proyectil se disparó inmediatamente y a punto estuvo de darle a Wendell en el cuello. Volvimos a encogernos y guardamos silencio mientras los dos teníamos el pensamiento puesto en la arteria carótida de Wendell.
– Carl tenía que saber que iba a estar usted en casa de Michael si le dijo que se reuniría con él a continuación -dije.
– Eso fue antes de que Carl modificara sus planes. De todos modos, no sabe dónde vive Michael.
– Le dijo que había modificado sus planes, pero usted no lo sabe con exactitud. Se tarda menos en llamar a información que en tirar de la cadena del retrete. Lo único que tenía que hacer era preguntárselo a Dana. No ha dejado de estar en contacto con ella.
– Joder, y tanto, está enamorado de mi mujer. Desde siempre ha estado enamorado de ella. Estoy seguro de que le gustaría borrarme del mapa.
– ¿Y Harris Brown? Es normal que tenga un arma.
– Ya se lo dije antes. No sé quién es.
– Basta ya de mentiras, Wendell. Necesito respuestas aquí y ahora.
– ¡Le he dicho la verdad!
– Dejemos la discusión. Voy a ver si abro la dichosa puerta.
Wendell se pegó al suelo mientras yo daba un tirón a la portezuela. El siguiente proyectil se hundió en la arena, muy cerca de nosotros, con un impacto sordo. Doblé hacia delante el asiento del copiloto, cogí el bolso, lo saqué del coche y cerré la portezuela. El corazón me iba a doscientos por hora. La tensión se me había extendido por todo el cuerpo como si se hubieran abierto las compuertas de un pantano. Tenía que echar una meada con urgencia, aunque los riñones se me habían encogido y los tenía más arrugados que un higo seco. Los restantes órganos se me habían puesto en círculo, como hacían las caravanas cuando atacaban los pieles rojas. Saqué el revólver de cachas de nácar.
– Ilumíneme las manos.
Wendell encendió la linterna, protegiendo la bombilla con la mano como si fuese una cerilla. Lo que empuñaba mi diestra era un revólver automático de seis tiros que habría hecho saltar de alegría a John Wayne. Lo abrí a la altura del percutor y comprobé el cargador cilíndrico, que estaba lleno. Lo cerré de un manotazo. Por lo menos pesaba kilo y medio.
– ¿De dónde lo ha sacado?
– Se lo quité a Renata. Espéreme aquí. Vuelvo enseguida.
Me dijo no sé qué, pero yo avanzaba ya agachada como un pato y me adentré en las tinieblas, en línea oblicua y en dirección a la playa, para alejarme del agresor. Giré a la izquierda y di un rodeo de unos cien metros alrededor de la delantera del coche, con la esperanza de que no me divisara quien estuviese haciendo prácticas de tiro. Los ojos se me habían acostumbrado ya a la oscuridad y distinguía con claridad los objetos. Me volví para calcular la distancia que había recorrido. Mi VW, de color azul claro, parecía un iglú surgido de la nada, la caseta de un perro que ha crecido más de la cuenta. Llegué a una curva de la calzada, me agaché, la crucé a toda velocidad y torcí hacia el punto donde me parecía que estaba apostado el agresor.
Tardé unos diez minutos en llegar al punto en cuestión y de pronto caí en la cuenta de que no había oído ni un solo disparo desde que había empezado a avanzar. Incluso en la neblinosa semioscuridad que me rodeaba, la zona parecía desierta. La avenida era de dos direcciones y me encontraba ya enfrente mismo del VW, prácticamente pegada al suelo. Alcé la cabeza como un perrito de las praderas.
– ¿Wendell? -exclamé.
No hubo respuesta. Tampoco disparos. Ni movimientos en los alrededores ni sensación alguna de peligro. La noche era un apacible manto de negrura que me envolvía ya protectoramente. Me puse en pie.
– ¿Wendell?
Giré trescientos sesenta grados alrededor de mi eje corporal, barrí las inmediaciones con la mirada y volví a agacharme. Miré a derecha e izquierda y crucé la calzada como una exhalación, con la espalda paralela al suelo. Cuando llegué al coche, me asomé desde detrás del parachoques delantero.
– Eh, que soy yo -dije.
Pero allí sólo había viento y una playa vacía. Wendell Jaffe había vuelto a largarse.