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Aparqué en el estacionamiento que hay detrás de las oficinas y subí al primer piso por las escaleras de atrás. Casi todas las oficinas del edificio estaban cerradas, motivo por el que tenía un extraño aire de abandono. Llevaba conmigo el cuaderno de notas con la esperanza de impresionar a Gordon Titus con mi talante profesional. Todas las páginas estaban en blanco, salvo la primera, donde había una gloriosa anotación que rezaba: «Localizar Wendell». De rabiosa actualidad, puesto que estábamos otra vez como al principio. Era increíble. Estábamos tan cerca que habríamos podido recogerlo enrollando el sedal. Lo que me repateaba era que lo había visto con su nieto. Le había oído hablar con Michael de enmiendas y reparaciones. Aunque era un saco de mierda sin saco, me costaba creer que todo hubiese sido una fachada. Me lo imaginaba cambiando de idea sobre lo de entregarse a la policía. Fantaseaba con que había robado el Lord para seguir la costa y rescatar a Brian de un sinfín de años en prisión. Lo que no podía aceptar era que hubiese traicionado otra vez a su familia. Ni siquiera Wendell, el dichoso Wendell, podía ser tan ruin.
Las oficinas de LFC estaban oficialmente cerradas, pero a través del vidrio de la puerta vi un abultado manojo de llaves colgando de la cerradura. La mesa de Darcy estaba vacía, pero entreví a Gordon Titus en el despacho de Mac, que era el único iluminado. Mac pasó con dos tazas de café en la mano. Golpeé en el vidrio. Dejó las tazas en la mesa de Darcy y me abrió la puerta.
– Estamos en mi despacho.
– Ya veo. Cojo otra taza y voy enseguida.
Cogió las suyas y se alejó sin decir nada. Parecía deprimido, reacción que no había previsto. Casi había esperado un espectáculo de fuegos artificiales. Mac había enfocado el caso como un modo de retirarse de LFC coronado de laurel y de gloria y con una superestrella de oro pegada con engrudo en la cubierta de su expediente. Llevaba pantalón de cuadros rojos y verdes y un jersey de manga corta rojo, y me pregunté si su estado emocional se debería al hecho de habérsele ido a pique la partida de golf del fin de semana.
Todos los cubículos y áreas de trabajo estaban vacíos, los teléfonos mudos. Gordon Titus estaba sentado en la silla de Mac y ante la mesa de Mac, impecablemente vestido, las manos cruzadas, con expresión afable en la cara. Me cuesta mucho confiar en personas tan intocables. Aunque parecía un hombre sensato, sospechaba que en el fondo no le importaba casi nada. Serenidad e indiferencia adoptan la misma apariencia externa en muchas ocasiones. Me serví una taza de café y le eché una nube de leche descremada antes de abrir la puerta del despacho de Mac y afrontar la escalofriante personalidad de Titus.
Mac se había sentado en uno de los dos sillones tapizados que tenía para las visitas, sin percatarse al parecer de la rotundidad con que Titus lo había desplazado.
– Una cosa está clara -decía Mac- y Kinsey puede decírselo a la señora Jaffe de manera oficial. Voy a tener ese dinero inmovilizado hasta que Wendell se muera de viejo. Si esa mujer quiere ver aunque sólo sea un centavo, tendrá que subir arrastrando el cadáver de su marido hasta estas oficinas y ponérmelo encima de la mesa.
– Buenos días -dije a Titus. Me senté en el otro sillón, que por lo menos me situaba en el mismo lado de la mesa que Mac.
Titus me saludó con un movimiento de cabeza y me dirigió una mirada sombría.
– El muy cabrón ha vuelto a jugárnosla.
– Eso parece -dije-. ¿Cómo ha sido?
– Cuénteselo usted -dijo Mac.
Titus cogió y puso ante sí un libro de contabilidad. Lo abrió y pasó las páginas en busca de una que estuviese en blanco.
– ¿Cuánto le debemos hasta ahora?
– Dos mil quinientos. Es el importe por diez días netos. Agradézcanme que no cargue a la compañía el kilometraje. Todos los días he hecho dos o tres viajes a Perdido y la gasolina vale dinero.
– Dos mil quinientos dólares ¿y para qué? -dijo Mac-. Estamos como al comienzo. No tenemos nada, sólo humo.
