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Eran ya las diez de la noche y la avenida periférica estaba desierta. Veía las luces de la autopista a una distancia tentadoramente próxima, pero estaba claro como el agua que nadie en su sano juicio querría recogerme a aquellas horas. Encontré el bolso junto al coche y me lo eché al hombro. Rodeé el VW y abrí la portezuela del conductor. Me estiré para coger las llaves de contacto. Pude cerrar el vehículo con llave, pero ¿para qué? Por el momento no funcionaba y la ventanilla trasera estaba rota, abierta a los elementos y a los ladrones.
Fui andando hasta la gasolinera más cercana, que estaba a kilómetro y medio aproximadamente. Estaba muy oscuro, las farolas estaban muy distantes entre sí y por si esto fuera poco no iluminaban apenas. La tormenta parecía haberse detenido en alta mar, donde aguardaba meditabunda. Los relámpagos estallaban detrás de las nubes negras como si las lámparas del cielo tuviesen algunos cables mal empalmados. El viento barría la arena y sacudía entre susurros las ramas resecas de las palmas. Hice una rápida autoevaluación y llegué a la conclusión de que a pesar de las emociones experimentadas estaba en perfecta forma. Una virtud de la buena forma física es que puede andarse una distancia de dos kilómetros en la oscuridad como si tal cosa. Yo llevaba unos tejanos, una camiseta de manga corta y las botas, que no son el mejor calzado para caminar, pero que tampoco hacen daño.
La gasolinera era uno de esos lugares que permanecen abiertos las veinticuatro horas del día, pero donde casi todo estaba automatizado y sólo había un empleado que, como es lógico, no podía abandonar el establecimiento. Cogí un puñado de calderilla y me dirigí a la cabina que había en una esquina del aparcamiento. Llamé primero a la AAA, di mi número de socia y dije dónde me encontraba. La operadora me aconsejó que esperase junto al vehículo, pero respondí que no me apetecía volver andando en la oscuridad. Mientras aguardaba la grúa, llamé a Renata y le conté lo sucedido. No sé por qué, pero creo que no le caía simpática después de los tirones de pelo que nos habíamos dado en el barco para hacernos con el revólver. Me dijo que Wendell no había aparecido aún, pero que cogería el coche y recorrería el trayecto que iba desde su casa al punto de la avenida periférica en que habíamos sufrido el percance.
Tres cuartos de hora después se presentó la grúa. Me senté junto al conductor y le di las instrucciones necesarias para llegar al VW. Tendría cuarenta y tantos años y al parecer había echado los dientes al volante de una grúa, olía más que una fábrica de colorantes, masticaba tabaco continuamente y tenía opiniones para todo. Cuando llegamos al VW, bajó de la grúa, se subió los pantalones hasta los sobacos y rodeó mi vehículo con los brazos en jarras. Se detuvo y escupió al suelo.
– Pero ¿qué ha pasado aquí? -Puede que lo preguntase por la astillada ventanilla trasera, pero preferí hacer como que no entendía por el momento.
– No tengo ni la menor idea. Iba por aquí a unos setenta kilómetros por hora y el motor perdió fuerza de pronto.
Señaló con el dedo el techo del vehículo, donde un proyectil de grueso calibre había abierto un agujero por el que cabía una moneda de diez centavos.
– Oiga, ¿y esto?
– Ah, ¿se refiere a eso? -Me adelanté con los ojos entornados. Rodeado de pintura azul, el agujero parecía una peca más redonda que la luna. Introdujo el dedo por él.
– Parece un agujero de bala.
– Dios mío, tiene usted razón.
Rodeamos el vehículo y fui repitiendo las exclamaciones de consternación que lanzaba el hombre ante los desperfectos que encontraba a su paso. Me interrogó en profundidad, pero me las arreglé para responder con evasivas. Era el conductor de una grúa, no un policía. Además, yo no estaba bajo juramento.
