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Tiller me miró con un frunce de interrogación desde el archivador donde iba a meter el expediente.
– ¿Qué pasaba entre ustedes dos?
Cerré la puerta y me llevé el dedo a los labios mientras le hacía una seña en dirección al fondo. Su mirada se desvió hacia el pasillo. Cerró el archivador y me hizo una seña con la cabeza. Fui tras él por un laberinto de mesas. Llegamos a un despacho menor y me señaló una silla. Tiré la taza de café en la papelera y me senté dando un suspiro.
– Gracias, muchas gracias. No se me ocurría otra forma de deshacerme de ella. Necesita desahogarse y me ha tocado a mí.
– Descuide, ha sido un placer ayudarla. ¿Le apetece más café? El nuestro es de cafetera de filtro y acabamos de hacerlo. El suyo era de la máquina, ¿no?
– Se lo agradezco, pero por el momento ya tengo suficiente. Lo que me gustaría es dormir un rato. ¿Cómo está usted?
– Como un reloj. Acabo de llegar, tengo el turno de noche. Ya he visto que ha devuelto usted al redil a nuestro joven. -Se sentó en la silla giratoria, que emitió un crujido cuando se echó atrás.
– Ha sido sencillo. Supuse que Wendell lo tenía escondido en algún lugar próximo y me limité a peinar cierta zona. Fue aburrido, pero no difícil. ¿Y por aquí? ¿Se sabe ya por qué y cómo lo dejaron libre?
Se encogió de hombros con incomodidad.
– Se está comprobando. -Cambió de tema, reacio por lo visto a hacerme partícipe de los detalles de la investigación interior. A la implacable luz de los tubos fluorescentes advertí que tenía hebras plateadas en el pelo rojizo y el bigote, y también patas de gallo. Los rasgos juveniles de su cara habían empezado a encogerse y a formar pliegues y arrugas. Debía de tener más o menos la edad de Wendell, pero sin los efectos rejuvenecedores de la cirugía plástica de este último. Le observaba las manos medio distraída cuando de pronto titiló encima de mi cabeza un signo de interrogación.
– ¿Qué es eso?
Se fijó en la dirección de mi mirada y levantó la mano.
– ¿El qué? ¿El anillo de bachiller?
Acerqué la cabeza con el entrecejo fruncido.
– Es del Instituto Cottonwood, ¿no?
– ¿Lo conoce? Casi nadie ha oído hablar de él. Cerró hace no sé cuántos años. En la actualidad casi no quedan ya centros exclusivamente masculinos. Dicen que son discriminatorios y puede que tengan razón. Mi promoción fue la última que terminó los estudios. Sólo éramos dieciséis. Después, kaputt. -Sonreía con orgullo y afecto-. Tiene usted buen ojo. ¿Cómo se ha dado cuenta? Casi todos los anillos estudiantiles se parecen.
– Es que he visto recientemente el de otro que hizo el bachillerato en el Cottonwood.
– ¿En serio? ¿Quién era? Todavía formamos una peña solidaria.
– Wendell Jaffe.
Me miró durante un segundo y desvió los ojos. Se removió en la silla.
– Sí, creo que el viejo Wendell estudió también allí -dijo, como si acabara de recordarlo-. ¿Seguro que no quiere más café?
– Fue usted, ¿verdad?
– ¿Yo? ¿El qué?
– Quien dejó libre a Brian -dije.
Se echó a reír con un aparatoso jo-jo-jo, pero sin pizca de sinceridad.
– Lo siento, joven, pero no fui yo. Aunque hubiera querido, no habría sabido cómo hacerlo. Póngame delante de un ordenador y mi coeficiente intelectual bajará quince puntos.
– Vamos, vamos. ¿Qué sabe usted? No se lo diré a nadie. Ya no tiene importancia. El chico está otra vez aquí. Le juro que no diré una palabra. -Cerré la boca a continuación y dejé que se condensara el silencio. En el fondo era un hombre sincero capaz de cometer alguna irregularidad de vez en cuando, pero no lo hacía a gusto ni podía negar su culpabilidad cuando se le ponía delante lo que había hecho. A los policías les gustan los sujetos así porque se ponen a cantar inmediatamente para obtener un poco de consuelo espiritual.
– No -dijo-. Está usted regando fuera de tiesto. – Torció el cuello para aligerar la tensión muscular, pero me di cuenta de que no había dado por terminada la conversación. Le di un empujoncito.