Titus recorrió una columna con el dedo, anotó una cantidad y pasó a otra sección del libro.
– Yo no veo las cosas tan negras. Tenemos testigos de sobra que declararán que Jaffe estaba vivo y coleando esta misma semana. No veremos jamás ni un solo centavo de la cantidad que ya ha gastado la señora Jaffe, podemos incluso olvidarnos de ella, pero podemos embargar el saldo para reducir las pérdidas. -Alzó los ojos-. Así pondremos punto final a la historia. No creo que esta señora espere cinco años más para presentar otra reclamación.
– ¿Dónde han encontrado el barco?
Se puso a escribir sin levantar la mirada.
– Un petrolero que iba hacia el sur lo detectó anoche por radar en una ruta comercial. El oficial de guardia le envió una señal de advertencia, pero no hubo respuesta. El petrolero avisó a la Guardia Costera, que partió en su busca al rayar el alba.
– ¿Estaba el Lord en esta zona todavía? Eso sí que es extraño.
– Parece que Wendell llegó hasta Winterset y viró luego en dirección a las islas. Orientó las velas a sotavento. El mar no estaba muy agitado, pero el rebufo de las tormentas en ciernes contrarrestó los vientos que soplan normalmente del noroeste. La velocidad del Lord no creo que supere los siete nudos y con el viento a favor hubiese ido más lejos. Cuando encontraron el barco, iba a la deriva. El foque se había girado hacia barlovento y dejaba escapar por la proa todo el viento que trataban de recoger la vela mayor y la de mesana. El barco tuvo que ir de aquí para allá hasta que lo descubrieron.
– No sabía que usted navegase.
– Ya no. Hace muchos años, sí. -Una leve sonrisa, lo más humano que le había visto desde que lo conocía.
– ¿Y ahora?
– Lo remolcarán hasta el puerto más cercano.
– ¿Cuál es, Perdido?
– Creo que sí. No sé con seguridad dónde acaba una jurisdicción y empieza otra. Los técnicos de homicidios tendrán que desplazarse hasta el lugar. No creo que encuentren gran cosa y, hablando con franqueza, tampoco que sea asunto nuestro.
Miré a Mac.
– O sea que no hay rastro de Wendell.
– Todas sus pertenencias personales estaban en el barco, entre ellas cuatro mil dólares en metálico y un pasaporte mexicano, lo cual no demuestra nada. Podía tener perfectamente media docena de pasaportes.
– Lo cual nos obliga a creer… en fin, ya saben, que ha muerto o que se ha lanzado, ¿no?
Mac hizo un ademán de irritación, manifestando por primera vez su impaciencia habitual.
– Ese Fulano se ha esfumado. No hay indicio alguno de suicidio, justamente lo contrario de lo que apañó la otra vez.
– En el nombre de Dios, Mac. ¿Cómo puedes estar tan seguro de eso? Puede que sea una estratagema, algo para desviar nuestra atención.
– ¿De qué?
– De lo que realmente ha pasado.
– ¿Y qué ha pasado?
– Que me ahorquen si lo sé -dije-. Sólo he dicho lo que me ha pasado por la cabeza. La otra vez abandonó el Lord ante las costas de la Baja California y se largó en una lancha. Renata Huff lo recogió y los dos se fueron de crucero en El fugitivo. Esta vez, la Huff estaba en mi despacho una hora después de la desaparición de Wendell. Me refiero al mediodía de ayer.
Mac no lo veía claro.
– La estuvieron vigilando desde que salió del bufete donde trabajas. Al teniente Whiteside le pareció oportuno no perderla de vista. Lo único que hizo fue irse a su casa. Desde entonces no se ha movido de allí.
– Precisamente. La última vez que Wendell escapó apresuradamente, tenía una cómplice. En esta ocasión, suponiendo que haya querido repetir la faena, ¿con quién podía contar? No creo que Carl Eckert y Renata Huff estén de humor para ir a socorrerlo. ¿Quién nos queda? Bueno, ahora que lo pienso, no hay que descartar a su hijo Brian, que ayer aún estaba en libertad, y también tenemos a Michael. Wendell podía tener más amigos. También cabe la posibilidad de que haya querido arriesgarse solo, pero esta solución no me acaba de convencer.