Finalmente, y mientras cabeceaba, se sentó ante el volante y trató de encender el motor. Sospecho que si lo hubiera conseguido en el acto se habría llevado una gran alegría. Me pareció de esos a quienes les trae sin cuidado que las mujeres parezcamos unas inútiles. No hubo suerte. Bajó, fue a la parte trasera y miró el motor. Emitió varios gruñidos, toqueteó no sé qué y volvió a darle al motor de arranque sin resultado visible. Remolcó el VW hasta la gasolinera, lo dejó en el garaje y se marchó tras mirar atrás con recochineo simulado y una sacudida de cabeza. No me hizo falta adivinar lo que pensaba de las mujeres modernas. Cambié unas palabras con el empleado de la gasolinera, que me dijo que el mecánico aparecería hacia las siete de la mañana.
Eran ya más de las doce de la noche y estaba no sólo extenuada sino también inmovilizada. Habría podido llamar a Henry. Sabía que habría cogido el coche sin rechistar y habría acudido a recogerme fuera la hora que fuese. El problema era que ya estaba harta de ir en coche, harta de tantas idas y venidas entre Santa Teresa y Perdido. En la zona, por suerte, no escaseaban los moteles. Localicé uno al otro lado de la autopista, a un corto paseo de distancia, al que llegué tras cruzar el puente. En previsión de estas emergencias, siempre llevo en el bolso un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico y unas bragas limpias.
Había una habitación libre. Pagué más de lo esperado, pero estaba demasiado cansada para regatear. Por los treinta dólares de más que me sacaron tuve derecho a un frasquito de champú y a otro de vigorizante proteínico para el pelo. Otro frasquito que entraba en el lote contenía la cantidad mínima de leche corporal que se necesita para humedecer una pantorrilla. Lo peor era que no había manera de hacer salir la crema del frasco. Al final renuncié a la idea de hidratarme las células y me metí en la cama completamente desnuda y más seca que un tapón de corcho. Dormí como un tronco sin necesidad de medicamentos y llegué a la lamentable conclusión de que me había desaparecido el resfriado.
Desperté a las seis y durante un segundo me pregunté dónde estaba. Cuando lo recordé, me sepulté bajo las frazadas y volví a quedarme dormida hasta las ocho y veinticinco. Me duché, me puse las bragas limpias y la ropa de la víspera. Como había pagado por la habitación hasta mediodía, cogí la llave, me tomé una taza de café de máquina y crucé a pie la 101 para volver a la gasolinera.
El mecánico tenía dieciocho años, el pelo rojo y rizado, los ojos castaños, la nariz de perro pachón, un hueco entre los dientes incisivos y un marcado acento de Texas. Vestía un mono que parecía más bien unas mallas de hacer gimnasia. Al verme me llamó haciéndome señas circulares con el índice. Había montado el vehículo en el gato hidráulico y nos pusimos a mirar la parte inferior. Ya veía salir volando un chorro de dólares por la ventana. Se limpió las manos con un trapo.
– Mire, mire -dijo. Miré, sin comprender al principio lo que me indicaba. Alargó la mano y tocó un tornillo de carpintero que asfixiaba un conducto-. La mierdecilla esta comprime el tubo de la gasolina, ¿lo ve? Seguro que corrió como mucho tres manzanas y se le paró el motor.
Me eché a reír.
– ¿Sólo era eso?
Destornilló la mierdecilla y me la puso en la mano.
– Sólo. Ahora podrá correr todo lo que quiera.
– Gracias, muchas gracias. Es increíble. ¿Cuánto le debo?
– En mi pueblo basta con dar las gracias, señora.
Volví al motel, me senté en la cama deshecha y llamé a Renata. Se puso el contestador automático y dejé un mensaje con la petición de que me llamara ella a su vez. Probé en casa de Michael y ante mi sorpresa el hijo de Wendell cogió el teléfono antes de que finalizara el primer timbrazo.
– Hola, Michael. Soy Kinsey. Creí que estarías en el trabajo. ¿Sabes algo de tu padre?
– No. De Brian tampoco. Me llamó esta mañana para decirme que mi padre no había aparecido. Parecía sinceramente preocupado. Dije que me encontraba mal para quedarme junto al teléfono.
– ¿Dónde está Brian?
– No me lo quiso decir. Creo que tiene miedo de que lo entregue a la poli antes de que se reúna con mi padre. ¿Crees que mi padre estará bien?
– No sabría decirte. -Le conté lo sucedido la noche anterior-. He dejado un mensaje en el contestador de Renata. Espero que me llame. Cuando hablé con ella anoche, me dijo que saldría a buscarlo. Puede que se lo encontrase por el camino.