– ¿Ayudó a Brian la primera vez, cuando se fugó del correccional?
Se le apaciguó la expresión y adoptó un tono funcionarial.
– No creo que lleguemos a ninguna parte por ese camino.
– Como quiera -dije-. Olvidemos lo de la primera fuga y hablemos sólo de la segunda. Tenía que deberle usted a Wendell un gran favor para arriesgar el empleo de ese modo.
– Me parece que ya está bien. Digamos que esta charla no ha tenido lugar.
Tenía que tratarse de la acusación de homicidio de la que se había defendido Wendell y que habría puesto punto final a las ambiciones de Tiller en la policía.
– Conozco la historia de la acusación de homicidio -dije-. No tiene usted nada que temer de mí. Se lo prometo. Sólo quiero saber lo que ocurrió. ¿Por qué aceptó Wendell la acusación?
– No tengo por qué darle a usted explicaciones.
– Ni yo afirmo lo contrario. Se lo pregunto por motivos propios. No es nada oficial. Sólo es curiosidad. -Estuvo callado un buen rato, con la mirada fija en la mesa. Puede que estuviéramos viviendo uno de esos cuentos de hadas donde hay que formular tres veces la petición para que el deseo se cumpla-. Por favor, Tiller. No es necesario que me dé detalles. Comprendo sus dudas. Basta con que me lo cuente a grandes rasgos.
Dio un suspiro hondo y cuando abrió la boca, habló en voz tan baja que tuve que orientar la oreja para enterarme.
– La verdad es que no sé por qué lo hizo. Éramos jóvenes. Buenos amigos. Veinticuatro, veinticinco años. Wendell ya tenía claro que la justicia estaba corrompida y le importaba muy poco licenciarse en derecho o no. Lo único que yo quería era ser policía. De pronto, sucedió aquello. La chica murió accidentalmente, aunque la culpa fue mía. Dio la casualidad de que él estaba allí también y cargó con la responsabilidad. Era inocente y lo sabía. Yo también lo sabía. Aceptó la acusación, eso es todo. Desde mi punto de vista fue un rasgo de generosidad increíble.
A mí no acababa de convencerme, pero ¿qué sabemos en realidad de los motivos del prójimo? Cuando somos jóvenes nos tomamos en serio cierta cantidad de idealismo. Por eso hay tantos soldados voluntarios entre los jóvenes que mueren antes de cumplir los veinte.
– Pero eso no significa que Wendell tuviese sobre usted un poder efectivo -dije-. La ley hace años que habría desestimado una acusación así y habría sido su palabra contra la de él. Mire, él dice que usted hizo lo que fuera. Y usted dice que no es verdad. Él ya ha sido condenado. Después del tiempo transcurrido, la verdad, yo no entiendo dónde está el intríngulis.
– No hay ningún intríngulis. No fue como usted dice. Wendell no me amenazó. Lo que yo hice fue devolverle un favor.
– Pero usted no estaba obligado a hacer lo que Wendell le pedía.
– Eso es evidente. Lo hice porque quise y me satisfizo hacerlo por él.
– Pero ¿por qué correr el riesgo?
– ¿Ha oído hablar alguna vez del sentido del honor? Se lo debía. Es lo menos que podía hacer. Y sé que no fue reparar ninguna injusticia. Brian es un mal sujeto. Lo admito. No me gusta el muchacho, pero Wendell me dijo que se lo iba a llevar fuera del estado. Dijo que corría con toda la responsabilidad y desde mi punto de vista valía la pena.
– Parece que Wendell cambió de idea en el ínterin. Bueno, la verdad es que la información de que dispongo -dije para rectificar- es contradictoria. Dijo a Michael y a Brian que iba a entregarse. Al parecer quiso convencer a Brian de que hiciese lo mismo. Pero la amante de Wendell dijo que no tenía intención de cumplir su palabra.
Se balanceó en la silla giratoria con la mirada fija en un punto situado hacia el centro de la estancia. Cabeceó como si estuviera confuso.
– Ignoro cómo saldrá de ésta. ¿Está al tanto de lo que hace?
– ¿Sabe usted ya lo del barco?
– Sí, me lo han contado. La cuestión es qué se propone. Hasta dónde piensa llegar.