Titus nos interrumpió.
– Kinsey cree que ha muerto -dijo a Mac, con un asomo de diversión en las comisuras de la boca. Arrancó un cheque de la matriz del talonario.
– Se nos quiere hacer creer que está muerto -dijo Mac-. Es lo que hizo la otra vez y entonces no nos lo creímos ni locos. Seguramente está ahora navegando tranquilamente, rumbo a las islas Fidji, y riéndose de nosotros.
Gordon cerró el talonario y arrastró el cheque por encima de la mesa, en mi dirección.
– Un momento, Mac. El miércoles por la noche se entretuvieron disparando sobre nosotros. Wendell consiguió llegar a su casa, pero ¿y si al día siguiente le obligaron a salir? Puede que dieran con él y lo mataran. -Recogí el cheque y lo miré por encima. Era por dos mil quinientos dólares y estaba extendido a mi nombre-. Muchas gracias. Es toda una sorpresa. No suelo pasar factura hasta finales de mes.
– Es la liquidación -dijo Titus, que cruzó las manos ante sí, en la mesa-. He de reconocer que no veía con buenos ojos la idea de contratarla, pero ha hecho usted un buen trabajo. No creo que la señora Jaffe vuelva a causarnos más problemas. En cuanto entregue usted el informe, dejaremos el asunto en manos de nuestro abogado para que se encargue de tomar las declaraciones oportunas. Lo más seguro es que no haya necesidad de llevar el caso a los tribunales. Si devuelve el dinero restante, nos olvidaremos de la historia. Por lo demás, no veo motivo alguno por el que no podamos volver a colaborar en el futuro; caso por caso, se entiende, nada de contratos fijos.
Me lo quedé mirando.
– Lo siento, pero esto no puede terminar así. No sabemos dónde está Wendell.
– El paradero actual de Wendell carece de interés. La contratamos para que lo localizara y ya lo ha hecho… con mucha habilidad, lo reconozco. Lo único que queríamos era demostrar que estaba vivo y ya lo hemos conseguido.
– Pero ¿y si ha muerto? -dije-. Dana tendría derecho al dinero, ¿no?
– Ah, pero tendría que demostrarlo antes. ¿Y qué pruebas tiene? Ninguna.
Miré a Mac, insatisfecha y confusa. Mi amigo evitaba mirarme a los ojos. Se removió en la silla con nerviosismo, esperando seguramente que fuera discreta. Recordé las quejas sobre LFC que había formulado en mi despacho el primer día del caso Wendell.
– ¿A ti te parece bien esto? A mí me parece muy raro.
Si resulta que le ha pasado algo a Wendell, la mujer tiene derecho a cobrar la póliza. No tendrá que devolver el dinero.
– Sí, eso es verdad, pero tendrá que volver a presentar la reclamación -dijo Mac.
– ¿Y no consiste nuestro trabajo en comprobar la justicia de las reclamaciones? -Miré a ambos por turno. La cara de Titus era totalmente inexpresiva: era su forma de disimular su malestar crónico, no respecto de mí, sino del mundo en general. La expresión de Mac reflejaba sentimientos de culpa. Nunca se atrevería a enfrentarse con Gordon Titus. Nunca se atrevería a quejarse en voz alta. Nunca se atrevería a tomar partido-. ¿Qué pasa? ¿A nadie le interesa la verdad? -pregunté.
Titus se levantó y se puso la chaqueta.
– Encárguese usted de responder -dijo a Mac. Y a mí-: Agradecemos su ética profesional, Kinsey. Si alguna vez nos interesa demostrar que se adeuda a la compañía medio millón de dólares, la primera persona en quien pensaremos será usted, se lo prometo. Gracias por venir. Esperamos su informe a primera hora de la mañana del lunes.
Cuando se fue, Mac y yo nos quedamos en silencio durante unos instantes, sin mirarnos. Entonces me levanté y me fui sola.
