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El humor de Renata se ensombreció mientras subíamos la rampa que conducía a la jefatura del puerto, cuyas oficinas estaban encima de un detallista de recambios, accesorios y objetos náuticos. Medio esperaba que a Renata le diese un ataque, pero guardaba un notable silencio. Esperó en una pequeña terraza de madera situada en el exterior mientras yo daba las explicaciones pertinentes al funcionario de turno. Puesto que no éramos propietarias legales del barco desaparecido y no había manera de demostrar que se lo había llevado el mismo Eckert, fue poco lo que se pudo hacer. El funcionario tomó nota de la información que le di, aunque más para calmarme que para otra cosa. Sólo cuando se presentara Eckert, y en el caso de que se presentase, levantaría un atestado. A continuación, el jefe de puerto daría parte a la Guardia Costera y a la policía local. Le di mi nombre y mi teléfono y le pedí que si tenían noticias de Eckert que por favor le dijeran que me llamase.
Renata me siguió escaleras abajo y no quiso entrar conmigo en el club náutico, que estaba al lado mismo. Tenía la esperanza de que alguien pudiera decirme adónde había ido Eckert. Crucé las puertas de vidrio, subí las escaleras y me detuve ante la entrada del comedor. Desde la terraza del primer piso, Renata, que se había sentado en el murete de hormigón que perfilaba el rompeolas, parecía agotada. A su espalda, el océano rugía monótonamente y el viento le azotaba el pelo. En la playa un perdiguero de pelo amarillento cargaba contra el oleaje en pos de las palomas, mientras, las gaviotas sobrevolaban al perro trazando círculos y gritando de alegría.
En el comedor no había más que el camarero de la barra y un sujeto que pasaba el aspirador por la moqueta. También aquí dejé mi nombre y mi teléfono, y pedí al camarero que, por favor, si aparecía Carl Eckert, le dijera que me llamase.
Mientras volvíamos al coche, Renata me miró con una sonrisa amarga.
– ¿Qué es lo que te hace gracia? -pregunté.
– Nada. Estaba pensando en Wendell. Tiene una suerte bárbara. Aún pasarán varias horas antes de que empiecen a buscarlo.
– Contra eso no podemos hacer nada. Siempre cabe la posibilidad de que dé señales de vida -dije-. En realidad, tampoco podemos afirmar categóricamente que se haya marchado. Diablos, es que ni siquiera podemos demostrar que se haya llevado el barco.
– Lo conozco mucho mejor que tú. De un modo u otro, siempre acaba robando a todo el mundo.
Recorrimos el aparcamiento en busca del Jeep de Renata, pero no lo vimos por ninguna parte. Volvimos al bufete, recogí el VW y puse rumbo a Colgate. Pasé dos horas infernales viendo cómo me cambiaban la ventanilla trasera. Mientras tanto, me senté en la salita de espera sorbiendo un pésimo café que daban gratis en tazas de plástico y hojeando números atrasados de Autopistas de Arizona. Esta última operación sólo duró cuatro minutos. Salí del edificio y, según la costumbre que había adquirido últimamente, fui a la cabina telefónica del aparcamiento para aprovechar el tiempo. En cuanto me acostumbrase, podría prescindir incluso del despacho.
Llamé al teniente Whiteside, de Fraudes y Estafas, y le puse al día.
– Creo que ya es hora de publicar en la prensa la foto de esta gente -dijo-. Me pondré en contacto también con la televisión local y veré lo que pueden hacer por nosotros. Quiero que el público sepa que estos sujetos están aquí. Seguro que alguien los delata.
– Esperémoslo.
En cuanto estuvo instalada la ventanilla trasera del coche, volví al despacho, donde pasé los siguientes noventa minutos. Quería estar cerca del teléfono por si llamaba Eckert. Telefoneé a Mac en el ínterin y le informé de lo sucedido. Nada más colgar sonó el aparato.
– Investigaciones Kinsey Millhone. Kinsey Millhone.
Hubo unos segundos de silencio y una voz femenina que decía:
– Ah, creía que era un contestador automático.
– No, soy yo. ¿Y usted?