Se produjo una breve pausa.
– ¿Quién es Renata?
Tierra, trágame.
– Bueno, sí, es… una amiga de tu padre. Creo que se hospeda en su casa.
– Vive en Perdido, ¿verdad?
– Tiene una casa que da a las caletas.
Otra pausa.
– ¿La conoce mi madre?
– Creo que no. Seguramente no.
– Vaya, vaya. Menudo elemento. -Otra pausa-. Bueno, será mejor que te deje. Quiero que la línea esté libre por si llama.
– Ya tienes mi teléfono. Avísame si sabes algo de él.
– Descuida -dijo sin reticencias. Recelaba que cualquier vestigio de lealtad filial que le quedase había desaparecido al saber lo de Renata.
Llamé a Dana. Se puso el contestador automático. Oí los primeros compases de una marcha nupcial y tamborileé con los dedos hasta que oí el pitido. Quise ser lo más breve posible y me limité a decir que me llamase. Todavía me daba de puntapiés por haber mencionado el nombre de Renata durante la charla con Michael. Ya le había provocado Wendell hostilidad de sobra para que encima fuese yo y sacase a relucir el tema de su compañera legal. Llamé a la cárcel de Perdido para ver si localizaba al teniente Ryckman. Estaba fuera, pero tuve una breve conversación con el subinspector Tiller, que me contó que el departamento se iba a venir abajo por haber dejado salir a Brian sin autorización. Los de Asuntos Internos estaban interrogando a todos los funcionarios que tenían acceso al ordenador. Recibió una llamada por otra línea y tuvo que colgar. Le dije que cuando volviese a Santa Teresa llamaría otra vez, a ver si estaba Ryckman.
Casi había agotado ya la lista de llamadas locales. Pedí la cuenta del motel y me puse en marcha a las diez en punto. Esperaba encontrarme con alguna respuesta cuando llegara al bufete, pero al abrir el despacho vi en el contestador la lucecita verde que indicaba que no me había llamado nadie. Pasé la mañana cumpliendo con la rutina de siempre: llamadas laborales, correspondencia, un par de entradas en el libro mayor, un par de facturas pendientes. Me preparé una cafetera y llamé a mi compañía de seguros para informar de lo ocurrido la noche anterior. La empleada me dijo que no pasaba nada y que repusiera la ventanilla trasera en la tienda cuyos servicios había utilizado con anterioridad. No podía circular con el coche abierto porque me pondrían una multa.
Mientras hablaba me tentó la idea de dejar los agujeros de bala tal como estaban. No hay que exigir demasiado del seguro, de lo contrario te tiran la póliza a la cara o te aumentan las cuotas. Además, ¿me quitaban acaso el sueño los agujeros de bala? Yo era responsable de más de uno. Llamé a la tienda de recambios y quedé en llevar el coche a media tarde.
Poco después de comer me llamó Alison por el interfono para decirme que Renata Huff estaba en la sala de espera. Salí a recibirla. Estaba sentada en el sofá, la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados. No tenía buen aspecto. Vestía un pantalón ancho prietamente ceñido a la cintura, una camiseta negra de cuello en forma de V y un anorak naranja. Aún se le notaba el agua de la ducha en los rizos negros, pero también las ojeras y la palidez que la tensión le había puesto en las mejillas. Se recompuso sonriendo a Alison, que a su lado parecía una duquesa.
Conduje a Renata a mi despacho, le indiqué que tomara asiento en el sillón de las visitas y serví café para nosotros dos.
– Gracias -murmuró, llevándose la taza a los labios. Volvió a cerrar los ojos mientras saboreaba el espeso líquido negro-. Está muy bueno. Lo necesitaba.
– Parece usted agotada.
– Lo estoy.
Hasta entonces no había tenido ocasión de observarla de cerca. Con la cara relajada no era lo que yo llamaría una mujer hermosa. Tenía una piel envidiable, de un cetrino claro y sin mancha ni defecto alguno, pero parecía tener los rasgos fuera de lugar: las cejas eran negras y despeinadas, los ojos castaño oscuro y demasiado pequeños. Tenía la boca grande y como llevaba el pelo muy corto la mandíbula parecía cuadrada y saltona. Parecía que le gustaba adoptar una expresión de enfado, pero en los raros momentos en que sonreía, la cara entera se le volvía exótica y luminosa. Dado su color de piel, podía permitirse el lujo de ponerse colores que a muchas mujeres no les quedaría nada bien: verde lima, rosa subido, lila y púrpura.