Cogí el coche y puse rumbo a Perdido. Tenía que saber la verdad. Por nada en el mundo iba a perderme el desenlace de la historia. Puede que aquellos dos tuvieran razón. Puede que se hubiese largado apresuradamente. Puede que hubiese fingido todos y cada uno de sus escrúpulos para no defraudar a la ex mujer, a los hijos, al nieto. No era ningún modelo de fortaleza. Como hombre, carecía de principios y de fines morales, pero yo no podía dejar las cosas tal como estaban. Tenía que saber dónde se encontraba aquel individuo. Tenía que saber lo que le había pasado. Era un hombre con más enemigos que amigos, un detalle que no le beneficiaba, antes bien le volvía el panorama inquietante y amenazador. ¿Y si todo había sido un montaje? Yo ya había cobrado y cumplido las premisas del contrato. Mi tiempo era mío y podía emplearlo en lo que se me antojara. Antes de que acabase el día iba a resolver más de una incógnita.
Perdido tiene aproximadamente noventa y dos mil habitantes. Por suerte, algunos conciudadanos de Dana Jaffe se habían apresurado a llamarla en cuanto había saltado a la prensa el hallazgo del Lord. A todo el mundo le gusta compartir las desdichas de los demás. Hay una curiosidad excitante, mezclada con temor y gratitud, que nos permite experimentar la desgracia a una distancia confortable. Cuando llegué, colegí que el teléfono de Dana había sonado sin parar durante más de una hora. No quería ser yo quien le contara lo de la posible deserción de Wendell. La noticia de su muerte la habría animado una barbaridad, pero me parecía injusto revelarle mis sospechas sin pruebas en la mano. ¿De qué iban a servirle sin el cadáver de Wendell? A no ser que lo hubiese matado ella, naturalmente, en cuyo caso ya sabía más que yo.
El VW amarillo de Michael estaba estacionado en el sendero del garaje. Llamé a la puerta de la calle y me abrió Juliet. Brendan dormía sobre su hombro, demasiado cansado para quejarse de aquella incómoda postura vertical.
– Están en la cocina. Yo tengo que acostar a éste -murmuró.
– Gracias, Juliet.
Cruzó el vestíbulo y subió por las escaleras, aliviada sin duda por disponer de aquel pretexto para escapar. Una mujer dejaba un mensaje en el contestador automático con la voz más solemne de este mundo: «Bueno, querida, eso es todo. Sólo quería que lo supieras. Si nos necesitas para algo, no tienes más que llamar. Ya hablaremos. Chao».
Dana estaba sentada a la mesa de la cocina, pálida y hermosa. Su pelo rubio platino parecía de seda bañado por la luz; lo llevaba recogido en la nuca en un moño de aire descuidado. Llevaba unos tejanos azul claro y una camisa de seda de manga larga, de un matiz azul que armonizaba con el color de sus ojos. Apagó un cigarrillo y me miró sin hacer ningún comentario. El olor del tabaco flotaba en el aire, mezclado con el del azufre de las cerillas. Michael le preparaba una taza de café recién hecho. Si Dana parecía aturdida, Michael parecía transido de dolor.
Me habían visto tanto últimamente que nadie hizo preguntas sobre mi imprevista presencia en la casa. Michael se sirvió una taza para él, abrió un armario pequeño y sacó otra taza para mí. En el centro de la mesa había un cartón de leche y un azucarero. Di las gracias a Michael y me senté.
– ¿Alguna novedad?
Dana negó con la cabeza.
– No puedo creerlo.
Michael se apoyó en el mármol.
– No sabemos dónde está, mamá.
– Eso es lo que me saca de quicio. Se presenta de pronto, nos parte por la mitad y a los dos minutos desaparece.
– ¿Habló usted con él? -pregunté.
Pausa. Dana bajó los ojos.
– Estuvo aquí -dijo con un tono de voz ligeramente a la defensiva. Cogió un paquete de tabaco y encendió otro cigarrillo. Si no ponía fin a aquello envejecería prematuramente.
– ¿Cuándo?
Frunció el entrecejo.
– No sé, anoche no, anteanoche. El miércoles, creo. Después fue a casa de Michael para ver al niño. Me pidió su dirección.
– ¿Habló con él largo y tendido?
– Yo no calificaría de larga la conversación. Dijo que lo sentía. Que había cometido una equivocación imperdonable. Que haría cualquier cosa por recuperar los cinco años perdidos. Todo era mentira, pero parecía sincero y supongo que yo necesitaba oír cosas por el estilo. Yo estaba furiosa, como es lógico. Le dije que aquello era imposible, que no podía recuperar el tiempo perdido, así, por las buenas, después de todo lo que habíamos pasado por su culpa. Le dije que me importaban muy poco sus excusas y lamentaciones, que la situación en que nos había dejado ya era lamentable de por sí. Qué desfachatez.