– Tu prima Tasha Howard, de San Francisco.
– Ah, sí, Tasha. Liza me habló de ti. ¿Cómo estás? -dije. Mentalmente había empezado a tamborilear con los dedos para darle ánimos y que dejase la línea libre por si llamaba Wendell.
– Bien -dijo-. Es que ha ocurrido una cosa y he pensado que a lo mejor te interesaba. Acabo de hablar con el abogado de Grand, ahí en Lompoc. La casa donde vivieron nuestras madres ha de ser trasladada o derribada. Grand lleva peleando con el Ayuntamiento desde hace meses y en teoría tienen que darnos pronto una respuesta en un sentido o en otro. Grand quiere que se conserve y que la declaren monumento histórico. La estructura original es de principios de siglo. Lleva años sin habitar, pero podría restaurarse. Grand posee un terreno al que podría trasladarse el edificio si el Ayuntamiento accede. En cualquier caso, he pensado que a lo mejor querías ver la casa otra vez, ya que estuviste allí de pequeña.
– ¿Yo?
– Claro. ¿No te acuerdas ya? Tía Gin, tus padres y tú estuvisteis allí mientras Burt y Grand estaban haciendo un crucero para celebrar su cuadragésimo segundo aniversario. El crucero tenía que conmemorar el cuadragésimo, pero tardaron dos años en organizado. Todas las primas estuvimos jugando juntas y tú te caíste del tobogán y te hiciste un corte en la rodilla. Yo tenía siete años, o sea que tú tendrías alrededor de cuatro, me parece. Puede que fueras mayor, pero recuerdo que aún no ibas a la escuela. No puedo creer que no te acuerdes. Tía Rita nos enseñó a prepararnos bocadillos de mantequilla de cacahuete con pepinillos en vinagre y desde entonces no puedo prescindir de ellos. Todas creíamos que ibais a volver al cabo de dos meses. Todo estaba preparado para cuando regresaran Burt y Grand.
– Mis padres se quedaron por el camino -dije mientras pensaba que ni siquiera los bocadillos de mantequilla de cacahuete con pepinillos en vinagre me pertenecían ya en exclusiva.
– Ya -dijo-. Bueno, pensé que si veías la casa, se te refrescaría la memoria. Tengo que ir a Lompoc por asuntos profesionales y me gustaría pasar por ahí para recogerte.
– ¿A qué te dedicas?
– Trabajo en una notaría. Certifico testamentos, contratos inmobiliarios, fideicomisos y cosas relacionadas con los impuestos. La firma tiene la central aquí y una sucursal en Lompoc, por eso voy y vengo continuamente. ¿Tienes mucho que hacer estos días? ¿Puedes tomarte algún tiempo libre?
– Déjame pensarlo. Te lo agradezco, pero ahora mismo estoy muy liada con un caso. ¿Por qué no sigues adelante con tus planes y me das la dirección? Si tuviese un momento libre, iría para echarle un vistazo a la casa, y si no… pues qué le vamos a hacer.
– Bueno, qué remedio -dijo sin entusiasmo-. La verdad es que quería verte. A Liza no acabó de gustarle su forma de plantearte la situación y pensó que a lo mejor podía convencerte yo.
– Si no es eso mujer. Liza se comportó estupendamente -dije. Quería guardar las distancias y estoy segura de que se dio cuenta. Me dio la dirección y unas cuantas indicaciones, que apunté en un papel. Tuve que reprimir el imperioso deseo de tirarlo a la basura. Me puse a emitir locuciones e interjecciones de despedida con ese tono desenvuelto que, traducido al lenguaje humano, viene a decir: bueno, bueno, mucho gusto y ya sabes, a mandar.
– No quisiera que te enfadaras -dijo Tasha-, pero me da la impresión de que en el fondo no te interesa estrechar los vínculos familiares.
– No me lo tomo a mal -dije-. Lo que pasa es que estoy asimilando todavía la información. En realidad no sé aún lo que quiero.
– ¿Le guardas rencor a Grand?
– Desde luego que sí. ¿Por qué no tendría que guardárselo? Se desentendió totalmente de mi madre. Y estuvo de morros con ella veinte años.