– Supongo que no tenemos más remedio que esperar a ver qué sucede -dije-. Bueno, me voy. Me queda un paseo de cuarenta y cinco kilómetros en coche y hace tiempo que debería estar en la cama. ¿Hay alguna otra salida? No quiero encontrarme otra vez con Dana Jaffe. Empiezo a estar harta de la familia.
– Hay que ir al otro departamento. Venga. Se lo enseñaré -dijo, poniéndose en pie. Rodeó la mesa y giró a la izquierda para acceder a un pasillo interior. Fui tras él. Había creído que me pediría discreción, que me haría prometer silencio sobre la charla que habíamos sostenido, pero no dijo ni una sola palabra al respecto.
Era casi la una de la madrugada cuando entré en Santa Teresa. Había pocos peatones y menos tráfico. Las farolas bañaban las aceras con círculos secantes de luz grisácea. Los comercios estaban cerrados, pero iluminados. De vez en cuando divisaba a un vagabundo en busca de algún callejón donde pasar la noche, pero en términos generales las calles estaban vacías. La temperatura comenzaba por fin a descender y la suave brisa del océano alteraba ya hasta cierto punto el índice de humedad.
Me sentía picajosa e inquieta. En realidad no ocurría nada. Con Brian en la cárcel y Wendell en paradero desconocido, ¿qué había que investigar? La búsqueda del Captain Stanley Lord estaba ya en manos de la policía del puerto y de la Guardia Costera. Aun en el caso de que alquilara un avión y efectuase un rastreo aéreo (gasto que Gordon Titus no autorizaría jamás de los jamases), no sabría distinguir una embarcación de otra desde las alturas. Tenía que haber algo que pudiese hacer mientras tanto.
Casi sin darme cuenta, di un rodeo y pasé por todos los aparcamientos de los moteles que había entre mi casa y el puerto. Vi el deportivo de Carl Eckert en el Beachside Inn, un motel de una sola planta y en forma de T; el brazo corto era la fachada y el largo se prolongaba hacia el interior. Las plazas para aparcar estaban dispuestas en fila, una por habitación y con el número de ésta pintado en el suelo para que nadie se equivocase. Todas las habitaciones de la fachada estaban a oscuras.
Dí la vuelta el callejón y volví a salir a Cabana. Aparqué en la calle, a media manzana del motel. Me guardé la linterna de bolsillo en el ídem de los tejanos y salvé la distancia andando; suerte que las zapatillas deportivas eran de suela de goma y no hacían ruido. El aparcamiento estaba iluminado para seguridad de los huéspedes y los apliques estaban orientados de modo que la luz no diese directamente en las ventanas. Vi mi propia sombra, semejante a una compañera crecidita, que me seguía por el aparcamiento. Carl había echado la capota del coche. Hice una inspección visual en sentido giratorio, sin olvidar las ventanas oscurecidas y los puntos menos iluminados del aparcamiento. No percibí el menor rastro de movimiento. Ni siquiera percibí reflejado en las cortinas el característico parpadeo grisáceo que emite la televisión cuando se ve a oscuras. Tragué una profunda bocanada de aire y me puse a forzar los cierres de la capota, empezando por el lado del conductor. Introduje la mano y la metí en el compartimento interior de la portezuela. El interior estaba limpio como una patena, lo que quería decir que el coche tenía algún sistema para eliminar el polvo y las filtraciones del aceite. Palpé un cuaderno de espiral, un mapa de carreteras y un libro. Lo saqué al exterior como si mi mano fuese una excavadora. Volví a mirar a mi alrededor, pero todo parecía tan tranquilo como antes. Encendí la linterna de bolsillo y miré el cuaderno. Al parecer, Eckert llevaba la cuenta de la gasolina que consumía cada tantos kilómetros. El cuaderno era un dietario donde Eckert consignaba kilometrajes, puntos de destino, objetivo de las reuniones, el nombre y el cargo de los asistentes. Los gastos personales y profesionales estaban claramente divididos en columnas. No pude por menos de sonreír. Que hiciera aquello un artista de la estafa que había pasado en la cárcel varios meses. Puede que el presidio hubiera tenido sobre él algún efecto rehabilitador. Carl Eckert se comportaba como un ciudadano modelo. Por lo menos, a juzgar por lo que veía, no estafaba a Hacienda. En un bolsillo de la contracubierta del forro del dietario vi la cuenta del hotel Best Western, dos recibos de gasolina, cinco comprobantes de tarjeta de crédito y, ¡oh, cielos!, una multa por exceso de velocidad que le habían puesto la noche anterior en las afueras de Colgate. Según la hora puntualmente anotada por el patrullero de carreteras que le había puesto la sanción, Carl Eckert había podido recorrer fácilmente la distancia que faltaba hasta Perdido con tiempo de sobra para dispararnos a Wendell y a mí.