– ¿Cree usted que era sincero?
– Siempre ha sido sincero. Nunca ha sido capaz de tener el mismo punto de vista durante dos minutos seguidos, pero siempre ha sido sincero.
– ¿No volvió a hablar con él?
Negó con la cabeza.
– Una vez fue suficiente, créame. Habría tenido que ser el final, el careo definitivo, pero aún estoy que muerdo -dijo.
– Entonces, no hubo reconciliación.
– ¿Reconciliación? Pero ¿qué dice usted? Yo jamás transigiría. El arrepentimiento ajeno no me conmueve. -Me miró a los ojos-. Bueno, ¿qué pasará ahora? Supongo que la compañía de seguros querrá recuperar el dinero.
– No piensan reclamarle lo que ya ha gastado, pero tampoco tienen intención de que se quede usted con medio millón de dólares. A no ser que Wendell haya muerto.
Se quedó totalmente inmóvil y desvió la mirada.
– ¿Por qué dice eso?
– Es algo que al final nos sucede a todos -dije. Aparté el café con la mano y me levanté de la silla-. Avíseme si sabe algo de Wendell. Hay muchas personas pendientes del desenlace. Una en particular.
– Acompáñala a la puerta, por favor -dijo Dana a Michael.
Michael se apartó del mármol y me acompañó hasta la puerta de la calle. Cabizbajo y meditabundo.
– ¿Estás bien? -pregunté.
– La verdad es que no. ¿Cómo te sentirías tú?
– Creo que la historia no ha terminado todavía. Tu padre hizo lo que hizo por razones propias. Su comportamiento no tuvo nada que ver contigo -dije-. No creo que debas tomártelo como una ofensa personal.
Se puso a cabecear con movimientos exagerados.
– No quiero volver a verlo. Espero no tener que verlo nunca más.
– Entiendo lo que te pasa. No trato de defender a tu padre, pero no es tan mala persona como parece. Es mejor aceptar lo que hay. No conoces todo lo que hay por medio, sólo una versión de los hechos. Hay muchas más cosas: sucesos, sueños, conflictos, conversaciones que desconoces por completo. La causa de lo que tu padre hizo se encuentra en estas cosas -dije-. Tienes que aceptar que había en juego algo de más bulto y que tal vez nunca conozcas.
– Saber, conocer, ¿el qué? Me trae sin cuidado. Te lo juro por Dios, no me importa en absoluto.
– Puede que a ti no, pero Brendan podría pensar lo contrario algún día. Estos asuntos suelen repercutir en las generaciones sucesivas. Nadie acepta de buen grado el abandono.
– Ya.
– Hay una expresión que me viene a la cabeza en situaciones como ésta: «El inmenso e ingobernable mar de la verdad».
– ¿Y eso qué quiere decir?
– La verdad duele a veces. Y en ocasiones es demasiado grande para asimilarla de golpe. Puede desbordarnos y amenazar con engullirnos. En este mundo he visto muchas cosas desagradables.
– Sí, bueno, pero yo no. Ésta es mi primera experiencia y no me gusta.
– Pues ya sabes -dije-. A cuidar de tu hijo. Es una preciosidad.
– Es lo único bueno que ha salido de esto.
Esbocé una sonrisa.
– No te descartes tan rápidamente -dije.
Se le ensombreció la mirada y me sonrió de manera enigmática, pero creo que en el fondo se dejaba llevar por los sentimientos.
De casa de Dana fui a la de Renata. Fueran cuales fuesen los defectos de Wendell Jaffe, había sabido hacerse querer por dos mujeres de carácter. No podían ser más diferentes: Dana era elegantemente fría; Renata, morena y exótica. Aparqué delante de su casa y eché a andar hacia ésta. Si había policías vigilándola, tenían que tener una habilidad innata para el camuflaje. No había coches ni furgonetas ni cortinas moviéndose en las casas de enfrente. Llamé al timbre y aguardé de cara a la calle. Me volví y pegué la cara al vidrio, haciéndome visera con la mano. Volví a pulsar el timbre.