– No toda la culpa la tuvo Grand. Para pelearse hacen falta dos.
– Exacto -dije-. Pero mi madre por lo menos quería hacer las paces. ¿Y cómo reaccionó la otra? Esperó sentada; y por lo que me han dicho, sigue esperando.
– No sé de qué hablas.
– ¿Dónde ha estado durante todo este tiempo? Tengo treinta y cuatro años. Hasta ayer mismo, ni sabía que Grand existiese. ¿Qué menos que darse a conocer? Digo yo, vamos.
– Grand no sabía dónde estabas.
– Mentira. Liza me dijo que todos sabíais que estábamos en Santa Teresa. En los últimos veinticinco años, sólo me he ausentado de la ciudad durante una hora.
– No quiero discutir por eso, pero no creo que Grand lo supiera.
– ¿Qué se figuraba entonces que había pasado? ¿Que me habían comido los osos? Si de verdad le importaba, habría podido contratar a un detective.
– Bien. Entiendo tu punto de vista y siento lo sucedido. No nos hemos puesto en contacto contigo para hacerte daño.
– ¿Para qué entonces?
– Queríamos reanudar las relaciones cordiales. Pensábamos que había pasado ya tiempo de sobra para curar las viejas heridas.
– Las viejas heridas son recientes para mí. Hasta ayer no sabía nada de esta historia.
– Me doy cuenta y creo que tienes derecho a sentirte como te sientes. Lo que pasa es que Grand no va a vivir eternamente. Tiene ya ochenta y siete años y no está bien de salud. Es tu última oportunidad de conocerla y disfrutar de su compañía.
– No, no, no. En todo caso, es su última oportunidad de conocerme y disfrutar de mi compañía. Yo no estoy tan segura de que mi sentido de la alegría vaya por ese camino.
– ¿Lo pensarás?
– Eso sí.
– ¿Te importa si le digo que hemos hablado?
– No se me ocurre ninguna forma de impedirlo.
Se produjo una pausa.
– ¿De verdad eres tan inflexible?
– Totalmente. Ni más ni menos que Grand -dije-. Estoy convencida de que sabrá valorar esta virtud.
– Entiendo -dijo con frialdad.
– Mira, no es culpa tuya y no quiero que te sientas ofendida. Lo único que tienes que hacer es darme tiempo. Me he hecho a la idea de que estoy sola en el mundo. Me gusta vivir así y no estoy segura en absoluto de que quiera cambiar.
– Nadie te dice que cambies.
– Entonces será mejor que os acostumbréis a mi forma de ser -dije.
Tuvo el generoso detalle de echarse a reír, cosa que, por extraño que parezca, surtió un poco de efecto. Al despedirnos, nos tratábamos ya con algo más de calidez. Le dije todo lo que se suele decir en estos casos y cuando colgué ya se me había ablandado un poco la intransigencia. El contenido va muy a menudo a la zaga de la forma. No sólo somos amables con las personas que nos caen bien, sino que además nos caen bien las personas con quienes somos amables. Funciona en ambos sentidos. Supongo que aquí está el meollo de la buena educación, por lo menos eso decía siempre mi tía. En cualquier caso, sabía que acabaría yendo a Lompoc. Pero mientras, que se fuera todo al carajo.
Fui al lavabo y al volver el teléfono se puso a sonar otra vez. Di una carrerita y descolgué desde el otro lado de la mesa, que rodeé hasta llegar a la silla giratoria. Me identifiqué, oí una respiración y durante una fracción de segundo creí que era Wendell.
– Tranquilo, no hay prisa -dije. Cerré los ojos y crucé los dedos mientras murmuraba para mí: por favor, por favor, por favor.
– Soy Brian Jaffe.
– Creía que era tu padre. ¿Sabes algo de él?
– No. Por eso te llamo. ¿Y tú?
– Desde anoche, nada.
– Dice Michael que el coche con que mi padre fue a su casa aún está aparcado delante.
– Tuvo problemas para arrancar y me ofrecí a llevarle. ¿Cuándo lo viste por última vez?