– ¿Le importaría decirme qué diablos hace aquí?
Di un respingo, los papeles volaron y apenas pude contener un grito. Me llevé la mano al pecho, encima del corazón que latía con fuerza. Era Carl Eckert. En calcetines y con el pelo revuelto de quien acaba de levantarse de la cama. ¡No soporto a los furtivos! Me agaché y me puse a recoger los papeles.
– Mierda. ¡Avise antes, caramba! Me ha dado un susto de muerte. Y lo que estoy haciendo es destruir su coartada de anoche.
– No necesito ninguna coartada. Anoche no hice nada en particular.
– Pues alguien sí hizo algo. ¿Le he contado que se me paró el coche y que Wendell y yo nos quedamos encallados en la avenida de la costa, en un tramo particularmente oscuro?
– No. No me lo contó. Siga -dijo con voz cautelosa.
– Que siga. Fabuloso. Como si no lo supiera ya. Alguien se puso a disparamos. Wendell desapareció poco después.
– Y usted cree que fui yo.
– Creo que es posible. ¿Por qué cree que estoy aquí a estas horas?
Metió las manos en los bolsillos, miró a su alrededor y se dio cuenta de que, tal como hablábamos, nos iban a oír en todas las habitaciones.
– Hablemos dentro -dijo y se dirigió a su habitación.
Fui tras él mientras me preguntaba cómo terminaría la aventura. Una vez dentro, encendió la lámpara de la mesilla de noche y llenó un vaso hasta el borde con la botella de whisky que había en el escritorio. Levantó a continuación la botella a modo de invitación silenciosa. Negué con la cabeza. Encendió un cigarrillo; esta vez recordó que no tenía que molestarse en ofrecerme tabaco. Se sentó en el borde de la cama, yo en el sillón tapizado en cuero. La habitación se parecía mucho a la de Brian Jaffe. Como cualquier embustero a la hora del careo, seguramente preparaba otra sarta de mentiras. Me sentía como una niña que va a dormir y espera que le cuenten el último cuento del día. Meditó durante un rato y adoptó una expresión seria y preocupada.
– De acuerdo. Seré sincero con usted. Volví anoche de SLO pero no fui a Perdido. Volví al hotel después de estar todo el día de reunión en reunión y llamé al servicio de mensajes de Telefónica. Había un recado de Harris Brown y lo llamé.
– Perfecto, acapara usted toda mi atención. No hago más que preguntarme qué pinta Harris Brown en todo esto. ¿Tendría la bondad de informarme? Soy toda oídos.
– Es un antiguo policía.
– Ese capítulo lo conozco ya. Le encargaron el caso y luego se lo quitaron porque perdió hasta la camisa invirtiendo en CSL, etcétera, etcétera, etcétera. Más cosas. ¿Cómo dio con Wendell en Viento Negro?
Esbozó una ligera sonrisa, como si evaluase mi perspicacia. A veces la tengo, pero no estaba segura de si en la ocasión presente la tenía o brillaba por su ausencia.
– Le avisó un amigo. Un agente de seguros.
– Muy bien. Perfecto. Conozco al hombre. No estaba segura, pero lo sospechaba -dije-. Como es lógico, Harris Brown conocía a Wendell, pero ¿y Wendell?, ¿conocía éste a Harris?
Negó con la cabeza.
– Lo dudo. Fui yo quien atrajo a Brown como inversor. Puede que hablaran por teléfono, pero estoy seguro de que no se vieron nunca. ¿Por qué?
– Porque Brown estaba en la habitación contigua a la de Wendell y frecuentaba el bar del hotel. Wendell no parecía reparar en él y la situación me pareció extraña. Bueno, Harris Brown le llamó a usted anoche y usted lo llamó a él. ¿Qué más?
– Tenía que ponerme en contacto con él esta tarde, al volver de SLO, pero de pronto le entró prisa y dijo que tenía que verme inmediatamente. Cogí el coche y fui a verle a su casa, en Colgate.