Renata apareció por fin, procedente del fondo de la casa. Vestía una falda blanca de algodón y una camiseta azul del mismo tejido, y calzaba unas zapatillas de playa blancas que le realzaban el color oliváceo de las piernas. Abrió la puerta y se detuvo unos instantes con la mejilla pegada en la hoja de madera.
– Hola. He oído por la radio que han encontrado la goleta. No habrá muerto, ¿verdad?
– No lo sé, Renata. Te lo digo con toda franqueza. ¿Puedo pasar?
Me abrió la puerta para permitirme la entrada.
– Desde luego.
La seguí por el pasillo hasta llegar a la salita, que estaba en la parte trasera. Una puerta de cristales comunicaba con el patio trasero, que era pequeño, estaba pavimentado con hormigón y bordeado de plantas anuales. Más allá del patio, la pendiente que conducía al ancón. Distinguí El fugitivo, amarrado todavía al embarcadero.
– ¿Te apetece un Bloody Mary? Yo voy a tomar uno. -Se dirigió al mueble bar, abrió el cubo del hielo y con ayuda de unas pinzas de plata dejó caer los tintineantes cubitos en un vaso de forma anticuada. Desde siempre había deseado yo hacer una cosa así.
– Sírvete tú. Para mí es un poco temprano.
Exprimió un pedazo de limón y escanció unos centímetros de vodka. Sacó de la mininevera un frasco de concentrado, lo agitó y lo echó sobre el vodka. No lo hacía con soltura. Parecía agotada. Se había maquillado muy poco y saltaba a la vista que había llorado. Puede que al oír el timbre de la puerta se hubiera recuperado un poco. Esbozó una sonrisa lastimera.
– ¿A qué debo el placer de esta visita?
– Vengo de casa de Dana. Ya que estaba en Perdido, se me ocurrió pasar por aquí con objeto de pedirte permiso para inspeccionar las pertenencias de Wendell. Puede que haya olvidado alguna cosa, algo que pueda proporcionar información. Es lo único que se me ocurre en lo que se refiere a pistas.
– No hay nada suyo en la casa, pero puedes echar un vistazo si quieres. ¿Ha estado la policía en el barco, echando polvos para las huellas y esas cosas?
– Lo único que sé es lo que me han dicho esta mañana en la compañía de seguros. Por lo visto ha sido hallado el barco, pero ni rastro de Wendell. Del dinero no sé nada todavía.
Cogió el vaso y se sentó en un sillón mientras me indicaba con la mano que hiciera lo mismo en el otro.
– ¿Qué dinero?
– ¿No te lo dijo Wendell? Carl tenía tres millones de dólares escondidos en el barco.
Tardó cinco segundos en asimilar la información. De pronto, echó atrás la cabeza y rompió a reír, no precisamente de alegría, pero tampoco de dolor. Se recompuso.
– Bromeas -dijo. Negué con la cabeza. Lanzó otra sonora carcajada y fue ella quien cabeceó a continuación-. Es increíble. ¿Y todo ese dinero estaba en el Lord? No me lo creo. En realidad me convendría creerlo porque de ese modo todo tiene lógica.
– ¿Sí?
– Antes no acababa de entender su obsesión por el dichoso barco. No paraba de hablar del Lord.
– No sé de qué hablas.
Agitó la bebida con una varilla de vidrio, que lamió con fruición.
– Bueno, quería mucho a sus hijos, eso no puede negarse, pero no dejaba que el amor paterno interfiriese en su vida anterior. Estaba sin un centavo, cosa normal en él, por lo menos desde que lo conocí. Yo, en cambio, tenía dinero de sobra; para los dos. Hace unos cuatro meses empezó a darle vueltas a esto que te digo. Quería ver a sus hijos, quería ver a su nieto, quería pedir perdón a Dana por lo que le había hecho. Creo que lo que en el fondo quería era apoderarse del dinero. Y te apuesto lo que quieras a que se ha salido con la suya. Así me explico que se hiciese el misterioso. Tres millones de dólares. Me has dejado estupefacta. No podía imaginármelo.
– Pues no pareces estupefacta, sino deprimida.
– Sí, supongo que lo estoy, ya que lo dices. -Bebió un buen trago. Supuse que ya se había echado al cuerpo más de un vaso antes de aparecer yo. Los ojos se le anegaron de lágrimas. Cabeceó.