– Anteayer. Llegó por la tarde y estuvimos hablando. Dijo que volvería anoche, pero aún no ha dado señales de vida.
– Puede que lo intentara -dije-. Nos dispararon y tu padre se marchó. Esta mañana nos hemos dado cuenta de que el Lord ya no estaba.
– ¿El barco?
– Sí. El barco en que iba tu padre cuando desapareció.
– ¿Ha robado un barco?
– Eso parece, pero nadie sabe nada todavía. Puede que no se le ocurriera otra forma de ponerse a salvo. Seguramente pensó que corría peligro auténtico.
– Sí, claro, claro, con tiros y todo -dijo Brian en son de burla.
Le hice un resumen de lo ocurrido con la esperanza de congraciarme con él. A punto estuve de hablarle de Renata, pero me mordí la lengua a tiempo. Si Michael no había tenido noticia de su existencia, era muy probable que Brian tampoco. Como de costumbre, y dada mi naturaleza heterodoxa, tendía a proteger al malo de la película, a la mala en este caso. Cabía la posibilidad de que Wendell cambiase de opinión y devolviese el barco. También cabía la posibilidad de que hubiese convencido a Brian de la conveniencia de «acabar de una vez» y de entregarse los dos a la policía. O de que en el reparto de los huevos de Pascua me tocase uno que tuviera un agujero por el que pudiera mirarse y ver un mundo mejor que el que nos rodeaba.
Brian tragó aire haciendo un ruido audible. Esperé a que lo expulsara.
– Dice Michael que mi padre tiene una amiguita -dijo-. ¿Es verdad?
– Pues yo, mira, la verdad es que no sé qué decir al respecto. Ha estado viajando con una amiga, pero desconozco la naturaleza de su relación.
– Desde luego. -Lanzó un bufido de incredulidad. Me había olvidado de que tenía dieciocho años y de que seguramente sabía más que yo de sexualidad. Indiscutiblemente sabía más de violencia. ¿De dónde había sacado yo la idea de que podía engañar a un joven como él?
– ¿Quieres el teléfono de Renata? Puede que ya sepa algo de tu padre.
– Tengo un teléfono al que puedo llamar, pero en el que siempre se pone un contestador automático. Si mi padre está por allí, supongo que me llamará a su vez. -Dijo el número de Renata.
– Es ése. Oye, ¿por qué no me dices dónde estás? Estaré ahí en un minuto y hablaremos. Puede que entre los dos averigüemos dónde se encuentra.
Meditó la proposición.
– Me dijo que esperara. Y que no hablase con nadie hasta que él llegara. A lo mejor está en camino. -Lo dijo sin convicción, con un tono que delataba intranquilidad.
– Es posible -dije-. ¿Qué plan tenéis? -Como si de veras creyese que Brian pudiera irse de la lengua sin más ni más.
– Hasta otra.
– ¡Espera! ¡Brian!
Oí el chasquido de la comunicación interrumpida.
– ¡La madre que…! -Me quedé mirando el teléfono, deseando que se pusiera a sonar-. Vamos, vamos.
Sabía muy bien que el chico no iba a volver a llamarme. De pronto me di cuenta de que tenía la espalda agarrotada por la tensión. Me levanté, sorteé la mesa y me tendí boca arriba en un punto libre de la moqueta. El techo no me contó nada en particular. Detesto esperar que sucedan cosas y no me gusta depender de las casualidades. Puede que, estrujándome los sesos, acabase por adivinar dónde se ocultaba Brian. Los recursos de Wendell eran ciertamente escasos. Tenía pocos amigos y, que yo supiera, ningún cómplice. Además, todo lo envolvía en misterio, ya que, por lo visto, ni siquiera había confiado a Renata lo relativo a Brian. El fugitivo era, sin lugar a dudas, un escondrijo excelente, pero para consolidar su efectividad Renata y el muchacho habrían tenido que ser embusteros consumados. En mi opinión, la ignorancia de Brian sobre la existencia de la mujer había sido auténtica y ésta no parecía tener ningún interés por la del joven. Era lógico suponer que si Renata hubiese sabido dónde estaba Brian, habría dado la voz de alarma. Y me había parecido sinceramente irritada por la deserción de Wendell.