– Wendell volvió anoche a eso de las doce. Esta mañana fui a hacer unos recados. No creo que estuviese fuera más de cuarenta minutos. Cuando volví, habían desaparecido él y todo lo suyo. Esperé una hora aproximadamente, luego cogí el coche y aquí estoy. Al principio pensaba avisar a la policía, pero me pareció más sensato hablar antes con usted para ver qué me aconsejaba.
– ¿Sobre qué?
– Se ha ido con dinero que me pertenece. Cuatrocientos dólares en metálico.
– ¿Y El fugitivo?
Negó con la cabeza.
– Sabe que si se lleva el barco lo mataré.
– ¿No tiene también una lancha motora?
– En realidad no es una motora. Es una lancha inflable, pero está todavía en el embarcadero. En cualquier caso, Wendell no tiene las llaves de El fugitivo.
– ¿Por qué no?
Las mejillas se le colorearon un poco.
– Nunca me he fiado de él.
– Llevan ustedes cinco años juntos ¿y no le tiene suficiente confianza para dejarle las llaves del barco?
– Wendell no tiene nada que hacer en el barco sin mí -dijo con irritación.
No hice caso de la subida de tono.
– ¿Qué cree usted entonces?
– Lo que yo creo es que ha ido en busca del Lord. Pero sólo Dios sabe lo que quiere hacer con él.
– Y, según usted, ¿por qué querría robar la embarcación de Eckert?
– Robaría lo que fuera. ¿Es que no lo comprende? El Lord era suyo y quiere recuperarlo. Además, El fugitivo es para ir de crucero por la costa, mientras que el Lord es un yate para navegar por alta mar y está mejor equipado para lo que se propone.
– ¿Y qué se propone?
– Alejarse de aquí todo lo que pueda.
– ¿Y por qué me lo cuenta a mí?
– Pensé que sabría dónde estaba amarrado el Lord. Usted dijo que había hablado con Carl Eckert en el barco. No quería perder un tiempo precioso tratando de localizarlo a través de la jefatura del puerto.
– Wendell me dijo que Carl Eckert salió anoche de la ciudad.
– Claro que se ha ido. Ahí está la clave. Así no echará de menos el barco hasta que vuelva. -Miró el reloj-. Wendell tuvo que salir de Perdido a eso de las diez de la mañana.
– ¿Y cómo se fue? ¿Le han arreglado ya el coche?
– Cogió el Jeep que siempre tengo aparcado en la calle. Aunque hubiera tardado cuarenta minutos en llegar, la Guardia Costera aún puede interceptarlo.
– ¿Adónde quería dirigirse?
– A México, supongo. Conoce bien las aguas de la Baja California y tiene un pasaporte mexicano falso.
– Vamos por mi coche -dije.
– Podemos ir en el mío.
Bajamos juntas las escaleras, yo delante, Renata cerrando la retaguardia.
– Debería dar parte a la policía del robo del Jeep.
– Bien pensado. Espero que lo haya dejado en el aparcamiento del puerto.
– ¿Le dijo dónde había estado anoche? Le perdí la pista a eso de las diez. Si llegó a su casa hacia las doce, hay dos horas sobre las que no sabemos nada. No cuesta tanto recorrer tres kilómetros a pie.
– No sabría decirle. Cuando llamó usted, cogí el coche y fui en su búsqueda. Rastreé todas las calles que hay entre mi casa y la playa y no vi ni rastro de él. Por lo que dijo cuando apareció, me da la sensación de que llegó alguien y lo recogió, pero no me aclaró de quién se trataba. Puede que fuera uno de sus hijos.
– No creo -dije-. He hablado con Michael hace un rato. Me ha dicho que Brian llamó esta mañana. Wendell tenía que encontrarse con él anoche, pero no se presentó.
– Wendell nunca ha sabido cumplir sus promesas.
– ¿Sabe usted dónde está Brian?
– No tengo ni la menor idea. Wendell se cuidó de informarme lo menos posible. De ese modo, si me interrogaba la policía, podía alegar ignorancia de los hechos.