Me quedé mirándole, sin saber si creerle o no.
– Déme su dirección.
– ¿Para qué?
– Para comprobar lo que acaba de decirme. -Se encogió de hombros y consultó en un cuaderno de direcciones de tapas de piel. Anoté la dirección. Si se trataba de un farol, se le iba a caer el pelo-. ¿Por qué tenía prisa?
– Eso tendrá que preguntárselo a él. Fue como si le hubiesen encendido una mecha en el culo e insistió en que fuese a verle. A mí me molestó bastante porque andaba escaso de tiempo. A las siete de la mañana tenía una reunión, pero no quise discutir con él. Cogí el coche, pisé el acelerador y entonces me paró el patrullero y me puso la multa.
– ¿A qué hora llegó a casa de Brown?
– A las nueve. Estuve allí una hora nada más. Serían las once y media cuando llegué al hotel de San Luis Obispo en que me hospedaba.
– Por si le interesa -dije-, cualquiera de ustedes dos tuvo tiempo suficiente para dirigirse a Perdido y hacer prácticas de tiro con Wendell y conmigo.
– Cualquiera de los dos; pero yo no fui. De él no respondo.
– ¿No vio a Wendell anoche en ningún momento?
– Ya hemos aclarado ese detalle.
– Lo que usted llama aclarar, yo lo llamo mentir descaradamente. Antes juraba que había estado fuera de la ciudad, pero ahora resulta que estaba en Colgate, a un paso, como quien dice. ¿Por qué he de creerle?
– No tengo poder alguno sobre lo que usted cree o deja de creer.
– ¿Qué hicieron usted y Brown cuando llegó a su casa?
– Hablamos y me volví.
– ¿Se limitaron a hablar? ¿De qué? ¿No habrían podido hablar por teléfono?
Desvió la mirada durante los segundos que necesitó para sacudir la ceniza del cigarrillo.
– Quería recuperar su dinero. Y se lo di.
– El dinero.
– Lo que había invertido en CSL.
– ¿Cuánto era?
– Cien billetes.
– No lo entiendo -dije-. Perdió esa cantidad hace cinco años. ¿Por qué de pronto estaba tan seguro de poder recuperarlo?
– Porque averiguó que Wendell estaba vivo. Puede que hablase con él. ¿Cómo quiere que lo sepa?
– ¿De qué pudo enterarse hablando con Wendell? ¿De que había fondos disponibles?
Apagó el cigarrillo, encendió otro y me miró fijamente y con los ojos entornados a través del humo.
– Mire, eso no es asunto suyo.
– Pero abandone de una vez esa actitud, diantre. Yo no represento ninguna amenaza contra usted. La Fidelidad de California me ha contratado para localizar a Wendell Jaffe y así demostrar que está vivo. Lo único que me interesa es el medio millón de dólares que hemos pagado por su seguro de vida. Si tiene usted por ahí un zulo lleno de dinero, a mí me trae sin cuidado.
– Perfecto. Ahora dígame el motivo por el que he de revelarle los secretos de mi vida.
– Pues para entender lo que pasa aquí. Es lo único que me interesa. Usted tenía el dinero que reclamaba Harris Brown y fue a su casa anoche. ¿Qué pasó después?
– Le di el dinero y volví a San Luis Obispo.
– ¿Suele usted ir por ahí con tanto dinero en metálico encima?
– Sí.
– ¿Cuánto es en realidad? Bueno, no responda si no quiere. Lo pregunto por pura curiosidad personal.
– ¿En total?
– En números redondos -dije.
– Unos tres millones.
Parpadeé.
– ¿Va usted por ahí con todo ese dinero encima? ¿En metálico?
– ¿Qué quiere que haga? No lo puedo ingresar en el banco. La Administración se enteraría. Fuimos a juicio, ¿no se acuerda? Si corriera la voz, los acreedores se echarían sobre él como una bandada de buitres. Y lo que no se llevaran ellos se lo quedaría Hacienda.
La indignación me subió por el esófago como los humores de una gastritis.
– Desde luego que se echarían sobre él. Es el dinero que les estafaron ustedes.
La mirada cínica que me dirigió fue de antología.
– ¿Sabe por qué invirtieron en CSL? Querían llenarse los bolsillos por su cara bonita. Pero fueron por lana y volvieron trasquilados. Vamos, Kinsey, utilice el cerebro. Casi todos sabían que era el timo de la estampita y Harris no lo ignoraba. Lo que pasa es que Brown esperaba sacar tajada antes de que el negocio se viniera abajo.