Era muy probable que Wendell hubiese escondido a Brian en algún motel o pensión. Si podía desplazarse para ver a Brian casi de manera cotidiana, el lugar no tenía que estar muy lejos. Si Brian tenía que apañárselas solo durante periodos largos, debía de tener comida a su disposición sin necesidad de exponerse a la mirada pública. Quizás un motel, con cocina en la habitación. ¿Grande? ¿Pequeño? En los alrededores habría entre quince y veinte moteles. ¿Me vería obligada a recorrerlos y registrarlos uno por uno? Se trataba de una alternativa absurda. Peinar un territorio es como vender productos por teléfono. Endosas uno de tarde en tarde, pero el proceso es muy aburrido. Sin embargo, Brian era mi única puerta para acceder a Wendell. Hasta el momento, Dispatch no había publicado ninguna noticia relativa a la desaparición carcelaria de Brian, pero en cuanto apareciesen fotos de los dos en la prensa, la situación iba a ponerse al rojo vivo. El chico puede que tuviera los bolsillos llenos de monedas, pero sus fondos no podían ser ilimitados. Si Wendell estaba decidido a rescatar a su cachorro, tenía que actuar con rapidez; lo mismo que yo.
Miré la hora. Las seis y cuarto. Me levanté del suelo y conecté el contestador automático. Saqué los recortes de prensa que hablaban de la primera fuga, la del correccional. La foto de Brian Jaffe no favorecía precisamente al interesado, pero bastaba para mis propósitos. Cogí la Smith-Corona portátil y el bolso, y me dirigí a la puerta. Bajé las escaleras con la máquina golpeándome la pantorrilla y anduve dos manzanas hasta llegar al punto donde había estacionado el coche. En el último momento me decidí por dar un rápido rodeo por la playa. Si trazaba un círculo para sortear un acceso de la autopista, desembocaría cerca de la dársena y miraría si había algún rastro de Carl Eckert. Estaba dentro de lo posible que hubiese vuelto ya y que nadie se hubiera tomado la molestia de decírmelo. Pensaba además en el establecimiento del puerto donde podría comprar unos burritos para comérmelos en el coche. Kinsey Millhone cenaba otra vez al aire libre.
Todas las plazas del pequeño aparcamiento gratuito estaban ocupadas y no tuve más remedio que dejar el coche en uno de pago. Lo cerré con llave y miré a la izquierda al pasar bajo la marquesina de la entrada. Carl Eckert estaba ante el volante de su coche, un pequeño deportivo rojo, modelo fantasía. Parecía víctima de una conmoción, estaba pálido y sudoroso y con las pupilas dilatadas. Miraba a su alrededor con expresión confusa. Llevaba un elegante traje azul marino, pero se había aflojado la corbata y desabrochado el cuello de la camisa. Estaba despeinado, como si se hubiera pasado las manos por el pelo.
Reduje el paso para observarle. Parecía indeciso a propósito de no sé qué. Vi que alargaba la mano hacia la llave de contacto como para encender el motor, pero la retiró, se la introdujo en el bolsillo del pantalón y sacó un pañuelo con el que se secó el cuello y la cara. Guardó el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, sacó una cajetilla de tabaco y la agitó para extraer un cigarrillo. Conectó el encendedor del coche.
Me acerqué al vehículo y me acuclillé por la parte del conductor para que mi mirada estuviera al nivel de la suya.
– ¿Carl? Soy Kinsey Millhone. -Se volvió y me miró sin comprender-. Nos conocimos en el club náutico la otra noche. Le pregunté por Wendell Jaffe.
– La investigadora privada -dijo por fin.
– Eso es.
– Lamento haber tardado tanto, pero he recibido malas noticias.
– Me he enterado de lo del Captain Stanley Lord. ¿Puedo hacer algo?
El extremo del encendedor asomó de súbito. Encendió el cigarrillo con manos tan temblorosas que al encendedor le costó un mundo ponerse en contacto con la punta del pitillo. Inhaló el humo, pero estaba tan desesperado por la dosis de nicotina que se atragantó.