– ¿Te pasa algo?
Se recostó sobre el respaldo del sillón con los ojos cerrados.
– Necesito creer en él. Necesito creer que le importa algo más que el dinero. Porque si en realidad es la clase de hombre que parece, ¿dónde estoy yo? -Abrió los ojos.
– No creo que lo que haga Wendell Jaffe tenga que ver con nada en concreto -puntualicé-. Le he dicho lo mismo a Michael. No te lo tomes personalmente.
– ¿Lo denunciará la compañía de seguros?
– La verdad es que ya no hay nada que LFC considere en peligro a estas alturas. Salvo lo que ya sabemos, como es natural. Quien se quedó con el dinero de la póliza fue Dana y la compañía negociará con ella a su debido tiempo. Por lo demás, se han lavado las manos.
– ¿Y la policía?
– Bueno, puede que lo busquen, y hablando con sinceridad, espero que lo hagan; pero no sé cuánto personal movilizarán. Aunque se trate de estafa y robo mayor, hay que coger primero al individuo. Luego, demostrarlo. Ha transcurrido tanto tiempo que es imposible no preguntarse por el sentido y el objeto de toda la operación.
– Me rindo. ¿Cuál es el sentido y el objeto de toda la operación? Pensé que trabajabas para la compañía de seguros.
– Trabajaba, pero ya no. Te lo diré de otro modo. Tengo por el asunto lo que se suele llamar intereses creados. Ha absorbido mi vida entera en los últimos diez días y no quiero dejarlo sin concluir. Tengo que terminarlo, Renata. Tengo que saber lo ocurrido.
– Dios mío, una fanática. Lo que faltaba. -Cerró los ojos otra vez y se pasó el vaso frío por la sien como si quisiera reducirse la fiebre-. Estoy agotada -dijo-. Me gustaría dormir un año entero.
– ¿Te importa si echo un vistazo?
– Haz lo que se te antoje, eres mi invitada. Wendell se lo llevó todo, pero tampoco yo me he molestado en comprobar si fue así totalmente. Tendrás que perdonarme por el estado emocional en que me encuentro. Aún me cuesta hacerme a la idea de que me ha abandonado después de cinco años juntos.
– No estoy segura de que sea eso lo que ha pasado, pero enfócalo de la siguiente manera: si se lo hizo a Dana, ¿por qué no a ti?
Sonrió sin abrir los ojos; tuvo un efecto extraño. No sabía si me oía en realidad. Puede que ya estuviese dormida. Le quité el vaso de la mano y lo dejé en la mesa de vidrio.
Pasé los siguientes cuarenta y cinco minutos registrando todos y cada uno de los rincones de la casa. En situaciones así, nunca se sabe lo que puede encontrarse: papeles personales, notas, correspondencia, teléfonos, un diario, un cuaderno de direcciones. Cualquier cosa puede servir. Renata tenía razón. Wendell se lo había llevado todo. No tuve más remedio que desistir con un encogimiento de hombros. Es cierto que habría podido encontrar algún secreto fabuloso en relación con su paradero; y quien no busca, no encuentra.
Bajé la escalera y crucé en silencio la sala de estar. Renata se movió y abrió los ojos al pasar yo ante el sofá.
– ¿Ha habido suerte? -Tenía la voz espesa, fruto del agotamiento alcohólico.
– No, pero valía la pena probar. ¿Necesitarás algo?
– ¿Quieres decir cuando me recupere de la humillación? No, estaré perfectamente.
Guardé silencio durante unos instantes.
– ¿Llamó alguna vez a Wendell un sujeto llamado Harris Brown?
– Sí. Le dejó un recado, Wendell lo llamó a su vez y se pelearon por teléfono.
– ¿Cuándo?
– No me acuerdo. Ayer quizá.
– ¿Sobre qué fue la pelea?
– Wendell no me lo dijo. Por lo visto había muchas cosas que no quería compartir con nadie. Si das con él, no quiero saberlo. Mañana seguramente cambiaré la cerradura de la puerta.
– Es domingo. Te costará el doble.
– Entonces hoy. Esta tarde. En cuanto me levante.
– Llámame si necesitas algo.
– Un poco de diversión -dijo.