– Usted y yo no hablamos el mismo idioma. Corramos un tupido velo ante la declaración de principios y centrémonos en los hechos. ¿Guardaba usted tres millones en metálico en el Lord?
– Oiga, no tiene por qué adoptar esa actitud conmigo.
– Usted perdone. Lo intentaré otra vez. -Cambié el tono de voz y el punto de vista moral cedió el paso a la neutralidad-. Usted tenía escondidos en el Lord tres millones de dólares en metálico.
– Eso es. Wendell y yo éramos los únicos que lo sabíamos. Ahora también lo sabe usted -dijo.
– ¿Y por eso ha vuelto Wendell?
– Naturalmente. Después de cinco años viajando, estaba sin blanca. Pero no sólo volvió por el dinero, es lo que se llevó consigo cuando me robó el barco. La mitad me pertenecía y Wendell lo sabía muy bien.
– Vaya, vaya. Tengo que darle una noticia, Carl. Se han burlado de usted.
– ¿Lo dice en serio? Es inconcebible que me haya hecho una cosa así.
– Bueno, parece que trata a todo el mundo por igual -dije-. ¿Y sus hijos? ¿Jugaban algún papel o sólo volvió por el dinero?
– Creo francamente que estaba preocupado por sus hijos. Era muy buen padre.
– El padre ideal, el que todos los niños necesitan. Se lo diré a los interesados, descuide. Será un buen punto para su terapia. ¿Y qué va a hacer usted ahora? -dije, levantándome de la silla.
Sonrió con amargura.
– Ponerme de rodillas y rezar para que la Guardia Costera le dé alcance.
Me volví en la puerta.
– Otra cosa. En algún momento se comentó que Wendell pensaba entregarse a la policía. ¿Cree que es cierto?
– Es difícil de decir. Creo que quería integrarse otra vez en su familia. Pero no estoy seguro de que haya sitio para él.
Conseguí meterme en la cama a las dos y cuarto con el cerebro sobrecargado de información. Pensaba que lo que había dicho Eckert era cierto, que ya no había sitio para Wendell en la familia que había abandonado hacía un lustro. En cierto modo estábamos en una situación parecida: ambos queríamos saber qué habría sido de nosotros si hubiéramos disfrutado de una vida familiar normal y corriente, contemplábamos los años mal invertidos y nos preguntábamos por lo que se nos había escapado de las manos. Por lo menos creo que algo de esto era lo que me pasaba por el fondo de la cabeza. Naturalmente, había diferencias que saltaban a la vista. Él había abandonado a su familia voluntariamente, mientras que yo no había conocido la existencia de la mía. Que él quisiera volver con su familia y yo no estuviese segura de querer dar este paso era un detalle más revelador. No acababa de entender por qué mi tía no me había dicho nunca nada. Puede que hubiera querido ahorrarme la humillación de conocer el desdén de Grand, aunque lo único que había conseguido así era posponer la revelación. En fin, allí estaba yo, diez años después de su fallecimiento y obligada a decidir por mí misma. En cualquier caso, no era una mujer experta en estos lances. Las imágenes empezaron a darme vueltas en la cabeza y acabé por dormirme.
El despertador sonó a las seis, pero no estaba de humor para levantarme y correr cinco kilómetros. Pulsé el botón de la alarma, me tapé con las sábanas y volví a dormirme. Me despertó el teléfono a las nueve y veintidós minutos. Descolgué y me aparté el pelo de los ojos.
– Qué pasa.
– Soy Mac. Siento haberte despertado. Sé que es sábado, pero creo que la cosa es importante.
Su voz sonaba extraña y una señal de precaución se puso a parpadearme por dentro igual que la intermitente luz ambarina de los semáforos. Me envolví en las sábanas, me incorporé y quedé sentada en la cama.
– Tranquilo, no te preocupes. Estuve levantada hasta las tantas y he querido recuperar el sueño. ¿Qué ha ocurrido?
– Han encontrado el Captain Stanley Lord de madrugada a unos diez kilómetros de la costa -dijo-. Es como si Wendell hubiese desaparecido otra vez. Gordon y yo estamos aquí, en las oficinas. Le gustaría que vinieras lo antes posible.