Aquel era, por lo visto, el modelo wendelliano de trabajo, pero me pregunté si mantener a todo el mundo en la ignorancia no redundaría esta vez en perjuicio suyo.
Llegamos a la calle. Renata había hecho caso omiso del código de circulación aparcando enfrente mismo de un fragmento de bordillo pintado de rojo. ¿Le habían puesto alguna multa? Naturalmente que no. Abrió el Jaguar y me instalé en el asiento del copiloto. Arrancó con un chirrido de neumáticos. Cuando me di cuenta, iba fuertemente sujeta al borde del asiento.
– Puede que Wendell haya ido a Jefatura -dije-. Por lo que le dijo a Michael, tenía intención de entregarse. Si le busca gente dispuesta a disparar, tal vez se sienta más seguro entre rejas.
Lanzó un bufido de desdén y me miró con escepticismo.
– No tiene ninguna intención de entregarse. Todo es mentira. Comentó que quería ir a ver a Dana, pero puede que también sea mentira.
– ¿Fue anoche a casa de Dana? ¿A qué?
– No sé si fue, pero dijo que quería hablar con ella antes de marcharse. Se sentía culpable. Quería aclarar las cosas antes de partir. Lo más probable es que quisiese tranquilizar su conciencia.
– ¿Cree que se ha marchado dejándola a usted aquí?
– Lo que creo es que carece de principios. Cobarde de mierda. Jamás ha afrontado las consecuencias de su proceder. En ningún momento. A estas alturas me trae ya sin cuidado que acabe en prisión.
Los semáforos, al parecer, no simpatizaban con ella. Si no veía a nadie llegar por la derecha, se los saltaba en rojo. Tenía tanta prisa por llegar al puerto que también se saltaba las señales de stop. Puede que en su fuero interno pensara que el código de circulación era sólo una serie de consejos aproximativos o que aquel día la habían exonerado del deber de obedecerlo. Observé su perfil y me pregunté cuánta información podría sonsacarle.
– ¿Le importa si le pregunto por la logística de la desaparición de Wendell?
– ¿Qué concretamente?
Me encogí de hombros, ya que no sabía por dónde empezar.
– ¿Qué preparativos hizo? No me explico cómo pudo hacerlo solo. -Advertí que vacilaba y traté de presionarla sin que se notase-. No es sólo curiosidad. Pienso que lo que hizo en su día lo puede repetir ahora.
Creía que no iba a responderme, pero al final me dirigió una mirada de soslayo.
– Tiene usted razón. No pudo hacerlo sin ayuda -dijo-. Yo personalmente conduje la goleta siguiendo la costa de la Baja California y recogí a Wendell en la lancha cuando abandonó el Lord.
– Fue arriesgado, ¿no? ¿Y si no lo hubiese encontrado? El océano es muy grande.
– He navegado desde muy pequeña y no tengo problemas con los barcos. Todo el plan era peligroso, pero conseguimos llevarlo a término. Es lo que cuenta, ¿no?
– Supongo.
– ¿Y usted? ¿Practica la navegación?
Negué con la cabeza.
– Demasiado caro para mis ingresos.
Esbozó una sonrisa.
– Búsquese un hombre con dinero. Es lo que siempre he hecho. Ahora sé esquiar y jugar al golf. Y he aprendido a volar en primera clase viajando alrededor del mundo.
– ¿Qué le ocurrió a Dean, su primer marido? -pregunté.
– Murió de un ataque al corazón. En realidad era el segundo.
– ¿Durante cuánto tiempo ha viajado Wendell con el pasaporte de Dean?
– Estos cinco años. Desde que nos marchamos.
– ¿Y la policía no hacía nunca averiguaciones?
– La policía cometió un error al principio y nos aprovechamos de él. Dean murió en España. Los papeles no se tramitaron en Estados Unidos. Cuando caducó el pasaporte y hubo que renovarlo, Wendell rellenó la solicitud y pusimos su foto. Wendell y Dean tenían más o menos la misma edad y pensábamos utilizar la partida de nacimiento del segundo si alguna vez se ponía en duda la legitimidad del pasaporte.