– El hijo de puta me ha robado el barco -dijo entre un chorro de toses violentas. Fue a decir algo más, pero se contuvo y se quedó mirando el tramo de aparcamiento que tenía ante sí. Había visto brillar una lágrima en sus ojos, pero no sabía si se debía al humo o a la pérdida del barco.
– ¿Se encuentra bien? -pregunté.
– Ese barco es mi casa. Todo lo que poseo está en el Lord. Es mi vida. Y él tenía que saberlo. Sería un imbécil si no lo supiera. Amaba el barco tanto como yo. -Cabeceó con incredulidad.
– Ha sido una faena -dije.
– ¿Cómo se ha enterado usted?
– Renata -dije- se presentó en mi despacho después de comer. Me contó que Wendell se había marchado de su casa y le preocupaba la posibilidad de que quisiera poner pies en polvorosa. Su goleta estaba en el embarcadero y supongo que por eso pensó en el de usted.
– ¿Cómo entraría? Eso es lo que no acabo de comprender. En cuanto lo compré, lo primero que hice fue cambiar todas las cerraduras.
– Puede que forzase la entrada. O que entrase con una llave maestra. El caso es que cuando llegamos, ya no estaba.
Se me quedó mirando.
– ¿Es ésa la mujer? ¿Renata? ¿Cómo se apellida?
– ¿Por qué?
– Me gustaría hablar con ella. Puede que sepa más de lo que dice.
– Desde luego. -Pensé en los disparos de la noche anterior y me pregunté si Carl tendría alguna coartada fehaciente-. ¿Cuándo ha vuelto? Anoche me enteré de que se había ido usted de la ciudad, pero nadie parecía saber adónde.
– De nada habría servido. Habría sido difícil localizarme. Tenía que asistir a una serie de reuniones en SLO a primera hora de la tarde. Pasé la noche en el Best Western, pedí la cuenta antes de las ocho de la mañana y metí el equipaje en el maletero. Luego asistí a otra serie de reuniones y me puse en camino hacia las cinco.
– Ha tenido que ser una sorpresa muy desagradable.
– Y que lo diga. No puedo creer que haya desaparecido.
SLO son las siglas de San Luis Obispo, una pequeña ciudad universitaria que está a menos de ciento cincuenta kilómetros al norte de Santa Teresa. Por lo visto, Eckert había estado ocupadísimo durante las últimas cuarenta y ocho horas; o había preparado una coartada perfecta.
– ¿Y qué hará ahora? ¿Tiene sitio donde quedarse?
– Probaré en cualquiera de ésos, si los turistas no me lo impiden -dijo, señalando con la cabeza los moteles que flanqueaban Cabana Boulevard-. ¿Y usted? Parece que no ha podido dar con él.
– Me lo encontré casualmente anoche en casa de Michael. Esperaba tener unas palabras con él, pero surgió un imprevisto. Nos separamos de manera no menos imprevista y desde entonces no he vuelto a verle. Por cierto, creo que tenía que reunirse con usted.
– Cancelé la cita en el último momento, cuando surgió este otro compromiso.
– ¿No se vieron entonces?
– No, sólo hablamos por teléfono.
– ¿Qué quería? ¿Se lo dijo?
– Ni una palabra.
– Según él, tenía usted algo que le pertenecía.
– ¿Eso dijo? Pues sí que es extraño. Ignoro a qué se referiría. -Miró la hora-. Mierda. Se me hace tarde. Será mejor que me mueva antes de que se llenen todas las habitaciones.
Me aparté del vehículo.
– En ese caso, le dejo -dije-. Si sabe algo del Lord, no dude en avisarme.
– Claro.
Arrancó con un rugido. Salió de la plaza en marcha atrás y se detuvo bajo la marquesina alargando el tíquet a la mujer que había en el puesto de control. Yo fui a lo mío y me encaminé hacia la tabernucha tras echar atrás una mirada rápida. Lo último que vi de él fue la matrícula privada de su coche, que rezaba: MARINO. Tenía gracia. Pensé que a lo mejor había querido convencerme de algo. Era evidente que mentía, pero no estaba segura de lo que ocultaba.