Llegamos a Cabana Boulevard, doblamos a la derecha y avistamos el puerto a la izquierda y su bosque de mástiles desnudos. El cielo estaba muy nublado y sobre el agua verde oscuro flotaba la niebla. Desde donde estaba olía a gambas saladas y a gasóleo. Del océano llegaba un fuerte viento cargado con olores de lluvia lejana. Renata entró en el aparcamiento del puerto y encontró un sitio al lado mismo de la marquesina de la entrada. Estacionó el Jaguar y bajamos las dos. Me puse en vanguardia, puesto que conocía el lugar donde estaba amarrado el Captain Stanley Lord.
Dejamos atrás una pequeña marisquería de aspecto cochambroso y el edificio de la reserva naval.
– ¿Y qué pasó después?
Se encogió de hombros.
– ¿Después de obtener el pasaporte? Pues que nos largamos. Yo volvía de tarde en tarde, sola por lo general, pero a veces también con Wendell. Él se quedaba en el barco. Yo podía ir y venir con entera libertad porque nadie conocía nuestra relación. Y vigilaba a los chicos, aunque por lo visto no se dieron cuenta en ningún momento.
– Entonces, cuando Brian entró en conflicto con la ley por vez primera, ¿estaba Wendell al tanto de todo?
– Oh, sí. Al principio no le preocupó. Los altercados de Brian con la ley le parecían travesuras infantiles. No acudir a clase y gamberradas.
– Los jóvenes, ya se sabe -dije.
Pasó por alto el comentario.
– Estábamos dando la vuelta al mundo cuando las cosas habían tomado un cauce desmesurado. Al volver, Brian estaba ya metido en líos realmente serios. Fue entonces cuando Wendell tomó cartas en el asunto.
Pasamos ante un establecimiento de compraventa de yates y un autoservicio de pescado. El muelle se extendía a nuestra izquierda, con una gigantesca grúa móvil en el centro. Acababan de sacar una barca del agua y tuvimos que esperar con impaciencia mientras la grúa de patas largas se deslizaba por el paseo y la corta avenida de nuestra derecha.
– ¿De qué modo? Aún no acabo de entender cómo lo hizo.
– Tampoco yo lo tengo muy claro. Tenía algo que ver con el nombre del barco. -El rompeolas estaba casi vacío de personas y embarcaciones, que seguramente habían preferido refugiarse en vista de la inestabilidad climatológica-. No de manera directa -añadió-. Por lo que me contó, al capitán Stanley Lord le acusaron de algo que no hizo.
– No hizo caso del SOS del Titanic, según tengo entendido -dije.
– No veo la relación.
– Wendell tuvo un tropiezo con la ley hace mucho…
– Ah, sí. Lo recuerdo. No sé quién me lo contó. Había terminado la carrera de derecho. Lo acusaron de homicidio, ¿verdad?
Asintió.
– Pero ignoro los detalles.
– ¿Le dijo que era inocente?
– Era inocente -dijo-. Cargó con la culpa de otro. Por eso pudo sacar a Brian de la cárcel. Recurrió a su protegido.
La miré con fijeza sin reducir la velocidad.
– ¿Sabe algo de un sujeto que se llama Harris Brown?
Negó con la cabeza.
– ¿Quién es?
– Un antiguo policía. Al principio le encargaron que investigara la desaparición de Wendell, pero luego lo apartaron del caso. Resulta que había invertido un montón de dinero en la empresa de Wendell y la jugarreta de éste lo dejó sin un centavo. Se me ocurre que para ayudar a Brian pudo haber utilizado los servicios de algún antiguo conocido. Pero no sé por qué haría una cosa así.
La rampa que conducía a la dársena 1 quedaba todavía a unos cincuenta metros a la izquierda y la puerta, como de costumbre, estaba cerrada. Las gaviotas picoteaban con insistencia una red de pesca. Nos quedamos allí unos momentos con la esperanza de que apareciese alguien con tarjeta de acceso para colarnos detrás de él. Finalmente, me así al poste de la valla y salté por la parte exterior. Abrí la puerta para que pasara Renata y bajamos en dirección a los amarraderos. Nuestra conversación había acabado por extinguirse. Giré a la derecha, hacia la sexta fila de amarraderos, que estaba señalada con una J, y conté visualmente hasta el amarradero donde tenía que estar el Lord.
Pero incluso de lejos me di cuenta de que el amarradero estaba vacío y de que el barco había desaparecido.